Que un hombre del
suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud
que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres
de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas,
parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero
contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura
un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un
balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de
su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar
estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora
cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente
mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada
feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la
muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la
República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal
Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es
tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de
Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con
Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del
Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo
relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo
atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música.
Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un
hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser
Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque
prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque
fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su
rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el
indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le
atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error
del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se
produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una
farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien
alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su
recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la
anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún
remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta
la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a
Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los
otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su
derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el
patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán
(Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está
esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de
pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le
repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al
Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la
madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces
para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de
jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él,
y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los
hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros
(también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la
llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado
en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace
gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a
manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el
sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido
y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a
Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de
Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier
hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina
que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul;
eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas
populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias.
Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son
múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser
un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de
los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con
unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y
toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad.
Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos
sus orientales juntos.
Otro año pasa antes
que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad
(que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los
hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y
Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo;
un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate.
Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente
vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es
desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una
larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores,
de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo
que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se
queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco
parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga,
la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté
mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de
él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de
pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría
curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la
campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas
de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les
llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que
está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles
ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay
corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa.
El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en
rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo.
Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que
está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una
broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua,
después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes
políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de
armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el
aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de
las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de
poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de
Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada.
Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a
mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando
tiene que ganar su amistad.
Entra después en el
destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del
sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de
piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del
patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a
desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La
mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre
que él aspira a destruir.
Aquí la historia se
complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la
intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al
interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora
resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone.
Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en
jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su
plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo
después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira;
da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo
parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre
en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora
usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el
hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el
colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel
de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras
versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan
ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin
embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se
ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y
de lástima.
La última escena de
la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894.
Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y
beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una
trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho,
erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre
de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira,
taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche.
Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda
una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la
mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a
medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el
jefe le ordena:
-Ya que vos y el
porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista
de todos.
Agrega una
circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la
han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas,
le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver.
Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han
traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el
amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque
para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con
desdén, hace fuego.
El Aleph. Jorge Luis Borges, 1949.
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