A las seis de la
mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus
primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y
crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la
ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que
pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran
penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los
noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos
en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la
avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A
esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía,
policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío,
sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último,
como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos
sin plumas.
A esta hora el viejo
don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón
comienza a berrear:
-¡A levantarse!
¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos
corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos.
Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo
transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios.
Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la
calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su
larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los
desperdicios.
-¡Todavía te falta
un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se
demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras
o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren
por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una
larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los
únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la
voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros
cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin
conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene
repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios
públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los
perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente
aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique,
después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge
una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante
de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la
exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se
encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan,
pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesan
los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe
cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente
descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates
podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún
manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso.
Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una
honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique,
en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos
brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes
que colecciona con avidez.
Después de una
rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el
próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está
al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que
huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro
de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está
perdida.
Cuando el sol asoma
sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha
disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos
duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan
a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los
gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los
esperaba con el café preparado.
-A ver, ¿qué cosa
me han traído?
Husmeaba entre las
latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo
comentario:
-Pascual tendrá
banquete hoy día.
Pero la mayoría de
las veces estallaba:
-¡Idiotas! ¿Qué
han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se
morirá de hambre!
Ellos huían hacia
el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el
viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto
el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
-¡Mi pobre Pascual!
Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos
no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el
invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo
insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus
nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más
temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más
desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el
muladar que estaba al borde del mar.
-Allí encontrarán
más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín
y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía,
siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una
pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una
especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los
perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos
arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró
aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que
penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de
plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas.
Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un
periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios.
En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y
algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran
acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos
resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que
rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al
corralón con los cubos llenos.
-¡Bravo! -exclamó
don Santos-. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los
miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta
el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos
lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a
su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos,
como ayudándoles a descubrir la pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de
una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del
pie. Un vidrio le había causado una pequeña herida. Al día
siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su
trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero don Santos no
se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre
gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el
chiquero.
-Dentro de veinte o
treinta días vendré por acá -decía el hombre-. Para esa fecha
creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don
Santos echaba fuego por los ojos.
-¡A trabajar! ¡A
trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de
Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana
siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos,
Efraín no se pudo levantar.
-Tiene una herida en
el pie -explicó Enrique-. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó
el pie de su nieto. La infección había comenzado.
-¡Esas son
patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un
trapo.
-¡Pero si le duele!
-intervino Enrique-. No puede caminar bien.
Don Santos meditó
un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
-Y ¿a mí?
-preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo-. ¿Acaso no me
duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo… ¡Hay que
dejarse de mañas!
Efraín salió a la
calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora
después regresaron con los cubos casi vacíos.
-¡No podía más!
-dijo Enrique al abuelo-. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó
a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
-Bien, bien -dijo
rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó
hacia el cuarto-. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el
colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al
muladar!
Cerca de mediodía
Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño
visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
-Lo encontré en el
muladar -explicó Enrique -y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la
vara.
-¡Una boca más en
el corralón!
Enrique levantó al
perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
-¡No le hagas nada,
abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se
acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
-¡Nada de perros
aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la
puerta de la calle.
-Si se va él, me
voy yo también.
El abuelo se detuvo.
Enrique aprovechó para insistir:
-No come casi nada…,
mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me
ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos
reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin
decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando
hasta el chiquero.
Enrique sonrió de
alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su
hermano.
-¡Pascual, Pascual…
Pascualito! -cantaba el abuelo.
-Tú te llamarás
Pedro -dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó
donde Efraín.
Su alegría se
esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el
colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera
lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
-Te he traído este
regalo, mira -dijo mostrando al perro-. Se llama Pedro, es para ti,
para que te acompañe… Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y
los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras
en la boca.
¿Y el abuelo?
-preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
-El abuelo no dice
nada -suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia
la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo
llegaba:
-¡Pascual, Pascual…
Pascualito!
Esa misma noche
salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época
el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando
por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado.
Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior
y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de
rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y
quedaba inmóvil como una piedra.
-¡Mugre, nada más
que mugre! -repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana
siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió
estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo,
presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se
ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura.
Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del
corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a
quejar.
Al segundo día
sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido
toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la
fiebre.
-¿Tú también?
-preguntó el abuelo.
Enrique señaló su
pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco
minutos después regresó.
-¡Está muy mal
engañarme de esta manera! -plañía-. Abusan de mí porque no puedo
caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los
mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó
quejándose y Enrique comenzó a toser.
-¡Pero no importa!
Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura!
¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco
ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no
habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan
levantarse y trabajar!
A través del umbral
lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media
hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el
carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además,
habían querido morderlo.
-¡Pedazos de mugre!
¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente
trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de
palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las
duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A
la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin
otro ánimo que para el insulto.
-¡Si se muere de
hambre -gritaba -será por culpa de ustedes!
Desde entonces
empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el
día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de
reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía.
Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón,
regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de
sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y
les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la
esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo,
que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos
alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su
apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía
fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón
un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía
desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana.
Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus
brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el
cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo
estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía
al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del
chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que
encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y se
quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables
del hambre de Pascual.
La última noche de
luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos.
Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se
volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin
apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo
entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta.
Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella,
aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre
las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus
nietos y lanzó un rugido:
¡Arriba, arriba,
arriba! -los golpes comenzaron a llover-. ¡A levantarse haraganes!
¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!…
Efraín se echó a
llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos
del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los
golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si
fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
-¡A Efraín no! ¡Él
no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al
muladar!
El abuelo se contuvo
jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
-Ahora mismo… al
muladar… lleva los dos cubos, cuatro cubos…
Enrique se apartó,
cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de
la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del
corralón, Pedro quiso seguirlo.
-Tú no. Quédate
aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la
calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino
comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a
través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo:
volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo
más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes
emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas
descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse
por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre
ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al
corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a
detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y
comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas
penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba
en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la
violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo,
parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un
árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el
abuelo no se movió.
-¡Aquí están los
cubos!
Don Santos le volvió
la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió
intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
-Pedro… Pedro…
-¿Qué pasa?
-Pedro ha mordido al
abuelo… el abuelo cogió la vara… después lo sentí aullar.
Enrique salió del
cuarto.
-¡Pedro, ven aquí!
¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió.
El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo
un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
-¿Dónde está
Pedro?
Su mirada descendió
al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban
las piernas y el rabo del perro.
-¡No! -gritó
Enrique tapándose los ojos-. ¡No, no! -y a través de las lágrimas
buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente
sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo,
prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar
sus ojos, de encontrar una respuesta.
-¿Por qué has
hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no
respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que
lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que,
erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual.
Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de
sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
-¡Voltea! -gritó-.
¡Voltea!
Cuando don Santos se
volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra
su pómulo.
-¡Toma! -chilló
Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo,
temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su
alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el
rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda,
resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió
unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún
ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo
quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y
sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y
husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el
mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo
alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció
que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca
había escuchado.
¡A mí, Enrique, a
mí!…
-¡Pronto! -exclamó
Enrique, precipitándose sobre su hermano -¡Pronto, Efraín! ¡El
viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
-¿Adónde?
-preguntó Efraín.
-¿Adonde sea, al
muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
-¡No me puedo
parar!
Enrique cogió a su
hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados
hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón.
Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora
celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría
ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero
llegaba el rumor de una batalla.
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