Érase una vez una muchacha y un
joven. Estaban sentados en una piedra, en una punta de tierra que se adentraba
en el mar, y las olas golpeaban hasta tocar sus pies. Estaban sentados,
callados, cada uno en sus pensamientos, y vieron ponerse el sol.
Él pensó que tenía muchas ganas
de besarla. Su boca parecía hecha para eso. Había visto chicas más hermosas y,
en realidad, estaba enamorado de otra, pero no creía poder besarla nunca, ya
que era un ideal y una estrella, y “a las estrellas uno no puede desear poseerlas”.
Ella pensó que querría que él la besara, porque entonces tendría una
oportunidad de enojarse con él y mostrarle lo mucho que lo despreciaba. Se
levantaría, levantando las faldas y ajustándolas en torno a sí; lo miraría con
una mirada cargada de helada burla y se iría, derecha y sin prisas
innecesarias. Pero para que no pudiera adivinar lo que pensaba, dijo en voz
baja, muy lentamente:
-¿Cree usted en otra vida después
de ésta?
Él pensó que sería más fácil
besarla si contestaba que sí. Pero no recordaba bien cómo había respondido en
otra oportunidad a la misma pregunta y tuvo miedo de contradecirse. Por eso la
miró profundamente a los ojos y dijo:
-Hay momentos en que creo que sí.
Esa respuesta agradó a la chica
enormemente y pensó: “De todas maneras, me gusta su pelo y también la frente.
Es una lástima que la nariz sea tan fea y que no tenga una posición. Es sólo un
estudiante”. Con un novio como ése no la envidiarían sus amigas.
Él pensó. “Ahora, decididamente,
puedo besarla”. Pero tenía mucho miedo; no había besado antes a ninguna joven
de buena familia, y se preguntaba si sería peligroso. Su padre dormía, tumbado
en una hamaca, no muy lejos de allí, y era el alcalde de la ciudad.
Ella pensó: “¿Será quizá mejor
que le dé un bofetón cuando me bese?”. Y pensó de nuevo: “¿Por qué no me besa,
es que soy tan fea y desagradable?”.
Y se inclinó sobre el agua para
mirarse reflejada, pero su retrato se rompió en las olas que salpicaban.
Pensó a continuación: “Me
pregunto qué sentiré cuando me bese”. En realidad, la habían besado una sola
vez, un teniente, después de un baile en el hotel de la ciudad. Pero olía muy
mal, a cigarros y a ponche, y ella se había sentido un poco halagada de que la
hubiera besado, ya que era un teniente, pero, por otra parte, ese beso no había
sido gran cosa. Y, además, lo odiaba, porque después del beso ni le había
propuesto matrimonio ni había vuelto a mirarla.
Mientras estaban allí sentados,
cada uno en sus pensamientos, el sol se puso y oscureció.
Y él pensó: “Ya que está todavía
sentada a mi lado y el sol se ha ido, quizá no tenga nada en contra de que la
bese”.
Y lentamente le pasó un brazo
sobre los hombros.
Eso ella no lo había previsto.
Había creído que la besaría sin más preámbulos y que entonces ella le daría una
bofetada y se iría como una princesa. Ahora no sabía qué hacer; quería
enfadarse con él, pero no quería perder la oportunidad de ser besada. Por eso
se quedó sentada completamente quieta.
Entonces él la besó.
Era mucho más extraño de lo que
ella había pensado; sintió que se quedaba pálida y sin fuerzas, y que se había
olvidado totalmente de darle un bofetón, y de que no era nada más que un
estudiante.
Pero él pensó en un pasaje del
libro de un médico muy religioso, llamado La
especie femenina, en donde decía: “…Pero cuidado con dejar que el abrazo
matrimonial se supedite al dominio de las pasiones”. Y pensó que debía ser muy
difícil cuidarse si un solo beso podía ya hacer tanto.
Cuando salió la luna, estaban
todavía sentados besándose.
Ella le susurró al oído:
-Te amé desde el primer momento
en que te vi.
Y él respondió:
-Para mí no
ha habido otra en el mundo como tú.
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