Para
las horas así, digamos jodidillas, no malas del todo pero pasando un
poco de regulares, pues tenía eso, un botecito de cristal con su
tapón de corcho, y con una cuerda lo colgaba del techo y luego le
daba caña con un palo, no muy fuerte, para no romper el vidrio, pero
sí lo suficiente como para que las moscas dentro del bote se
chocaran violentamente unas con otras y zumbaran como diciendo:
¡hostias, otra vez!
Luego
las moscas, con los ojos pegados al cristal, lo veían derrotado en
un sofá, sudando, mientras ellas apuraban los últimos vaivenes
pendulares, ya más relajadas, antes de contar las bajas.
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