domingo, 29 de enero de 2023

El Santo Grial. Javier Puche.

Para Ana María Shua.
El héroe atravesó desiertos, laberintos, junglas. Decapitó minotauros y cíclopes. Cayó en telarañas gigantes. Trepó árboles infinitos. Hasta que finalmente, ya anciano, encontró el Santo Grial. Lo custodiaban un monje y un dragón. Si bebes de esta copa, dijo con gravedad el monje, vivirás eternamente. En el rostro decrépito del héroe se dibujó una sonrisa. Al parecer, no había sacrificado en vano su existencia, donde nunca hubo amor o alegría, sólo búsqueda tenaz. Ahora bien, prosiguió el monje elevando la voz, vivirás eternamente en círculo, la misma vida que tuviste. Y no otra. Aturdido, el héroe reflexionó unos instantes. Después se desplomó en el suelo como un títere, vencido por la tristeza, mientras las fauces del dragón exhalaban una carcajada de fuego.


miércoles, 25 de enero de 2023

Empezó a darle vuelta al café con leche... Max Aub.

Empezó a darle vuelta al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio. Ris, ris, ris, ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo en su centro. Maelström. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente, mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera que se creyó en obligación de explicarse:
Todavía no se ha deshecho el azúcar.
Para probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin descanso, y el ruido de la cuchara en el borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, sin parar, eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé.

Crímenes ejemplares, 1957.

martes, 24 de enero de 2023

La inmiscusión corrupta. Julio Cortázar.

Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
¡Asquerosa! —brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivolarle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abroncojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
¡Payahás, payahás! —crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolamas que para qué.
¿Te das cuenta? —sinterruge la señora Fifa.
¡El muy cornaputo! —vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofifas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.

Último round, 1969.
 

domingo, 22 de enero de 2023

Canción del jinete. Federico García Lorca.

En la luna negra
de los bandoleros,
cantan las espuelas.


Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?


...Las duras espuelas
del bandido inmóvil
que perdió las riendas.


Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!


En la luna negra,
sangraba el costado
de Sierra Morena.


Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?


La noche espolea
sus negros ijares
clavándose estrellas.


Caballito frío.
¡Qué perfume de flor de cuchillo!


En la luna negra,
¡un grito! y el cuerno
largo de la hoguera.


Caballito negro.
¿Dónde llevas tu jinete muerto?


sábado, 21 de enero de 2023

La solicitud. Slawomir Mrozek.

Respetuosamente ruego que me sea entregado el dominio del mundo. Fundo mi solicitud en el hecho de que soy el mejor, el más inteligente y el más original de todos los hombres.
Hago saber también que mi distrito es uno de los más pobres. Arenales, nada más. Y los mercados anuales fueron suprimidos porque dicen que se hará la industrialización. En casa tampoco reina la abundancia, ya que mi yerno, además de tenerme que mantener a mí, tiene que mantener a otras ocho personas, entre las cuales hay dos que pertenecen a la intelectualidad. No dispongo de dinero ni de ningún ejército para apoyar mi demanda. Por eso pongo también la condición de que no se me obligue a tener bombas atómicas. En caso necesario, puedo presentar el correspondiente certificado de la parroquia.
Ya comprendo que, vistas las circunstancias, no será fácil poner en mis manos el poder. Sin embargo, acaricio la esperanza de que tanto la voluntad entusiasta de los pueblos como la marcha de la historia vendrán en apoyo de mi solicitud. Por otra parte, confío en la providencia divina.
Sobre todo, como ya he dicho antes, soy mejor que todos los demás hombres. Tal vez haya algunos que no estén de acuerdo y pretendan que son ellos los mejores. Pero tales afirmaciones no tienen ningún peso; porque ellos no son yo y, por lo tanto, ¿cómo van a saber lo bueno que soy?
Yo creo que todos saldrían ganando con que yo gobernara el mundo. Como estoy dispuesto al sacrificio, puedo asumir esa grave obligación. Mientras fui joven, hice más de una locura, pero, ahora he encontrado el camino y podría guiar a los demás.
No tenemos ni un solo tanque. Incluso el colador está roto y por eso, la pobre de mi hija las pasa negras para hacer los fideos. Pero ¿que importancia tiene eso? En realidad, uno gobierna el mundo porque es el mejor y no porque tenga un ejército. A nadie le gustaría gobernar porque tiene un ejército, sino únicamente porque es el mejor. Tengo, pues, igualdad de oportunidades o incluso más, porque no tengo ningún ejército y soy realmente el mejor. ¿Para qué necesito un buque de guerra? Estas cosas sólo cuestan dinero y, por otra parte, un buque, en casa, sólo nos estorbaría, sobre todo ahora que mi hija vuelve a estar en estado de buena esperanza.
No se trata de mí, sino sólo de la humanidad. Cuando a veces me escondo en el huerto que hay detrás de casa (el huerto, gracias a Dios, todavía es nuestro) y como las moras a puñados, hay algo que parece tocarme con el dedo. ¡Aquí estás tú tan tranquilo comiendo moras y allí está las humanidad! Y me entran deseos de abandonarlo todo para a ocupar el poder.
Ayer, mi yerno me encerró porque dijo que como demasiado. Dispongo pues de un poco de tiempo y escribo lo que ya hace mucho que quería escribir. Pero siempre había tantas moscas ahogadas en el tintero que resultaba desagradable mojar la pluma en él. Hasta ahora, en otoño, la cosa no ha mejorado un poco.
Tengo suerte de ser yo y no otro el que está dentro de mí. Es terrible la idea de que otro pudiera ser yo y entonces me mirara y no supiera como soy.
Ha llegado mi yerno. Ya comprendo que todo está muy caro, pero ¿es indispensable que todo se arregle en seguida a palos?
En espera de una respuesta afirmativa a mi solicitud, le saluda atentamente…

domingo, 15 de enero de 2023

Triplenilunio. David Vivancos Allepuz.

Desde que salen tres lunas, una justo debajo de la otra, alineadas como los botones de una inmensa camisa de negra seda, aún se entiende menos el comportamiento de las mareas. El ayuntamiento ha cesado, por innecesarias, a dos terceras partes de los serenos. Los poetas que no se han colgado de un árbol están desorientados y se pasan las horas suspirando. Los perros aúllan el triple por las noches y los gatos, de tanta luz nocturna como tenemos, han dejado de ser pardos. Pero lo peor, sin duda, viene cuando en el cielo se dibuja la triple luna llena: lo de los licántropos va a tener, según nos cuentan, muy difícil solución.


sábado, 14 de enero de 2023

El puente de Schott. Donald Ray Pollock.

Nettie Russell murió en primavera y le dejó a su nieto, Todd, un viejo Ford Fairlane y un bote de café Maxwell House con dos mil dólares dentro, que en 1973 eran un buen pellizco de dinero. Su hija, Marlene, era una chica salvaje que había tirado su vida a la basura una noche nevada cuando Todd no tenía más que dos años. La había encontrado un ayudante del sheriff en el asiento trasero de un coche aparcado en el borde del huerto de Harry Frey, con un desconocido del pueblo tumbado encima de ella, los dos rígidos y azules e hinchados como sapos por el monóxido de carbono. Y como en el funeral ninguno de los novios de Marlene tuvo pelotas de ofrecerse para ayudar con el huérfano, ni siquiera después de que el predicador hiciera una súplica especial, a Nettie no le quedó más remedio que criarlo ella.
Cuando le entregó la herencia, tan sólo unas pocas horas antes de exhalar su último y jadeante suspiro, le dijo a su nieto:
Toddy, éste no es lugar para ti. Coge esto y vete antes de que alguien te haga daño.
Acababa de cumplir diecinueve años y en la hondonada todo el mundo decía en broma que tenía demasiado azúcar dentro para ser un chico. Llevaba años soñando con mudarse a otro sitio y vender casas, o tal vez trabajar en un banco. La fantasía de regresar un día a Knockemstiff vestido con un traje reluciente de color burdeos y llevando un maletín de cuero les había servido tanto a él como a su abuela para animarse durante las últimas semanas de su larga enfermedad.
Todd tendría que haberse largado al pueblo en cuanto ella le dio las llaves del coche y el dinero, pero descubrió que le daba miedo irse de la hondonada, por muy mal que se estuviera allí. Retrasaba su partida todo el tiempo, demorándose en el condado, y un mes después de morirse la señora, Frankie Johnson y él se mudaron a un campamento de pesca que había en el lado alto del Paint Creek. Nadie podía entenderlo. Frankie era más bruto que un arado y le gustaban las chatis; Todd hablaba como una niña remilgada en un concurso de belleza y caminaba de puntillas como si tuviera los calcetines llenos de cristales.
Aunque se conocían de toda la vida, no empezaron a ir juntos hasta una noche después de una fiesta de la cerveza celebrada en Copperas Mountain. Todd llevaba durmiendo en el Fairlane desde el funeral de su abuela, dando vueltas mientras escuchaba canciones de amor por la radio y deseando que su tío Claude contrajera cáncer de colon. Nada más regresar del cementerio, éste había tirado la ropa de Todd al jardín enfangado y le había dicho que se largara con viento fresco. «Mamá no me dejaba echarte cuando estaba viva, pero ahora ya no puede impedírmelo», le dijo a su sobrino. Salvo con el fantasma que había visto en la lápida de su abuela, Todd llevaba tres semanas sin hablar con nadie. Simplemente estaba buscando un lugar seguro donde aparcar para pasar la noche cuando se encontró con la fiesta de la cerveza. La soledad le metía en líos más deprisa que cualquier otra cosa, y él lo sabía, pero aun así paró el coche y apagó el motor.
Se sentó bajo el dosel de un sauce, a cierta distancia de la fogata, y se puso a escuchar las risas y la conversación alborotada. Nadie lo invitó a acercarse, pero tampoco esperaba que lo hicieran. La gente de la hondonada, sobre todo los hombres, lo trataban con desprecio en el mejor de los casos. Esa noche, sin embargo, una vez el tonel quedó vacío, Frankie Johnson se aproximó y se sentó en un tronco cerca de él.
¿Tienes dinero, Russell? —le preguntó.
Todd se lo pensó un momento. Aunque Frankie nunca había sido lo que se dice amistoso con él, por lo menos lo había dejado en paz cuando los demás lo insultaban o lo perseguían por la carretera tirándole piedras.
Un poco —respondió Todd con recelo.
¿Por qué no vamos al pueblo y desayunamos? —propuso Frankie. Apartó la vista al decirlo, como si le diera vergüenza—. Dicen que ahora el Frisch’s Big Boy abre toda la noche.
¿Por qué?
Frankie soltó un suspiro. Cogió una piedra y la estrujó; después la tiró a unos matorrales.
Pues porque tengo hambre.
Un accidente de coche le había dejado una larga cicatriz de color púrpura que le bajaba por un lado de la cara como si fuera una grieta en un huevo, pero Todd todavía se acordaba de cuando Frankie era guapo.
Lo miró, se mordió el labio inferior y sopesó las ventajas y los inconvenientes. Las ventajas salieron vencedoras.
Vale —dijo Todd.
Unos pocos de los borrachos congregados alrededor del fuego se pusieron a soltar silbidos burlones cuando vieron que Frankie se subía al viejo Fairlane. Todd temió que fuera a armarse algún lío, pero Frankie se limitó a enseñarles un dedo en gesto obsceno y se reclinó en el asiento. Mientras daban la vuelta por el camino de tierra, alguien les tiró una lata de cerveza que rebotó en el guardabarros.
Estúpidos hijos de puta —murmuró Frankie.
Luego cerró los ojos y se puso a roncar hasta que llegaron al pueblo. Su aliento pestilente llenaba los asientos delanteros. Todd examinó la cicatriz protuberante a la luz de los faros de los coches que se acercaban y luchó contra el deseo de pasarle el dedo por encima. Se preguntó si Frankie sabría lo de los dos mil dólares.
Mientras desayunaban en el Frischs Big Boy, Frankie le dijo que lo único que había amado en su vida era un Super Bee amarillo del 69 que había tenido a los diecisiete años.
Me acuerdo de aquel coche —dijo Todd.
Frankie sonrió y se metió más huevo en la boca.
Todo el mundo conocía mi Super Bee. El cabrón volaba. Dios, si alguna vez tengo oportunidad, me compraré otro igual.
¿No es el que estrellaste?
Frankie dejó de masticar y asintió con la cabeza.
El peor día de mi vida hasta ahora. La otra noche una guarra me llamó Frankenstein.
Tres años antes, Frankie no había acertado a coger la curva del Pumpkin Center, con tan mala fortuna que el Super Bee se había estrellado contra un poste de teléfono y él había atravesado el parabrisas con la cara por delante. La cosa podría no haber tenido consecuencias, pero resulta que se encontraba en plena juerga de las bestias y había estado bebiendo tres días más antes de que alguien lo llevara por fin al hospital para que le intentaran coser la cara. Para entonces la herida ya había empezado a cicatrizar y no había habido manera de que el médico pudiera cerrarle más aquel tajo enorme. Este le había dicho que era un milagro que no se hubiera desangrado.
Cuando Frankie hizo una pausa para untar una tostada con mantequilla, Todd se puso a contarle cómo su abuela se había ido muriendo lentamente en el dormitorio. El tío Claude solía pasar por allí todos los días para ver si ya estaba muerta y no paraba de quejarse de que por culpa del olor no iba a encontrar quien quisiera comprar la casa cuando ella ya no estuviera. Todd aguantó el tipo hasta que trató de describir lo que había sentido al exhalar ella su último y suave suspiro.
Fue la única madre que tuve —intentó decir, pero las palabras le salieron todas embrolladas y llenas de mocos.
Frankie dejó el tenedor y le tendió una servilleta del servilletero. Luego se quedó mirando por la ventana y se puso a hurgarse los dientes hasta que Todd se levantó y pagó la cuenta. Aquella noche durmieron en el coche y por la mañana temprano compraron tres botellas de Thunderbird en el Gray’s Drugstore. Esa misma tarde, borrachos y medio enfermos, ya estaban buscando un sitio donde instalarse.
El campamento de pesca que alquilaron no tenía más que un par de cuartos mohosos y un porche con mosquiteras. Se lo sacaron barato a una vieja viuda del pueblo llamada Fletcher porque no tenía cañerías ni electricidad. Les comentó que su marido solía llevar allí a sus putas los fines de semana.
Tendría que quemar el puñetero sitio de una vez, pero necesito el dinero —les dijo mientras le daba la llave a Todd.
En un rincón de la sala grande había una cocina de carbón oxidada que en verano se llenaba de avispas negras y en invierno soltaba humo negro. Alguien había dibujado en la pared una familia entera de monigotes a tamaño real con lápices de colores. A todas las figuras descoloridas les salía sangre de la boca. Hasta el perro o el gato o lo que fuera estaba vomitando aquella cosa roja. Detrás de la casa había un viejo pozo de roca cubierto de limo verde del que pudieron sacar un cubo de agua, pero sabía a gasolina. Nunca la bebían, pero a veces Frankie disfrutaba sumergiendo en ella los pies podridos.
A ninguno de los dos le gustaba demasiado trabajar; de modo que un par de semanas después de irse a vivir juntos se compraron cien dosis de mezcalina de fresa por noventa dólares. Se comieron unas cuantas, vendieron el resto y luego se hicieron con otra remesa. Frankie conocía a mucha gente, la mayoría chusma. Todd ponía el dinero y a su manera también era emprendedor, pero se andaba con cuidado. Se las apañaba para ganar lo justo para pagar el alquiler, comprar pan y carne e ir suministrándole vino barato a Frankie.
Escondió el bote de café con la herencia detrás de una roca del pozo. Se dejó el pelo castaño largo, y siempre que se metía un tripi hacía una muesca en el marco de la puerta. Contemplaba cómo la familia de monigotes se movía por la pared y se mataban una y otra vez. Al cabo de unos meses calculó que había estado completamente colocado y en las nubes más de un centenar de veces. Había días en que le costaba recordar su propio nombre. En ocasiones le preocupaba olvidarse de dónde había escondido el bote e iba a buscarlo. Frankie empezó a andar por ahí con una pistola del 22 escondida en los pantalones.
Tenemos que proteger nuestro imperio —decía cuando Todd se quejaba de la pistola.
El campamento daba al puente de Schott, que era la vía más fácil para entrar o salir de la hondonada. A Todd le gustaba sentarse en el porche a observar cómo los coches cruzaban el Paint Creek y a escuchar el retumbar de los neumáticos sobre los gruesos tablones de madera. Todavía fantaseaba con marcharse. De vez en cuando, en los días calurosos, los dos caminaban hasta el puente para darse un chapuzón en los rápidos y pescar botellas de refrescos junto a la carretera. No había día en que Frankie no intentara convencer a Todd para que se tirara desde el puente. Lo llamaba «cagón» y «cobarde», y luego se subía a la baranda y se tiraba. Hacía un par de años, un chaval del pueblo se había tirado al agua de cabeza y se había roto el cuello. Cada vez que Frankie impactaba en el agua, Todd se imaginaba el chasquido de aquel espinazo. Un día, después de pasarse toda la mañana mezclando cerveza y whisky, Frankie le clavó la pistola en la nuca y le ordenó que se tirara.
Venga, dispara, hijo de puta —dijo Todd—. De todas maneras, acabaré muerto.
Apenas era capaz de nadar como un perrito, ya no digamos de tirarse desde doce metros de altura. Que le volaran la cabeza no le daba tanto miedo como aquella laguna profunda que había en el lado este del puente. Al cabo de un par de minutos, sin embargo, Frankie desamartilló el arma y se la volvió a guardar en los pantalones. Mientras se alejaba a pie, dijo por encima del hombro:
No puedes pasarte la vida siendo un cagón, Todd. Algún día vas a tener que dejarte de hostias.
Una vez al mes, Frankie se marchaba y pasaba el fin de semana con una vieja que vivía en Massieville. Después de quedar desfigurado había perdido toda su confianza con las mujeres guapas, pero de cuando en cuando, le decía a Todd, necesitaba echar un polvo. A la vieja le importaba un cuerno la cara que tuviera siempre que pudiera levantar el manubrio. Los domingos por la tarde Frankie volvía al campamento lleno de marcas de dentadura postiza y cargado de comida que ella le había empaquetado: frascos polvorientos de mermelada, sacas de pan repletas de carne sanguinolenta de tortuga y a veces una tarta reblandecida. Todd olía aquella comida y tiraba la mayor parte afuera para que se la comieran los mapaches y las zarigüeyas.
Creo que está intentando envenenarte —le dijo un día, retirando el envoltorio de un paquete que contenía una hamburguesa verde.
Tengo que buscarme a otra. Por Dios, es espantosa. Lo mismo podría meter la polla en ese frasco de melocotones.
Tal como yo lo veo, cualquier cosa es mejor que nada.
Joder, ¿y tú qué sabes?
No te preocupes, lo sé.
Todd volvió a hurgar en el saco. Encontró un mazacote de macarrones con queso envueltos en papel de aluminio y lo dejó a un lado.
Bueno, pues contéstame a una cosa —dijo Frankie, bajando la vista y hurgándose en una costra marrón que tenía en el brazo—. ¿Cómo te diste cuenta de que eras rarito?
Todd levantó la vista, sorprendido y a la vez alarmado por la pregunta.
¿Qué coño quiere decir eso? ¿Rarito?
Quiero decir marica.
¿Por qué quieres saberlo?
Frankie soltó una risita.
Joder, no te imagines nada raro. Es por preguntar, nada más.
Todd se lo pensó un momento. Había ensayado la historia mentalmente un millar de veces, pero nadie le había hecho nunca una pregunta tan íntima.
¿Te acuerdas de aquel hombre de VISTA que vino hace unos años? —dijo, con la voz repentinamente temblorosa.
En 1968, cuando Todd tenía catorce años, el gobierno había mandado a un hombre llamado Gordon Biddle a Knockemstiff para ayudar a los palurdos a construir un campo de béisbol. Durante la primera reunión, que habían celebrado en la Iglesia de Cristo en la Unión Cristiana de Shady Glen, les había dicho a los presentes: «Es mejor trabajar con los pobres de América que combatir a los pobres de Vietnam». Y todos los que estaban en los bancos de la iglesia, incluso los ancianos que habían combatido en la segunda guerra mundial, habían sonreído y habían asentido con la cabeza al oír aquello, y antes de que terminara la noche, ya habían aceptado al forastero. A Todd le había dado la impresión de que todo en aquel tipo de VISTA —el pelo, la piel y hasta el ojo de cristal— relucía bajo la luz de colores suaves que entraba por las vidrieras baratas de la iglesia. Nunca había conocido a un hombre tan hermoso, ni tampoco tan amable. Al cabo de menos de dos semanas se había encontrado colocado de maría y desnudo en el asiento trasero del destartalado coche familiar Ford de Gordon, y después de eso había pasado allí casi todas las noches de aquel verano.
Caray, parece que hace mucho tiempo de eso —dijo cuando terminó de contar la historia.
¿Me estás tomando el pelo? ¿O sea que todo aquello era verdad? —preguntó Frankie mientras encendía un cigarrillo—. ¿Con el cabrón aquel que hablaba tan raro?
Era de New Jersey.
Pero qué rollo tan enfermo, tío.
No me obligó a hacer nada que yo no quisiera hacer —dijo Todd.
Pero no le había contado toda la historia. Gordon le había prometido que lo llevaría con él cuando terminara el campo de béisbol y se volviera para New Jersey, y entonces Todd era lo bastante joven como para creer que le estaba diciendo la verdad. Lo único que tenía que hacer era no contar nada de las noches que pasaban en el asiento trasero del coche. Pero una noche un cazador de mapaches los vio aparcados en Train Lane, y al cabo de un par de días empezaron a correr por todo Knockemstiff rumores muy feos sobre el hombre de VISTA. Para cuando llegaron a oídos de Todd, Gordon ya se había marchado. A partir de entonces todo había ido de mal en peor: un conserje del instituto en el cuarto de las escobas y unos cuantos pervertidos asquerosos en el área de descanso de la ruta 50. Se rio para sí mismo: su vida amorosa era todavía peor que la de Frankenstein.
Había noches en que se sentaban cada uno en una punta de la sala grande, en unas viejas sillas de cocina que Frankie había rescatado de un vertedero de Reub Hill. Fumaban y bebían y se metían lo que fuera que hubieran podido gorronear aquel día, y Frankie se ponía a hablar mientras Todd lo escuchaba. Para entonces, a Frankie ya le sobresalía el hígado del costado como si fuera el puño de un bebé, y a menudo le dolía tanto como una muela infectada. En esas ocasiones se sentaba y se lo frotaba como si tratara de hacer salir a un genio de su lámpara mientras seguía contando sus historias. Casi todas trataban del Super Bee o de alguna de las mujeres con las que había estado antes de tener la cicatriz, pero de vez en cuando rememoraba otras locuras.
Hace cuatro o cinco años —dijo una noche—, me comí un pollo crudo, con tripas y todo.
Durante la mayor parte de aquella semana, se habían estado fumando una piedra enorme y mohosa de hachís libanés que les había vendido un leñador casi regalada porque hacía sangrar las encías. El suelo del campamento estaba pegajoso de tantos escupitajos sanguinolentos. Las moscas zumbaban alrededor de ellos como si fueran fiambres.
Ni de coña —dijo Todd.
Tenía un dedo dentro de la boca y se estaba meneando un diente. No podía dejarlo en paz. Ya había perdido uno de los buenos desde que empezaron a fumarse el hongo aquel.
¿Que no? Pregúntale a Bobby Shaffer si no te lo crees.
¿Con tripas y todo? Joder, tío, te habrías muerto.
Frankie no dijo nada, y entonces Todd supo que iba a pasar algo malo. Levantó la mano y se palpó el ojo izquierdo, que todavía estaba dolorido por culpa de un puñetazo que le había caído sin venir a cuento la semana anterior. Desde que le había contado la historia del tipo de VISTA, parecía que las cosas se estaban yendo a la mierda entre ellos, y de pronto se dio cuenta de que ya no tenía fantasías en las que Frankie y él se iban a vivir juntos. No había sido más que una idea descabellada a la que se había aferrado porque se sentía más solo que la una desde que había muerto su abuela. La mayor parte del dinero de la herencia seguía en el bote de café. Podía pirarse cuando le diera la gana.
En la sala a oscuras, Todd oyó cómo Frankie daba un par de tragos a una botella de Wild Irish Rose que había estado manoseando toda la tarde. Algo pasó correteando por el suelo y él levantó los pies de golpe. El silencio creció hasta llenar la sucia habitación. El humo del hachís mohoso salía flotando por la puerta. Un pájaro nocturno chilló desde la otra orilla del arroyo.
¿Me estás llamando «mentiroso»? —dijo por fin Frankie en un susurro.
Antes de que Todd pudiera contestar, Frankie se levantó de un salto y lo tiró de la silla. Sus puños le impactaron siete u ocho veces a ambos lados de la cabeza y Todd sintió que algo se le rompía en uno de los oídos. Luego Frankie le rodeó el cuello con el brazo y apretó hasta dejarlo sin aire. Todd pataleó y trató de soltarse, y a continuación no sintió nada más que un pequeño agujero negro que se cerraba a su alrededor como si fuera una funda. Antes de perder el conocimiento pensó que iba a volver a ver a su abuela. Sin embargo, al cabo de un rato se despertó, tumbado boca abajo en el suelo ensangrentado y con los pantalones bajados hasta los tobillos. Se dio la vuelta y escupió un diente suelto. Frankie estaba de pie a su lado, limpiándose la polla con un trapo. Levantando las caderas, Todd empezó a sonreír mientras se volvía a subir los pantalones.
¿Por qué sonríes, mariconcillo? —dijo Frankie. Luego le arreó un pisotón tremendo en la cara con el tacón de la bota de trabajo.
Cuando se despertó por segunda vez, Frankie había desaparecido junto con el Ford y el bote del dinero. Todd se pasó el resto de la noche llorando y pidiéndole perdón al fantasma de su abuela. Ella había tardado una vida entera en ahorrar aquel dinero. Al llegar el alba, se puso a buscar y encontró una lámina con dos dosis de ácido pegada con cinta adhesiva a la parte de abajo del tapacubos, que usaban como cenicero, y suficientes colillas como para liarse dos porros muy finos. En unos matorrales a espaldas de la casa, se tropezó con cinco botellas de cerveza dentro de una bolsa de papel. Frankie se había llevado casi todo lo demás, hasta la linterna y el pequeño transistor de radio de Todd.
Como no sabía qué hacer, esperó. Se racionó los cigarrillos y trató de dormir. El oído le sangraba a ratos. En el armario había unas cuantas latas de moras que quedaban de una de las visitas de Frankie a la vieja. Le dieron diarrea, pero se las comió igualmente. Luego estuvo frotando la pared con una piedra plana hasta hacer desaparecer a la familia de monigotes. Todavía tenía la huella de la bota en la frente. En una ocasión se despertó pensando que su abuela le estaba preparando tortitas en el fogón de la cocina de carbón. Al terminarse el tercer día, supo que Frankie no iba a volver.
Esa noche Todd se tomó las dos dosis de ácido y se bebió la última cerveza. Después se puso los zapatos y caminó entre los matojos de la orilla del arroyo hasta llegar al puente de Schott. Eran las tres de la mañana y no había tráfico. Todo estaba húmedo de rocío. Estuvo unos minutos caminando de un lado a otro por los tablones lisos y luego se subió a la baranda del extremo del puente. Estaba resbaladiza. Con los brazos extendidos bien lejos del cuerpo, avanzó despacio hasta la mitad. A continuación se detuvo y bajó la vista para contemplar el agua negra durante un largo rato, sintiendo las primeras acometidas tenues del ácido en su cerebro. Encendió su último cigarrillo y se lo fumó casi hasta el filtro. Luego lo dejó caer y la brasa encendida de color naranja descendió por el aire húmedo. Mientras permanecía allí de pie, afligido por el dolor y los remordimientos, miró cómo el agua se la tragaba.


 Knockemstiff. 2008.

miércoles, 11 de enero de 2023

Avenida Atlántica. Manuel Rivas.

Espero la venganza del mar.
El mar volviéndose con ojos de loco contra tierra.
El mar burbujeando en el hueco negro de los sepulcros.
El mar llamando a las puertas de la ciudad.
El mar con sus labios secos.
El mar recorriendo la distancia de un puño.
El mar sólo como un solo de jazz.
Un pájaro ciego.
Un caballo azul bebiendo en los espejos.
El mar.
Ahogando mi corazón, un pez abisal,
eléctrico y antiguo.
Arrastrándome como a un animal dormido en la arena.
Lejos de vosotros, contra vosotros, el mar.


lunes, 9 de enero de 2023

El ilusionista. Isar Hasim Otazo.

Amo a ese hombre. Lo conocí el día que presentó su espectáculo de magia en mi pueblo. Mamá dijo, no te metas con un mago, los magos sólo aman su magia, y no le hice caso.
Lo seguí como su ayudante por todos los pueblos de los Llanos, en la época de la bonanza cocalera. Yo me quedaba en las habitaciones de esos hotelitos esperándolo hasta el amanecer. Llegaba borracho y yo corría a recibirlo, a desvestirlo y acostarlo. A veces, con su magia me transportaba a palacios, hoteles de lujo, castillos y países lejanos.
Así fue por muchos meses hasta que un día me quedé esperándolo en vano en un cuartucho en Tauramena. Lo busqué desesperada por todo el pueblo hasta que en un bar me dijeron que el mago había encontrado otra ayudante y se había ido con ella a recorrer el Casanare.
Volví al hotel y me corté las venas. Me desperté en un hospital y una semana después apareció él, con un ramo de flores. Me dijo que todo había sido un error, que me iba a recompensar por el sufrimiento que me había causado.
Me llevó a un apartamento lujoso, con tina de porcelana y balcón de mármol. Acá lo espero cuando sale de correría.
Mi madre me visita cuando él no está e insiste en que los magos sólo aman su magia y que lo mejor es que vuelva con ella a casa. Yo creo que mi mamá tiene envidia o está loca porque dice que vivo en una pocilga, que mis gatos son ratas repugnantes, que los pájaros que alegran con sus trinos mis oídos son murciélagos que cuelgan del techo y que los manjares que devoro son sobras recogidas del basurero.


domingo, 8 de enero de 2023

Pandora. Lilian Elphick.

La caja es de madera de pino sin barnizar, como un ataúd en el muro de los lamentos. Es ahí donde habito. Me he acostumbrado a las rendijas por donde entra luz, a las astillas que me recuerdan que estoy viva, al silencio de la noche y a la algarabía del día. Hasta ahora, nadie ha tratado de forzar la cerradura de la caja, es tan inofensivo su rectangular deseo. A veces, alguien la levanta pero teme males y desgracias, y la deja en el suelo como una piedra o una carta rota en varios pedazos. Ya no me molestan los viajes de la caja. Soy errante y callo. Me llevan en manos especialistas, y luego de un rato concluyen: no hay bomba. Vuelvo al bosque o a un tarro de basura. El mundo olvida rápido; pasará poco tiempo y la caja no estará en sus sueños, ni siquiera en los míos. 

 

sábado, 7 de enero de 2023

La espera. Txuma Murugarren.

Está sentado en el poyo que hay fuera del banco. Está fumando un cigarro. Esperando a alguien. Yo también estoy esperando, en la acera de enfrente, y sin nada más en qué ocuparme, le miro de vez en cuando. Al principio no parece preocupado, espera tranquilo, con confianza. Pero pasados los primeros diez minutos, comienza a mirar a uno y otro lado, cada vez con más frecuencia. Se está haciendo tarde. Así y todo, permanece sentado en el poyo. Saca el teléfono móvil y lo examina, comprueba que no haya llamadas perdidas. Lo veo entre los autobuses y los coches que cruzan por la carretera, a ratos, como cuando ponen esas luces como flashes en las discotecas, con un extraño asincronismo. Ahí está, piensa por un momento, y es que al final de la calle, entre la gente, ha visto a un desconocido que se parece a su amigo. Se ha levantado, pero enseguida se ha dado cuenta de que no es él. De todos modos, ha decidido permanecer de pie, apoyado contra la pared del banco. Ha encendido otro cigarro, pero ahora, cuando ha llevado la cabeza hacia el mechero que mantiene entre las manos, sigue mirando de reojo a uno y otro lado. No quiere perder ni un solo momento. Porque es muy posible que en ese exacto segundo pase su amigo. Así lo cree al menos. Son las paranoias de la larga espera. El último síntoma del estrés que crea el esperar. De repente, parece que se da cuenta de lo absurdo de su situación. No vendrá y yo aquí, cada vez más nervioso. ¿Pero qué me importa a mí que no venga? Ha mirado hacia mi lado. Se ha dado cuenta de que yo también estoy esperando a alguien. Se le ha encendido el semblante. Se ha sentido solidarizado conmigo. Y espera lo mismo a cambio. He metido las manos en los bolsillos. Ya no mira a uno y otro lado. En vez de eso, me mira a mí, cada vez con más frecuencia. Me han tocado en la espalda. Es mi amigo. Ha venido. Juntos nos hemos dirigido calle arriba. Antes de desaparecer en el cruce de calles, he mirado al chico del banco. Él me mira a mí. Triste. Me he sentido como un cabrón.

jueves, 5 de enero de 2023

La ausencia. Araceli Esteves.

Me dice que yo siempre tengo seis años porque es la edad en la que morí. No sabe que sólo existo porque ella me convoca cada noche, agarrada a la foto de un niño. Yo la visito para que sus lágrimas tengan nombre. Nunca le diré que no soy su muerto. Sé que me necesita más que mi propia familia, cuatro casas a la izquierda.


 

miércoles, 4 de enero de 2023

El día que dejamos el pueblo. Sara Nieto Yuste.

<< Al diablo con la Rosa. Que le den a la Juliana >>, mascullaba mamá entre dientes. << Basta ya de secretos y de esquivar miradas furtivas tras las cortinas >>. Se puso sus mejores ropas, me agarró con decisión y salimos por la puerta. << Levanta bien la cabeza, Agustín, que hoy vamos a ver a tu papá >>, dijo en voz bien alta al pasar frente a las casas de las cotillas. Y, confundido, pensé que mi madre había perdido la chaveta porque en vez de ir al cementerio fuimos directos a la casa del cura.


 

martes, 3 de enero de 2023

¡Abre la puerta Rickard! Stig Dagerman.

Abre la puerta.
Dicen que abra la puerta, y yo no la abro. No sólo dicen que la abra, ruegan; y cuando los ruegos no surten efecto, amenazan, pero cuando las amenazas no surten efecto se callan un rato, susurran jadeantes y ansiosos mientras están totalmente quietos al otro lado de la puerta como si quisieran hipnotizarla. O tal vez hipnotizarme a mí a través del ojo de la cerradura.
Hip-no-ti-zar.
Pero yo no abro. No, no sólo eso, me retiro más y más adentro en la habitación, lo más adentro que puedo, hasta el rincón donde está la cama. Me acuesto en esa cama y cojo la almohada y me tapo la cabeza con ella para no oír, para no ver, para no saber. A veces sin embargo sé, lo que tengo que saber penetra en mí a través de canales infernales y se necesitarían todas las almohadas del mundo para taponarlos. Yo sólo tengo una, alta, compacta y blanda; pero ¡qué puede hacer contra esto!
¡Qué puede hacer! No puede hacer nada, y, no obstante, hay momentos en esta habitación cerrada en los que todo el tormento desaparece de repente, en los que la almohada pese a todo basta y una alegría serena, dulce como la miel, fluye dentro de mí. En esos instantes raros estoy completamente abierta, me figuro que estoy aquí acostada como un mar que recibe un ancho y suave río en sus brazos y se deja besar cálido y feliz por sus tibias aguas. En esos raros momentos puedo incluso liberarme de la almohada, dejarla caer de la cama y con la nuca apoyada en mis manos cruzadas mirarle a los ojos al techo que está encima de mí. Entonces no es solamente una puerta cerrada lo que me separa de los de allí fuera, no solamente un cuarto largo, estrecho, lleno de silencio, sino algo que es mucho más fuerte, mucho más brutal en su capacidad de hacerme sentir sola.
Pero algo ha ocurrido entre los de allí fuera porque de pronto uno, no sé si Knut o Inge, da un paso firme hacia la puerta y empieza a golpear con los nudillos, y a pesar de que el que golpea no está del todo sobrio, es sin embargo un golpeteo diabólicamente calculado. No se posa una vez aquí, otra vez allí en la superficie de la puerta, se reúne en un único lugar reducido, justo encima de la manija, y trabaja esa mancha con una obstinación tan tranquila y horrible como si se tratara de hacer un agujero en la puerta para de esa manera vencerme.
Deja que sigan, pienso jubilosa, deja que se rompan los nudillos, deja que se golpeen las manos hasta hacerse sangre. Dios mío, qué engañados están si creen que van a poder hacerme girar la llave antes de que yo misma quiera.
Así pues, todavía puedo dejar la almohada, todavía casi me divierte que alguien desgaste sus nudillos por mí. Por mí. Por una vez hay alguien que hace algo por mí. Me estiro en la cama y estoy de vacaciones. Sé que esto no va a durar mucho, no es la primera vez que pasa y por eso sé que no va a durar mucho. No tardaré en notar que el que golpea no golpea la fría e insensible puerta sino mi cálido y dolorido cuerpo. Los nudillos saben siempre lo que quieren, los nudillos saben siempre dónde hacen más daño, los nudillos están tan acostumbrados a mi cuerpo que encuentran el lugar más sensible por sí solos.
Los golpes se interrumpen un momento. Entonces Knut susurra (era él pues el que llamaba):
Abre, nena, nenita, nena, abre.
Luego se hace el silencio, es decir, se hace el silencio fuera de la puerta, y, al hacerse tanto silencio fuera de la puerta, se oyen las voces cascadas y ebrias de la cocina mucho mejor. Allí hay mujeres también, sé que han traído mujeres, pero ni siquiera eso me importa ahora. Mientras tenga fuerza para no abrir la puerta no hay nada que me importe.
Ahora les oigo murmurar al otro lado de la puerta de nuevo y soy lo bastante orgullosa y feliz para no esforzarme por oír lo que dicen de mí. Sé que están indecisos, sé que tengo ventaja. Ellos no pueden hacer nada contra mí mientras la cocina esté llena de amigos borrachos. Un hombre no puede decirle a un amigo borracho que mi parienta se ha encerrado en la habitación y no quiere salir, la muy bruja. Entonces el amigo borracho se echaría a reír y cada trocito de esa risa penetraría como metralla en el alma de ese hombre. Perdería la cara, y la cara es lo más importante que tiene un hombre borracho, bueno, no sólo uno borracho sino también uno completamente normal. La cara de un hombre es como la manija de una puerta. Aunque esté en la puerta de una barraca tiene que parecer la manija de la puerta de un banco o de un bar. Tiene que parecer siempre orgullosa, orgullosa como el bronce, y la misión de la mujer es limpiar cada día ese orgullo de las manchas de cobardía y angustia.
Knut no va a empezar a gritar porque a ver quién quiere que otros oigan que la mujer de uno está loca. Inge no va a echar abajo la puerta porque a ver quién quiere que otros sepan que uno tiene una hermana loca. Así que deliberan y todavía están demasiado sobrios como para ponerse de acuerdo en algo que hacer. Alguien gritó en la cocina. Estoy segura de que fue una mujer, pero que nadie crea que me importa. Yo estoy acostada sin almohada y me doy cuenta de que era un grito, un pequeño y agudo grito de mujer jugando.
Nenita, nenita, nena querida —dice Knut mientras yo sonrío al techo—, querida nena, ¿por qué no abres? ¿Estás enfadada conmigo? ¿Qué te he hecho? ¡Por lo menos podías decir qué te he hecho!
Hecho y hecho.
Mi querido Knut, pienso yo, o por lo menos creo que pienso así, mi querido Knut, tú no has hecho nada. Una persona normal no pensaría que tú has hecho nada. Una persona normal pensaría que eres condenadamente bueno. Pero es que yo no soy normal. Porque una persona normal no se encerraría en un cuarto, no se acostaría en ese cuarto a llorar sólo porque su hombre ha vuelto del trabajo unas horas más tarde de lo que suele los sábados y ha traído a casa a un par de amigos latosos con sus mujeres o sus novias o unas chicas cualesquiera.
Y, sin embargo, eso es lo que ha ocurrido. Eso y ninguna otra cosa. Cuando les oí venir por la escalera, riéndose, llenando toda la subida de un crudo hedor de voces, apagué el gas, tiré el delantal en el respaldo de una silla, corrí al cuarto y cerré con llave. Después estuve pegada a la puerta oyendo cómo hacían tonterías en el vestíbulo y cómo hacían tonterías luego en la cocina. Oí la risa ahogada de las mujeres, llena de ambigüedad, al sentarse en las rodillas de alguien. Supongo que habría bebida en la mesa y tazas de café y una taza se rompió. Knut se hizo el gallito y gritó que no tiene importancia, joder.
Pero luego oí claramente cómo Knut se empequeñecía, cuando había cerrado la puerta de la cocina y se quedó solo y tosiendo de apuro en el vestíbulo. Yo no podía verle, desde luego, pero sabía qué aspecto tenía y cómo iba a comportarse. Su aspecto era furioso y avergonzado al mismo tiempo, quizá más avergonzado porque un hombre no debe llegar a casa después del trabajo de la jornada y no encontrar a la esposa en su sitio. A una esposa hay que tenerla en su sitio, especialmente un sábado, ella tiene que estar ahí, con la misma seguridad que el medio litro de aguardiente en el armario de la cocina.
Knut empezó a buscar. Abrió la puerta del váter y, aunque seguro que no lo necesitaba, entró y estuvo allí un rato porque no hay que dar la impresión de que uno anda buscando a su esposa. Yo estaba todo el tiempo pegada a la puerta escuchando la comedia, comedia porque él sabía todo el tiempo que yo me había encerrado aquí. No es la primera vez, pero sí es la primera vez que se ha visto obligado a darse por aludido. Las otras veces ha venido a casa solo, o hemos estado solos los dos en la cocina y de repente yo me he levantado y he corrido al cuarto y he cerrado la puerta con llave. Entonces él se ha quedado un rato esperando, ha ido unas cuantas veces del fogón a la ventana, ha prendido una pipa y luego ha llamado a mi hermano para quedar con él a la puerta de un bar. Esas veces me ha vencido yéndose, dejándome sola en lugar de venir a estar conmigo.
¿Era eso lo que yo quería? ¿Es eso lo que quiero? ¿No se encierra uno en una habitación para poder estar solo? No, yo no. La primera vez que ocurrió y Knut pasó fuera toda la noche después con Inge y me encontró llorando en la alfombra del cuarto con la cabeza envuelta en un almohadón empapado, se acostó en la cama con los zapatos puestos gritando que él era el hombre más considerado del mundo que dejaba a su jodida esposa en paz cuando quería estar sola.
Quería-estar-sola. ¡Queríaestarsola!
Estarqueríasola.
Esquertaríasola.
Una vez sin embargo vino y llamó a la puerta, y yo le dejé que llamara primero. Luego le dejé rogar un rato. Se me debería perdonar, creo, esa pequeña intransigencia. Yo sólo quería enseñarle lo que se siente al tener que luchar un poco para conseguir a una mujer. Yo sólo quería inducirle a que me ayudara a vencer mi soledad penetrando en ella. Mientras él rogaba yo me desnudé sin hacer el menor ruido y cuando giré la llave estaba casi desnuda. Y sin embargo él no me vio. Entró directamente en la habitación con la misma apresurada indiferencia con que se entra en una cabina telefónica. Entró, abrió un cajón de su escritorio, sacó el medio litro de aguardiente de él y salió y desapareció para el resto de la noche. ¡Y que yo no me hundiera a través del suelo con mi desnudez! Me sentí como una ramera despreciada, como se puede comprender.
Pero esta noche es diferente. Estuve escuchando los pasos de Knut, cómo a regañadientes y ansiosos y un poco ebrios se acercaban a la puerta del cuarto, más despacio a medida que se acercaban porque sabían. Y luego la manija que se presionaba hacia abajo lentamente y el juramento que no llegó nunca porque él sabía.
Inge —gritó luego a través de la puerta de la cocina—, ven un momento. Te llaman por teléfono.
Inge es mi hermano, pero no es sólo mi hermano. Es algo mucho más grande también. Él es la buena conciencia de Knut. Puede ser bastante difícil para la buena conciencia de un hombre descuidar a su esposa tan abiertamente como él desearía poder hacerlo. Tener a Inge le viene muy bien a Knut. Inge debe de hacerle pensar: Es verdad que a veces salgo y no vuelvo a casa, pero en todo caso es con su hermano con quien estoy. ¡Su hermano, figúrense!
No hay una frase que sea tan buena como en todo caso. Yo conozco esa frase y sé que puede usarse como estaca cuando uno quiere empujar a otro más adentro en su fango.
Pero Inge acudió. Inge no es tonto y entendió enseguida lo que había pasado. Inge, pensé yo allí al pie de la puerta, tú eres en todo caso mi hermano. Ahora confío en ti. Ahora me ayudarás a salir de aquí sin que por eso tenga que perderme. Estuve a punto de decírselo, pero unos segundos más tarde me habría mordido la lengua si se lo hubiera dicho. Porque esto es lo que le dijo Inge a Knut:
¿Para qué quieres que salga, ahora que ya has conseguido encerrarla? Déjala ahí y que rabie si quiere. A algunas mujeres no hay nada que más les guste. Déjala así hasta que se ablande.
Fue entonces cuando sentí que necesitaba una almohada. Fue entonces cuando me arrastré por la habitación hasta la cama. No, arrastrarme tal vez no me arrastré, sólo que eso fue lo que sentí. Me pareció que toda una galería de ojos ebrios, alegres, despiadados me contemplaba durante la corta huida por el suelo desde la puerta hasta la cama, y ellos fueron los que me hicieron arrastrarme, aunque a lo mejor corrí. Hundida en una almohada oí que los dos que estaban allí fuera se iban, pero también que volvían casi enseguida.
Vuelven, pensé, aunque la almohada debía impedirme pensar. Vuelven. Algo han olvidado pues en la habitación. Aquí hay algo que ellos quieren. O…
Me levanté a buscar en la habitación, abrí cajones, armarios, miré bajo la ropa y detrás de la loza, pero no había ninguna bebida escondida en ningún sitio. Necesitaba la almohada todavía un rato para cubrir mis dudas. No puedo ser débil, pensé, sólo una vez le abre una mujer la puerta a un hombre en vano. Mientras ellos estaban allí fuera llamando, temerosos de que les oyeran las bulliciosas personas de la cocina y temerosos de que no les oyera yo, yo estaba acostada con una almohada fuertemente apretada contra la cabeza para ahogar mis estúpidas ganas de levantarme corriendo a girar la llave y mostrarles mi cara boba y feliz a los dos hombres que estaban al otro lado de mi puerta. Pero el dolor se deslizó por debajo de la almohada y clavó sus tormentos en mí, me recordó el momento terrible de humillación, pero la alegría se pega al dolor como una sanguijuela, y la sanguijuela chupó mi dolor, y yo me sentí lo suficientemente feliz y débil como para dejar caer la almohada.
Voy, pensé, claro que abro. Ahora sé que es por mí por quien llamáis. Porque en la cocina tenéis todo lo que queréis: bebidas y mujeres y hombres que se ríen. Y sin embargo estáis donde estáis. También me necesitáis a mí. Sólo un minuto más y voy.
Pero si uno ha estado muy solo no hay nada que sea tan precioso como los minutos anteriores al fin de la soledad, y yo aplacé lo que iba a hacer porque eso me enriquecía más. Por cada minuto de soledad me iba hinchando más de felicidad. Yo era un sapo y el sapo pensó: «Todavía hay piel. Todavía me falta mucho para estallar».
Y entonces fue de repente demasiado tarde. Si la puerta de la cocina no se hubiera abierto justo en ese momento estoy segura de que yo habría estado camino de mi puerta cerrada. Pero la puerta de la cocina se abrió y yo permanecí acostada en la cama, inflada e inmóvil de satisfacción como una serpiente después de haberse tragado un conejo. Fue una mujer la que llegó primero, y luego llegaron todos. Y los hombres que me esperaban a mí dejaron de reclamarme. De repente ya no me esperaban. Sólo esperaban a que su dignidad corriese a alcanzarles. Y finalmente llegó y entonces Inge gritó:
Estamos tratando de engañar a mi hermana para que salga, pero nada.
Y Knut gritó:
Bueno, ¿sales o no sales?
Y entonces yo no podía salir. Yo estaba paralizada allí tumbada y una mano se cayó de la cama y empezó a buscar una almohada. Pero antes de que esa mano alcanzase la almohada empezó a cantar una de las mujeres desconocidas de allí fuera. Si a eso se le puede llamar cantar, yo no lo sé. Estoy demasiado cansada y demasiado lejos.
Open the door, Richard. Open the door and let me in.
Eso quiere decir abre la puerta, Rickard, por si acaso no lo supieras, cascarrabias —gritó Inge.
Yo entonces hubiera debido levantarme corriendo y gritando con todas mis fuerzas: «Yo no me llamo Rickard. Yo no soy un tío y sobre todo yo no soy una puta que tiene tiempo para andar por las tiendas de música todo el día buscando discos para sus amantes nocturnos».
Hubiera debido y hubiera debido, pero no fue así. En lugar de ello la piadosa almohada cayó sobre mi cabeza y era como una masa que llegaba a todas las rendijas de mi cara y las tapaba y se endurecía, y todo lo que pasó luego lo oí y lo supe, pero no podía hacer ni lo más mínimo para evitarlo. Ni siquiera podía hacer que mi cara se estremeciese de tristeza por ello.
Y cuando la puerta del vestíbulo se cerró de un portazo y toda la chusma se llevó las estrepitosas carcajadas escaleras abajo, ni siquiera pude pensar: Si al menos uno viviera en un piso que diera a la calle. Y no al patio, porque al patio no sale nadie un sábado por la noche. No, yo sólo seguí acostada y la almohada creció y creció, se volvió techo y se volvió paredes y se volvió suelo. Y con todo, no era de eso de lo que yo tenía miedo. De lo que tenía miedo era del terrible despertar al que ni mis mejores artimañas podrían aplazar. Yo volvería a ser pequeña y normal de nuevo. Me levantaría, iría hasta la puerta y la abriría, iría a la cocina a beber un vaso de agua. Luego regresaría a un cuarto no cerrado con llave, me acostaría en la cama y sólo pensaría en una única cosa hasta que me durmiese, si es que me dormía: es únicamente cuando estoy sola cuando puedo abrir. Únicamente cuando nadie puede entrar puedo tener la puerta abierta. ¿Hasta qué punto tengo que quedarme sola para que alguien descubra al fin mi soledad y me salve? ¿Para que eche abajo mi puerta?

El hombre desconocido, 1947.

lunes, 2 de enero de 2023

Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte. Francisco de Quevedo.

Miré los muros de la Patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
·
Salíme al Campo, vi que el Sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del Monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
·
Entré en mi Casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
·
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.