La niña tenía nueve años y coleccionaba pedacitos de espejo roto. Iba
buscando siempre entre los desperdicios y las hierbas de los solares, y
en cuanto algo brillaba lo cogía y lo guardaba en aquel bolsillo con
visera y botón que llevaba a un lado del vestido. Alguna vez se cortaba
los dedos, pero no lloraba nunca, y volvía a su tarea.
Estaba siempre muy ocupada buscando estrellas caídas: cascotes verdes de
botella, pedacitos de hojalata, alfileres. El hombre sin piernas que
vendía piedras para mechero y cigarrillos sueltos lo sabía, y por eso a
veces le guardaba el papel de plata que forraba el interior de las
cajetillas. Luego, la niña pegaba todo aquello en la pared de su
barraca, al lado de la ventana. Así, al llegar la noche, cuando
encendían luz en la taberna de enfrente, toda su colección se ponía a
chispear con tantas tonalidades que la niña creyó conocer más colores
que nadie.
La niña tenía el cuerpo flaco, con las piernas y los brazos llenos de
arañazos. Iba despeinada, pero con una cinta roja alrededor de la
cabeza. Tenía un solo par de zapatos, demasiado grandes, y, a veces, al
correr, perdía uno. Vivía con el abuelo, en una sola habitación con un
hornillo, la ventana y los jergones para dormir.
El abuelo, amarillo y rugoso como un limón exprimido, siempre estaba
protestando por aquellos cascotes brillantes que ella traía a casa, y
decía que iba a tirarlo de nuevo al solar. Pero, alguna vez, cuando era
ya oscuro y les llegaba el resplandor de la taberna encendida, se
quedaba mirándolos. Seguramente pensaba que eran preciosos.
Ahora, hacía muchos días que el viejo estaba enfermo, con un catarro muy
fuerte, sin poder salir a la calle. No podían ir con el organillo, y se
pasaban las horas lamentándose de su mala suerte.
Todos los de la calle tenían lástima de ellos. Pero cada uno tenía sus
preocupaciones, y hasta sus enfermos. Aun así, algunos días, una mujer
que vivía allí al lado entraba y les barría el suelo o les encendía el
hornillo. Era buena, aunque gritaba demasiado y dijera que no comprendía
aquella colección de vidrios y papeles pegada a la pared. "¡Cuánta
basura!", decía.
Una vez llegaron tres señoras de parte de San Antonio, y les dieron
cincuenta pesetas y un frasco de jarabe para la tos. Una de ellas se
fijó en los tesoros de la niña y creyó que eran para adornar las
paredes, tan desnudas. Al día siguiente les enviaron un crucifijo para
que presidiera su jergón. Allí se quedó la cruz, en la pared, frente a
todos los chispazos de espejo roto. A la niña la inquietaba mucho, sobre
todo cuando se bebía a escondidas el jarabe del abuelo, que sabía a
menta y era dulcecito. También alguna mosca trepaba pared arriba, medio
atontada de frío, porque estaban en el mes de enero.
Una mañana en que la niña iba buscando estrellas, como siempre, vio dos
cachitos que relumbraban junto a la tapia del solar. Eran los ojos de un
gato, como espejos partidos. Se trataba de un gato muy feo y muy flaco,
que se puso a mayar como un recién nacido. La niña se agachó y vio que
estaba herido en una pata. Seguramente era una pedrada, y se había
quedado cojo. Tenía la piel rojiza y apolillada, y temblaba mucho. La
niña lo cogió y se lo llevó debajo del brazo.
El abuelo, al verlo, se enfadó mucho.
-¡Fuera con eso! - dijo, como siempre que ella traía algo nuevo.
La niña buscó una maderita y entablilló cuidadosamente la pata del gato.
Le puso vinagre en la herida y le hizo cosquillas en el cogote. Luego
pensó en ponerle un nombre.
Recordó que a veces pasaba frente a una casa muy grande que había tres
manzanas más arriba. Ella solía acercarse despacio a los barrotes de la
verja. Saltaba al jardín y trepaba a una de las ventanas bajas para
poder mirar el interior de las habitaciones. Eso la llenaba de
admiración, como cuando llegaba la luz de la taberna hasta sus estrellas
falsas. Pero no podría lograr nunca su propósito con tranquilidad,
porque había un perro enorme, llamado Fausto, que venía corriendo y
ladrando de tal modo que ella debía salir huyendo si no quería ver
sangrar sus tobillos. Acordándose de aquel enemigo, se le ocurrió
bautizar al gato con el mismo nombre.
-Te llamarás Fausto, gatito -le dijo. Y sin saber por qué, se sentía
confusamente vengada de tanto ladrido y persecución. ¡Si ella sólo
quería mirar, si sólo quería que le llegaran los resplandores ajenos
hasta sus trocitos de vidrio roto! Nadie lo comprendería nunca, como
nadie comprendía su cariño hacia Fausto, tan feo y tan poca cosa.
Desde aquel día el gato no se separó de la niña. Ella lo llevaba
siempre, enfermizo y tristón, bajo su brazo. Lo cuidaba mucho, y además
le buscaba de comer. El gato solía temblar. A veces, parecía que tosía.
Con el invierno, los días se hacían más duros. El viejo empezó a odiar a
Fausto y a decir que en cuanto pudiera levantarse lo mataría. Los
maullidos de Fausto le traían loco.
-¡Es que hay que fastidiarse! -decía el buen hombre, con voz afónica-.
Otros animales andan de aquí para allá buscándose su comida, y uno puede
tenerlos. ¡Pero eso! ¡Eso es lo más inútil y zángano que he visto! No
se atreve a nada, y, como tú lo tienes tan mal acostumbrado que le traes
los bocados a la boca y lo llevas siempre en brazos, está hecho un
enteco.
Apretándolo bajo su brazo, la niña lo miraba compasivamente. No era un
animal vulgar, no era como los otros. Siempre tenía frío y había sido
arrojado a un mundo más fuerte que él. ¿Qué culpa tenía de haber nacido
demasiado débil? ¿Qué culpa de haber nacido?
-La verdad es que es asqueroso.- dijo aquella buena mujer vecina, cuando
entró a ayudarles.- Tiene el pellejo hecho una criba y se le cuentan
las costillas. Yo creo que está tísico.
-¡Anda, tísico!-dijo la niña- ¡Como si fuera un hombre!
Una mañana, al fin, el abuelo se levantó carraspeando y salieron otra vez a alquilar el organillo.
Echaron a andar por aquellas calles estrechas y un poco azules, donde el
aire estaba lleno de humo de fritos. El abuelo iba renegando por el
gato.
-¡Échalo, échalo!-iba diciendo-No has de volver a casa con él, así que tú verás...
-Pues no-murmuraba la niña entre dientes, con dolor-Es tan bueno como tú o yo.
Iban muy despacio. El abuelo se había quedado muy débil y empujaba el
organillo con dificultad. Eso era malo. "El negocio está en ir muy
rápido", decía el viejo. A ese paso, ni siquiera amortizarían el
alquiler del organillo. Se paraban en una esquina y el viejo, con la
colilla del cigarrillo en la boca, empezaba a dar vueltas a la manivela.
La gente pasaba con prisa, indiferente. Un sol pálido empezaba a
calarlos.
-Anda y suelta a ese bicho -advirtió el viejo, amenazador.
La niña comprendió, al fin, que Fausto había perdido la partida. Lo
acarició con melancolía y lo dejó en el suelo. Luego, corrió a la otra
acera, pasando su platillo de aluminio con una súplica aprendida, sin
mirar atrás.
Ahora, tocaban una musiquilla que todo el mundo sabía y a casi nadie
gustaba. La niña tenía ganas de llorar y también de llenarse la boca de
azúcar. Iba pensando: "Llenarme la boca de cuadraditos de azúcar blanco y
duro, muchos cuadraditos de azúcar blanco. Y mascar, mascar. Que haga
por dentro ruido, así: cru, cru, cru. Y hasta parecer que se llenan de
azúcar las orejas." Un suspiro hondo le lleno el pecho. Alguien le dio
unos céntimos, y empezó a hacer ruido con ellos.
Después, se alejaron de allí. Empujaba el abuelo el organillo hacia otra
calle, todo lo deprisa que podía. La niña le siguió. Ya no hubiera
habido en el mundo azúcar suficiente para ella. No pudo remediarlo: miró
hacia atrás.
Allí venía Fausto. La seguía, naturalmente. La niña empezó a hacer más
ruido, más fuerte, con el platillo y los céntimos. Los ojos de Fausto
eran dos caramelos de menta. "Si no se da cuenta el abuelo, Fausto
vendrá, vendrá." De pronto se acordó de que los gatos no se pierden
nunca. Tuvo unas ganas grandes de reírse y de saltar, pero no lo hizo.
La niña sabía que no es bueno hacer grandes demostraciones, excepto
durante el trabajo.
Ahora se habían parado otra vez. Las orejas del abuelo, grandes y
transparentes, aparecían por encima de la bufanda. Las notas que
agujereaban el espacio eran estridentes, feas. Sin querer, le suspendían
a uno la respiración. La niña se mordió los dedos. Acababa de sentir en
sus piernas el roce suave de Fausto. Miró tímidamente al suelo: Fausto,
temblando, mayaba débilmente. Lo apartó con el pie, pero el gato no se
alejaba. Entonces, con sigilo, ella sacó el pie del zapato. Fausto
empezó a juguetear con los cordones. La niña se apartó de él.
El abuelo ya enfilaba hacia otra calle. El sol doraba ahora el borde de
la acera. Entraron en una calle estrecha. El viejo sopló en sus nudillos
y empezó a tocar.
No se había dado cuenta de que allí había un hombre con un acordeón. Era
un cojo, joven, con las cejas juntas. Le gritó que se callara, que
estaba él primero allí. El viejo, que se había quedado algo sordo con el
último catarro, no le oía o no le quería oír. Entonces, el del acordeón
se acercó, jurando. Era alto y robusto. La niña se quedó quiera,
mirándole.
El viejo y el del acordeón se pelearon.
-La calle es de todos- defendía el viejo. Los pies le dolían, y aún
tenía las piernas débiles y temblorosas. Quizás aún tenía fiebre, no se
sentía fuerte, y encima venían a echarle de allí, como a un perro.
Pero lo cierto es que el del acordeón había llegado primero. Estaba ya
allí cuando el abuelo entró en la calle con su organillo destemplado y
chillón. Tenía razón el cojo.
El abuelo no tuvo más remedio que empujar el organillo hacia otro lugar.
De pronto empezaron a caerle lágrimas por la nariz. Era ya muy viejo,
muchísimo, pensó la niña. La calle no era de todos, la calle no era de
nadie, se dijo. Sintió de nuevo grande deseos de comer azúcar, tanto
azúcar que no pudiera respirar.
De pronto el abuelo se sonó con fuerza y se volvió hacia ella:
-¿Por qué andas coja?
La niña se miró los pies. Sólo tenía un zapato.
-¿Dónde está el otro?
Ella se encojió de hombros. Pero al abuelo le parecía muy importante
encontrarlo. A veces se ponía tozudo como un borracho o un niño pequeño.
Volvieron atrás, buscándolo.
En la esquina aún estaba Fausto, frontándose contra el zapata y mayando suavemente.
Entonces el viejo tuvo un arrranque de rabia. Se acercó al gato y le dio
una soberbia patada. La niña se tapó los oídos, pero los ojos no los
pudo cerrar aunque quisiera, y vio cómo Fausto iba a parar muy lejos.
"Lo ha matado", pensó la niña. Se alejaron de prisa. La niña le ayudaba
ahora a empujar el organillo, con todas sus fuerzas. Ni siquiera
lloraba.
Pero el viejo estaba nervioso, destrozado. De repente se paró, y empezó a
gritar diciendo que ya era muy viejo, que ya no podía más. "!No puedo
con esa música, no puedo con ella!", decía. Y se tapaba las orejas con
las manos.
Luego se calmo. Se quedó quieto, respirando suave. Miró a la niña y dijo:
—Anda, vamos a entrar aquí.
Era una taberna muy pequeña, con los cristales empanados y llenos de
letras rojas y blancas. En el mostrador había bocadillos resecos y el
grifo de la pila goteaba: tic, tic, tic.
La luz, muy amarilla, estaba ya encendida, porque el sol iba escondiéndose detrás de las nubes y la calle se quedaba a oscuras.
Se sentaron a una mesa. El abuelo pidió un porrón de vino. Todos en la
taberna hablaban a un tiempo. El viejo compró pan y queso, y la niña lo
comió de prisa, hasta que sus mejillas ardieron. Luego, la niña apoyó la
cara en la mesa. Era un velador de mármol agrietado, y le helaba la
piel. ¡Qué pena tenia por Fausto! Pero, ya, aquella pena se estaba
confundiendo con una rabia cosquilleante. En aquel momento la puerta
chirrió, y entró el cojo del acordeón. Allí parecían conocerle todos. El
los vio y se acercó a su mesa.
—Hola, abuelo —dijo. Tenía la voz más amable. El viejo no le respondió y echó un buen trago.
El hombre cojo acerco una silla y se sentó a su lado. Sacó tabaco y le
ofreció Entonces el abuelo se frotó la nuca, aceptó y se pusieron a liar
sus pitillos en silencio.
El cojo arrancó a hablar, en un tono casi bajo, deferente. La niña levantó la cabeza y escuchó:
—Yo no tengo nada contra usted, abuelo —decía el del acordeón —. Pero a
cada uno lo que es de uno. Yo estaba allí primero. Donde esté yo, no
puede haber otro al mismo tiempo, ¿no?, ¿no es cierto? Ahora, fuera de
allí, pues tan amigos, ¿estamos?
El viejo asintió con la cabeza. Luego balbuceo:
—Es que soy algo duro de oído y no hace mucho que voy con el organillo.
Porque es que, ¿sabe usted?, antes, cuando vivía mi hija, la madre de
esta pequeña...
El del acordeón le atajo, sacudiendo las manos en el aire, como si
dijera: «No sigas, no sigas: conozco la historia.» Y empezó a dar
consejos: iban demasiado lentos. Si pudieran correr un poco más, y
abarcar más recorridos... Incluso sacó un trocito de lápiz y, en el
mismo mármol, empezó a dibujar un plano de calles con el itinerario que
debía seguir.
Alguien empujó un vaso, que se hizo añicos contra el suelo. La niña
saltó de la silla y se puso a recoger los vidrios rotos. «¡Chiquita, que
te vas a cortar!», le dijeron. Pero ella no hizo caso. El abuelo y el
hombre del acordeón estaban enfrascados en sus planos y no la miraban.
Cuidadosamente, ella colocó los pedazos de vidrio en su bolsillo,
mientras el recuerdo de Fausto la calaba tanto, tanto, que un ahogo
irremediable le oprimía la garganta.
—«¿Y si no esta muerto? —pensaba—. ¿Y si no esta muerto? ¡Pobre Fausto!»
Seguramente no sabría que hacer, abandonado, solo, sin fuerzas para vivir. Volvió a tener ganas de llorar.
De nuevo, un hombre entró en la taberna, con una bocanada de frío. Sin
pensarlo mas, la niña se escurrió afuera por la puerta abierta.
Paso una calle, otra y otra. Allí, en aquella esquina había sido.
Efectivamente: Fausto estaba allí, pegado contra la pared y mirando
tristemente. La niña se agachó hacia él, lo cogió en brazos y, juntos,
vagaron. Iba ahora dominada por una honda amargura, una precoz amargura
que se le endurecía y enconaba en el corazón. Iba andando muy pegada a
la pared.
Entonces les llegó a la nariz un aroma caliente, casi palpable. Se
acercó despacio. Procedía de unas ventanas bajas, y se asomaron. Eran
las grandes cocinas de un colegio. La niña miró a través de los barrotes
de las ventanas. Fausto también miraba. Todo parecía como desdibujado
en una atmosfera de humo y hervores. ¡Qué grato calorcito había allí
dentro! Les llegaba aroma a pan, a otras mil cosas confortablemente
cotidianas, pero extraordinarias para ellos dos. El vaho tibio y dorado
les hacía cerrar los ojos. El suelo de la cocina parecía un gigantesco
tablero de ajedrez. Había grandes cacharros de aluminio, que parecían
hervir muy enfadados. Veían los pies de las criadas, sus zapatos negros y
el borde de sus amplias faldas azules. La niña acarició el cuello de
Fausto distraídamente. En las mesas de mármol había cosas apetitosas
para Fausto, y al alcance de Fausto.
De pronto, la niña se agachó al oído de Fausto:
—Anda, hombre —le dijo—. Entra ahí. Yo no puedo ir siempre ayudándote. Tú tienes que aprender a ir solo.
Fausto, mayó débilmente, y entonces ella se puso furiosa. Lo dejó
bruscamente en el antepecho, pegándole las narices a los barrotes.
— ¡Maldito holgazán! —le dijo—. ¡Ya te enseñaré yo!
¿Crees que voy a vivir siempre para ir ayudándote? ¡Pues no, pues no! ¡Entra ahí y búscate comida!
Pero Fausto bostezó largamente, encorvo el lomo y después se golpeó el hocico con la zarpa.
—Mira —dijo la niña—. Mira ese... ¿Por qué no haces como él, como todos?
Dentro de la cocina, debajo de una silla, dormitaba un gato grande y
negro, reluciente. Era un gato bien alimentado y, a todas luces,
honrado. Ninguna criada lo echaba de la cocina. El gato cumplía su
cometido, con seguridad, y por eso se le admitía y toleraba.
La niña empujó a Fausto.
—Entra ahí — le dijo-—. Entra y aprende de ese.
Lo empujó de tal modo que al fin Fausto cayó dentro. La niña se tapó los ojos. Luego volvió a mirar, despacito.
Lenta, sigilosamente, Fausto se acercaba a un plato que había en un
rincón, con el residuo de la comida del gran gato. El corazón de la niña
se puso a golpear de alegría.
De nuevo, todo se derrumbó. El gato grande, despertándose, dio un fuerte
bufido y se abalanzó sobre Fausto. ¡Ah, malvado egoísta! En el plato
sobraba comida, pero no quería ceder a nadie ni una migaja de lo ganado
por el. La niña vio como Fausto huía, corriendo desesperadamente en
busca de la puerta. Iba lleno de terror. Pero la niña se dio cuenta de
que el gato grande no iba a hacerle daño. Sólo le echaba a zarpazos y
rugidos. Eran como el abuelo y el cojo, poco más o menos.
Aplastándose contra el suelo, Fausto salió al fin por debajo de la
puerta. La niña dio la vuelta a la esquina de la casa, buscando aquella
salida.
Fausto salió como llorando. Había surgido el sol de tras las nubes y,
pálidamente, alumbró su piel, que aparecía apolillada y casi muerta.
Allí había un solar. La niña se sentó junto a la tapia. Empezó a
juguetear con la tierra. Tímidamente, Fausto se acercó, como si ya
comprendiera que las cosas habían cambiado. No mayaba para que lo
cogieran en brazos. Se arrebujó a un lado y sus párpados empezaron a
temblar bajo los rayos leves, tibios.
Así estuvieron un rato. Al fin la puerta de la cocina giró lentamente, y
el gran gato honrado y trabajador salió también. Iba igualmente a
solazarse, aprovechando los rayos invernales. Se sentó, un poco
apartado, con la cola enroscada en torno, atusando sus bigotes con
envidiable negligencia. Todo el parecía despedir un hálito de
reconfortante bienestar, de vida asegurada. «Debería fumar un puro, como
don Paco», pensó la niña. Todo el recordaba a don Paco, el dueño del
almacén, cuando después de comer salía de su casa, colorado y con los
ojos chiquitines, a tomar café en el bar de la esquina.
De pronto, el gato grande miro a Fausto. A la niña le pareció descubrir
en su mirada la misma expresión que cuando a don Paco le regalaba a ella
los terrones de azúcar. Largo rato, muy largo rato, el gato negro miro a
Fausto. Y de repente la niña recordó la voz del cojo: «Hola, abuelo...
Yo no tengo nada contra usted, pero yo estaba ahí primero. Donde yo
esté, no puede haber otro al mismo tiempo.» Era justo. La niña empezó a
comprenderlo así. Ahora, casi lloraría de rabia. «¡Claro esta! — pensó
—. El caza ratas en la despensa, y a cambio de eso le alimentan y le
quieren. »
Sintió entonces que debia dar a Fausto su última oportunidad. Recordó
que allí cerca había una vieja capilla. A veces el sacerdote le había
dado una estampa: se acordaba. Ella oyó una vez que en la sacristía
había muchas ratas. Unas ratas grandes y repugnantes que se comían la
cera de las velas.
Con gesto rápido volvió a tomar a Fausto en brazos y echó a correr.
Cuando encontró la capilla se dio cuenta de cuanto había corrido. Notaba
como si le clavasen alfileres en las piernas, y apenas podía hablar.
Dentro, todo estaba oscuro.
De puntillas, fue a la sacristía. El sacerdote estaba allí, de espaldas, buscando algo en el cajón. Se le acercó.
— ¿Qué quieres, niña? —le dijo.
Ella entonces se explicó como pudo. Al principio él no la entendía, y creía que iba a venderle a Fausto,
—No, no — le dijo —. Tengo ya dos gatos. Una pareja muy bonita, y mucho mejor que ese tuyo.
Pero no: si es que yo se lo doy, se lo regalo, para que lo tenga, para que cace ratones y usted, a cambio, le de de comer.
El cura se quedó pensativo. Luego sonrío débilmente. Era un hombre
delgado y pálido, con una mancha como una fresa en la mejilla.
—Bueno — le dijo —, déjalo.
Le dio la mano para que se la besase. La niña dejo a Fausto en el suelo y
cerró la puerta de prisa, para que no pudiera seguirla. Volvió a salir y
a cruzar la nave, de puntillas. Al llegar a la calle echó a correr como
si la persiguiese una jauría.
No quería volver con el abuelo. La regañaría. Esperaría que se hiciera
de noche, para volver a la barraca y acostarse. Estaba muy cansada.
Tenia un gran peso en el pecho y un gran vacío en el estomago. Se fue al
solar, se tendió junto a la tapia y cerró los ojos, encogiéndose dentro
del vestido. Las mangas le venían un poco cortas, y se apretaba las
muñecas con los dedos.
Cuando despertó, ya hacia frío y no quedaba ni un pedacito de sol en el
suelo. Se froto los brazos y golpeó con los pies la tierra.
Súbitamente, la hirió el recuerdo de Fausto.
«Ya es como todos, como todos», pensó. Y empezó a vagar despacio, con melancolía.
Sin saber cómo, sin querer, se encontró de nuevo frente a la capilla. Sin pensarlo, entro y buscó al sacerdote.
No estaba. En cambio, en la sacristía, había un hombrecito muy feo, raspando la cera pegada a los candelabros.
— ¿Qué quieres? —le dijo. Ella explicó:
—He traído un gatito rojo para cazar ratas, ¿puedo verlo? Los dos hablaban en voz muy baja.
— ¡Ah, ya! —dijo el hombre—. ¿Conque es tuyo el bicho? ¡Vaya gran cosa!,
-¿Sabes cómo lo encontré? Jugaba con un ratón. Tenía un ratón subido al
lomo y jugaba con él.
Fausto asomó entonces por debajo de una silla su cara triste y
resignada. La niña lo miró en silencio, fijamente. El hombre añadió:
—Lo mejor que puedes hacer es ahogarlo. No sirve para maldita la cosa.
Ni siquiera es bonito. Mátalo, y dejara de sufrir, porque está muy
enfermo.
—No —empezó a decir ella. Pero luego bajo la cabeza en silencio.
— ¿Pues qué quieres? Llévatelo de aquí. Si no, yo lo mataré.
La niña no se movía. Una fina arruga aparecía entre sus cejas, y
apretaba los labios. Su boca era una rayita blanca. Miraba a Fausto.
Luego dio media vuelta. Fausto la seguía con la cabeza baja.
Cuando cruzaron la nave, alguien entró en la capilla, y una ráfaga de
viento se coló por la puerta, haciendo temblar las llamas de las velas.
Afuera, la niña se sentó en el bordillo de la acera. Fausto se echó a sus pies.
La niña se quitó la cinta del pelo y se la puso al gato alrededor del
cuello. Se levantó, se apartó un poco y lo miró con ojos críticos:
—No. Ni siquiera eres bonito. Nadie te comprará.
Fausto, de pronto, había dejado de temblar. Sus ojos brillaban,
brillaban. Pero ya no parecían estrellas. Ningún cascote de botella
parece un lucero. Sólo brillaban en el cielo, y muy lejos, demasiado
lejos. Y, tal vez –ya estaba ella casi segura de eso-, al mirarlas de
cerca, las estrellas también deben de resultar muy diferentes.
La niña cogió a Fausto por las patas de atrás y le golpeo la cabeza
contra el bordillo de la acera. Fausto tosió por última vez. Y, ésta, sí
que parecía un hombre.
Lo dejó cuidadosamente tendido en el charquito rojo, que poco a poco, se
agrandaba bajo su cabeza rota. Los ojos de Fausto se apagaron…
La niña volvió a la barraca. El abuelo ya había vuelto y estaba contando el dinero. La niña le miró desde la puerta.
—Entra ya, vagabunda —dijo él. Tosía. Volvía a toser.
La niña obedeció, aunque sin dejar de mirarle muy fijo. Al fin le preguntó: — ¿Han salido las cuentas, abuelo?
—No...¡No y no! ¿Quieres saberlo, verdad? ¡Pues no he sacado ni la mitad del alquiler, conque... !
La niña se quito el vestido y los zapatos. El pelo, libre ya de la
cinta, le caía ahora por la frente y se le metía en los ojos. Se echó en
el jergón y se tapó con la manta. La luz de la taberna de enfrente
brillaba. Alguien, dentro, estaba cantando, dando voces. En la calle
resonaban las pisadas de los que iban y de los que venían. La niña
miraba al techo, que estaba oscuro y demasiado cerca. Pensaba que
también ellos debían de tener una lámpara.
—Abuelo —dijo de pronto—, he matado a Fausto. No servía para nada.
El viejo levantó la cabeza y abrió la boca. Un extraño miedo llegó hasta
él. Un miedo como viento, como temblar de cirios, como voces sin eco.
Sus huesos se hacían rígidos, inmóviles. Tenía la piel como la de
muerto. La niña prosiguió, con su vocecita clara y fría:
—Abuelo, apuesto algo a que te vas a morir muy pronto...
Bostezaba y daba la vuelta hacia la pared. Casi lo decía en sueños.
Quizá ni siquiera lo había dicho. Uno de los brazos de niña, flaco y
tostado, brillaba suavemente, como los cascotes de la pared.
Bruscamente, el viejo empezó a llorar. En los dos puños apretaba
fuertemente toda la calderilla que estaba contando. Buscó con la mirada
aquella cruz que estaba quieta, muda en la pared. Y estalló en un
hervidero de lamentaciones y de lágrimas por el pobre Fausto.
Pero la niña se dormía ya. La gente de la taberna bebía, voceaba. Muchas
pisadas iban y venían por la calle. Y nadie le oía ni le hacía caso.
lunes, 14 de julio de 2014
miércoles, 2 de julio de 2014
El soldado. Marcio Veloz Maggiolo. Microrrelato.
Había
perdido en la guerra brazos y piernas. Y allí estaba, colocado dentro de una bolsa
con sólo la cabeza fuera. Los del hospital para veteranos le compadecían,
mientras él, en su bolsa, pendía del techo y oscilaba como un péndulo medidor
de tragedias. Pidió que lo declarasen muerto y su familia recibió, un mal día,
el telegrama del Army: "Sargento James Tracy, Vietnam. Murió en
combate".
El padre lloró amargamente y pensó para sí: "Hubiera yo preferido parirlo sin brazos ni piernas; así jamás habría tenido que ir a un campo de batalla".
El padre lloró amargamente y pensó para sí: "Hubiera yo preferido parirlo sin brazos ni piernas; así jamás habría tenido que ir a un campo de batalla".
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