Yo sé que se
vuelven tierra los que se comen el sueño…
Oírlo decir me dejó
apabullado. No es necesario explicarlo. Me comía el sueño y me iba
sintiendo… ¿Cómo hacer?… ¿Me volvería tierra?… ¿Cómo
hacer para dejar de alimentar con mi sueño, despierto entre los
míos, cuando todos dormían, mi irrealidad nocturna, que era lo
único real de mi existencia?
¡Comerse el sueño…
vaya una expresión!
El tiempo caluroso
me obligó a abrir la ventana que daba a la terraza. El polvo que el
viento deposita durante el día, humedecido a esas horas por el
relente nocturno, llegaba a mis narices con fuerte olor a tierra
mojada, a lo que olían, me estaba volviendo tierra, insensiblemente,
mi pelo, mi saliva, mi cuerpo, cuando sudaba.
Olor a tierra
mojada, a moho dulzón, a todo esto olía yo por comerme el sueño,
no porque durmiera (el que duerme come), recto sentido del concepto,
sino por aquello de que jamás pegaba los ojos. Y ahora menos,
inquieto por el sabor a barro de mi sudor y unas tierritas que se me
formaban en los ojos, en las uñas, en los dientes…
Y no es que uno se
vuelva tierra como los muertos, de comerse el sueño, es decir de
comerse el sueño, de no dormir. No, es otra cosa: la
sensación de una tierra viva, de una tierra con sed frente al agua,
sed de terrón seco en los labios, y una insoportable cosquilla en
las yemas de los dedos junto a los tiestos con flores. Y luego el
hervor de olla, puesta al fuego, que uno se oye en el pecho. A olla
de paredes delgadas, de tierra vidriosa, de lo que tal vez están
hechas mis orejas, mis párpados…
Comerse el sueño…
Pues es comérselo y no dormir, tragárselo y quedarse en vela… oír
la noche pasar con todos sus ruidos y, por momentos, no oír nada,
como si ya fuéramos de tierra…
Paulatinamente nos
gana la rigidez de esa nueva carne. De repente, sería mejor. No
habría tiempo de pensar. Pero, poro a poro, pelo a pelo. El que se
vuelve tierra porque se come el sueño, es dueño de una lucidez
marchita, pero no por ello menor que la del que se levanta dormido.
La lucidez de la tierra…
¿Quién interrumpe?
Ha sido un disparo…
¿Un disparo lejano?… Un mono chilla… No tengo tiempo de pensar
en otra cosa que no sea la bestezuela coluda que ha saltado por la
ventana y corrido a refugiarse a mi lado, tiritando como la noche
estrellada, los dientecillos apretados, blancos, y los ojillos, ya
cerrados, ya abiertos, como siguiendo los altibajos del dolor que le
causa la bala en el brazo.
Trato de acariciarlo
y él agradece con mirada de fruta. Le hablo para que se sienta
seguro. Le cuento que desde que llegué a aquella casa, no duermo, me
como el sueño, estoy condenado a volverme tierra.
No se mueve. Me oye.
Escucha los sonidos que salen de mis labios y se da cuenta que le
hablo, porque, pobrecita, se acurruca aún más, la mano negra de
larguísimos dedos, apretada al brazo del que le mana sangre y
solloza.
-Ya oí… -tronó
una voz, la del que hizo el disparo-, y todo está muy bonito, pero
el mono me pertenece…
-¿Por qué? -dije,
encarándome con un hombre prieto, de cabellos largos y ojos
enrojecidos.
-Porque es mío…
-¿Cómo, tuyo?
-Yo lo herí…
-¿Y eso te da
derecho?
-¡Claro que sí!
-Pues buscó asilo
en mi casa y no te lo entrego…
-Mejor me lo da
-dijo cachazudamente-, no vaya a ser que pase una que no sirve…
-No puede pasar,
porque yo también estoy armado…
-Lo necesito. Mi
pobre mujer se volvió tierra, y hay que regarla con sangre de mono,
para que vuelva a ser gente…
-¿De tierra…?
-apuré las palabras, mis ojos convertidos en interrogaciones.
-Sí, un montón de
tierra, como ver un hormiguero que respira…
El mono seguía
desangrándose y saltaba, igual que elástico, en el estertor de la
agonía, temblorosos los labios negros, de vidrio muerto los ojos
vivos…
-¡Vamos… -dije al
inesperado visitante- algo de sangre quedará y la regaremos sobre tu
mujer! ¿Se está volviendo tierra, dijiste?…
-Si, de comerse el
sueño…
-¿Entonces es
cierto?
-¿Qué le pasa? -me
interrogó cuando salíamos, sin contestar a mi pregunta…
-Nada, nada… -le
contesté y, apresurando el paso, añadí: -¿Llegaremos a tiempo?
-Si, tal vez…
Debemos llegar antes de que se instalen las hormigas en lo que es
ahora un montón de tierra con forma de mujer…
-¿Y qué pasa si
las hormigas…
-Si las hormigas se
instalan -me interrumpió-, ya no podría rescatarla…
-De haber sabido.
Tardaste mucho en llegar. El mono, mientras tanto perdió casi toda
la sangre.
-Me entretuve
buscándolo en los pajonales. Hasta después no me di cuenta de que
se había metido en su casa.
La luna asomó
caliente, arenosa.
-Esa gran muerta
-dijo aquél refiriéndose a la luna, de la mano arrastraba al mono
muerto-, se comió todo su sueño y se volvió tierra, la luna es
tierra, tierra a la que llegaron las hormigas, antes que la regaran
con sangre de mono… gran hormiguero de hormiga negra, cuando se va
volviendo oscura, y de hormiga colorada o doradiosa, cuando brilla
como ahora.
-¿Falta mucho?
-pregunté ansioso.
-No mucho. Después
de aquel entrecejo de cerros. Visto está que quizá a la pobrecita
no le convenía salvarse…
-Busquemos otro mono
-propuse-, yo tiro muy bien con pistola…
-Eso sería bueno,
pero mejor lleguemos. Alguito de sangre le quedará a este
desperdicio.
Entre unos árboles
de ramazones secas, espinudas, al lado de una casuca de paredes de
adobe y techo de paja, nos detuvimos. Era su casa.
-¿Y tu mujer?
-interrogué ansioso.
Al hombre se le
saltaron dos lagrimones que le corrieron por la cara helada, pálida,
de pellejo con pelos.
De su mujer quedaba
un montón de tierra con forma humana, vaga forma humana, agujereada
por miles de hormigas coloradas. Lo abracé, mientras dejaba caer el
cadáver del mono y se deshacía en lamentos y maldiciones.
Y esa mañana, en
una piragua larga como un caimán que gobernaba un indio melenudo,
desnudo, con solo el taparrabo, salí por riachos de aguas
transparentes y mansas, hasta Carabín, y de aquí, a caballo hasta
la estación ferroviaria, de donde, en el primer tren de pasajeros,
volvía a la capital…
El pobre hombre,
esposo de la mujer que se volvió tierra, de comerse el sueño, no
quiso acompañarme por más que le ofrecí buscarle trabajo en la
ciudad, por no separarse del lado de su mujer, por no dejarla sola.
-No está muerta -me
explicaba-, siquiera estuviera muerta; está viva, lo que pasa es que
se volvió de tierra…
-Pero no ves…
-traté de argüirle.
-No veo lo que se
ve, sino lo que no se ve…
Y se quedó.
-¡Ah!… -me dijo,
como si con eso se consolara, antes de marcharme-, por todo esto de
por aquí, igual que mojoncitos, se ven hormigueros del alto de una
persona . No son hormigueros, es gente que se comía el sueño.
Cientos, miles, millones de hormiguitas negras y coloradas se
alimentan de ese sueño comido, sueño que se hace miel, miel espesa
que aprovechan los osos hormigueros. Sus largos hocicos… Su torpeza
de miopes… No ven que son cristianos convertidos, bajo durísima
costra, en esa harina amarillenta que se parece tanto al polvo de los
muertos.
No hubo manera de
arrancarlo de aquel lugar, temía por ella, y sólo después de mucho
rogarle me confesó que, para salvar a su mujer, tenía que cambiar
de forma, dejar de ser hombre y convertirse en ese hormiguero, de
larguísimo hocico y escasa vista.
-pero eso es
imposible…
-Lo intentaré
cuando esté solo, y de conseguirlo… ¡ah!… de conseguirlo, la
del oso: empezaré a lamer la tierra barrosa del hormiguero, hasta
abrir un agujero por conde meter la lengua, para que en mi lengua se
peguen las hormigas, que son el sueño que ella se comió; entre más,
mejor, que cuando sean una nube, enfundaré de nuevo la lengua en mi
boca y me las comeré hasta acabar con todas, instante en que mi
mujer volverá a ser lo que era y… yo seguiré siendo lo que soy,
el misterioso Juan Hormiguero...
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