En las
horas inquietas de ciertos amaneceres los oigo galopar. Su locura y su
confusión recuerdan la dinámica de los océanos, el ir y venir de las olas, el
rugir de las marejadas, la insaciable ira de las tempestades. Son los caballos
perdidos en la fiebre del poeta muerto. Caballos apenas concebidos, ni realidad
ni metáfora. Mas yo los oigo incansables —como la sangre arrebatada en un
cuerpo sin sombra— ir de acá para allá buscando las orillas de un sueño ya
imposible.
Caballos
sin nadie que los sueñe.
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