jueves, 31 de diciembre de 2020

Pundonor. Inma Luna.

Le vio y se echó a temblar. ¿Le dice algo? ¿No? ¿Sale corriendo del vagón? ¿Esconde la cabeza bajo el bolso? El hombre levanta la mirada cuando el tren frena. Sus ojos se cruzan en el tránsito, sonríen azorados. ¡Cómo es posible que nos encontremos a este lado del mundo, en este tren de Cercanías! ¿Cuánto hace que viniste? ¿Tanto? Yo hace apenas un año. ¿Cómo te va? ¿Trabajas? Soy enfermera, dice ella, escondiendo en las mangas sus manos comidas de lejía. ¿Y tú? Yo, periodista, contesta él, tapándose con el periódico los rastros de cemento del jersey.


miércoles, 30 de diciembre de 2020

Servandín. Francisco García Pavón.

Cuando me pusieron en el colegio de segunda enseñanza, alguien me dijo señalándome a Servandín:
—El papá de este niño tiene un bulto muy gordo en el cuello.
Y Servandín bajó los ojos, como si a él mismo le pesase aquel bulto.
En el primer curso no se hablaba del papá de ningún niño. Sólo del de Servandín.
Después de conocer a Servandín, a uno le entraban ganas de conocer a su papá.
A algunos niños les costó mucho trabajo ver al señor que tenía el bulto gordo en el cuello. Y cuando lo conseguían, venían haciéndose lenguas de lo gordo que era aquello.
A mí también me dieron ganas muy grandes de verle el bulto al papá de Servandín, pero no me atrevía a decírselo a su hijo, no fuera a enfadarse.
Me contentaba con imaginarlo y preguntaba a otros. Pero por más que me decían, no acertaba a formarme una imagen cabal.
Le dije a papá que me dibujase hombres con bultos en el cuello. Y me pintó muchos en el margen de un periódico, pero ninguno me acababa de convencer… Me resultaban unos bultos muy poco naturales.
Un día Servandín me dijo:
—¿Por qué no me invitas a jugar con tu balón nuevo en el patio de tu fábrica?
—¿Y tú qué me das?
—No sé. Como no te dé una caja vacía de Laxén Busto.
Le dije que no.
—¿Por qué no me das tu cinturón de lona con la bandera republicana?
Me respondió que no tenía otro para sujetarse los pantalones.
Fue entonces cuando se me ocurrió la gran idea. Le di muchas vueltas antes de decidirme, pero por fin se lo dije cuando hacíamos «pis» juntos en la tapia del Pósito Viejo, donde casi no hay luz.
—Si me llevas a que vea el bulto que tiene tu papá en el cuello, juegas con mi balón.
Servandín me miró con ojos de mucha lástima y se calló.
Estaba tan molesto por lo dicho, que decidí marcharme a casa sin añadir palabra. Pero él, de pronto, me tomó del brazo y me dijo mirando al suelo:
—Anda, vente.
—¿Dónde?
—A que te enseñe… eso.
Y fuimos andando y en silencio por una calle, por otra y por otra, hasta llegar al final de la calle del Conejo, donde el papá de Servandín tenía un comercio de ultramarinos muy chiquitín.
—Anda, pasa.
Entré con mucho respeto. Menos mal que había bastante gente. Vi un hombre que estaba despachando velas, pero no tenía ningún bulto en el cuello. Interrogué a Servandín con los ojos.
—Ahora saldrá.
—¿Por dónde?
—Por aquella puerta de la trastienda.
Miré hacia ella sin pestañear.
Y al cabo de un ratito salió un hombre que parecía muy gordo, con guardapolvos amarillo y gorra de visera gris… Tenía la cara como descentrada, con todas las facciones a un lado, porque todo el otro lado era un gran bulto rosáceo, un pedazo de cara nuevo, sin nada de facciones.
No sabía quitar los ojos de aquel sitio… Servandín me miraba a mí.
Cuando el padre reparó en nosotros, me miró fijo, luego a su hijo, que estaba con los párpados caídos, y en seguida comprendió.
Servandín me dio un codazo y me dijo:
—¿Ya?
—Sí, ya.
—Adiós, papá —dijo Servandín.
Pero el papá no contestó.
—Lo van a operar, ¿sabes?

Cuentos Republicanos, 1961.
 

martes, 29 de diciembre de 2020

Protesta. Mónica Lavín.

Los padres hacen todo lo posible por envejecer. Merodean los ochenta y se empeñan en dejar de caminar, en ver muy mal, en escuchar poco. Su esfuerzo es grande: él simula aguantar el paso no más de una calle; ella finge que las letras se le empalman en la página. Quieren que sus hijos los visiten, los lleven, los escuchen, les lean, les descifren los letreros, los sonidos. Pero los hijos se han vuelto unos niños: se tropiezan y se rompen un pie; se esconden bajo las sábanas llenos de lágrimas; se deshacen del perro y la mujer. Quieren que sus padres les den la mano al caminar, que les adviertan de las esquinas de los muebles y los enchufes descubiertos, que los cobijen en las noches y que les den palmadas asegurándoles que todo está bien.


lunes, 28 de diciembre de 2020

Los sonidos del habla. Octavia Butler.

Había problemas a bordo del autobús del Bulevar Washington. Rye había esperado problemas en algún momento de su viaje. Había evitado salir hasta que la soledad y la desesperanza la obligaron. Creía tener un grupo de parientes todavía con vida: un hermano y sus dos hijos en Pasadena, a 32 kilómetros de distancia. Era un viaje de un día, si tenía suerte. La inesperada llegada del autobús justo cuando salía de su casa de la calle Virginia había parecido un golpe de suerte, hasta que empezaron los problemas.
Dos jóvenes estaban involucrados en una suerte de altercado, o más probablemente, en un malentendido. Parados en el pasillo, gruñendo y gesticulando entre sí, cada uno en su posición de incertidumbre mientras el autobús se las veía con los baches. El conductor parecía esforzarse por mantenerlos desequilibrados. Aún así, sus gestos se detenían justo antes del contacto, golpes falsos intimidantes juegos de manos que reemplazaban a las groserías perdidas.
La gente los miraba, y luego se miraban entre sí y hacían pequeños sonidos ansiosos. Dos niños gimieron.
Rye estaba sentada a unos cuantos metros detrás de los peleadores y al frente de la puerta trasera. Los miraba cuidadosamente, a sabiendas de que la pelea empezaría cuando el temple de alguno se rompiera o la mano de alguien se deslizara o alguien llegara al fin de su limitada habilidad para comunicarse. Estas cosas podían suceder en cualquier momento.
Una de ellas sucedió cuando el autobús dio con un bache especialmente grande y uno de los hombres, alto, delgado y burlón, fue empujado sobre su oponente más pequeño.
Instantáneamente, el hombre pequeño llevó su puño izquierdo hacia la cara burlona del otro. Martilló a su oponente como si no tuviera ni necesitara ninguna otra arma que su puño izquierdo. Golpeó lo suficientemente rápido, suficientemente fuerte para derribar a su oponente antes de que el hombre alto pudiera recuperar su equilibrio o devolver el golpe al menos una vez.
Las personas gritaban o chillaban asustadas. Aquellos que estaban cerca se esforzaban por salir de en medio. Otros tres jóvenes rugieron de emoción y gesticularon salvajemente. Entonces, de alguna manera, una segunda disputa empezó entre dos de estos tres, probablemente debido a que uno había tocado o golpeado a otro sin darse cuenta.
A la vez que la segunda pelea dispersaba a los pasajeros asustados, una mujer sacudía el hombro del conductor mientras hacía gestos en dirección a la pelea.
El conductor gruñó con sus dientes expuestos. Asustada, la mujer se alejó.
Rye, conociendo los métodos de los conductores de autobús, se aprestó y agarró de la barra del enfrente de ella. Cuando el conductor pisó el freno, ella estaba lista y los combatientes no. Se tropezaron con los asientos, cayendo sobre pasajeros que gritaban, añadiéndose a la confusión. Empezó al menos otra pelea más.
Al momento que el autobús se detuvo, Rye se había parado, y estaba empujando la puerta trasera. Al segundo empujón, se abrió y ella saltó fuera, agarrando su paquete en un brazo. Varios otros pasajeros la siguieron, pero algunos se quedaron en el autobús. Los autobuses eran tan pocos e irregulares ahora, la gente montaba en lo que podía, sin importar qué. Puede que no pasara otro autobús hoy o mañana. La gente empezaba a caminar, y si veían un autobús lo abordaban. La gente que hace viajes interurbanos como Rye, de Los Ángeles a Pasadena, hacía planes para acampar, o se arriesgaban a buscar refugio con personas que podrían robarlos o asesinarlos.
El autobús no se movió, pero Rye se alejó de él. Iba a esperar a que se acabaran los problemas y luego se montaría de nuevo, pero si había tiros, quería la protección de un árbol. Así, ella estaba cerca de la acera cuando un Ford azul destartalado del otro lado de la calle dio una vuelta en U y se aparcó delante del autobús. Los autos eran escasos en estos días, escasez que se explicaba por una falta severa de combustible y de mecánicos relativamente no impedidos. Los autos que todavía circulaban tenían igual oportunidad de ser usados tanto como armas como de transporte. Por ello, cuando el conductor del Ford le hizo señas a Rye, ella se alejó cautelosamente. El conductor se bajó, un hombre grande, joven, de pulcra barba y cabello oscuro y grueso. Llevaba un abrigo largo y una mirada de cautela que hacía juego con la de Rye. Se quedó parada a unos cuantos metros de él, esperando a ver qué iba a hacer. Miró el autobús, ahora meciéndose con el combate en su interior, luego al pequeño grupo de pasajeros que se habían bajado. Finalmente miró a Rye de nuevo.
Ella devolvió su mirada, muy consciente de su vieja automática calibre cuarenta y cinco. Observó sus manos.
Él apuntó al autobús con su mano izquierda. Las ventanas de color oscuro le impedían ver lo que sucedía dentro.
El uso de la mano izquierda le interesó más a Rye que su obvia pregunta. Los zurdos solían estar menos impedidos, ser más razonables y comprensivos, menos llevados por la frustración, confusión y rabia.
Ella imitó su gesto, apuntando al autobús con su mano izquierda, luego dio golpes al aire con ambos puños.
El hombre se quitó su abrigo dejando ver un uniforme completo del Departamento de Policía de Los Ángeles con bastón y revólver de servicio.
Rye dio otro paso atrás. Ya no existía el DPLA, no había más una gran organización, gubernamental o privada. Había patrullas barriales e individuos armados. Eso era todo.
El hombre tomó algo del bolsillo de su abrigo, luego arrojó el abrigo dentro del auto. Hizo un gesto a Rye para que volviera a la parte trasera del autobús. Tenía algo de plástico en su mano. Rye no entendía que quería hasta que él mismo fue a la puerta trasera del autobús y le señaló para que se quedara parada allí. Ella le obedeció principalmente por curiosidad. Policía o no, quizás él podría hacer algo para detener la estúpida pelea.
Él se dirigió al frente del autobús, al lado del conductor, donde la ventana estaba abierta. Creyó que él arrojaba algo dentro del autobús. Estaba tratando de mirar a través de los vidrios oscuros cuando las personas empezaron a salir a tropezones de la puerta trasera, ahogándose y lagrimeando. Gas.
Rye atrapó a una mujer anciana que se habría caído, levantó a dos niños pequeños cuando estaban en peligro de ser golpeados y pisoteados. Podía ver cómo el hombre de barba ayudaba a la gente por la puerta de enfrente. Ella atrapó a un hombre delgado y viejo que fue empujado por uno de los combatientes. Abrumada por el peso del anciano, casi no fue capaz de quitarse de en medio cuando el último de los jóvenes se abrió camino a empujones. Éste, sangrando por la nariz y boca, se tropezó con otro y empezaron a golpear ciegamente, todavía sollozando por el gas.
El hombre de barba ayudó al conductor del autobús a bajar por la puerta de enfrente, aunque el conductor no parecía apreciar su ayuda. Por un momento, Rye pensó que habría otra pelea. El hombre de barba dio un paso atrás y observó al conductor gesticular amenazadoramente, gritar con rabia sin palabras.
El hombre de barba se quedó quieto, sin emitir sonido, rehusándose a responder los gestos claramente obscenos. Los menos impedidos tendían a hacer eso, quedarse atrás a menos que fueron amenazados físicamente y dejar a aquellos con menor control que gritaran y saltaran. Era como si les pareciera indigno el ser tan sensibles como aquellos que comprendían menos. Ésta era una actitud de superioridad y esa era la manera en que personas como el conductor la percibían. Aquella "superioridad" era frecuentemente castigada con golpizas, incluso con la muerte. Rye había tenido encuentros de los que apenas se había salvado. Como resultado, ella nunca salía sin estar armada. Y en este mundo donde el único lenguaje común era el corporal, estar armada era a menudo suficiente. Casi nunca había tenido que desenfundar su pistola o incluso mostrarla.
El revólver del hombre de barba estaba en constante exhibición. Aparentemente eso era suficiente para el conductor del autobús. El conductor escupió con asco, miró un momento más al hombre de barba, y luego regresó a su autobús lleno de gas. Lo observó por un momento, deseando volver a entrar, pero el gas era todavía demasiado fuerte. De las ventanas, sólo estaba abierta la pequeña ventana del conductor. La puerta delantera estaba abierta, pero la trasera necesitaba que alguien la sostuviera para mantenerse así. Por supuesto, el aire acondicionado se había dañado hacía mucho tiempo. El autobús tardaría un tiempo en airearse. Era propiedad del conductor, su sustento. Había pegado fotos de revistas viejas de artículos que aceptaría como pago a los lados. Luego usaría lo que recolectaba para alimentar a su familia o para hacer trueque. Si su autobús no funcionaba, él no comía. Por otra parte, si el interior de su autobús era desgarrado por una lucha sin sentido, tampoco comería muy bien que digamos. Aparentemente no era capaz de comprender esto. Todo lo que podía ver era que pasaría algún tiempo antes de pudiera usar su autobús de nuevo. Sacudía su puño hacia el hombre de la barba y gritaba. Parecía haber palabras en sus gritos, pero Rye no podía entenderlas. No sabía si esto era culpa de él o de ella. Ella había escuchado tan pocas palabras coherentes durante los últimos tres años, ya no estaba segura de lo bien que lo reconocía, ya no está segura del grado de su propio deterioro.
El hombre con barba suspiró. Miró hacia su coche, y luego hizo una seña a Rye. Él estaba listo para irse, pero quería algo de ella primero. No. No, él quería que ella se fuera con él. Arriesgarse a subirse a su coche cuando, a pesar de su uniforme, la ley y el orden ya no era nada, ni siquiera palabras.
Ella sacudió su cabeza en una negativa universalmente comprendida, pero el hombre continuó haciendo señas.
Ella le hizo señas para que se fuera. Él estaba haciendo lo que aquellos menos discapacitados rara vez hacían: atraer la atención negativa a otro de su propia clase. La gente del autobús había empezado a mirarla.
Uno de los hombres que había estado peleando tocó a otro en el brazo, y luego señaló del hombre con barba a Rye, y finalmente levantó los primeros dos dedos de su mano derecha como si estuviera dando dos tercios de un saludo de Boy Scout. El gesto fue muy rápido, su significado era obvio incluso a distancia. Había sido agrupada con el hombre de la barba. ¿Y ahora qué?
El hombre que había hecho el gesto se dirigió hacia ella.
Ella no tenía ni idea de lo que se proponía, pero se mantuvo firme. El hombre le llevaba quince centímetros de altura y era quizás diez años más joven. No se imaginaba que ella podría escapársele corriendo. Tampoco esperaba que alguien la ayudara si necesitaba ayuda. Las personas a su alrededor eran todos extraños.
Ella gesticuló una vez, una indicación clara para que el hombre se detuviera. Ella no pretendía repetir el gesto. Afortunadamente, el hombre obedeció. Gesticuló obscenamente y varios otros hombres se rieron. La pérdida del lenguaje hablado había generado toda una nueva serie de gestos obscenos. El hombre, con escueta simplicidad, la había acusado de tener sexo con el hombre con barba y había sugerido que continuara con los otros hombres comenzando con él.
Rye lo miró fatigada. La gente probablemente se quedaría parada observando si él intentara violarla. También se quedaría parada mirando cuando ella le disparara. ¿Llevaría él las cosas tan lejos?
No lo hizo. Después de varios gestos obscenos que no lo acercaron más, se volteó con desprecio y se alejó.
Y el hombre con barba seguía esperando. Se había quitado su revólver de servicio, la funda y todo eso. Hizo un gesto de nuevo, ambas manos vacías. Sin duda su arma estaba en el coche y al alcance de la mano, pero el habérsela quitado la impresionó. Tal vez él estaba bien. Quizás él estaba solo. Ella misma había estado sola durante tres años. La enfermedad la había despojado, matando a sus hijos uno por uno, matando a su marido, a su hermana, a sus padres...
La enfermedad, si es que era una enfermedad, había incluso cortado los lazos entre los que seguían vivos. A medida que se esparcía por el país, la gente apenas si tuvo tiempo de culpar a los soviéticos (aunque ellos estaban siendo silenciados como el resto del mundo), a un nuevo virus, un nuevo contaminante, la radiación, castigo divino... La enfermedad asestaba fulminantemente, y era parecida a un derrame cerebral en algunos de sus efectos. Pero era altamente específica.
El lenguaje siempre se perdía o se deterioraba gravemente. Nunca se recuperaba. A menudo también se presentaba parálisis, deterioro intelectual, la muerte.
Rye caminó hacia el hombre con barba, ignorando los silbidos y aplausos de dos de los jóvenes, y sus señas de aprobación al hombre con barba. Si les hubiera sonreído o los hubiera reconocido de alguna manera, ella ciertamente hubiera cambiado de opinión. Si se hubiera permitido pensar en las posibles consecuencias fatales de subir al auto de un desconocido, habría cambiado de opinión. En vez de eso, pensó en el hombre que vivía al frente de su casa. Pocas veces se había bañado desde su lucha contra la enfermedad. Y había adquirido el hábito de orinar dondequiera que estuviera. Ya tenía dos mujeres, cuidando de sus dos grandes jardines. Ellas lo aguantaban a cambio de su protección. Había dejado claro que él quería que Rye se convirtiera en su tercera mujer.
Ella se subió al auto y el hombre barbado cerró la puerta. Ella observó como él se dirigía hasta la puerta del conductor, lo observó por su bien porque su arma estaba el asiento a su lado. Y el conductor del autobús y la pareja de jóvenes se habían acercado un poco. No hicieron nada, sin embargo, hasta que el hombre con barba estuvo en el coche. Entonces uno de ellos arrojó una piedra. Otros siguieron su ejemplo, y mientras el auto se alejaba, varias rocas rebotaron sin hacer daño.
Cuando el autobús ya estaba a cierta distancia detrás de ellos, Rye se secó el sudor de su frente y añoró el poder relajarse. El autobús la habría llevado más de la mitad del camino a Pasadena. Sólo habría tenido que caminar unos 16 kilómetros. Ella se preguntó cuánto tendría que caminar ahora, y si caminar una larga distancia sería su único problema.
En Figueroa y Washington, donde el autobús normalmente giraba a la izquierda, el hombre con barba se detuvo, la miró, y le indicó que debería elegir una dirección. Cuando ella lo dirigió hacia la izquierda y él realmente giró a la izquierda, se empezó a relajarse. Si él estaba dispuesto a ir a donde ella le indicara, quizá era seguro.
A medida que pasaban por cuadras de edificios quemados y abandonados, lotes baldíos, y autos destruidos o deshuesados, él se quitó un collar de oro y se lo entregó. El dije que colgaba era una roca negra, pulida y vidriosa. Obsidiana. Su nombre podría ser Roca o Pedro o Negro, pero decidió pensar en él como Obsidiana. Incluso su a veces inútil memoria conservaba un nombre como Obsidiana.
Ella le entregó el símbolo de su propio nombre: un prendedor con la forma de un gran tallo dorado de trigo. Lo había comprado mucho antes de que empezara la enfermedad y el silencio. Ahora ella lo usaba, pensando que era lo más cercano a Rye que probablemente llegaría. A la gente como Obsidiana, que no la conocía antes, probablemente pensaban en ella como Trigo. Eso no importaba. Nunca más volvería a escuchar su nombre.
Obsidiana le devolvió el prendedor. Él tomó su mano mientras ella la alcanzaba y frotó su pulgar sobre sus callos.
Él se detuvo en First Street y volvió a preguntar hacia dónde. Luego, después de girar a la derecha como ella le había indicado, estacionó cerca del Music Center. Allí, tomó un papel doblado del tablero y lo desdobló. Rye lo reconoció como un mapa de calles, aunque lo escrito no significaba nada para ella. Él alisó el mapa, volvió a tomarle la mano y le puso el dedo índice en un punto. La tocó, se tocó a sí mismo, señaló hacia el suelo. En efecto, "Estamos aquí". Ella sabía que él quería saber hacia dónde iban. Ella quería decírselo, pero negó con la cabeza tristemente. Ya no sabía leer ni escribir. Ese era su impedimento más grave y el más doloroso. Ella había enseñado historia en UCLA. Ella había sido escritora por su cuenta. Ahora ni siquiera podía leer sus propios manuscritos. Tenía una casa llena de libros que no podía ni leer ni se atrevía a usar para calentarse. Y tenía una memoria que no le recordaba mucho de lo que había leído antes.
Ella miró el mapa, tratando de calcular. Ella había nacido en Pasadena, había vivido durante quince años en Los Ángeles. Ahora estaba cerca del L.A. Civic Center. Ella conocía las posiciones relativas de las dos ciudades, conocía las calles, direcciones, incluso sabía mantenerse alejada de las autopistas que podrían estar bloqueadas por automóviles destrozados y puentes derrumbados. Debería saber cómo localizar a Pasadena aun cuando no podía reconocer la palabra.
Titubeando, colocó su mano sobre una mancha naranja pálido en la esquina superior derecha del mapa. Debía de ser Pasadena.
Obsidiana levantó su mano y miró debajo de ella, luego dobló el mapa y lo volvió a colocar en el tablero. Él podía leer, se dio cuenta finalmente. Probablemente podía escribir también. Abruptamente, ella lo odió, con un odio profundo y amargo. ¿Qué significaba para él ser alfabeto?, ¿un hombre adulto que jugaba a policías y ladrones? Pero él sabía leer y escribir y ella no. Ella nunca sabría. Se sentía enferma de odio, frustración y celos. Y a solo unos centímetros de su mano estaba un arma cargada.
Se mantuvo quieta, observándolo, casi viendo su sangre. Pero su rabia subió y bajó como una ola y volvió a menguar. Ella no hizo nada.
Obsidiana se acercó a su mano con titubeante familiaridad. Ella lo miró. Su cara ya había revelado demasiado. Ninguna persona que todavía viviera en lo que quedaba de la sociedad humana se equivocaría al reconocer esa expresión, esos celos.
Ella cerró sus ojos cansinamente, respiró profundo. Había experimentado añoranza por el pasado, odio al presente, creciente desesperanza, falta de propósito, pero nunca un impulso tan poderoso de matar a otra persona. Había dejado su casa al encontrarse cerca del suicidio. No había encontrado razón para seguir viva. Quizás fue por eso que había subido al auto de Obsidiana. Nunca antes había hecho algo parecido.
Él se tocó la boca e hizo movimientos de habla con sus dedos. ¿Podría ella hablar?
Ella asintió y vio como una leve envidia llegaba y se iba. Ahora los dos habían admitido aquello que no era seguro admitir, y no se había presentado violencia. Él tocó su boca y la frente y sacudió la cabeza. No podía hablar ni comprender el lenguaje hablado. La enfermedad había jugado con ellos, llevándose, ella sospechaba, lo que cada uno valoraba más.
Ella tiró de su manga, preguntándose por qué había decidido mantener vivo al DPLA por sí solo, con todo lo demás que tenía. Aparte de eso, era lo suficientemente cuerdo. ¿Por qué no estaba en casa sembrando maíz, criando conejos y niños? Pero ella no sabía cómo preguntar. Y entonces él puso su mano sobre su muslo y ella tuvo que lidiar con otra pregunta. Ella sacudió su cabeza. Enfermedad, embarazo, una agonía solitaria y sin ayuda… no.
Él masajeó su muslo gentilmente y sonrió con obvia incredulidad.
Nadie la había tocado en tres años. Ella no había querido que nadie la tocara. ¿Qué clase de mundo era este para traer a un niño incluso si el padre estuviera dispuesto a quedarse y ayudar a criarlo? Era una pena. Obsidiana no podía saber lo atractivo que él era para ella: joven, probablemente más joven que ella, limpio, pidiendo lo que quería en vez de exigirlo. Pero nada de eso importaba. ¿Que eran unos cuantos momentos de placer en comparación con una vida entera de consecuencias?
La atrajo hacia él y por un momento ella se permitió disfrutar de la cercanía. Olía bien, masculino y bueno. Ella se apartó de mala gana.
Él suspiró y alargó su mano hacia la guantera. Ella se puso rígida, sin saber qué esperar, pero él simplemente sacó una pequeña caja. Las letras no significaban nada para ella. Ella no entendió hasta que rompió el sello, abrió la caja y sacó un condón. Él la miró y al principio ella desvió la mirada sorprendida. Luego soltó una risita. No podía recordar cuándo se había reído por última vez.
Él sonrió, señaló el asiento de atrás, y ella rió con fuerza. Incluso en su juventud, le habían disgustado los asientos traseros de los autos. Pero ella miró alrededor a las calles desiertas y los edificios arruinados, se bajó y pasó al asiento de atrás. Él dejó que ella le pusiera el condón, luego pareció sorprendido por su entusiasmo.
Más tarde, se sentaron juntos, cubiertos por su abrigo, sin querer todavía volver a ser casi desconocidos separados por sus ropas. Él hizo el gesto de acunar un bebé y la miró inquisitivamente.
Ella tragó. No sabía cómo decirle que sus hijos estaban muertos. Él tomó su mano y dibujó una cruz
sobre ella con su dedo índice, luego hizo el gesto de acunar el bebé de nuevo.
Ella asintió, levantó tres dedos, y desvió la mirada, tratando abatir la llegada de los recuerdos. Se había dicho a sí misma que los niños que crecían hoy en día merecían lástima. Correrían entre los cañones de la ciudad sin memoria de lo que habían sido esos edificios o siquiera de cómo habían llegado a ser. Los niños de hoy recogían libros, al igual que leña para quemar. Corrían a través de las calles persiguiéndose y aullando como chimpancés. No tenían futuro. Ya eran todo lo que podían llegar a ser.
Él le puso su mano en su hombro y ella volteó súbitamente, buscando la pequeña caja, y urgiéndole para que le hiciera de nuevo el amor. Él podía darle olvido y placer. Hasta ahora, nada había sido capaz de hacer eso. Hasta ahora, cada día la había llevado cada vez más y más cerca al momento en el que haría lo que había evitado al dejar su casa: poner la pistola en su boca y tirar del gatillo.
Le preguntó a Obsidiana si él quería volver a casa con ella, quedarse ahí.
Él se mostró sorprendido y alegre una vez que entendió. Pero no respondió inmediatamente. Al fin, sacudió su cabeza, tal y como ella había temido que lo haría. Probablemente se divertía mucho jugando a policías y ladrones y encontrando mujeres.
Ella se vistió con silenciosa desilusión, incapaz de sentirse enfurecida hacia él. Quizás ya tenía una esposa y un hogar. Eso era probable. La enfermedad había sido más dura con los hombres que con las mujeres: había matado a más hombres, y los que quedaban estaban más severamente impedidos. Los hombres como Obsidiana eran raros. Las mujeres o bien se conformaban o se quedaban solas. Si encontraban a un Obsidiana, hacían lo necesario para quedarse con él. Rye sospechaba que él tenía a alguien más joven, más bonita brindándole compañía.
Él la tocó mientras ella se ajustaba el arma y le preguntó mediante una serie complicada de gestos si estaba cargada.
Ella asintió con tristeza.
Él acarició su brazo.
Ella le preguntó una vez más si volvería a casa con ella, esta vez usando una serie de gestos. Él pareció dudarlo. Quizás podía ser cortejado.
Él se bajó y subió de nuevo al asiento del conductor sin responder.
Ella volvió a su puesto de nuevo, observándolo. Él tiró de su uniforme y la miró. Ella creía que le estaba preguntando algo, pero no sabía qué era.
Él se quitó su placa de policía, la tocó con un dedo y luego tocó su propio pecho. Por supuesto.
Ella tomó la placa y le puso su prendedor de trigo. Si jugar a policías y ladrones era su única locura, dejémosle jugar. Ella lo aceptaría, con todo y uniforme. Se le ocurrió que algún día lo podría perder por alguien que él conocería de la misma manera que la había conocido a ella. Pero lo tendría por un tiempo.
Tomó el mapa de nuevo, le dio un golpecito y apuntó vagamente en dirección nordeste hacia Pasadena, y luego la miró.
Ella encogió sus hombros, tocó el de él, luego el de ella, y levantó sus dedos índice y corazón juntos, solo para estar segura.
Él agarró los dos dedos y asintió. Él estaba con ella.
Ella tomó el mapa y lo arrojó sobre el tablero. Apuntó hacia atrás en dirección al sudeste — hacia su casa. Ahora no tenía que ir a Pasadena. Ahora podría seguir teniendo un hermano y dos sobrinos allí, tres hombres diestros. Ahora no tenía que averiguar con certeza si estaba tan sola como temía. Ahora no estaba sola.
Obsidiana tomó Hill Street hacia el sur, luego Washington al oeste, y ella se reclinó, preguntándose qué tal sería el tener de nuevo a alguien. Con lo que ella había recogido, lo que había conservado, y lo que había sembrado, fácilmente tendrían comida para los dos. Ciertamente había espacio suficiente en una casa de cuatro habitaciones. Él podría llevar sus pertenencias. Lo mejor de todo, el animal que habitaba cruzando la calle se amedrentaría y posiblemente no la obligaría a matarlo.
Obsidiana la abrazó acercándola, y ella descansó su cabeza en el hombro de él, cuando de repente él frenó con fuerza, casi tirándola del asiento. Del rabillo del ojo, ella se percató que alguien había cruzado la calle corriendo justo delante del coche. Justo un auto en toda la calle y alguien tuvo que habérsele atravesado.
Enderezándose, Rye vio que la persona era una mujer, huyendo de una vieja casa de madera en dirección a una tienda tapiada con tablones. Corría silenciosamente, pero el hombre que la seguía vociferaba lo que parecían palabras confusas mientras la alcanzaba. Él tenía algo en su mano. No una pistola. Tal vez un cuchillo.
La mujer probó una puerta, la encontró cerrada, miró a su alrededor desesperada, finalmente agarró un pedazo de vidrio roto de la ventana de la tienda. Con esto se volvió para enfrentar a su perseguidor. Rye pensó que la mujer tendría más oportunidad de cortarse a sí misma que de herir a alguien más con ese vidrio.
Obsidiana salió saltando del coche, gritando. Era la primera vez que Rye escuchaba su voz: profunda y ronca por falta de uso. Emitía el mismo sonido una y otra vez de la manera que algunas personas sin palabras lo hacían, "¡Da, da, da!".
Rye se bajó del auto mientras Obsidiana corría hacia la pareja. Había desenfundado su arma. Temerosa, ella desenfundó la propia y le quitó el seguro. Ella miró a su alrededor para ver si alguien más se veía atraído por la escena. Vio que el hombre miraba a Obsidiana, luego se abalanzaba contra la mujer. La mujer le arañó la cara con el vidrio, pero él le agarró el brazo y logró apuñalarla dos veces antes de que Obsidiana le disparara.
El hombre se arqueó, luego se derrumbó, agarrándose el abdomen. Obsidiana gritó, y luego le hizo señas a Rye para que ayudara a la mujer.
Rye se acercó a la mujer, recordando que tenía sólo unas vendas y antiséptico en su bolsa. Pero a la mujer ninguna ayuda le serviría. Había sido apuñalada con un cuchillo largo de carnicero.
Ella tocó a Obsidiana para hacerle saber que la mujer estaba muerta. Él se había agachado para revisar al hombre quien también parecía muerto. Pero cuando Obsidiana se volteó para ver lo que Rye le decía, el hombre abrió los ojos. Su cara vuelta una mueca, agarró el arma de Obsidiana de su funda y disparó. La bala le dio a Obsidiana en la sien y se derrumbó.
Sucedió así de simple, así de rápido. Un instante después, Rye le disparó al hombre herido mientras éste la empezaba a apuntar.
Y Rye quedó sola, con tres cadáveres.
Se arrodilló junto a Obsidiana, con los ojos secos, frunciendo el ceño, tratando de entender por qué todo había cambiado de repente. Obsidiana se había ido. Él había muerto y la había abandonado, igual que todo lo demás.
Dos niños muy pequeños salieron de la casa de la cual habían emergido el hombre y la mujer, un niño y una niña de quizás tres años de edad. Tomados de la mano, cruzaron la calle en dirección a Rye. La miraron, luego pasaron junto a ella y fueron hacia la mujer muerta. La niña sacudió la mano de la mujer como si intentara despertarla.
Eso era demasiado. Rye se levantó, sintiéndose mareada por el dolor y la rabia. Si los niños comenzaban a llorar, pensó que vomitaría.
Estaban por su cuenta, esos dos niños. Tenían la edad suficiente para escarbar en busca de comida. Ella no necesitaba más dolor. Ella no necesitaba a los hijos de una extraña que llegarían a ser chimpancés lampiños.
Regresó al auto. Al menos, podría conducir a casa. Recordó cómo manejar.
La idea de que Obsidiana debería ser enterrado se le ocurrió antes de llegar el auto, y entonces sí vomitó.
Había encontrado y perdido al hombre tan rápidamente. Era como si la hubieran sacado de la comodidad y seguridad y le hubieran propinado una paliza repentina e inexplicable. Su cabeza no se aclaraba. No podía pensar.
De alguna manera, regresó a su lado. Se dio cuenta de que estaba arrodillada junto a él, sin recordar el haberse arrodillado. Acarició su cara, su barba. Uno de los niños hizo un ruido y ella los miró, y miró a la mujer que probablemente era su madre. Los niños la miraron, obviamente asustados. Quizás fue el miedo de ellos lo que finalmente la sacudió.
Había estado a punto de irse y abandonarlos. Casi lo había hecho, casi había dejado morir a dos niños pequeños. Ya había habido suficiente muerte. Tendría que llevarse a los niños a casa con ella. No sería capaz de vivir con ninguna otra decisión. Buscó a su alrededor un lugar para enterrar tres cuerpos. O dos. Se preguntó si el asesino sería el padre de los niños. Antes del silencio, la policía siempre afirmaba que las llamadas más peligrosas que recibían eran las de violencia doméstica. Obsidiana debería de haber sabido eso, no que el saberlo le hubiera obligado a permanecer en el auto. Tampoco la hubiera detenido a ella. No podría haber observado a la mujer asesinada sin hacer nada.
Arrastró a Obsidiana hacia el coche. No tenía con qué cavar, y a nadie que vigilara mientras cavaba. Mejor llevarse los cuerpos con ella y enterrarlos junto a su marido y sus hijos. Obsidiana volvería a casa con ella después de todo.
Cuando lo hubo dejado en el piso de la parte de atrás, regresó por la mujer. La niña, delgada, sucia, solemne, se puso de pie y sin saberlo le dio un regalo a Rye. Cuando Rye comenzó a arrastrar a la mujer, la niña gritó: "¡No!"
Rye dejó caer a la mujer y miró fijamente a la niña.
"¡No!", repitió la niña. Se acercó y se quedó parada junto a la mujer. "¡Vete!", le dijo a Rye.
"No hables", le dijo el niño. No había ni tartamudeo ni confusión en los sonidos. Ambos niños habían hablado y Rye les había entendido. El niño miró al asesino muerto y se alejó de él. Tomó la mano de la niña. "Quédate callada", susurró.
¡Habla con fluidez! ¿Acaso había muerto la mujer debido a que podía hablar y les había enseñado a sus hijos lo mismo? ¿Había sido asesinada por la rabia creciente de un esposo o por la rabia celosa de un extraño? Y los niños... debieron haber nacido después del silencio. ¿Es que la enfermedad ya había pasado? ¿O estos niños eran simplemente inmunes? Habían tenido el tiempo de enfermarse y quedarse callados. La mente de Rye dio saltos. ¿Y si los niños de menos de tres años que estuvieran a salvo eran capaces de aprender el lenguaje? ¿Y si lo único que necesitaban eran maestros? Maestros y protectores.
Rye miró al asesino muerto. Avergonzada, creyó poder comprender algunas de las pasiones que podían haberlo servido de impulso, quien quiera que fuera. Ira, frustración, desesperanza, celos locos... ¿Cuántos habían como él? Gente dispuesta a destruir aquello que no podían tener.
Obsidiana había sido un protector, había elegido ese papel, quién sabía porqué. Quizás ponerse un uniforme obsoleto y patrullar las calles vacías era lo que había hecho para no meterse una pistola en la boca. Y ahora que existía algo que valiera la pena proteger, se había ido.
Ella había sido maestra. Una buena profesora. Había sido una protectora también, aunque sólo de sí misma. Se había mantenido viva sin tener ninguna razón para hacerlo. Si la enfermedad había perdonado a estos niños, ella podía mantenerlos con vida.
De alguna manera, levantó a la mujer muerta y la colocó en el asiento trasero del coche. Los niños empezaron a llorar, pero ella se arrodilló en el agrietado pavimento y les susurró, temerosa de asustarlos con la rudeza de su voz no utilizada hacía mucho.
"Está bien", les dijo. "Ustedes también vendrán con nosotros. Vamos". Los levantó, uno en cada brazo. Eran tan livianos. ¿Estarían comiendo suficiente?
El niño le tapó la boca con las manos, pero ella apartó la cara.
"Está bien que yo hable", le dijo. "Mientras no haya nadie cerca, está bien". Colocó al niño en el asiento del pasajero y éste se movió sin que tuviera que decírselo, para acomodar a la niña. Cuando ambos estuvieron en el auto, Rye se apoyó en la ventana, observándolos, percatándose de que ahora estaban menos asustados, y la miraban con al menos tanta curiosidad como miedo.
"Yo soy Valerie Rye", dijo, saboreando las palabras. "Está bien que ustedes me hablen a mí."

La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov, 1983.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Historia de la resurrección del papagayo. Eduardo Galeano.

El papagayo cayó en la olla que humeaba. Se asomó, se mareó y cayó. Cayó por curioso, y se ahogó en la sopa caliente. La niña, que era su amiga, lloró. La naranja se desnudó de su cáscara y se le ofreció de consuelo.
El fuego que ardía bajo la olla se arrepintió y se apagó. Del muro se desprendió una piedra.
El árbol, inclinado sobre el muro, se estremeció de pena, y todas sus hojas se fueron al suelo.
Como todos los días llegó el viento a peinar el árbol frondoso, y lo encontró pelado. Cuando el viento supo lo que había ocurrido, perdió una ráfaga.
La ráfaga abrió la ventana, anduvo sin rumbo por el mundo y se fue al cielo.
Cuando el cielo se enteró de la mala noticia, se puso pálido.
Y viendo al cielo blanco, el hombre se quedó sin palabras.


El alfarero de Ceará quiso saber. Por fin el hombre recuperó el habla, y contó que el papagayo se había ahogado
y la niña había llorado
y la naranja se había desnudado
y el fuego se había apagado
y el muro había perdido una piedra
y el árbol había perdido las hojas
y el viento había perdido una ráfaga
y la ventana se había abierto
y el cielo había quedado sin color
y el hombre sin palabras.


Entonces el alfarero reunió toda la tristeza. Y con esos materiales, sus manos pudieron renacer al muerto.
El papagayo que brotó de la pena tuvo plumas rojas del fuego
y plumas azules del cielo
y plumas verdes de las hojas del árbol
y un pico duro de piedra y dorado de naranja
y tuvo palabras humanas para decir
y agua de lágrimas para beber y refrescarse
y tuvo una ventana abierta para escaparse
y voló en la ráfaga del viento.

Las palabras andantes, 1994.
 

jueves, 24 de diciembre de 2020

La flauta. Marcel Schwob.

La tempestad nos había lanzado muy lejos de las costas que solíamos recorrer. Durante largas jornadas sombrías el navío embistió, con el morro por delante, a través de masas de agua verde coronada de espuma. El cielo negro parecía querer acercarse al océano por encima de nuestras cabezas, el horizonte vacío estaba cercado por una marca lívida y vagábamos como sombras por el puente. De cada verga colgaban fanales y las gotas de lluvia resbalaban perpetuamente a lo largo de sus vidrios en tal cantidad que la luz era incierta. A popa, los ojos de buey de la cabina del timonel relucían con un rojo húmedo y transparente. Las cofas eran semicírculos de oscuridad y, en la negrura de arriba, emergían las velas lívidas a cada salto del viento. A veces, cuando se balanceaban las linternas, reflejaban resplandores de cobre en los charcos formados sobre las lonas enceradas que protegían los cañones.
Nos deslizábamos a favor del viento después de nuestra última presa. Los garfios de abordaje aún colgaban por la carena y el agua del cielo, al correr, había lavado y amontonado todos los restos del combate. Todavía yacían en confuso montón cadáveres vestidos de lienzo con botones de metal, hachas, silbato, trozos de cadena y de cordaje junto a las palanquetas; pálidas manos apretaban todavía las culatas de las pistolas y los puños de las espadas; caras ametralladas y a medias cubiertas por los chubasqueros se bamboleaban en las maniobras y nos deslizábamos por entre los muertos empapados.
El siniestro huracán nos había quitado las ganas de poner orden. Esperábamos que se hiciera de día para recoger a nuestros compañeros y coserlos en sus petates. El barco apresado iba cargado de ron. Atamos varias barricas al pie del palo de mesana y del trinquete, y muchos de los nuestros, agarrados a su alrededor, alargaban los cubiletes o las bocas a los oscuros chorros que brotaban a cada cabeceo del barco entre líquidos ronquidos.
Si no nos engañaba la brújula, el navío corría hacia el sur, pero la oscuridad y el desierto horizonte no nos daban ningún punto de referencia para consultar la carta marina. Unas veces creíamos ver oscuras elevaciones por el oeste, otras veces pálidas playas; pero no sabíamos si las alturas eran montañas o acantilados, o si la palidez de las playas podía ser el mar lívido estrellándose contra los escollos.
En cierto momento recibimos fuegos de un rojo brumoso a través de la fina lluvia y el capitán gritó al timonel que los evitara. Sabíamos que estábamos señalados y perseguidos, y los fuegos eran, quizá, brulotes. O si bordeábamos costas inhóspitas sin verlas, debíamos temer las señales traidoras de los raqueros.
Atravesamos la corriente de agua cálida que recorre el océano, y durante algún tiempo las salpicaduras fueron tibias. Después volvimos a entrar en lo desconocido.
Fue entonces cuando el capitán nos hizo formar, ignorando lo que nos reservaba el porvenir. En mitad de la noche, nuestra tropa se reunió en la toldilla mientras varios hombres sostenían linternas; el capitán de equipo nos dividió en grupos y se oyeron susurros tenebrosos. Cada uno recibió la parte que le correspondía del botín de nuestra expedición, tanto en vestidos como en provisiones, oro, plata y joyas encontradas en las manos, cuellos y bolsillos de hombres y mujeres de los barcos saqueados.
Luego nos hicieron romper filas y nos separamos en silencio. Normalmente, el reparto no se hacía así, sino cerca de nuestro refugio en el islote, al final de la expedición, con el navío abarrotado de riquezas y entre juramentos y querellas sangrientas. Por primera vez no hubo ni una cuchillada ni un pistoletazo.
Después del reparto el cielo se aclaró poco a poco y la oscuridad comenzó a abrirse. Primero rodaron las nubes y se desgarró la bruma; después, el cerco lívido del horizonte se tiñó de un amarillo más resplandeciente y el océano reflejó las cosas con colores menos sombríos. Una mancha luminosa señaló el lugar del sol y algunos rayos se expandieron a lo lejos en abanico. El oleaje se volvió anaranjado, violeta y púrpura, y los hombres gritaron de alegría porque veían algas flotantes.
Cayó la tarde con un pesado abrazo y nos despertó la blanca y pálida luz de la mañana en los mares australes. Los ojos desacostumbrados a la cálida blancura nos hacían daño, y cuando el vigía anunció:
“Tierra ante nosotros”, nos precipitamos a las bordas sin ver nada. Una hora más tarde, cuando el cielo estaba densamente azul, percibimos una línea oscura orla de espuma al fondo del océano.
Pusimos proa hacia allí. Pájaros blancos y rojos rozaron el aparejo. Las olas arrastraban maderas multicolores. Después apareció un punto móvil. Parecía rosa en el mar opaco, bajo el sol incandescente, y cuando se acercó vimos que era una canoa o una piragua. La embarcación no tenía vela y parecía desprovista de remos.
No obstante, venía derecha hacia nosotros, pero aunque llamábamos no había nada visible en ella. A medida que avanzábamos, sólo oíamos un son apacible y dulce que llegaba a favor de la brisa, tan bien modulado que no se podía confundir con el lamento del mar o con la vibración de las cuerdas tirantes de nuestras velas. El son, de una tristeza tranquila, atrajo a nuestros compañeros a los dos flancos del barco y miramos a la piragua con curiosidad,.
Cuando el castillo de proa mordía el fondo de una gruesa ola se aclaró el misterio de la embarcación. Era de madera coloreada; los remos parecían haberse ido a la deriva y había un viejo tumbado en el fondo, con un pie desnudo apoyado en la barra del timón. La barba y los cabellos blancos le enmarcaban toda la cara. No llevaba ninguna ropa salvo una túnica a rayas cuyos faldones estaban doblados sobre él, y soplaba en una flauta que sostenía con ambas manos.
Amarramos la piragua sin que él se dignara molestarse; tenía los ojos vacuos y quizá era ciego. Debía ser muy viejo, porque los tendones de sus miembros se le transparentaban bajo la piel. Lo izamos hasta el puente y lo tendimos al pie del palo mayor encima de una lona alquitranada.
Entonces, sin dejar de sostener la flauta en la boca con una mano, alargó un brazo y palpó a su alrededor buscando a tientas.
Puso la mano sobre el revoltijo de armas, mazas y cadáveres que se entibiaban al sol, paseó los dedos por el filo de las hachas y acarició la martirizada carne de los rostros. Después retiró la mano y sopló en la flauta con ojos pálidos y vacíos, y la cara vuelta hacia el cielo.
La flauta era blanca y negra y, en cuanto sonó para nosotros, pareció un pájaro de ébano pulido moteado de marfil; las manos revoloteaban a su alrededor como alas.
El primer son fue tenue y frágil, tembloroso como la voz que el viejo hubiera podido tener, y el pasado penetró en nuestros corazones, el recuerdo de las ancianas que fueron nuestras abuelas y del tiempo de inocencia en que éramos niños. Todo el presente se esfumó a nuestro alrededor, movíamos la cabeza sonriendo, nuestros dedos querían manejar juguetes y nuestros labios estaban medio cerrados como para besos infantiles.
Después, el son de la flauta aumentó y fue como un grito de tumultuosa pasión. Ante nuestros ojos pasaron objetos amarillos y rojos, el color de la carne, el color del oro y el color de la sangre. Nuestros ojos se entusiasmaron para responder al unísono y en nuestras cabezas se arremolinó la locura de los días que nos habían arrastrado al crimen. El son de la flauta creció hasta ser la voz sonora de la tempestades, la llamada del viento cuando choca con las olas, el estrépito de los cascos reventados, el aullido de los hombres degollados, el terror de las caras ennegrecidas de hollín cuando van al abordaje con el sable entre los dientes, la queja de las palanquetas y la explosión de aire que producen los cascos de los buques cuando se hunden. Escuchábamos en silencio, inmersos en nuestra propia vida.
De pronto, el son de la flauta se convirtió en un vagido y se oyó el lamento de los niños que vienen al mundo, un grito tan débil y tan quejoso que estalló un aullido de horror. Pues en ese momento, con los ojos abiertos al porvenir, veíamos lo que ya no podíamos poseer y lo que destruíamos eternamente, la muerte de la esperanza para los vagabundos del mar y las existencias futuras que habíamos aniquilado. Nosotros mismos, sin esposa, rojos de asesinatos y ahítos de oro, no podríamos oír jamás la voz de los recién nacidos porque estábamos condenados al balanceo de las olas, bien cuando el puente baila a nuestro alrededor, bien cuando nuestra cabeza, cubierta con un bonete negro, baila en la cuerda de la verga; nuestra vida perdida sin esperanza de crear otras.
Hubert, el capitán de equipo, juró a muerte y arrebató al anciano el pájaro de ébano moteado de blanco. El son murió y Hubert arrojó la flauta al mar. Los vacuos ojos del viejo se estremecieron y sus gastados miembros se pusieron rígidos sin que pudiéramos oír nada. Cuando lo tocamos, estaba frío.
No sé si el extraño hombre pertenecía al océano, pero en cuanto llego a él, cuando le enviamos a reunirse con su flauta, se hundió y desapareció con su túnica y su piragua; y el grito de un niño que nace no llegó nunca a nuestros oídos ni en la tierra ni en el mar.

El rey de la máscara de oro, 1892.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Surrealismo cotidiano. Juan José Millás.

Vi una pegatina en un farol: “Señora muy seria se ofrece para cuidar niños y planchar.” Me pareció extraña la especialización: cuidar niños y planchar. Nada de quitar el polvo, hacer camas, preparar la comida, atender las llamadas… Sólo planchar y cuidar niños. Y la señora era muy seria. ¿Qué se entiende por señora muy seria, una mujer antipática, sin sentido del humor muy, cumplidora? Cuando había dejado el farol atrás regresé a él, por si no hubiera leído bien. Pero ponía lo mismo. Me pareció una de esas pequeñas muestras de surrealismo que ofrece la vida cotidiana y que se nos escapan por no estar atentos. De modo que cuidar niños y planchar. ¿Todo al mismo tiempo o una cosa después de la otra? De otro lado, decía planchar, pero no decía qué. La ropa, dirán algunos. ¿Y por qué una mujer tan quisquillosa no lo especificaba?
Total que arranqué el número de teléfono y continué andando hasta el quiosco, donde compré el periódico. Ya en el bar, con el café delante, saqué el móvil y telefoneé a la señora muy seria.
-¿Hace usted otras cosas, además de planchar y cuidar niños?
-No, señor.
-¿Y cuida a los niños mientras plancha?
-Tampoco, una cosa después de la otra, pues la plancha provoca muchos accidentes.
Le di las gracias, colgué y hojeé el periódico por encima, sin prestarle mucha atención, enganchado como estaba al asunto de la señora seria. Esa tarde, en casa preparé unos cartelitos en los que escribí: “Señor serio escribe necrológicas y da de comer a las palomas.” Anoté mi móvil y pegué diez o doce por los faroles de mi barrio. Lo curioso es que no han dejado de llamarme, unas personas para que les escriba la necrológica, otras para que dé de comerá a las palomas, y unas terceras para que haga las dos cosas a la vez. Pido 12 euros la hora, lo que no sabía si era caro o barato hasta que volví a llamar a la señora seria, que cobraba 20 euros por planchar y quince por cuidar niños. O sea, que pone más atención a la ropa que a los niños. El mundo es un lugar hermoso y extraño, pero sobre todo terrorífico.

Articuentos escogidos, 2012.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Me pedías que te rematara. Svetlana Alexiévich.

Vasia Baikáchev, doce años
Actualmente es profesor de formación industrial


A menudo recuerdo aquellos días… Los últimos días de mi infancia…
Durante las vacaciones de invierno, nuestra escuela participó en un juego de guerra. Ya habíamos participado antes en entrenamientos de instrucción de orden cerrado, habíamos confeccionado fusiles de madera, capas de camuflaje, uniformes para los auxiliares médicos. Nuestros padrinos de la unidad militar vinieron a vernos, llegaron en un biplano. ¡Estábamos emocionados!
Pero en junio ya nos sobrevolaban los aviones alemanes y lanzaban a los espías en paracaídas. Eran hombres jóvenes que vestían americanas y viseras de cuadros. Ayudábamos a los adultos; juntos detuvimos a unos cuantos y los entregamos al sóviet rural. Nos sentíamos orgullosos de participar en una operación militar, nos recordaba a aquel juego de guerra. Pero pronto aparecieron otros alemanes… Esos ya no vestían americanas y viseras de cuadros sino un uniforme verde con camisas arremangadas, botas de caña ancha y tacones reforzados con hierro; llevaban a cuestas sus macutos de piel de ternero, con los largos cilindros de las máscaras antigás colgando de los costados y empuñaban fusiles de asalto. Eran corpulentos, estaban bien alimentados. Cantaban a grito pelado: Zwei Monate, Moskau kaput. Mi padre me explicó que Zwei Monate significaba «Dos meses». ¿Tan solo dos meses? ¿Y ya está? Esa guerra no se parecía en absoluto a aquella a la que habíamos jugado hacía tan poco y con la que tanto había disfrutado.
Los primeros días, los alemanes no se detenían en nuestra aldea, Malévichi, sino que pasaban de largo hacia la estación de tren de Zhlobin. Allí trabajaba mi padre. Pero él había dejado de ir a la estación; esperaba que de un momento a otro llegaran nuestros soldados, expulsaran a los alemanes y los hicieran retroceder. Nosotros confiábamos en nuestro padre y también esperábamos a los nuestros. Los esperábamos todos los días… Pero ellos… Nuestros soldados… Ellos yacían muertos en los alrededores: en las carreteras, en el bosque, en las cunetas, en los campos…, en los huertos…, en los turbales… Muertos. Yacían con sus fusiles. Con sus granadas de mano. Hacía calor y los cuerpos se hinchaban, parecía que cada día su número aumentaba. Un ejército entero. Nadie los enterraba…
Mi padre enganchó el caballo y nos fuimos al bosque. Empezamos a recoger a los muertos. Cavábamos hoyos… Poníamos los cadáveres en filas de diez o doce… Mi cartera se llenaba de documentos. Recuerdo que las direcciones eran de la ciudad de Uliánovsk, en la región de Kúibishev.
Unos días más tarde encontré en las afueras de la aldea los cuerpos sin vida de mi padre y de mi buen amigo Vasia Shevtsov, de catorce años. Llevé allí a mi abuelo… Nos empezaron a bombardear… Enterramos a Vasia, pero no nos dio tiempo de enterrar a mi padre. Después del bombardeo no quedó ni rastro de él. Pusimos una cruz en el cementerio y ya está. Solo una cruz. Bajo ella enterramos el traje de gala de mi padre…
Al cabo de una semana ya era imposible recoger los cadáveres de los soldados… No había manera de levantarlos… Bajo sus camisas militares todo estaba lleno de líquido… Recogíamos sus fusiles. Sus carnets de soldados.
En otro bombardeo murió mi abuelo…
¿Cómo íbamos a vivir? ¿Cómo viviríamos sin mi padre? ¿Sin el abuelo? Mi madre lloraba sin parar. ¿Qué íbamos a hacer con todas esas armas que habíamos ido acumulando y que teníamos enterradas en un lugar seguro? ¿A quién entregárselas? No había nadie a quien pedirle consejo. Mi madre lloraba.
En invierno conseguí contactar con los de la organización clandestina. Mi regalo les dio una alegría. Las armas fueron para los guerrilleros…
Transcurrió un tiempo, no sabría decir cuánto… A lo mejor unos cuatro meses. Recuerdo que aquel día había estado recogiendo patatas congeladas en el campo. Volví a casa hecho una sopa, hambriento, pero con un cubo lleno. En cuanto me quité los lapti mojados oí que golpeaban el postigo de la bodega donde vivíamos. Alguien preguntó: «¿Está aquí Baikáchev?». Me asomé por el orificio y me ordenaron salir inmediatamente. Con las prisas me equivoqué y me puse el gorro militar en vez de uno normal; enseguida me propinaron un latigazo.
En el patio había tres caballos, los montaban alemanes y policías lugareños, colaboracionistas. Uno de ellos se apeó, me echó el cinturón alrededor del cuello y lo ató a la silla de montar. Mamá les rogó: «Dejen que le dé algo de comer», y se metió en la bodega para sacar una tortita de patata congelada, pero ellos arrearon los caballos y se marcharon al trote. Me arrastraron a lo largo de unos cinco kilómetros, hasta el pueblo de Vesioloe.
En el primer interrogatorio el oficial nazi me preguntó cosas sencillas: mi apellido, mi nombre, el año en que nací… Quiénes eran mis padres. Había un policía joven haciendo de intérprete. Al acabar el interrogatorio me dijo: «Ahora irás a poner un poco de orden en el cuarto de las torturas. Fíjate bien en el banco». Me dieron un cubo, una escoba, unos trapos… y me llevaron…
Lo que vi allí era espantoso: en medio de la habitación había un banco con unas correas clavadas a la madera. Tres cinturones: uno a la altura del cuello, otro a la de la cintura y otro a la de los pies. En un rincón había unos palos gruesos de abedul y un cubo con agua; el agua estaba roja. En el suelo se veían charcos de sangre…, de orina…, de excrementos…
Tuve que llevar más agua, más agua. El trapo con el que fregaba el suelo se teñía de sangre.
A la mañana siguiente me llamó el oficial.
—¿Dónde están las armas? ¿Quién es tu contacto en la organización clandestina? ¿Qué misiones te han encomendado? —Las preguntas caían una tras otra.
Yo le decía que no sabía nada, que era pequeño y que en el campo no recogía armas, sino patatas congeladas.
—Al sótano —ordenó el oficial al soldado.
Me bajaron a un pequeño sótano lleno de agua helada casi hasta arriba. Antes me enseñaron al guerrillero que acababan de sacar de allí. No había aguantado la tortura y… se había ahogado… Lo lanzaron afuera, a la calle…
El agua me llegaba hasta el cuello… Sentía cómo me latía el corazón y la sangre me corría por las arterias, cómo mi sangre calentaba el agua a mi alrededor. Tenía miedo: ojalá no perdiese el conocimiento. Ojalá no empezase a tragar agua.
El siguiente interrogatorio: un cañón de pistola apuntándome al oído, y un disparo. Oigo el chasquido de la madera seca… ¡Han disparado al suelo! Un golpe de palo en una vértebra cervical, me desplomo… Encima de mí, de pie, tengo a alguien robusto y pesado, huele a carne y a aguardiente. Siento ganas de vomitar, pero mi estómago está completamente vacío. Oigo: «Ahora lamerás con la lengua lo que ha quedado de ti en el suelo… Con la lengua, ¿entendido? ¡¿Lo has entendido, bastardo rojo?!».
En la celda no dormía, perdía el conocimiento por el dolor. A veces me parecía que estaba en la escuela, haciendo fila con los demás, y la maestra Liubov Ivánovna Lashkévich nos decía: «En otoño empezaréis el quinto curso. Hasta entonces, adiós, chicos. En verano creceréis. Ahora Vasia Baikáchev es el más pequeño, pero pronto será el más alto de todos». Liubov Ivánovna me sonreía…
A veces me veía caminando junto a mi padre por un campo, buscando soldados muertos. Mi padre se adelantaba, yo encontraba a un hombre debajo de un pino… No era un hombre, era lo que quedaba de un hombre. No tenía brazos ni piernas… Aún estaba vivo, me pedía: «Remátame, por favor…».
El anciano con quien compartía celda me despertaba.
—No grites, hijo.
—¿Estaba gritando?
—Me pedías que te rematara…
Han pasado décadas, pero aún no he dejado de sorprenderme: ¡¿sigo vivo?!

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Historia de los dos que soñaron. Jorge Luis Borges.

«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla”. 
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. 
A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.”
Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete.” »El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.»

Historia universal de la infamia, 1935.

sábado, 19 de diciembre de 2020

La venganza de los hombres. Lord Dunsany.

Antes del Comienzo, los dioses dividieron la tierra en pasto y yermo.
Crearon pastos agradables que cubriesen la faz de la tierra, hicieron huertos en los valles, y parajes pelados en lo alto de los montes; pero a Harza la condenaron, sentenciaron y predestinaron a ser eternamente erial.
Cuando, al atardecer, el mundo rezaba a los dioses, los dioses escuchaban sus plegarias; pero se olvidaban de las oraciones de las tribus de Arim. Así que los hombres de Arim eran agobiados por las guerras, y arrojados de una tierra a otra, aunque no se dejaban aplastar. Y el pueblo de Arim se dio sus propios dioses, erigiendo en dioses a sus hombres, hasta que los dioses de Pegana volviesen a acordarse de ellos. Y sus jefes Yoth y Haneth, haciendo de dioses, siguieron guiando a su pueblo aunque eran acosados por todas las tribus. Por último, llegaron a Harza, donde no había tribus, y descansaron al fin de la guerra; y dijeron Yoth y Haneth: «La tarea ha concluido; ahora, sin duda, los dioses de Pegana se acordarán de nosotros» . Y construyeron una ciudad en Harza, y cultivaron el suelo, y el verdor se propagó por el erial como se propaga el viento en el mar; y entonces hubo frutos y ganado en Harza, y rumor de miles de ovejas. Allí descansaron de su constante huir de todas las tribus, y elaboraron fábulas sobre sus sufrimientos, hasta que todos los hombres sonrieron en Harza, y los niños rieron con alegría.
Entonces dijeron los dioses: «No es la tierra lugar para reír» . Tras lo cual salieron a las puertas de Pegana, donde dormía encogida la Pestilencia; y despertándola, le señalaron hacia Harza. Y la Pestilencia cruzó el cielo a saltos entre aullidos.
Esa noche llegó a los campos cercanos a Harza; se internó en la yerba, se tumbó, miró airadamente las luces, se lamió las zarpas, y volvió a quedarse mirando las luces.
Pero a la noche siguiente, invisible, recorrió la ciudad entre la alegre muchedumbre, entró solapadamente en las casas, una tras otra, y se asomó a los ojos de los hombres, penetrando incluso sus párpados; de manera que cuando llegó la mañana siguiente, los hombres miraron ante sí, y exclamaron que veían la Pestilencia, aunque otros no, y murieron a continuación; porque los ojos verdes de la Pestilencia se habían asomado a sus almas. Fría y húmeda era; aunque brotaba un calor de sus ojos que abrasaba las almas de los hombres.
Entonces vinieron los físicos y los hombres versados en artes mágicas, e hicieron el signo de los físicos y el signo de los magos; asperjaron agua azul sobre yerbas medicinales, y salodiaron conjuros; pero la Pestilencia siguió visitando casa tras casa, y asomándose a las almas de los hombres. Y las vidas de las gentes escapaban en bandada de Harza; y en muchos libros se consigna adónde iban. Sin embargo, la Pestilencia seguía cebándose en la luz que irradian los ojos de los hombres, y nunca acababa de saciar su hambre; y se volvía más fría y húmeda, y el calor de sus ojos aumentaba mientras, noche tras noche, galopaba por la ciudad sin cuidarse ya de disimulos.
Entonces los hom bres de Harza rezaron a los dioses, diciendo:
—¡Altos dioses! Sed clementes con Harza.
Y los dioses escucharon sus plegarias; pero a la vez que escuchaban, señalaron con el dedo y animaron a la Pestilencia a seguir. Y, a las voces de sus amos, la Pestilencia se volvía más osada, y acercaba el hocico a los ojos de los hombres.
Nadie podía verla, sino aquellos a quienes atacaba. Al principio dormía de día acurrucada en oscuras cavidades; pero cuando su hambre aumentó, empezó a salir incluso a la luz del sol; y se agarraba al pecho de los hombres, y les hundía su mirada en los ojos hasta secarles el alma, al extremo de que casi la podían ver confusamente los que no eran golpeados por ella.
Hallábase Adro, el físico, en su aposento, confeccionando en un cuenco, a la luz de una vela, una mixtura que ahuyentase a la Pestilencia, cuando entró por la puerta un soplo que hizo parpadear la llama.
Dado que el aire era frío, el físico se estremeció, se levantó y cerró la puerta; pero al volverse para regresar a su silla, vio a la Pestilencia dando lengüetadas en la mixtura; a continuación saltó y echó una zarpa al hombro de Adro y otra a su capa, al tiempo que con las otras dos le agarraba por la cintura; y así, le miró intensamente a los ojos.
Pasaban dos hombres por la calle; y uno le dijo al otro: « Mañana cenaré contigo».
Y la Pestilencia esbozó una sonrisa que nadie llegó a ver, enseñando sus dientes goteantes, y corrió a ver si al día siguiente cenaban juntos aquellos dos hombres.
Y dijo un viajero al llegar: «Esto es Harza. Aquí descansaré» .
Pero esa jornada, su vida viajó más allá de Harza.
A todos tenía amedrentados la Pestilencia; y aquéllos a quienes hería, la veían. Pero nadie veía las grandes figuras de los dioses, a la luz de las estrellas, azuzando a Su Pestilencia…
Entonces los hombres abandonaron Harza; y la Pestilencia acosó a los perros y las ratas, y saltó sobre los murciélagos al pasar por encima de ella, todos los cuales morían y quedaban esparcidos por las calles. Pero no tardó en dar la vuelta, y perseguir a los hombres que huían de Harza; y se apostó junto a los ríos donde se acercaban a beber, lejos de la ciudad. Entonces regresó a Harza el pueblo de Harza, todavía perseguido por la Pestilencia, y se congregó en el Templo de Todos los dioses excepto Uno; y dijo el pueblo al Sumo Profeta:
«¿Qué podemos hacer ahora?» A lo que éste respondió:
—Todos los dioses se han burlado de las plegarias. Este pecado debe ser castigado para venganza de los hombres.
Y el pueblo se sintió aterrado.
El Sumo Profeta subió a la Torre bajo el cielo donde convergían las miradas de todos los dioses a la luz de las estrellas. Allí, a la vista de los dioses, alzó la voz para que le oyesen, y dijo: « ¡Altos dioses! Os habéis mofado de los hombres.
Sabed, pues, que está escrito en la tradición antigua, y bien fundado en la profecía, que hay un FIN que aguarda a los dioses, los cuales saldrán de Pegana en galeras de oro, y bajarán por el Río Silente hasta el Mar del Silencio, donde Sus galeras se elevarán en la niebla, y dejarán de ser dioses. Y los hombres encontrarán finalmente protección de las burlas de los dioses en la tierra húmeda y cálida; en cuanto a los dioses, jamás dejarán de ser Seres que fueron dioses.
Cuando el Tiempo y los mundos y la muerte se hayan ido, nada quedará, sino cansados remordimientos y Seres que en un tiempo fueron dioses.» Digo esto a la vista de los dioses.» Para que lo oigan los dioses» .
Entonces los dioses gritaron al unísono, señalaron con la mano la garganta del Profeta, y la Pestilencia se abalanzó sobre él.
Hace mucho que ha muerto el Sumo Profeta, y los hombres han olvidado sus palabras; y los dioses no saben si es cierto que EL FIN está esperando a los dioses, pues han dado muerte a quien podía habérselo dicho. Y los Dioses de Pegana sienten que el miedo ha caído sobre Ellos para venganza de los hombres; pues no saben cuándo vendrá ese FIN, ni si es cierto que llegará.

Los dioses de Pegana. 1905.

martes, 15 de diciembre de 2020

Tú. Magda Hollander-Lafon.

Mi origen eres Tú. Mi nacimiento a Ti se lleva a cabo día a día.
Mi padre era judío, mi madre era judía. La vida cortó el cordón; me empapó en un mar de cenizas, en un océano de lágrimas, de gritos, de sangre.


Nadie vino a lavarme, a levantarme, a envolverme en su mirada. Nadie se inclinó sobre mí, sobre nosotros, cuando caíamos en la hoguera del infierno, encendido por Tus criaturas enfurecidas, ángeles de alas negras.


Nos arrojamos a la tierra, al agua, al olvido, para que nadie se acordase de nosotros.
La tierra nos absorbía, el agua nos arrastraba.


En silencio observaste cómo Tu pueblo quedaba reducido a polvo.
Mi corazón se cerró como una lápida.
Me rebelé contra Ti, sin conocerte, ante Tu ceguera, ante Tu sordera, ante Tu creación del revés.


Aún hoy sigo oyendo el tornado de gemidos que Te alababan, Te imploraban, Te llamaban por Tu nombre antes de dejarse consumir.
A los veinticuatro años, me invitas a acoger a esos millones de inocentes que hoy comparten Tu gloria.


Busco Tu mirada, Dios del día y de la noche.
En ella poso esos millares de soles quemados.
¡Ah, poder ofrecer esas brasas ardientes, por fin liberadas!

Cuatro mendrugos de pan, 2012.
 

lunes, 14 de diciembre de 2020

1839. Opio o plomo. Nieves Concostrina.

Agosto de 1839. El político chino Lin Zexu envía una carta a la reina Victoria de Inglaterra exigiendo que los británicos dejen de introducir el opio en su país. La carta a la poderosa soberana europea decía en uno de sus párrafos: «Sé que en vuestro país está prohibido fumar opio. Ello significa que no ignoráis hasta qué punto resulta nocivo. Pero en lugar de prohibir el consumo de opio, valdría más que prohibieseis su venta; o mejor aún, su producción». Fin de la cita.
A doña Victoria, con todo su golpe finolis y su estricta moral, no se le movió una pestaña cuando terminó de leer la carta. Y es que, casi con total seguridad, el mayor narcotraficante de la historia no ha sido Colombia, ha sido Reino Unido. El cártel de Medellín no ha sido la más eficaz organización delictiva, lo fue la Compañía Británica de las Indias Orientales. Y si se trata de capos, Pablo Escobar no le llegaba a la reina Victoria ni a la suela del zapato.
La estrategia de cualquiera para hacerse de oro con el narcotráfico no ha cambiado en los últimos dos siglos. Consiste en introducir la droga, crear adicción y dejar que el negocio crezca solo. Cuanta más adicción, más demanda. Cuanta más demanda, más negocio. Y cuando Gran Bretaña decidió convertir en drogodependientes a cuantos más chinos mejor, lo hizo por venganza, por intereses económicos y por soberbia. Porque fue una época en la que los británicos no permitían que nadie les tosiera. Mucho menos ese imperio hermético y tradicional repleto de gentes con ojos rasgados.
El opio es más antiguo que el hilo negro. Se extrae de la adormidera, cultivada sobre todo en Oriente, una amapola muy bonica que guarda un juguillo blanco y lechoso. Esto luego se seca, se procesa y de ahí sale el opio. En Mesopotamia y Egipto se usaba como analgésico; en Persia, como anestésico; romanos y griegos le daban un uso medicinal, pero si querían tener una charla con algún dios, pues también le daban. Y en muchos otros lugares el opio servía a soldados y ciudadanos para mitigar el miedo a la guerra.
Con el paso de los siglos, con el avance de la investigación, se fue descubriendo que todo lo que tuviera que ver con el opio, ya fuera en plan jarabe, en grageas, como linimento o en enemas, ayudaba a los enfermos. Aunque intentaban vender que lo curaba prácticamente todo, en realidad no curaba absolutamente nada.
El opio ayudaba a sobrellevar el dolor, suministraba placer, relajaba, quitaba la angustia, serenaba el ánimo… muy bonito todo. Sí, ya.
Hasta que empezó a ser palpable que aquello generaba una dependencia del copón.
Los enfermos ya no buscaban opio para el alivio de su mal. Se hacían los enfermos para conseguir la droga y provocaron la peor de las enfermedades, la adicción.
Los que empezaron a fumarse el opio fueron los chinos, que se inventaron un aparatejo con una pipa larga. Al principio fumaban con moderación, sin pasarse, y buscando un supuesto beneficio medicinal.
Hasta que llegaron los británicos y pensaron que sería muy fácil desestabilizar el país si convertían a los chinos en adictos. Exactamente lo mismo que hizo Pablo Escobar en Estados Unidos: inundar el mercado estadounidense con cocaína y convertir a los yanquis en adictos. Pues Pablito no inventó nada. Estaba inventado. Eso ya lo hicieron los británicos con los chinos en el siglo XVIII.
Allá por 1773, Gran Bretaña tenía el monopolio del opio que se cultivaba en la India. Los británicos controlaban las plantaciones, el procesamiento, el almacenaje, la venta… o sea, unos narcos en toda regla. Y resulta que ya a finales de aquel siglo XVIII la economía británica pasaba por serias dificultades, por no decir que el país estaba prácticamente en bancarrota. La razón era que Gran Bretaña había perdido un lucrativo negocio en América porque se acababan de independizar las famosas trece colonias.
Estados Unidos empezó a andar solito y la corona británica perdió aquel gran pedazo de pastel que sustentaba su economía. Por ejemplo, ya no se podían llevar a Reino Unido tan alegremente el algodón americano. Ahora tenían que comprarlo. ¿Qué hicieron? Volcarse en el comercio con China, pero dieron con la horma de su zapato. Los británicos quisieron imponer sus reglas de juego comerciales, y los chinos les dijeron que tararí que te vi, que en China se jugaba con las reglas de los chinos.
Gran Bretaña necesitaba de ellos mucho té, mucha seda, mucha porcelana y mucho algodón. Los chinos querían que les pagaran con oro y plata, sobre todo plata, pero eso no les venía bien a los británicos porque les desequilibraba su balanza comercial. Los ingleses no querían estar soltando plata y más plata, sobre todo porque no la tenían. Querían conseguir que el gigante asiático se abriera al comercio, que los chinos no solo les vendieran, que también compraran productos a Reino Unido. Y los chinos, que no; que no compraban, que solo vendían.
Muy bien, dijeron los británicos ya metidos en el siglo XIX. Pues si no queréis por las buenas, lo haremos por las malas. Y tenían tanta producción de opio en la India, que empezaron a introducirlo en el mercado chino. Nadie pudo imaginar la velocidad a la que se iba a extender el contrabando y el consumo del opio. Empezaron a proliferar los fumaderos y millones de chinos acabaron colgados. Ya les importaban un pito las supuestas bondades medicinales. Ya fumaban por fumar.
Había tanta demanda de opio, y se convirtió en un producto tan competitivo, que lo que no habían conseguido los encuentros diplomáticos para equilibrar la balanza comercial lo estaba consiguiendo la adicción. China estaba hincando la rodilla económicamente, no solo porque estaba entrando el opio británico a espuertas sin tenerlo previsto, también estaba arruinándose socialmente por un número imparable de adictos que andaban tirados por las esquinas, y con la economía familiar arruinada porque el opio se llevaba dos tercios del jornal.
A las autoridades chinas el asunto se les fue de las manos. No sabían cómo atajar aquel desorden moral, y tenían una tremenda bronca interna porque unos apostaban por prohibir totalmente el consumo y perseguir a los narcotraficantes sin tregua, mientras otros apostaban por la legalización para acabar con el mercado negro. Y hablamos de 1834. Resulta que llevamos doscientos años discutiendo sobre lo mismo.
Al final optaron por prohibir el consumo, perseguir a los traficantes de opio y plantar cara a los británicos. Ahí fue cuando el comisario imperial Lin Zexu escribió a la reina Victoria de Inglaterra la carta que abría este texto, exigiendo que sus chicos dejaran de introducir opio en China y amenazando con tomar medidas si no cesaba el narcotráfico. No hace falta insistir por dónde se pasó la soberana el ultimátum.
El comisario Lin cumplió. Bloqueó el puerto de Cantón, confiscó veinte mil cajas de opio valorado en 5 millones de libras que aguardaban a ser desembarcadas y las destruyó. ¿¡Cómo!? Se sorprendieron en Londres. ¿¡Que han hecho qué!? ¿¡Que han destruido nuestra droga!? Y enviaron a China cuatro mil hombres en unos cuantos barcos de guerra para exigir por las bravas que se legalizara el comercio del opio y que les indemnizaran por la droga destruida.
Así fue como empezó la primera guerra del opio en 1840. Británicos y chinos no se pusieron de acuerdo y acabaron intercambiando plomo. Un año estuvieron a tiros, hasta que China capituló, y esta rendición les trajo pésimas consecuencias: no solo que los británicos siguieron metiendo opio a espuertas y enganchando a los chinos a la droga, también China tuvo que pagar una factura de guerra tremenda y abrir cinco de sus grandes puertos para que Gran Bretaña comerciara libremente con los productos que le vinieran bien.
Y una consecuencia más: China tuvo que dar pleno dominio a los británicos de la isla de Hong Kong durante 155 años. Seguro que muchos recuerdan aquel año de 1997, con infinidad de actos que ofrecieron todos los informativos cuando los británicos tuvieron que devolver Hong Kong a China. Ya habían pasado los 155 años y muchos, la inmensa mayoría, no tenía ni idea de que Reino Unido se hubiera quedado con la isla durante siglo y medio gracias a la droga; gracias al opio.
Pero si estamos hablando de la primera guerra del opio entre Gran Bretaña y China, está claro que, como mínimo, hubo otra más. Y es que en China se juntaron el hambre con las ganas de comer. Tras la primera guerra del opio, con la mitad de los chinos fumados, con la economía maltrecha, con el ejército deprimido porque no estaban acostumbrados a perder, con protestas sociales por todo el imperio, y con una tremenda crisis política porque el mundo había cambiado y los chinos andaban estancados en una maquinaria estatal tradicional y antigua, los británicos vieron la oportunidad de seguir apretando las tuercas para sacar más rendimiento.
Y como el resto del mundo estaba ojo avizor a ver qué pasaba, en cuanto vieron a China debilitada, también se presentaron en sus puertos diciendo ¿qué hay de lo mío? Estados Unidos y Francia fueron dos de las potencias que quisieron meter cuchara en el mercado chino.
China que no, y los demás que sí, y en 1856 se lio la segunda guerra del opio, quince años después de que hubiera terminado la primera.
Y también perdió China. Tuvo que firmar otro tratado con tan pésimas consecuencias como el primero. China era un perro flaco, y todo eran pulgas.
El país quedó tan debilitado que todo el que pasaba por ahí pegaba un mordisco. Japón, España, Portugal se unieron a franceses, estadounidenses y británicos para sacar tajada. Y todo gracias al opio.
Tiene guasa la cosa. Lo de plata o plomo no lo inventó Pablo Escobar. Antes ya dijeron los británicos eso de opio o plomo.

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.