Al llegar la helada mañana, unas tristes mujeres ingresaron silenciosamente a la humilde habitación, y con delicadeza y suma rapidez procedieron a apagar las velas y a retirar las escasas flores marchitas que yacían junto al lecho mortuorio.
Seguidamente los amigos, vecinos, familiares y parientes del difunto tomaron la urna y la fueron retirando respetuosamente de la pequeña habitación. Tras ello, uno a uno, los pocos acompañantes compungidos y cabizbajos fuimos saliendo.
La viuda comenzó a caminar lentamente tras el cortejo; yo cogí un puñado de velas con mi mano derecha, luego junté ambas manos bajo mi manta, cruzadas por delante de mi pelvis y me fui tras los pasos de la dolida comitiva. En el estrecho umbral alcanzo a la mujer; mi ancho pecho toca la espalda de la viuda. Ella quiere salir, yo también, ella intenta avanzar y yo la imito en el movimiento, ella frena de golpe, y mi cuerpo inadvertido se estrella íntegro contra la retaguardia de la viuda. Un clavo negro semidoblado se ha enganchado en su oscuro abrigo. Ella quiere salir, yo también, pero el clavo resiste. Ella que tira y yo que empujo con mi cuerpo el cuerpo de la mujer. Por fin la viuda, volteando la cabeza, con lánguida mirada y con la voz sospechosamente ahogada me dice:
—Don Alejo, espérese un momento, enterremos primero al finao.
Cordilleranos. Cuentos y relatos de la
montaña, Ramón Quinchiyao Figueroa, 2000.
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