¿Llueve, Paulita?
Le pregunto, abriendo los ojos cargados de sueño.
-Lloviendo toda la
noche sin descansar, señor- me contesta, al mismo tiempo que
deposita cuidadosamente sobre el velador una humeante taza de café.
En seguida, cruza los brazos sobre el pecho, y se queda inmóvil
contemplando fijamente, a través de los vidrios de la ventana, el
cielo, de un gris sucio y opaco, cerrado por la lluvia torrencial.
Yo, desde mi lecho, diviso confusamente, allá, afuera, las siluetas
de los árboles doblados por el fuerte viento del norte; las nubes
tenebrosas que vuelan rápidas hacia el sur; los campos, de un verde
tierno y brumoso, cubiertos de agua; los animales que vagan aquí y
allá en los potreros como entumecidos de frío; las gotas que
gorgotean sin término en las charcas.
-Con este tiempo tan
malo, los animales y los pobres son los que padecen- agrega Paulita,
contemplando tristemente, embebida, el paisaje.
Después se vuelve
hacia mí y me mira sonriendo, con los ojos brillantes, como
invitándome a entablar una de esas charlas matinales a que la tengo
acostumbrada, en las que tratamos largamente de toda la crónica
doméstica de la casa de campo, de la que ella está muy puesta como
llavera del fundo que es, desde hace largos años.
Es una viejecita de
pequeña estatura, encorvada por los años y los achaques, vestida de
riguroso luto, y a pesar del frío y la humedad de esa mañana de
invierno, no lleva por todo abrigo sino un pequeño pañuelo de lana
que apenas le cubre la cabeza y el cuello. Sus cabellos grises,
ásperos y fuertes, su color obscuro y bilioso, su estrecha frente y
los pómulos y las mandíbulas muy pronunciados, denuncian a las
claras su origen araucano. Sólo los ojos son grandes, negros,
rasgados e inteligentes.
Por fin le digo:
-¿Y ha sabido de
José?
Al escuchar estas
palabras, un destello indefinible de orgullo, de embriaguez y de
esperanza, parece encenderse de súbito en el fondo de sus ojos, que
parpadean; se acerca a mi lecho y me contesta rápidamente en voz
baja, confidencialmente:
-¡De José, mi
Josecito, mi hijo!, sí, señor, ¡cómo no había de saber! Está
muy en grande por allá, en Antofagasta. Dicen que ya se salió de
ese hotel y que ha juntado plata para poner una tienda. Dicen también
que anda muy elegante, que parece todo un caballero. Yo lo decía que
Dios había de proteger a mi hijo tan bueno, tan amante, tan sometido
y respetuoso con su madre. Cuando lo puse a servir, el primer sueldo
me lo trajo hasta el último centavo, y me dijo: “Aquí tiene,
madre, para que se compre todas su faltas”. Después cuando salía
a verme, siempre me traía cualquier regalito. Decía también que yo
ya no estaba para trabajar, que él me daría para que descansara en
mi vejez. Ahora, tan arreglado, tan cuidadoso de su persona, tan sin
vicios… -Se interrumpe un instante, apoya la barba en su mano
enflaquecida, suspira débilmente y, fijando sus ojos dilatados en el
suelo, exclama con voz apagada, como hablándose a sí misma:
-Y ahora, ¡tan
lejos de mí el pobre niño! ¿Quién me lo atenderá por allá?…
-¿Y le ha escrito
desde que se fue? ¿Le ha mandado algún recuerdo?
Al escuchar estas
palabras, su rostro moreno y amarillento parece demudarse de súbito,
cierra los ojos a medias y contesta con voz estrangulada, sonriendo
pálidamente:
-Si… siempre me
escribe…, desde que se fue, ahí tengo las cartas… se las traeré
para que las vea… Es tan atento… También me ha mandado algunos
engañitos… Dice que no viene, porque no quiere llegar pobre aquí
-Suspira con esfuerzo, fija los ojos turbios e inciertos en la
abierta ventana, y continúa:
-Y pensar que va
para tres años que anda por allá. ¡Esto es terrible para una,
verse sola en la vejez sin tener a nadie que le cierre los ojos!
-Guarda silencio un instante, fijando en mí su mirada triste y
abatida y, en seguida, agrega con dolorosa sonrisa:
-¡Ah!, señor, ¡qué
crimen más grande es la pobreza, porque si yo hubiera tenido algo,
José no se me habría ido con ese caballero, su pariente, que le
vino a formar tan bonitos planes para llevárselo al norte! Y ese
hombre tiene la culpa de que yo esté padeciendo ahora -termina con
voz fuerte, vibrante de cólera y desesperación.
Trata de proseguir,
pero la voz se le ahoga en la garganta; su boca se contrae
convulsivamente; gruesas lágrimas asoman a sus ojos encendidos y
resbalan lentamente por sus mejillas rugosas, y, por fin, murmura con
acento entrecortado por los sollozos:
-Y él allá… al
fin del mundo… y yo tendré que morirme aquí como un perro:
¡porque esto me matará, esto me ha muerto, señor!
Se lleva al pecho
las dos manos como tratando de desembarazarse de algo que la ahoga,
se da vuelta y se aleja rápidamente, tambaleándose, con el rostro
contraído inclinado hacia la tierra y la trémula cabeza hundida en
los hombros.
Pocos días después
de esta escena, estoy sentado frente a mi escritorio, leyendo
tranquilamente los diarios, que acaba de traer el correo de la
mañana. Por la abierta ventana penetran los rayos del sol de
invierno; en el jardín que hay al frente se escucha el lento gotear
de los árboles que sacuden el agua de la pasada lluvia, el grito
estridente de las golondrinas, el confuso gorjeo de los pájaros,
saludando alegremente al buen tiempo. Grandes, espesas nubes blancas
se divisan allá entre los árboles del camino real, destacándose
inmóviles sobre el húmedo azul del cielo; y un hálito poderoso,
embriagante de vida, cargado con el acre perfume de las yerbas
silvestres y de la tierra mojada, llega hasta lo más hondo de mi
pecho. Todo lo que me rodea parece nuevo, brillante, claro: los
campos, las casas, los montes distantes, hasta la blanca torrecilla
del Cementerio lugareño que contemplo, en lontananza, a través de
los álamos negruzcos. Yo me siento también ágil, ligero y alegre,
con el corazón henchido de no sé que vaga, indefinible esperanza.
De repente siento
que la puerta de la habitación se abre suavemente: rápidas pisada
que yo conozco muy bien resuenan tras de mí sobre la alfombra.
Paulita está frente a mí; trae debajo del brazo un pequeño
envoltorio; sus labios se agitan como si desearan comunicarme luego
algo importante. Con la luz fuerte y clara que penetra por la
ventana, su rostro parece demacrado, pálido y enfermizo; sus grandes
ojos negros circundados de profundas ojeras violáceas brillan
intensamente, con los resplandores de la fiebre; pero su boca sonríe
enigmática, maliciosa… Se inclina a mi oído y me dice
misteriosamente:
-Hoy me ha llegado
carta de él, ¿sabe? Aquí la traigo para que la vea.
-¡Ah! José le ha
escrito -le digo.
Me hace un repetido
signo de afirmación con la cabeza, al mismo tiempo que busca
nerviosamente algo en el pecho. Por fin, saca un pequeño papel todo
arrugado y me lo pasa cuidadosamente, diciéndome:
-Léamela, señor,
para ver qué es lo que ha puesto ahí.
Es una breve carta
que principia con el sabido: “Espero que al recibo de ésta se
encuentre gozando de una completa salud; yo quedo aquí bueno, a sus
órdenes. Ésta es para decirle que ya muy luego me voy a embarcar.
Espero sólo juntar algo para el pasaje, porque hay que atravesar el
mar.
“También le diré
que yo no me puedo hacer por aquí, porque no hay día que no me
acuerdo de usted y de todos. También quería decirle que el negocio
mío es una cantina. Algo se gana, porque es mejor trabajar solo que
no apatronado. Le mando esas cositas para que se abrigue este
invierno y se acuerde de su pobre hijo. -José Morales.”
Mientras deletreo
pausadamente en voz alta esta epístola, la anciana, con la mano en
la mejilla, las cejas fruncidas y una suave sonrisa en los labios,
parece sumergida en un dulce y embriagador ensueño.
De cuando en cuando,
durante la lectura, exhala un suspiro entrecortado.
Al terminar, le
devuelvo su tesoro, diciéndole:
-José es un buen
muchacho, porque se acuerda de su madre, y no es ingrato.
-Ingrato él -me
contesta con una expresión de extravío en la mirada -, ¡cuando es
el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda
-y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo
el brazo. Y allí, sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de
colores chillones, de los de rebozo, y un género obscuro de lana,
todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada
instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como
diciéndome: ¡Qué le parece!
-Muy bonito, muy
bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.
-Sí, ya va a llegar
muy pronto -me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos
de lágrimas.
Por fin, se aleja
con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos,
agitando triunfalmente, como un trofeo su paquete.
Dos días después
tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos
negocios urgentes.
Regresé una tarde,
y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades
ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:
-Y ¿qué ha habido
de nuevo por acá?
-Lo único que hay
de nuevo, señor, -me contestó-, es que doña Paulita está en las
últimas.
-¡Cómo! -le dije
sorprendido-, ¿y qué tiene?
-Hacía tiempo que
andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada
que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor
mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora,
enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se
quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho enraba la malura
de la cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había
escrito, que iba a llegar… Allá, a mi casa, iba siempre a
mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se
ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla
el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para
qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor
cura del pueblo para que la pusiese la extremaunción y la confesara.
Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.
-Vamos a verla -le
digo, hondamente conmovido con la noticia.
Al entrar a la
habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio
destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta,
que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para
dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la
mano.
En el interior de la
humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada
frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta;
algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá
sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en
cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que
reinaba en la habitación.
Allá, en un rincón
sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía.
En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría
majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una
bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios,
fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de
la destrucción que se opera por instantes en su ser; sus manos
delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como
tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y
que se le escapaba siempre.
-Paulita -le digo en
voz baja -, ¿me conoce?
Al escuchar estas
palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el
rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas y sus
labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto.
De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima
satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz
interior parece iluminar su frente inmóvil; destellos fugitivos y
ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras
pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a
extinguirse; su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por
fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el
estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:
-José… Josecito…,
¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo?… Acércate… pero…
¡Tan flaco, tan distinto!! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame…
así… ¡Y tan elegante!… ¡Dios te bendiga!… ¿Pero ya te vas?…
¡No vuelves mas!
Después lanza un
grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve
suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin
luz, fijos en el más allá tenebroso…
Al ponerme en pie,
veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la
puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente
vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y
yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:
-Pobre José,
¡cuanto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre;
tan buen hijo!
El anciano, al
escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la
cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:
-José, buen hijo,
señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo,
de que mi pobre comadre…
-¿Cómo? -le digo,
mirándolo sorprendido…
-Si, señor
-agrega-, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que
tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias
de que por allá las está echando de caballero…
-¿Y esas cartas que
ella andaba mostrando a todos?
-Se las escribía
yo, señor, que soy su compadre; porque la vieja me decía que no
quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.
-¿Y los regalos?
-Los compraba ella
misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en
la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque
no tenía la cabeza buena de tanto sufrir… ¡Pobre doña Paulita,
al fin ha dejado de padecer! -y al terminar, el anciano va lentamente
a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en
silencio, meditando, al parecer, con la barba apoyada entre las
manos.
El cuento. Revista de la imaginación, nº 143.
me gusta la istoria me paresio como un cuento :DD
ResponderEliminarEl ambiente de donde se desarrollo el cuento
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