Se
encontraron por un capricho del azar. No se conocían, pero les bastó
mirarse para caer fulminados por lo que en Sicilia llaman el rayo del
amor. Sin pronunciar una palabra corrieron al lecho (al de ella, que
estaba siempre pronto) y se lanzaron el uno contra el otro como los
pugilistas en el gimnasio.
A
la mañana siguiente fue Eneas el primero que despertó. Decidido a
proseguir su viaje por el Mediterráneo, e incapaz de abandonar a una
mujer sin una explicación, le dejó sobre la mesita de luz un papel
en el que escribió con sublime laconismo: “¡Desdichada, lo sé
todo! Adiós”.
Y
se fue, la conciencia tranquila y el ánimo templado.
Varias
horas después Dido abrió los ojos, todavía lánguida de placer,
vio la esquela y la leyó. “¿Qué es lo que sabe de mí, si ni
siquiera le revelé mi nombre?”, se preguntó estupefacta.
Por
las dudas comenzó a pasar revista a su pasado, hasta que experimentó
tanta vergüenza que se bebió un frasco íntegro de vitriolo.
El jardín de las delicias. Marco Denevi, 1992.
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