Se
levantó de un brinco y corrió a hacerse su equipo de novia. Tul había sobrado
del pasado Carnaval. Y aquel traje blanco del verano tenía fácil arreglo... Y
los cajones estaban llenos de crespones aprovechables para el trousseau.
La niña
tonta vivía sola; pero llenó de la alegría de los gritos el largo pasillo,
repleto de armarios heredados de la familia muerta. Buscó y encontró flores de
trapo y guantes laicos. Quería estar vestida para cuando llegase el
administrador, que iba a ser el padrino.
La niña
se hablaba ante el espejo:
—Ponte
guapa, para que tu novio encuentre que no avanza el reloj; para que todo sean
prisas; para que al entrar en la iglesia, la gente diga un «¡Ah!», como cuando
sube un cohete. Ponte guapa, novia, que ya debe estar al llegar el hombre rubio
de las cinco de la mañana.
Y es
que era a las cinco de la mañana cuando lo había conocido, en ese sueño
imaginativo que viene después del sueño de cansancio. Todas las madrugadas, la
niña soñaba con un hombre rubio que le decía todo lo que nadie le decía. La
niña se iba con él por los jardines llenos de estatuas y de bancos, y el novio
le daba unos besos que la dejaban temblando como con fiebre.
La niña
tonta se pasaba el día empujando las horas, deseando que llegase la noche, y,
con luz de sol aún, cerraba las maderas y encendía las luces para traer a la
noche más pronto y para que llegase deprisa la hora de la cita.
La
última noche, el hombre rubio le dijo que se iban a casar, y ella contestó que
el padrino sería el administrador, y el hombre rubio se había marchado en una
cuadriga como Ben Hur.
La niña
tonta estaba vestida y dispuesta; se sentó en una silla a esperar, y esperó
todo el día.
La niña
lloraba, y no quería decirse por qué.
La niña
tonta lloraba, pero se acostó vestida de novia, porque sabía que a las cinco de
la mañana se casaría.
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