El
niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de
arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su
habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de
móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la
materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas
sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El
niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la
perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores,
las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las
frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los
corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la
conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la
superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos
azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de
la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un
prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y
repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres
vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía
como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se
multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo
se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin
sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y
ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su
Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió
entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con
manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo
día y comenzaría de nuevo.
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