El dieciséis de abril de 1981 a
las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos
llamaban «der schwarze Peter» o «Peter el negro», regresó a su casa procedente
de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben,
un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal
actividad económica es la producción agrícola, de espárragos principalmente. Su
padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño
Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y luego pudo inferir, de
los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la
mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba de la nevera un
cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente
el cartón en la nevera y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo
que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su
padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído
sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber
inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en
los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o
creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño
Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo
que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los
habitantes del pueblo en los días siguientes, y aún después, y se lo tragaría
todo.
Peter Möhlendorf tenía doce años
y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que,
por contra, parecía huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando
los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los
restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las
autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la
finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el
gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses
después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día
la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno
desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf
solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando
que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar;
antes que esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño del balón echaba
a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter
para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen
jugador. Su padre le había anotado en el Fussball Verein Ausleben, algunos de
cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda
división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la
temporada, el verano siguiente.
El atardecer del dieciséis de
abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el
padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí
interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron
que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que
conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter
hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero
el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de
los niños y que el edificio estaba vacío. Möhlendorf visitó las casas de
algunos de los niños de la clase de su hijo pero este resultó no estar allí ni
en ninguna otra parte.
Ya había anochecido cuando
Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la
calle, y les expuso la situación. Su opinión –expresada con nerviosismo y de
inmediato desestimada por el resto de los padres– era que el pequeño Peter se
había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo,
que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para
suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían
precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno
de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que
era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo
que había pensado que el pequeño Peter estaba gastando una broma a su padre, y
que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y
trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había
pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el
bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se
encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada,
excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los
otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía
provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter
se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos
aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis
de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos
entramos a nuestras casas a buscar una chaqueta y una linterna y luego nos
marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso,
porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido
allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue
aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.
El bosque que se encuentra en las
afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz,
dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosque que inspira
cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de
las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen
y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una
ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna
trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin
Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna
de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar
clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro
de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos
conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni
siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.
A la mañana siguiente,
continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición
local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso. No
encontramos nada, pero, cuando abandonábamos el bosque, ya por la tarde, vimos
a la madre del pequeño Peter correr por el camino que venía del pueblo. Sus
labios se movían pero no podíamos comprender nada porque el bosque absorbía
todos los sonidos y los precipitaba hacia lo alto de las copas, allí donde tan
sólo los pájaros podían escucharlos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la
mujer dijo a su marido que había visto a Peter agazapado en la colina que
estaba detrás de su jardín, y agregó que lo había llamado pero que Peter
parecía no haberla escuchado y no había entrado a la casa. Al acercarse a él,
Peter había salido corriendo.
A la manera de esas noches en las
que a un sueño angustiante le sucede otro que nos alivia sólo hasta que
comprobamos que el siguiente, que a menudo no es más que su reflejo o su
potenciación, es mucho más angustiante aún, las noticias que traía la mujer de
Möhlendorf nos aliviaron –al fin y al cabo, Peter seguía vivo– pero abrieron a
su vez otros interrogantes sobre las razones por las que había desatendido el
pedido de su madre, dónde había pasado la noche, por qué no regresaba a la
casa.
Al llegar al pueblo, nos salieron
al paso dos niños de la clase del pequeño Möhlendorf que nos dijeron que lo
habían visto rondando el prado; cuando llegamos allí, ya no estaba. Esa noche
escuché a la mujer de Möhlendorf, que vivía junto a mi casa, llorar durante
horas.
Al día siguiente, Frank Kaiser,
que era el sastre del pueblo, visitó a Möhlendorf para decirle que esa mañana
había visto a Peter junto al mayor de la familia Schulz corriendo a la entrada
del bosque. Unas horas más tarde, Martin Schulz, que era recolector de
espárragos y siempre llevaba la camisa arremangada, no importaba cuánto frío
hiciera, nos dijo que su hijo había desaparecido.
En los días siguientes
desaparecieron otros niños: Robert Havemann, de doce años, Rainer Eppelmann, de
seis, Karsten Pauer, de doce, y Micha Kobs, de siete. Uno de los Pauer, que
estaba presente cuando su hermano se marchó de la casa, contó que él estaba en
su cuarto estudiando y viendo a su hermano jugar en el jardín cuando vio
aparecer, entre los árboles de una propiedad contigua, a Möhlendorf y a los
otros niños; dijo que nadie habló o que él no escuchó ninguna palabra, que su
hermano estaba en cuclillas escarbando la tierra con una cuchara y que levantó
la cabeza y vio a los otros, arrojó la cuchara a un costado y caminó hacia
donde estaban los niños, y que luego se alejaron todos corriendo.
Nuestros temores a partir de ese
punto cambiaron relativamente de tipo; ya no nos preocupaba la desaparición de
Möhlendorf sino la forma en que este parecía haber ganado influencia sobre los
otros niños del pueblo y los arrastraba consigo. A la angustia de los padres
cuyos hijos los habían abandonado se sumaba la de aquellos padres que temían
que sus hijos fueran los siguientes. Muchos dejaron de enviarlos a la escuela y
hubo algunos –pero esto se supo después– que los encerraron en sus cuartos para
evitar que escaparan; pero los niños siempre lograron hacerlo, imbuidos de una
inteligencia y de una fuerza cuya fuente era desconocida para nosotros y que
surgían tan pronto como Möhlendorf y los otros niños aparecían sobre la línea
del horizonte, ligeramente agazapados, a la espera.
Las autoridades de la así llamada
República Democrática de Alemania enviaron policías con dos perros y algunos
soldados de la Volksarmee para que recorrieran el bosque y dieran con los
niños. Sin embargo, aquéllos fueron demasiado displicentes o los niños
demasiado listos porque nunca los encontraron. Mientras los policías, los
soldados y los padres recorríamos el bosque escuchando solamente los gemidos de
los perros o contándonos lo que decíamos recordar que habíamos pensado la noche
en que el pequeño Peter había desaparecido, Möhlendorf asaltaba nuestras casas
y otros niños se le sumaban: Jana Schlosser, de siete años, Cornelia Schleime
de trece, Katharina Gajdukowa de nueve. Su ascendente sobre el resto de los
niños, su capacidad para esfumarse en un pueblo pequeño de una región
relativamente accesible –a excepción del bosque, que era, y es aún hoy,
enmarañado y oscuro– y su prescindencia de alimentos y refugio nos sorprendían
y nos desconsolaban pero también introducían un paréntesis en nuestra vida más
o menos vulgar y bastante miserable de habitantes de la así llamada República
Democrática de Alemania, y ese paréntesis parecía ofrecer una nueva normalidad
conformada de desapariciones que, en su proliferación, temíamos, acabarían
siéndonos indiferentes.
Una tarde, yo estaba en casa
reparando una jaula de palomas que tenía. Las palomas volaban sobre mi cabeza y
la cabeza de mi hijo, que me alcanzaba con desinterés las herramientas que le
pedía. Mi hijo me contaba una película que decía haber visto: en ella, una
mujer creía que su hijo había muerto; el espectador creía en lo que la mujer
decía hasta comprobar que su marido pensaba que su mujer estaba loca y que
nunca habían tenido hijos, la mujer escapaba de su marido y se encontraba con
un hombre al que ella recordaba y que se acordaba de su hijo, entonces el
espectador cambiaba por tercera vez de idea y pensaba que la mujer sí había
tenido realmente un hijo. Yo le pregunté a mi hijo cómo terminaba la película.
Me dijo que no se acordaba, pero que creía que la mujer entendía finalmente que
su marido tenía razón y que ella estaba loca y sólo por casualidad había
encontrado otro loco que creía en lo que ella contaba: nunca había habido
ningún hijo, dijo el mío, y ese era el final correcto de la película porque,
más o menos, todos los hijos, imaginarios o no, eran sólo una idea de los
padres y, como las ideas, podían olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra
idea mejor llegaba, dijo.
Yo estuve a punto de responderle
algo, o más bien preguntarle por qué inventaba esas historias –conocía el canal
estatal y sabía que, incluso aunque esa película existiera, ellos jamás la
exhibirían allí–, pero entonces vi que mi hijo se detenía en el gesto de
alcanzarme una herramienta y esta caía al suelo. Sobre la colina que estaba al
fondo de nuestro jardín, en el resplandor amarillo del atardecer, vi las
siluetas de Möhlendorf y otros niños, agazapados como animales, observando a mi
hijo. Mi hijo los miraba, inmóviles, y los otros lo miraban a él; pensé que
dirían algo, que lo llamarían, pero no dijeron palabra. Mi hijo dio un paso
hacia ellos y yo dije algo o sólo quise decirlo porque el ruido de las palomas,
que daban vueltas en círculo alrededor de su jaula, no permitía escuchar nada.
En ese momento, las palomas se precipitaron todas cayendo en picado desde el
cielo hasta dar con las chapas de la jaula, y el ruido de sus patas arañando el
metal me hizo pensar en la lluvia, en una lluvia inesperada que hubiera caído
sobre todos nosotros. Y pensé en la película que mi hijo me había contado y me
dije: «Él también es sólo una idea. Todos somos las ideas de nuestros padres, y
nos esfumamos antes o después de ellos». Una pequeña campana que mi mujer había
colgado ese día sonaba movida por el viento. Un coche pasaba lentamente frente
a la casa y no se detenía. Mi hijo hizo entonces algo que yo no esperaba: miró
hacia el suelo y me tomó del brazo, como si fuera yo el que iba a escapar, a
reunirme con los otros niños –si es que aún eran niños– y a alejarme de él.
Entonces vi que Möhlendorf se erguía un poco sobre la colina y su ropa parecía
volverse transparente al darle el sol que se ponía. No pude ver su rostro
puesto que este estaba en penumbras, y sin embargo, creo recordar –pero sólo
puede tratarse de una ilusión– que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada,
no explicaba absolutamente nada. Entonces desapareció detrás de la colina. Mi
hijo temblaba intensamente junto a mí y las palomas resbalaban sobre el metal
como si este fuera hielo.
Unos dos días después, cuando la
desaparición de los niños se había convertido en otra de las tantas
incomodidades sobre las que nada podíamos decir y que eran parte sustancial e
incomprensible de la vida en la República Democrática de Alemania, el pequeño
Peter Möhlendorf regresó a su casa. Su padre, que estaba sentado en la cocina
frente a un mapa topográfico de Ausleben y del bosque, levantó la cabeza y lo
vio pasar camino de su cuarto, contó. Un momento después, volvió a entrar en la
cocina con nueva ropa, sacó de la nevera un cartón de leche y se echó un poco
en un vaso, que bebió de pie; luego puso nuevamente el cartón en la nevera y no
salió al jardín de la casa, sino que se quedó mirándolo en silencio.
Esa noche o la siguiente el resto
de los niños regresó a sus casas. Ninguno de ellos parecía estar lastimado,
ninguno de ellos parecía tener un hambre inusual, haber pasado frío o estar
enfermo. Ninguno habló nunca sobre su desaparición o lo que había hecho durante
ella. El pequeño Peter Möhlendorf nunca explicó a nadie qué lo había llevado a
huir de su casa durante esos días y quizá tampoco haya podido explicárselo
nunca a sí mismo. Fue un alumno destacado en el colegio, y sus compañeros lo
recuerdan como un estudiante aplicado pero accesible, que quizá fumaba
demasiado. Peter Möhlendorf estudió ingeniería en la universidad de Rostock y
actualmente vive en Frankfurt del Oder; tiene dos hijos.
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