La
idea de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más
rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y
la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro. Queda
bien que en el centro de la casa monstruosa haya un habitante
monstruoso.
El
minotauro, medio toro y medio hombre, nació de los amores de
Pasifae, reina de Creta, con un toro blanco que Poseidón hizo salir
del mar. Dédalo, autor del artificio que permitió que se realizaran
tales amores, construyó el laberinto destinado a encerrar y a
ocultar al hijo monstruoso. Éste comía carne humana; para su
alimento, el rey de Creta exigió anualmente de Atenas un tributo de
siete mancebos y de siete doncellas. Teseo decidió salvar a la
patria de aquel gravamen y se ofreció voluntariamente. Ariadna, hija
del rey, le dio un hilo para que no se perdiera en los corredores; el
héroe mató al minotauro y pudo salir del laberinto.
Ovidio
en un pentámetro que trata de ser ingenioso, habla del hombre mitad
toro y toro mitad hombre; Dante, que conocía las palabras de los
antiguos pero no sus monedas y monumentos, imaginó al minotauro con
cabeza de hombre y cuerpo de toro (Infierno, XII: 1-30)
El
culto del toro y de la doble hacha (cuyo nombre era labrys, que luego
pudo dar laberinto) era típico de las religiones prehelénicas, que
celebraban tauromaquias sagradas. Formas humanas con cabeza de toro
figuraron, a juzgar por las pinturas murales, en la demonología
cretense. Probablemente, la fábula griega del minotauro es una
tardía y torpe versión de mitos antiquísimos, la sombra de otros
sueños aún más horribles.
Libro de los seres imaginarios. Borges y Margarita Guerrero, 1957.
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