La lluvia nos había
sorprendido a mitad de camino; se había descargado, rabiosa, durante dos días y
dos noches.
Ya hacía unas horas que
había vuelto el sol y los niños andaban por las orillas del monte buscando el
yacaré caído del cielo. El sol atacaba los barriales de los sembradíos y la
espesura cercana, arrancándoles nubes de vapor y aromas vegetales limpios y
mareadores.
Nosotros estábamos esperando
que un ruido de motores nos anunciara la continuación del viaje, y dejábamos
pasar el tiempo, entre bostezos, sentados de espaldas contra el frente de
madera del almacén o echados sobre bolsas de azúcar o maíz molido.
De los brazos de una
mujer, a mi lado, brotaba un débil gemido continuo. Envuelto en trapos, Noel
gemía. Tenía fiebre; un mal se le había metido por la oreja y le había ganado
la cabeza.
Más allá de los campos
amarillos de soja, se extendía un vasto espacio de cenizas y muñones de árboles
talados y carbonizados. Pronto volverían a alzarse, por detrás de esos eriales,
las espesas columnas de humo de las hogueras que se abrían paso hacia el fondo
de la maleza invicta, donde florecían porque era época, las campanillas moradas
de los lapachos. Esperando, esperando, me dormí.
Me despertó, mucho
después, la agitación de la gente que gritaba y alzaba bultos, bolsas y
valijas. El camión, rojo de barro seco, había llegado. Yo estaba estirando los
brazos cuando escuché, junto a mí, la voz de la mujer:
-Ayúdame a subir.
La miré, miré al niño.
-Noel no se queja -dije.
Ella inclinó suavemente la
cabeza y luego continuó con la vista clavada, sin expresión, en las altas
arboledas donde se rompían las últimas luces de la tarde.
Noel tenía la piel
transparente, color sebo de vela; la madre le había cerrado los párpados.
Súbitamente sentí que se me retorcían las tripas y sentí la ciega necesidad de
pelearme a puñetazos contra Dios o contra alguien.
-Culpa de la lluvia
-murmuró ella-. La lluvia, que cierra los caminos.
Más que la tristeza, era
el miedo el que le apagaba la voz. Cualquier camionero sabe que da mala suerte
atravesar la selva con un muerto.
Nos trepamos a la caja.
Los contrabandistas, los hacheros y los campesinos celebraban con caña
brasileña la aparición del camión. Algunos cantaban. El camión arrancó y se
callaron después de los primeros sacudones.
-Y ahora, ¿por qué vas?
Fue la primera vez que ella
me miró, y parecía asombrada.
-¿Adónde?
-Esto lleva hasta Corpus
Christi.
-Allá voy. Voy hasta Corpus
a rezar para que venga el cura. El cura me lo tiene que bautizar. Noel no está
bautizado y yo voy a esperar al cura hasta que él venga con las aguas sagradas.
El viaje se hizo largo,
íbamos a los tumbos por la picada abierta en la selva. Ya era noche cerrada y
por aquellas comarcas también vagaban, disfrazadas de bichos espantosos, las
almas en pena.
Vagamundo y otros relatos. Eduardo Galeano. Ed. s. XXI, 1998.