El
anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda
clase de pensamientos extraños, cosa a la que no estaba
acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta
durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.
El
anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus
movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba
revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había
relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca
hacerse un sólo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con
las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a
perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que
había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de
la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un
sollozo.
Tuvo
de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas
e introdujo la cabeza en su interior para reconfortarse con su propio
calor. Las doce campanadas de la medianoche llegaron a él,
amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció oír
que alguien gritaba.
Retiró
las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se
había equivocado.
Una
voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces:
«¡Socorro!»
El
señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz
provenía, sin duda, de un desgraciado caído al Sena.
Sin
hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso
apresuradamente el batín y las zapatillas y se precipitó al
exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el parapeto escrutó el
agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido viscoso,
se debatía débilmente.
«Soy
viejo -se dijo el señor Scrouge-. ¿Qué puedo esperar ya de la
vida? Si salvo a este hombre que se está ahogando, obtendré más
satisfacciones que las que puedan darme algunos años de vida
miserable.»
Franqueó
valientemente el parapeto y se lanzó al agua.
Se
fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra.
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