El
tipo se apostó en la barra con cara de pocos amigos. Cantaba como
una mosca en un vaso de leche: gabán largo, sombrero incrustado
hasta el entrecejo y una escopeta en la mano. El camarero se le
acercó con la excusa de pasar el trapo.
—¿Qué
va a ser?
Aprovechó
para mirarlo de arriba abajo. Debía medir, por lo menos, metro
noventa.
—Morid
o marchaos –contestó.
A
sus palabras la cantina calló de golpe. Se fueron levantando uno por
uno, muy despacio, hasta que el corro de infames criaturas lo rodeó
esgrimiendo las mejores galas del bestiario: miradas denostadas,
hercúleos brazos, zarpas ensangrentadas y dientes afilados.
El
primer disparo es el único que has de elucubrar, porque empuja al
siguiente y anticipa el final. El cazador de monstruos amartilló el
arma y disparó al techo. Sumido en la oscuridad que emanó de la
bombilla quebrada se sucedieron gritos, fogonazos y lamentos.
Minutos
más tarde, el hombre salía del armario. Arrastraba una cuerda, y
del otro extremo, como si se tratara de un petate, los cuerpos sin
vida de todos ellos.
Se
acercó a la cama, le dio un beso al pequeño, y le aseguró
sonriente que tendría felices sueños.
Esta noche te cuento. Junio, 2015.
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