El Nobel de Literatura Sigmund Grossman ha aceptado ir al
magazine de las mañanas de la televisión pública, aprovechando que está en
Barcelona para recoger el premio Memoria Hebrea, que distingue a las personas
que trabajan a favor de la divulgación del horror nazi. El hombre se
desenvuelve bien en español, porque su segunda mujer —la primera murió en el
campo de Birkenau— nació en Tarragona, aunque ha vivido buena parte de su vida
en Varsovia. No le hará falta traductor simultáneo, pues.
Cuando termine la entrevista, que le han asegurado que no
será muy larga, se irá al hotel a repasar el discurso de aceptación del
galardón y a dormir un poco (se cansa mucho, está mayor). Tras el homenaje,
cenarán con el presidente y con su editor (que tiene los derechos de toda su
obra, porque le publicó Canción de cuna
en el campo de exterminio antes de que ganara el Nobel, cuando aquí aún no
lo conocía nadie). Al día siguiente por la mañana tiene que coger el avión para
Bélgica, donde empezará la gira europea.
La azafata lo acompaña del brazo a la sala de maquillaje y
peluquería, le indica dónde sentarse y se ofrece a guardarle el bastón mientras
tanto. Enseguida, una maquilladora le echa un vistazo profesional y le anuncia
que sólo le aplicará un poquito de base en la cara y le tapará los brillos de
la calva y de las manos. Y ya le protege el cuello de la camisa con dos
servilletas de papel, para que no se le manche. Empieza el trabajo.
—¿Está cómodo?—le pregunta.
—Sí, muchas gracias.
La chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de
un tubo. Después se la aplica en la cara.
—Y usted ¿de qué viene a hablar?—le pregunta, sin dejar de
maquillarle.
—¿Perdón?
El Nobel no la ha entendido. A veces, si el interlocutor
habla deprisa y no puede verle los labios, no acaba de saber qué le dice.
Además, está sordo del oído derecho.
—Que de qué hablará.—Y con un pincel señala el techo, para
que el hombre mire hacia arriba (le quiere tapar las bolsas de los ojos)
—¿De qué tema viene a hablar al programa?
—¡Ah! De un libro que he escrito, supongo...—Y sonríe con
modestia.
Ahora la maquilladora le señala el suelo, para que mire hacia
abajo (le quiere repasar los párpados). Él no lo entiende.
—Mire al suelo...—El tono es como un sonsonete. Sol, mi
bemol, sol, sol. Sigmund Grossman lo sabe porque antes tocaba el violín.
—¿Y de qué va, el libro?
El premio Nobel vuelve a sonreír. El argumento de El gélido sopor de Auschwitz, su última
obra, no es fácil de explicar. En el plató, cuando le pregunten, quizás dirá
que es la historia de su vida en el campo de concentración. Y que también es
una reflexión sobre el mal.
—Es una novela—contesta finalmente.
—¡Ah! Pues qué bien que le entrevisten, ¿no?—exclama la
maquilladora—. Lo va a notar un montón en las ventas. Este programa tiene mucha
audiencia. Lo ve mucha gente. No hable ahora.
Moja un bastoncito en un tubo lleno de una pasta brillante y
transparente y se lo aplica por los labios.
—Ahora ya puede hablar. ¿Qué me estaba diciendo?
Pero el hombre sólo sonríe y hace un gesto con la mano.
—¿Y es el primer libro que escribe?
—No... Ya llevo unos cuantos.
—¿Ah, sí?—Ella parece muy contenta—. Qué bien, ¿no?
—Sí.
—¿Y cuántos más ha escrito?
Para no tener que responder, Sigmund Grossman finge no
recordarlo. Ríe y, al hacerlo, se le marcan unos surcos en la barbilla, como
los de la concha de una vieira.
—Uy... No sabría decirle...—Se nota que no es
castellanoparlante porque habla con demasiada corrección.
—¿No se acuerda? ¡Eso quiere decir que son muchos! ¿Más de
cuatro?
—Sí, sí. Unos cuantos más...
Ha escrito doce novelas y un volumen de poesía: Genocidio concertado.
—¡Hala! ¡Más de cuatro! Pero entonces ya se puede decir que
es un profesional. —La mujer tiene una voz infantil—. ¿Cómo se llama usted?
—Eh... Sigmund.
—Sigmund, Sigmund... Pero Sigmund ¿qué más?
—Sigmund Grossman.
—Mmm... No me suena—y menea la cabeza—. Por si acaso, después
me lo apunta. No me suena. Pero es que yo para los nombres... Dígame títulos de
sus libros. ¿Todos son novelas?
—Sí.
El premio Nobel ha dicho que sí para no tener que extenderse.
—Y ¿están bien?
Él hace un gesto ambiguo.
—Dígame títulos a ver si me suenan. Yo leo mucho. Me encanta
leer, pero no tengo tiempo.
—Ah, eso está muy bien. ¿Y qué lee?—El hombre se lo pregunta
para tratar de cambiar de tema.
—¡Buá! ¡De todo! Ahora me he bajado uno de crecimiento
personal, en pdf. Ah... Lo tengo aquí, en la taquilla. No me acuerdo del título
exactamente. Es que yo, para los títulos...
Va hasta la taquilla y vuelve con unos folios encuadernados:
—Éste. Eso: No le
llames más. ¿Lo conoce?
—No. No, no.
—Está muy bien. Lo ha escrito una chica que sale en el
programa, que es sexóloga.
—Ah.
—A ver. Es muy útil. Te quita la dependencia emocional que
puedas tener por una ex pareja.
—Ajá...
—Venga, dígame un título de un libro suyo, que me lo voy a
bajar. Para cuando me termine éste.
—Ya se lo enviaré, no se preocupe.
—Pero ¡si no sabe mi nombre! Ahora se lo apunto. Laura Piris,
me llamo. Después, después se lo apunto.
—Sí, gracias.
La chica coge una brocha y le colorea las mejillas:
—Pero ¿de qué va el que me enviará?
—Del Holocausto...
—A mí, sobre todo, me gustan los de intriga. ¿Es rollo
intriga, éste?
El hombre hace una mueca de dolor que tanto puede querer
decir que sí como que no.
—Ahora le maquillaré un poquitín las manos...—anuncia la
chica—. ¿Se puede remangar, para que no le manche los puños?
—¡Ah! Sí, sí.
El hombre trata de obedecer pero le tiembla el pulso. Así
pues, ella le ayuda. Pero a medio hacer se interrumpe, admirada.
—¡Joder!—y le clava los ojos en el antebrazo izquierdo—. Pero
¡si tiene un tatuaje! Qué moderno.
Él trata de bajarse la manga, de repente muy incómodo. Se
atraganta.
—¿Qué es? ¿Qué simboliza?
—Un... número...—murmura con un hilillo de voz.
—Un número. Y qué largo.... ¡Qué original!... Yo tengo una
mariquita, pero aquí. —Y se aparta la tira del sujetador para que él pueda
verla.
—Muy bonita...
—A mí me gusta que los tatus no sean muy grandes. Así, como
el que lleva usted, que es superelegante. Que se noten pero que no se noten.
¿Quién se lo ha hecho? ¡Es que me encanta!...
No hay terceras personas. Empar Moliner, 2010.
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