Un
perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo
dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y
volví a casa.
En un
par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.
Se me
hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una
piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la
fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera
liberarse y muriera de hambre).
Volvió
algunos días después.
Entonces
supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los
remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque
más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis
noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.
Entonces
dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante
mis ojos –umbrío, imponente, desconocido–; resueltamente, comencé a internarme,
y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.
La máquina de pensar en Gladys. Mario Levrero, 2016.
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