Recuerdo
esos minúsculos bichos traicioneros y tenaces que me incordiaron,
picaron y devoraron durante meses.
Son
de diferentes tamaños, colores y familias. Los hay negros, bien
hermosos, de los que se desplazan con pereza pero que no se detienen
si no es para clavar la trompa en el lugar elegido. Los blancos,
transparentes y menudos, se apiñan en las costuras de la ropa. Los
otros, de cabeza rubia y barriga negra, ágiles y voraces, se
acomodan en nuestras heridas y se deleitan sin preocuparse de
nosotros.
Nunca
me aburro en su compañía: si uno de los grupos se ha saciado, otro
vuelve a tener hambre y toma el relevo. Los piojos están presentes
día y noche. Con el tiempo y la costumbre se hacen indiscretos.
Llevan su audacia al punto de pasearse por la nariz y la barba de los
SS, que no pueden tolerar tal imagen, como almas de élite que son,
limpias por excelencia. Se impone una buena sesión de desinfección.
Desnudas
y temblorosas, con los paquetes de efectos personales apretados
contra el cuerpo, nos devora un inmenso vientre de cemento. Un tonel
para la ropa, una ducha fría para nosotras y luego, a desfilar ante
una bomba de bicicleta que escupe una niebla blanca. Un bombazo a la
izquierda, otro a la derecha y salimos blancas, rapadas, frías y
llorando de despecho ante los espectadores burlones. Cada sesión es,
además, un momento de selección lleno de riesgos. Si por desgracia
nos dejamos aturdir por el hambre o el olor, los perros están ahí
para llamarnos al orden.
Al
final de la sesión nos tiran la ropa por encima de una pequeña
barrera. Los trapos no son nunca de nuestra talla. Fuera, mientras
esperamos a las demás, intentamos intercambiarlos entre nosotras. Es
una operación que comporta riesgos, dadas las miradas de alambre de
espino que nos rodean. En alguna ocasión salí victoriosa. Sin
embargo, también alguna noche volví con vestido de cola y los pies
enfundados en zapatos inmensos. Los organizadores de nuestra estancia
se divertían viéndonos con esas pintas.
En
la paja de los barracones nos esperan nuestros pequeños huéspedes
negros, blancos o bicolores. Nos guardan rencor por haberlos dejado
solos tanto tiempo. Vuelven a nosotros con voluptuosidad.
Cuatro mendrugos de pan. De las tinieblas a la alegría. Magda Hollander-Lafon. 2017.
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