Roncaba.
Al que ronca, si es de familia, se le perdona. Pero el roncador aquel
ni siquiera sabía yo la cara que tenía. Su ronquido atravesaba las
paredes. Me quejé al casero. Se rió. Fui a ver al autor de tan
descomunales ruidos. Casi me echó:
-Yo
no tengo la culpa. Yo no ronco. Y si ronco, ¡qué le vamos a hacer!,
tengo derecho. Cómprese algodón hidrófilo…
Ya
no podía dormir: si roncaba, por el ruido; si no, esperándolo.
Pegando golpes en la pared callaba un momento... pero en seguida
volvía a empezar. No tienen ustedes idea de lo que es ser centinela
de un ruido. Una catarata. Un volumen tremendo de aire, una fiera
acorralada, el estertor de cien moribundos, me rasgaba las entrañas
emponzoñándome el oído, y no podía dormir. Y no me daba la gana
de cambiar de casa. ¿Dónde iba yo a pagar tan poco? El tiro se lo
pegué con la escopeta de mi sobrino.
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