El catorce de enero
de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y
Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el
Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a
primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra
desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja;
Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte
dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el
hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la
noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que
se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el
papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las
rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor;
luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió
que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo
único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin
fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó
en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos
ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la
que sería.
En la creciente
oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz.
Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató
de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les
remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó
el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto
sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo
olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el
ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente
de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba
el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá
creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente.
Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho
ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella
noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana,
ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de
huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las
seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que
tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y
deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las
Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la
tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara.
En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban,
aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de
tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a
dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la
víspera.
El sábado, la
impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el
singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que
tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la
simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan,
de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las
otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al
oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora.
Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó
hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores
del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló,
cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa
final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada,
se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del
retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba
la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la
rompió.
Referir con alguna
realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un
atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez.
¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien
la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de
Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame
Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar
que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova…
Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras
mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven,
temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más
bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera
mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio
zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo
(en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la
casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que
se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en
ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya
porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo
fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas
y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento
peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su
padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le
hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en
el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue
una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella
sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola,
Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el
dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió
como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como
tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su
cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma
lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no
quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo
salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que
iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero,
para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el
insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había
contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos,
viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las
bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una
fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la
aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal
era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro.
Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el
desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la
fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie
lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año
anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le
trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con
íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para
conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial
de la obrera Zunz.
La vio empujar la
verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró.
Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja;
cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría
antes de morir.
Las cosas no
ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme
revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y
exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de
Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un
solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal.
Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón
Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió
la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo,
después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder
en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal,
invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad,
pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si
la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa
de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero
indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el
pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable
cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y
cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las
malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el
patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca
sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi
padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el
señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a
comprender.
Los ladridos
tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el
diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos
salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y
repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras
palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de
mí, lo maté…
La historia era
increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente
era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor,
verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había
padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos
nombres propios.
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