De los cerros altos
del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está
plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no
hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman
piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la
Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de
modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si
estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es
un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las
noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre
la tierra.
…Y la tierra es
empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo
que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas
barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el
viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en
tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras:
esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en
la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los
montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido
entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas.
Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando
el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un
cuchillo sobre una piedra de afilar.
-Ya mirará usted
ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque
arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya
lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como
si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas
como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones
lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye
mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes,
arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por
debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se
pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá
usted.
El hombre aquel que
hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba
el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los
camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los
almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio
iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes
entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al
suelo con las alas chamuscadas.
Y afuera seguía
avanzando la noche.
-¡Oye, Camilo,
mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre.
Después añadió:
-Otra cosa, señor.
Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte
está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se
borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa
verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento.
Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos
y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como
si fuera una corona de muerto…
Los gritos de los
niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que
el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse
más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar
alboroto.”
Luego, dirigiéndose
otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
-Pues sí, como le
estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas
cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada
más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces
cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando
tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de
truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero
después de diez o doce días se van y no regresan sino al año
siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.
“… Sí, llueve
poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar
reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de
esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino
terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies
de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran
crecido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza
hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió
diciendo:
-Por cualquier lado
que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá
se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza.
Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran
entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la
hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la
lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se
puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada
contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la
viva carne del corazón.
“… Dicen los de
allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento
recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija
negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en
Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.
“Pero tómese su
cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela.
O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de
otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de
burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se
consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar
sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a
los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo
chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía
oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños
jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había
ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía
diciendo:
-Resulta fácil ver
las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no
tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo
seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví.
Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y
volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me
parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire
usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me
permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso.
Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagaran la
cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué
por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar
siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo,
se dio media vuelta:
“-Yo me vuelvo
-nos dijo.
“-Espera, ¿no vas
a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“-Aquí se
fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.
“Y se fue
dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus
caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.
“Nosotros, mi
mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la
plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de
aquel lugar en donde sólo se oía el viento…
“Una plaza sola,
sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le
pregunté a mi mujer:
“-¿En qué país
estamos, Agripina?
“Y ella se alzó
de hombros.
“-Bueno, si no te
importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te
aguardamos -le dije.
“Ella agarró al
más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.
“Al atardecer,
cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a
buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la
encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella
iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“-¿Qué haces
aquí, Agripina?
“-Entré a rezar
-nos dijo.
“-¿Para qué? -le
pregunté yo.
“Y ella se alzó
de hombros.
“Allí no había a
quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con
unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba
el aire como un cedazo.
“-¿Dónde está
la fonda?
“-No hay ninguna
fonda.
“-¿Y el mesón?
“-No hay ningún
mesón
“-¿Viste a
alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.
“-Sí, allí
enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las
rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han
estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de
su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar
la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré
aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“-¿Porqué no
regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“-Entré aquí a
rezar. No he terminado todavía.
“-¿Qué país es
éste, Agripina?
“ Y ella volvió a
alzarse de hombros.
“Aquella noche nos
acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar
desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos
fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos
aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones
de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del
viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite
que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas
con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera
un rechinar de dientes.
“Los niños
lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando
de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos.
Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del
amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento
en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se
hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso…
Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello
de mi mujer ahí a mi lado:
“-¿Qué es? -me
dijo.
“-¿Qué es qué?
-le pregunté.
“-Eso, el ruido
ese.
“-Es el silencio.
Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí
yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy
cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el
suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la
parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los
agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntillas hacia allá,
sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta
y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro,
con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el
negro fondo de la noche.
“-¿Qué quieren?
-les pregunté-. ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas
respondió:
“-Vamos por agua.
“Las vi paradas
frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a
caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me
olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.
“…¿No cree
usted que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me
quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted
me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad
es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres
me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que
allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a
nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días
comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la
noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de
pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí
señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida
y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban
aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin
tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los
viejos.
“Porque en Luvina
sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como
quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los
niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y
ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la
madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los
puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo
Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que
les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y
uno como gruñido cuando se van… Dejan el costal de bastimento para
los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya
nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces
nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo.
Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos
trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos
cumplieron con su ley…
“Mientras tanto,
los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en
sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que
es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de
convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera
buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de
acomodarnos en alguna parte. El gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron,
sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo
se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“-¿Dices que el
gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?
“Les dije que sí.
“-También
nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada
es de la madre de gobierno.
“Yo les dije que
era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron.
Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron
sus dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía
madre.
“Y tienen razón,
¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno
de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda
por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si
existe.
“-Tú nos quieres
decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de
aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos
vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y
no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen.
Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y
tragándose su propia saliva para engañar el hambre. Los mirará
pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados
por el viento.
“-¿No oyen ese
viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“-Dura lo que debe
de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de
hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos
chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire
hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no les volví
a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“…Pero mire las
maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas
horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo
mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’ En esa época tenía yo
mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos
nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para
plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el
experimento y se deshizo…
“San Juan Luvina.
Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el
purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y
ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se
acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio
que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí.
Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le
digo..
“¿Qué opina
usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con
la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la
plática. ¡Oye, Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le
estaba yo diciendo…”
Pero no dijo nada.
Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya
sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía
oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los
troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños.
Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba
a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.
El llano en llamas. Juan Rulfo, 1953.
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