martes, 30 de octubre de 2018

Interpretación de los sueños. Carlos Almira Picazo.


Vi un elefante capturado por unos cazadores que, simulando que cortaban juncos y hierbas inofensivos, luego trenzaron cuerdas irrompibles con ellos, hicieron una red, lo apresaron, y lo mataron.
El elefante era yo: los cazadores, eran mis ensueños y ambiciones; y los juncos y las hierbas, la infinidad de minucias, compromisos, y mentiras en los que me ha ido enredando la vida.

La llave dorada. Carlos Almira Picazo, 2014.

lunes, 29 de octubre de 2018

Noel. Eduardo Galeano.


La lluvia nos había sorprendido a mitad de camino; se había descargado, rabiosa, durante dos días y dos noches.

Ya hacía unas horas que había vuelto el sol y los niños andaban por las orillas del monte buscando el yacaré caído del cielo. El sol atacaba los barriales de los sembradíos y la espesura cercana, arrancándoles nubes de vapor y aromas vegetales limpios y mareadores.

Nosotros estábamos esperando que un ruido de motores nos anunciara la continuación del viaje, y dejábamos pasar el tiempo, entre bostezos, sentados de espaldas contra el frente de madera del almacén o echados sobre bolsas de azúcar o maíz molido.

De los brazos de una mujer, a mi lado, brotaba un débil gemido continuo. Envuelto en trapos, Noel gemía. Tenía fiebre; un mal se le había metido por la oreja y le había ganado la cabeza.

Más allá de los campos amarillos de soja, se extendía un vasto espacio de cenizas y muñones de árboles talados y carbonizados. Pronto volverían a alzarse, por detrás de esos eriales, las espesas columnas de humo de las hogueras que se abrían paso hacia el fondo de la maleza invicta, donde florecían porque era época, las campanillas moradas de los lapachos. Esperando, esperando, me dormí.

Me despertó, mucho después, la agitación de la gente que gritaba y alzaba bultos, bolsas y valijas. El camión, rojo de barro seco, había llegado. Yo estaba estirando los brazos cuando escuché, junto a mí, la voz de la mujer:

-Ayúdame a subir.

La miré, miré al niño.

-Noel no se queja -dije.

Ella inclinó suavemente la cabeza y luego continuó con la vista clavada, sin expresión, en las altas arboledas donde se rompían las últimas luces de la tarde.

Noel tenía la piel transparente, color sebo de vela; la madre le había cerrado los párpados. Súbitamente sentí que se me retorcían las tripas y sentí la ciega necesidad de pelearme a puñetazos contra Dios o contra alguien.

-Culpa de la lluvia -murmuró ella-. La lluvia, que cierra los caminos.

Más que la tristeza, era el miedo el que le apagaba la voz. Cualquier camionero sabe que da mala suerte atravesar la selva con un muerto.

Nos trepamos a la caja. Los contrabandistas, los hacheros y los campesinos celebraban con caña brasileña la aparición del camión. Algunos cantaban. El camión arrancó y se callaron después de los primeros sacudones.

-Y ahora, ¿por qué vas?

Fue la primera vez que ella me miró, y parecía asombrada.

-¿Adónde?

-Esto lleva hasta Corpus Christi.

-Allá voy. Voy hasta Corpus a rezar para que venga el cura. El cura me lo tiene que bautizar. Noel no está bautizado y yo voy a esperar al cura hasta que él venga con las aguas sagradas.

El viaje se hizo largo, íbamos a los tumbos por la picada abierta en la selva. Ya era noche cerrada y por aquellas comarcas también vagaban, disfrazadas de bichos espantosos, las almas en pena.

Vagamundo y otros relatos. Eduardo Galeano. Ed. s. XXI, 1998.

domingo, 28 de octubre de 2018

Edipo. Leonardo Dolengiewich Mendoza.


Lo dejaron en el monte Citerón, recién nacido y a su fortuna, condenándolo así a la muerte.
Lo encontró un pastor y se compadeció de él, condenándolo así a la vida.