Cuando las luces de la
biblioteca se apagan, algunas novelas eróticas se despojan de sus
tapas y se entregan a una orgía de tintas y papel.
Al
día siguiente algunas historias son distintas, y al poco, pequeños
libros sospechosamente parecidos a otros más viejos, aparecen en los
anaqueles.
lunes, 30 de noviembre de 2020
Entre tejuelos. Antonia García Lago.
domingo, 29 de noviembre de 2020
Quedarse atrás. Ken Liu.
Tras la Singularidad, la mayoría de la gente eligió morir.
Los muertos nos
tenían lástima y se referían a nosotros como «los que hemos
dejado atrás», como si fuéramos unos pobres desgraciados que no
hubieran podido llegar a tiempo a una balsa salvavidas. Eran
incapaces de comprender que realmente hubiéramos podido elegir
quedarnos atrás. Y por eso, año tras año, implacablemente,
intentaban robarnos a nuestros hijos.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Yo nací en el Año
Cero de la Singularidad, cuando el primer hombre fue transferido a
una máquina. El Papa condenó al «Adán digital»; la élite de la
comunidad online lo celebró; y todos los demás se esforzaron por
asimilar el nuevo mundo.
«Siempre hemos
querido vivir eternamente —declaró Adam Ever, fundador de la
empresa Everlasting, y el primero que se marchó. Una grabación con
su mensaje fue retransmitida por internet—. Y ahora podemos».
Mientras Everlasting
construía su inmenso centro de datos en Svalbard, las naciones del
mundo se esforzaban por decidir si las transferencias que se
realizaban en ese lugar eran asesinatos. Detrás de cada hombre que
era transferido quedaba un cuerpo sin vida, con el cerebro convertido
en una masa amorfa y sanguinolenta tras el destructivo procedimiento
de escaneo. Pero ¿qué es lo que en realidad sucedía con esa
persona?, ¿con su esencia?, ¿con su, a falta de una mejor palabra,
alma?
¿Se había
convertido en una inteligencia artificial?, ¿o seguía siendo en
cierta forma humano, con el silicio y el grafeno encargándose de
ejecutar las funciones neuronales? ¿Se trataba simplemente de una
actualización del hardware de la conciencia?, ¿o se había
convertido en un mero algoritmo, en una imitación mecánica del
libre albedrío?
Los ancianos y los
enfermos terminales fueron los primeros. Era muy caro. Más adelante,
a medida que el precio de admisión fue abaratándose, cientos, miles
y luego millones se pusieron en la cola.
—Hagámoslo
—propuso mi padre, cuando yo iba al instituto.
Para entonces, el
caos se estaba apoderando del mundo. La mitad del país se había
quedado despoblado. Los precios de las materias primas habían caído
en picado. En todas partes estaba presente el fantasma de la guerra o
la guerra misma: conquistas, reconquistas, matanzas sin fin. Los que
se lo podían permitir se marchaban a Svalbard en el primer vuelo
disponible. La humanidad estaba abandonando el mundo y destruyéndose.
Mi madre alargó la
mano y cogió la de mi padre.
—No —dijo—.
Creen que pueden engañar a la muerte, pero en realidad murieron en
el instante en que decidieron cambiar el mundo real por una
simulación. Mientras haya pecado, debe haber muerte. Es lo que hace
que la vida tenga sentido.
Mi madre era
católica, y aunque no era practicante anhelaba la certeza de la
Iglesia; a mí su teología siempre me había parecido un tanto
inconsistente. No obstante, estaba convencida de que había una
manera correcta de vivir y una manera correcta de morir.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Mientras Lucy está
en el colegio, Carol y yo registramos su cuarto. Carol busca en el
armario folletos, libros y otros objetos que demuestren que se
relaciona con los muertos. Yo me conecto a su ordenador.
Lucy es tozuda, pero
responsable. Desde que era pequeña le vengo diciendo que debe
prepararse para resistir las tentaciones de los muertos. Solo ella
puede garantizar la continuidad de nuestro modo de vida en este mundo
abandonado. Lucy me escucha y mueve la cabeza afirmativamente.
Quiero confiar en
ella.
Sin embargo, los
muertos utilizaban la propaganda de manera muy inteligente. Al
principio acostumbraban a enviar unos aviones metálicos grises,
pilotados por control remoto, que sobrevolaban nuestras ciudades
lanzando octavillas con mensajes supuestamente enviados por nuestros
seres queridos. Nosotros quemábamos las octavillas y disparábamos a
los aviones, que, finalmente, dejaron de venir.
Luego intentaron
llegar hasta nosotros utilizando las conexiones inalámbricas entre
las ciudades: la cuerda de salvamento electrónica a la que nos
aferrábamos los que nos habíamos quedado atrás, que evitaba que
nuestras menguantes comunidades quedaran completamente aisladas las
unas de las otras. Esto nos obligaba a vigilar atentamente las redes,
en busca de sus insidiosos zarcillos, que no dejaban de intentar
colarse por cualquier fisura.
En estos últimos
tiempos, están volcando sus esfuerzos en los niños. Es posible que
los muertos finalmente nos hayan dado por perdidos a los adultos,
pero están intentando atrapar a la siguiente generación, a nuestro
futuro. Mi obligación como padre es proteger a Lucy de aquello que
todavía no entiende.
El ordenador arranca
lentamente. Es un milagro que haya conseguido mantenerlo funcionando
durante tanto tiempo, muchos más años de los que su fabricante
contaba con que aguantara. Le he cambiado todos los componentes, y,
algunos, unas cuantas veces.
Busco la lista de
los ficheros que Lucy ha creado o modificado recientemente, los
correos que ha recibido, las páginas web que ha visitado. En su
mayoría son trabajos para el colegio y cháchara inocente con sus
amigos. La exigua red que une los distintos asentamientos va
menguando día a día. Con toda la gente que va muriendo cada año, o
que simplemente se rinde, resulta difícil mantener el suministro
eléctrico y la capacidad operativa de las torres de radio que
conectan las ciudades. Antes podíamos comunicarnos con amigos que
vivían en lugares tan alejados como San Francisco, con los paquetes
de datos saltando por las ciudades intermedias como si estas formaran
un camino de piedras a través de un estanque. Pero ahora los
ordenadores accesibles desde aquí ya no alcanzan ni el millar, y
ninguno está más allá de Maine. Llegará un día en que ya no
podremos encontrar las piezas necesarias para mantener los
ordenadores funcionando, y entonces la regresión hacia el pasado
será todavía mayor.
Carol ya ha
terminado con su registro. Se sienta en la cama de Lucy y me mira.
—Has acabado
rápido —comento.
—Nunca vamos a
encontrar nada —responde con un encogimiento de hombros—. Si
confía en nosotros, nos lo contará; pero si no, no encontraremos lo
que quiera esconder.
No es la primera vez
que noto en estos últimos tiempos que Carol tiene este tipo de
sentimientos fatalistas. Es como si se estuviera cansando, como si ya
no estuviera tan entregada a la causa. Continuamente me descubro
esforzándome por reavivar su fe.
—Lucy todavía es
joven, demasiado joven para entender a qué tendría que renunciar a
cambio de las falsas promesas de los muertos —le digo—. Sé que
odias estos registros, pero estamos intentando salvarle la vida.
Carol me mira, y
finalmente suspira y asiente con la cabeza.
Compruebo los
ficheros de imágenes por si hay información oculta, y el disco, en
busca de ficheros borrados que podrían contener códigos secretos.
Examino las páginas web, buscando las palabras clave que ofrecen
falsas promesas.
Suspiro con alivio.
Está limpia.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
No me hace demasiada
gracia tener que salir de Lowell en estos tiempos. Más allá de
nuestra cerca, el mundo se está volviendo cada vez más duro y
peligroso. Los osos han regresado al este de Massachusetts. El bosque
se vuelve más denso y se acerca más al límite de la ciudad año
tras año. Y también hay quien asegura haber visto lobos rondando
por los bosques.
Hace un año, Brad
Lee y yo tuvimos que ir a Boston para buscar piezas de recambio para
el generador de la ciudad, que está alojado en el antiguo molino a
orillas del río Merrimac. Llevamos escopetas, como protección tanto
frente a los animales como frente a los vándalos que todavía
correteaban por entre las ruinas urbanas alimentándose con las
últimas latas de comida. El pavimento de la avenida de
Massachusetts, desierta desde hace treinta años, estaba lleno de
grietas por las que asomaban matas de hierbas y arbustos. Los duros
inviernos de Nueva Inglaterra, con el agua que se filtra y el hielo
que se cuela por todas partes, habían ido desconchando los altos
edificios que nos rodeaban, y sus esqueletos sin ventanas se estaban
deteriorando y desmoronando a falta de calor artificial y de un
mantenimiento regular.
Al doblar una
esquina en el centro de la ciudad, sorprendimos a dos personas
acurrucadas alrededor de una hoguera, alimentándola con libros y
papeles que habían cogido de una librería cercana. Incluso los
vándalos necesitaban calor, y es posible que también estuvieran
disfrutando destruyendo los restos de la civilización.
Los dos se
agazaparon y nos gruñeron, pero no hicieron movimiento alguno cuando
Brad y yo les apuntamos con nuestras escopetas. Me acuerdo de lo
delgados que tenían los brazos y piernas, de sus rostros sucios, los
ojos inyectados de sangre y llenos de odio y terror. Pero sobre todo
me acuerdo de sus rostros llenos de arrugas y de su cabello blanco.
«Hasta los vándalos están envejeciendo —pensé—. Y ellos no
tienen hijos».
Brad y yo
retrocedimos cautelosamente. Me alegré de no haber tenido que matar
a nadie.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Durante el verano en
que yo tenía ocho años y Laura once, mis padres nos llevaron de
viaje por Arizona, Nuevo México y Texas. Viajamos en coche por
viejas autovías y carreteras secundarias, una gira por la belleza
monumental de los desiertos del oeste del país, llenos de
nostálgicas y desoladas ciudades fantasma.
Cuando pasábamos
por las reservas indias (de los navajo, los zuni, los acoma, los
laguna), mi madre quería parar en todas las tiendas que había junto
a la carretera para admirar la cerámica tradicional. Laura y yo
recorríamos los pasillos con pies de plomo, con cuidado para no
romper nada.
Ya de vuelta en el
coche, mi madre me dejó coger una cazuelita que había comprado. Le
di vueltas una y otra vez entre mis manos, examinando la tosca
superficie blanca, los nítidos y pulcros diseños geométricos
negros, y la marcada silueta del flautista acuclillado con plumas
sobresaliéndole por detrás de la cabeza.
—Increíble,
¿verdad? —dijo mi madre—. No está hecha con un torno de
alfarero. La mujer la fue modelando a mano, utilizando las técnicas
que han ido pasando de generación en generación en su familia.
Incluso sacó la arcilla de los mismos lugares de donde la sacaba su
abuela. Está manteniendo viva una antigua tradición, un modo de
vida.
De pronto, la
cazuela se volvió pesada entre mis manos, como si pudiera notar el
peso de la memoria de esas generaciones.
—Todo eso no es
más que un cuento para vender más —intervino mi padre, mirándome
por el espejo retrovisor—, pero sería todavía más triste si
fuera verdad. Si haces las cosas exactamente igual que tus
antepasados, entonces tu modo de vida está muerto y te has
convertido en un fósil, en un espectáculo para entretener a los
turistas.
—Esa mujer no
estaba actuando —dijo mi madre—. No te das cuenta de qué es lo
que realmente importa en la vida, de a qué merece la pena aferrarse.
No solo es el progreso lo que nos hace humanos. Eres igual que esos
fanáticos de la Singularidad.
—Por favor, no
sigan discutiendo —interrumpió Laura—. Vamos al hotel a
sentarnos en la piscina.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Jack, el hijo de
Brad, está en la puerta. Se le nota cohibido e incómodo, a pesar de
que lleva meses viniendo a nuestra casa. Lo conozco desde que era un
bebé, como a todos los otros chiquillos del pueblo. Quedan tan
pocos… El instituto, instalado en la vieja Whistler House, tan solo
tiene doce alumnos.
—Hola —masculla
mirando el suelo—. Lucy y yo tenemos que seguir con el trabajo.
Me aparto para
dejarle que pase camino de las escaleras que llevan a la habitación
de Lucy.
No necesito
recordarle las reglas: la puerta del cuarto abierta, y en todo
momento al menos tres de sus cuatro pies sobre la alfombra. Les oigo
charlar, sin alcanzar a entender lo que dicen, y reírse de vez en
cuando.
Su noviazgo se
caracteriza por una cierta inocencia que no se daba en mi juventud.
Sin la televisión y la verdadera internet con su bombardeo de
sexualidad cínica, los niños pueden seguir siendo niños durante
más tiempo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Hacia el final, ya
no quedaban demasiados médicos. Los que quisimos quedarnos atrás
nos agrupamos en pequeñas comunidades, colocando las carretas en
círculo como defensa contra las cuadrillas de vándalos que
merodeaban y se entregaban a los placeres de la carne mientras los
transferidos iban dejando atrás el mundo físico. Yo nunca llegué a
terminar mis estudios universitarios.
La enfermedad fue
consumiendo a mi madre durante meses. Estaba postrada en la cama,
debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia, con el cuerpo
atiborrado de drogas para aliviarle los dolores. Nos turnábamos para
sentarnos a su lado y cogerle la mano. Cuando tenía días buenos,
lapsos pasajeros de lucidez, solo teníamos un tema de conversación.
—No —decía mi
madre entre jadeos—. Tienen que prometérmelo. Es importante. He
vivido una vida de verdad y moriré una muerte de verdad. De ningún
modo me convertiré en una grabación. Hay cosas peores que la
muerte.
—Si te
transfieres, seguirás pudiendo elegir —le explicaba mi padre—.
Pueden suspender tu conciencia, o incluso borrarla, si cuando lo
hayas probado no te gusta. Pero si no te transfieres, te irás para
siempre. No podrás arrepentirte ni volver atrás.
—Si hago lo que tú
quieres también me iré para siempre —le rebatía ella—. No hay
forma de regresar aquí, al mundo real. De ningún modo me van a
reproducir con un montón de electrones.
—Déjalo, por
favor —le rogaba Laura a mi padre—. Estás haciéndola sufrir.
¿Por qué no puedes dejarla tranquila?
Los momentos de
lucidez de mi madre se fueron espaciando cada vez más.
Y entonces, aquella
noche: el ruido de la puerta principal despertándome al cerrarse, la
lanzadera en el jardín cuando miré por la ventana, la precipitada
carrera escaleras abajo.
Estaban llevando a
mi madre a la lanzadera en una camilla. Mi padre estaba junto a la
puerta del vehículo gris poco mayor que una furgoneta, «EVERLASTING»
pintado en el lateral.
—¡Deténganse!
—grité por encima del ruido de los motores de la lanzadera.
—No hay tiempo
—dijo mi padre. Tenía los ojos inyectados de sangre. Llevaba
varios días sin dormir. Todos llevábamos varios días sin dormir—.
Tienen que hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. No puedo
perderla.
Forcejeamos. Me
sujetó con un fuerte abrazo y me derribó.
—¡Es su elección,
no la tuya! —le grité al oído. Se limitó a sujetarme con más
fuerza y yo luché intentando liberarme—. ¡Laura, detenlos!
Laura se tapó los
ojos.
—¡Dejen de
pelearse los dos! Ella no hubiera querido que pelearan.
La odié por hablar
como si mamá ya se hubiera ido.
La lanzadera cerró
la puerta y se elevó por el aire.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Papá se marchó a
Svalbard dos días más tarde. Me negué a hablar con él hasta el
último momento.
—Ahora voy a
reunirme con ella —dijo—. Vengan en cuanto puedan.
—Tú la mataste
—le espeté. Mis palabras lo sobresaltaron, y eso me alegró.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Jack le ha pedido a
Lucy que sea su pareja en el baile de graduación. Me alegra que los
chicos hayan decidido celebrarlo. Demuestra que se toman en serio lo
de mantener vivas las tradiciones e historias que les han contado sus
padres, las leyendas de un mundo que solo han experimentado de manera
indirecta, a través de videos viejos y fotos antiguas.
Luchamos por
mantener lo que podemos de nuestra vida pretérita: representamos
añejas obras de teatro, leemos libros viejos, celebramos las fiestas
de antes, cantamos canciones tradicionales. Habíamos tenido que
renunciar a muchísimas cosas. Las viejas recetas habían tenido que
ser adaptadas a nuestros limitados ingredientes; las viejas
esperanzas se habían reajustado para encajar dentro de unos
horizontes más limitados. Pero cada una de estas penurias también
ha hecho que los miembros de la comunidad nos unamos más, nos
aferremos con más fuerza a nuestras tradiciones.
Lucy quiere hacerse
el vestido ella misma. Carol le sugiere que antes eche un vistazo a
sus vestidos viejos.
—Tengo algunos
vestidos de gala de cuando era solo un poco mayor que tú.
Lucy no está
interesada.
—Son viejos —dice.
—Son clásicos —le
digo yo.
Pero Lucy es
inflexible. Trocea algunos de sus vestidos viejos, unas cortinas,
unos manteles encontrados por ahí, y hace cambalaches con las otras
chicas, cambiándolos por retales de diversos tejidos: seda, gasa,
tafetán, encaje, algodón… Hojea las revistas viejas de Carol, en
busca de inspiración.
Lucy es buena
costurera, mucho mejor que Carol. Todos los chicos son de lo más
competente en artes que en el mundo en que yo crecí desde hacía
tiempo se consideraban obsoletas: las labores de punto, la talla de
madera, los trabajos agrícolas, la caza… Carol y yo tuvimos que
redescubrir y aprender todo esto en los libros cuando ya éramos
adultos, para adaptarnos a un mundo que repentinamente había
cambiado. Pero los chicos no han conocido otra cosa. Son los nativos
de esta civilización.
Todos los
estudiantes del instituto han pasado estos últimos meses
investigando en el Museo de Historia Textil, estudiando la
posibilidad de que tejamos nuestras propias telas, preparándose para
cuando llegue el momento en que ya no queden tejidos aprovechables
que puedan recuperarse de las ruinas de las ciudades en
desintegración. En cierta manera resulta bastante pertinente:
Lowell, que en el pasado creció apoyándose en la industria textil,
debe ahora, durante nuestro lento retroceso por la curva tecnológica,
redescubrir esas artes perdidas.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Una semana después
de que nuestro padre se fuera, recibimos un correo electrónico de
nuestra madre.
Estaba equivocada.
A veces siento
nostalgia y tristeza. Los echo de menos a ustedes, hijos míos, y al
mundo que hemos dejado atrás. Pero la mayor parte del tiempo me
siento eufórica, y, con frecuencia, incrédula.
Somos cientos de
millones los que estamos aquí, pero no estamos hacinados. En esta
casa hay innumerables moradas. Cada mente habita en su propio mundo,
y cada uno de nosotros dispone de espacio infinito y tiempo infinito.
¿Cómo puedo
explicárselos? Solo puedo utilizar las mismas palabras que tantos
otros ya han utilizado. En mi antigua existencia, sentía la vida,
pero débilmente y a distancia, mitigada por el cuerpo, que me ataba,
me constreñía. Pero ahora soy libre, un alma desnuda expuesta a la
pleamar de la vida eterna.
¿Cómo se va a
poder comparar una conversación con su padre con la intimidad de la
comunicación directa entre nuestras psiques? ¿Acaso se puede
comparar el oírle hablar de cuánto me amaba y el sentir realmente
su amor? Comprender de verdad a otra persona, experimentar la textura
de su mente… es algo maravilloso.
Me dicen que esta
sensación se llama hiperrealidad, pero me da igual cómo se llame.
Me equivocaba al aferrarme con tanta fuerza a la comodidad de una
vieja cáscara hecha de carne y sangre. Los seres humanos, los de
verdad, siempre hemos estado formados por estructuras de electrones
que caían como cascadas por el abismo, la nada entre los átomos.
¿Qué más da si esos electrones se encuentran en un cerebro o en
chips de silicio?
La vida es sagrada y
eterna, pero nuestro antiguo modo de vida era insostenible. Le
exigíamos demasiado a nuestro planeta, exigíamos demasiados
sacrificios al resto de seres vivos. Antes pensaba que era un aspecto
inevitable de nuestra existencia, pero no es así. Ahora, con los
petroleros encallados, los coches y camiones inmóviles, los campos
sin cultivar y las fábricas mudas, ese mundo vivo, que casi habíamos
extinguido, volverá.
La humanidad no es
el cáncer del planeta. Tan solo necesitamos trascender las
necesidades de nuestros ineficientes cuerpos, máquinas que ya no son
adecuadas para su función. ¿Cuántas conciencias vivirán ahora en
este nuevo mundo, criaturas puro espíritu eléctrico y pensamiento
ingrávido? No hay límites.
Vengan a reuniros
con nosotros. Nos morimos de ganas de volver a abrazarlos.
Mamá
Laura lloró
mientras lo leía, pero yo no sentí nada. No era mi madre quien
hablaba. Mi verdadera madre sabía que lo que importaba de verdad en
la vida era la autenticidad de esta existencia chapucera; el anhelo
constante de la intimidad con otro ser, por imperfecta que pueda ser
la comprensión entre ambos; el dolor y sufrimiento de nuestra carne.
Ella me había
enseñado que nuestra mortalidad es lo que nos hace humanos. El
tiempo limitado que se nos concede a cada uno de nosotros es lo que
le otorga un valor a nuestros actos. Morimos para dejar nuestro lugar
a nuestros hijos, y a través de ellos una parte de nosotros continúa
viviendo, en lo que es la única forma verdadera de inmortalidad.
Y es este mundo, el
mundo en el que nos corresponde vivir, lo que nos amarra y requiere
nuestra presencia, no los paisajes imaginarios de una ilusión
computarizada.
El correo era un
remedo de mi madre, una grabación propagandística, un señuelo para
hacernos caer en el nihilismo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Carol y yo nos
conocimos en una de mis primeras expediciones en busca de enseres
abandonados. Su familia se había estado escondiendo en el sótano de
su casa en Beacon Hill. Una pandilla de vándalos los había
encontrado y había asesinado a su padre y a su hermano. Cuando
aparecimos, estaban a punto de empezar con ella. Ese día maté a un
animal con forma humana, y no me arrepiento.
La llevamos de
vuelta con nosotros a Lowell y, aunque tenía diecisiete años,
durante días se pegó a mí y se negó a apartarse de mi lado.
Incluso cuando estaba durmiendo quería que estuviera allí,
cogiéndole la mano.
—Es posible que mi
familia se equivocara —dijo un día—. Nos hubiera ido mejor si
nos hubiéramos transferido. Aparte de la muerte, aquí ahora ya no
queda nada.
No le llevé la
contraria. Dejé que me siguiera mientras iba de aquí para allá
ocupándome de mis quehaceres. Le enseñé cómo estábamos
manteniendo el generador en funcionamiento, cómo nos tratábamos
entre nosotros con respeto, cómo rescatábamos libros viejos y nos
aferrábamos a las rutinas de toda la vida. La civilización todavía
estaba presente en este mundo, mantenida con vida igual que la llama
de una vela. Y sí, había personas que morían, pero también había
otras que nacían. La vida seguía adelante, dulce, placentera, la
auténtica vida.
Y entonces, un día,
me besó.
—En este mundo
también estás tú —dijo—. Y eso es suficiente.
—No, no lo es
—repuse—. Nosotros también traeremos vida nueva a este mundo.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Esta es la noche.
Jack está en la
puerta. Le queda bien ese esmoquin, el mismo que llevé yo en mi
baile de graduación. También serán las mismas canciones las que
pongan, que saldrán de un viejo ordenador de sobremesa y unos
altavoces que están en las últimas.
Lucy está
espléndida con su vestido: blanco con estampado negro, cortado a
partir de un patrón sencillo, pero muy elegante. La falda es amplia
y larga, con pliegues que caen con gracia hasta el suelo. Carol se ha
encargado de peinarla: rizos con algunos toques de brillo. Tiene un
aspecto glamuroso, con una chispa de picardía infantil.
Les saco varias
fotografías con una cámara, una que todavía funciona más o menos.
Espero hasta estar
seguro de que soy capaz de controlar la voz y digo:
—No tienes ni idea
de lo que me alegra ver que los jóvenes van a celebrar el baile,
como hacíamos nosotros.
Lucy me da un beso
en la mejilla.
—Adiós, papá.
Tiene lágrimas en
los ojos. Y eso me hace volverlo a ver todo borroso.
Carol y Lucy se
abrazan durante un instante. Carol se seca los ojos.
—Preparada y
lista.
—Gracias, mamá.
—Y entonces se vuelve hacia Jack y le dice—: Vámonos.
Jack la va a llevar
al Lowell Four Seasons en su bicicleta. No se puede hacer nada mejor
puesto que llevamos muchos años sin gasolina. Lucy se acomoda con
cuidado en la barra de arriba, sentada de lado, levantando el vestido
con una mano. Jack la rodea con los brazos protectoramente cuando
agarra el manillar. Y echan a andar, bamboleándose calle abajo.
—Pásenla bien
—les grito.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
La traición de
Laura fue la más difícil de asimilar.
—Pensaba que nos
ibas a echar una mano a Carol y a mí con el bebé —le dije.
—¿Pero acaso este
es un mundo para traer niños a él? —repuso ella.
—¿Y tú crees que
allí donde te vas las cosas van ser mejores, en ese mundo sin niños,
sin vidas nuevas?
—Llevamos quince
años intentando sacar esto adelante, y cada año que pasa resulta
más y más difícil creer en esta farsa. A lo mejor estábamos
equivocados y deberíamos adaptarnos.
—Solo es una farsa
cuando se ha perdido la fe —digo.
—¿La fe en qué?
—En la humanidad,
en nuestra forma de vida.
—No quiero tener
que seguir luchando contra nuestros padres. Solo quiero que volvamos
a estar juntos, que seamos una familia.
—Esas cosas no son
nuestros padres. Son unos algoritmos que los imitan. Tú siempre has
evitado los conflictos, Laura, pero hay conflictos que no pueden
evitarse. Nuestros padres murieron cuando papá perdió la fe, cuando
ya no pudo resistirse a las falsas promesas de las máquinas.
El camino que se
adentraba en el bosque terminaba en un pequeño claro, cubierto de
hierba y lleno de flores silvestres. En medio había una lanzadera
esperando. Laura entró por la puerta.
Otra vida perdida.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Los chicos tienen
permiso para no volver hasta medianoche. Lucy me había pedido que no
me ofreciera como carabina, y accedí, para concederle ese pequeño
margen de libertad esta noche.
Carol está
inquieta. Intenta leer pero lleva una hora en la misma página.
—No te preocupes
—trato de tranquilizarla.
Se esfuerza por
sonreírme, pero no puede ocultar su ansiedad. Mira por encima de mi
hombro el reloj de la pared del salón.
Yo también me giro
para mirar.
—¿No tienes la
sensación de que es más tarde de las once?
—No, para nada
—responde ella—. No sé por qué dices eso.
Su voz suena
demasiado ansiosa, casi desesperada. En sus ojos se vislumbra el
miedo. Le falta poco para ser presa del pánico.
Abro la puerta de la
casa y me adentro en la oscuridad de la calle. El cielo se ha ido
aclarando con el paso de los años y ahora se ven muchas más
estrellas. Pero yo estoy buscando la Luna, y no está donde debiera.
Entro de nuevo en
casa y voy al dormitorio. Mi viejo reloj, que ya no llevo porque son
muy escasas las ocasiones en las que importa ser puntual, está en el
cajón de la mesita de noche. Lo saco. Es casi la una de la
madrugada. Alguien ha manipulado el reloj del salón.
Carol está en la
puerta del dormitorio. Está a contraluz, lo que me impide verle la
cara.
—¿Qué es lo que
has hecho? —le pregunto. No estoy enfadado, solo decepcionado.
—Lucy no puede
hablar contigo. Está convencida de que no la vas a escuchar.
La ira me inunda
como bilis caliente.
—¿Dónde están?
Carol mueve la
cabeza negativamente sin decir nada.
Me acuerdo de cómo
se ha despedido Lucy de mí. Me acuerdo de cómo ha ido caminado con
cuidado hasta la bicicleta de Jake, sujetándose la voluminosa falda,
una falda tan amplia que debajo podría llevar escondida cualquier
cosa, como ropa para cambiarse y unos zapatos cómodos para el
bosque. Me acuerdo de Carol diciéndole: «Preparada y lista».
—Ya es demasiado
tarde —dice Carol—. Laura va a venir a recogerlos.
—Apártate. Tengo
que salvarla.
—¿Salvarla para
qué? —De pronto, Carol está furiosa. No se aparta de la puerta—.
Esto es un juego, una broma, la recreación de algo que nunca
sucedió. ¿O es que tú fuiste a tu baile de graduación en
bicicleta? ¿Acaso escuchabas solo las canciones que tus padres
habían escuchado de jóvenes? ¿O creciste pensando que rebuscar
entre la basura era la única profesión posible? ¡Ya hace mucho
tiempo que nuestro modo de vida desapareció, murió, se acabó! ¿Qué
quieres que haga Lucy cuando esta casa se venga abajo dentro de
treinta años? ¿Qué hará cuando el último tarro de aspirinas se
haya terminado?, ¿cuando la última olla de aluminio se haya oxidado
por completo? ¿La vas a condenar a ella y a sus hijos a una vida de
hurgar entre los montones de basura, descendiendo por la curva
tecnológica año tras año, hasta que todos los avances logrados por
la raza humana durante los últimos cinco mil años se hayan perdido?
No tengo tiempo para
discutir con ella. Con suavidad, pero con firmeza, apoyo las manos en
sus hombros dispuesto a apartarla a un lado.
—Yo me quedaré
contigo —continúa—. Yo siempre me quedaré contigo porque te amo
tanto que la muerte no me da miedo. Pero ella es una niña. Debería
tener la oportunidad de tener una vida distinta.
Tengo la sensación
de que mis brazos se quedan sin fuerza.
—Es justo al
revés. —La miro a los ojos, deseando que recupere la fe—. Su
vida es lo que le da sentido a las nuestras.
De pronto, su cuerpo
se queda laxo y Carol se desliza hasta el suelo, llorando en
silencio.
—Deja que se vaya
—dice en voz baja—. Déjala.
—No puedo rendirme
—le digo—. Soy humano.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Una vez dejo atrás
la puerta de la verja, empiezo a pedalear frenéticamente. El cono de
luz que proyecta la linterna danza a mi alrededor mientras intento
mantenerla apoyada en el manillar. Pero conozco bien el camino del
bosque. Lleva al claro donde aquel día Laura subió a aquella
lanzadera.
Una luz brillante a
lo lejos, y el sonido de motores acelerando.
Saco mi pistola y
disparo varios tiros al aire.
El sonido de los
motores se apaga.
Salgo al claro del
bosque, bajo un cielo lleno de diminutas estrellas brillantes y
frías. Salto de la bicicleta y la dejo caer junto al camino. La
lanzadera está en mitad del claro, con la puerta abierta. Lucy y
Jack, vestidos ya con ropa informal, están en la puerta.
—Lucy, cielo, sal
de ahí.
—Papá, lo siento.
Me voy.
—No, no te vas.
Una simulación
electrónica de la voz de Laura llega desde los altavoces de la
lanzadera:
—Déjala marchar,
hermano. Se merece tener una oportunidad para ver lo que tú te
niegas a ver. O todavía mejor, ven con nosotros. Todos te echamos de
menos.
Hago caso omiso de
mi hermana, mejor dicho, de eso.
—Lucy, ahí no hay
futuro alguno. Lo que te prometen las máquinas no es real. Ahí no
hay ni niños ni esperanza, tan solo una existencia simulada, eterna
e inmutable como piezas de una máquina.
—Ahora tenemos
niños —dice la copia de la voz de Laura—. Hemos encontrado la
manera de crear niños de la mente, nativos del mundo digital.
Deberías venir a conocer a tus sobrinos. Eres tú el que se está
aferrando a una existencia inmutable. Este es el paso siguiente en
nuestra evolución.
—No se puede
experimentar nada si no se es humano. —Sacudo la cabeza, no debería
caer en la trampa de ponerme a discutir con una máquina—. Si te
vas —le digo a Lucy—, morirás una muerte sin sentido. Los
muertos habrán ganado. No puedo permitir que eso suceda.
Levanto la pistola.
El cañón apunta a Lucy. No permitiré que los muertos me roben a mi
niña.
Jack intenta
interponerse, pero Lucy lo aparta. Sus ojos están llenos de pesar, y
la luz del interior de la lanzadera le enmarca el rostro y el dorado
pelo haciéndola parecer un ángel.
De repente me
percato de cuánto se parece a mi madre. Los rasgos de mi madre,
heredados a través de mí, han revivido de nuevo en mi hija. La vida
está hecha para ser vivida así. Abuelos, padres, hijos… cada
generación apartándose del camino de la siguiente; una lucha eterna
para alcanzar el futuro, el progreso.
Pienso en cómo a mi
madre le arrebataron el derecho a elegir; en cómo no se le permitió
morir como un ser humano; en cómo fue devorada por los muertos; en
cómo se convirtió en una parte de sus grabaciones mecánicas,
circulando eternamente por sus circuitos. El rostro de mi madre, tal
como lo recuerdo, se superpone con el de mi hija, mi dulce, inocente
y alocada Lucy.
Aferro la pistola
con más fuerza.
—Papá —dice
Lucy con calma, su rostro tan firme como el de mi madre tantos años
atrás—, se trata de mi elección. No de la tuya.
∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞∞
Cuando Carol llega
al claro ya es por la mañana. La cálida luz del sol atraviesa las
hojas de los árboles y motea el vacío círculo de hierba. Las gotas
de rocío cuelgan de las puntas de las hojas de hierba, en cada una
de ellas una visión en suspensión y en miniatura del mundo. Los
trinos de los pájaros llenan el silencio que se va despertando. Mi
bici sigue en el suelo junto al camino, donde la dejé.
Carol se sienta a mi
lado en silencio. Rodeo sus hombros con mi brazo y la acerco hacia
mí. No sé qué es lo que está pensando, pero nos basta con estar
sentados así, juntos, nuestros cuerpos apretados el uno contra el
otro, manteniendo así el calor. Las palabras son superfluas. Miramos
este prístino mundo que nos rodea, un jardín heredado de los
muertos.
Tenemos todo el
tiempo del mundo.
sábado, 28 de noviembre de 2020
Tonto. Roberto Moso.
Aquel mierda se había
atrevido a llamarle tonto. Lo hizo con un hilillo de voz y otro de
sangre manando de su bocaza, pero lo hizo. Así que él, el más guay
de la clase, no podía dejar de vengarse. Cada vez que se acordaba de
aquel momento, maquinaba una nueva manera de humillarle. Acompañado
de sus sicarios le había tirado los libros al río, le había
manchado de tinta el asiento, le había escupido y manteado hasta la
saciedad... Pero el más guay de la clase aún no sentía que fuera
suficiente. Decidió dar un paso más y grabó su última paliza con
el móvil para colgarlo en Youtube.
En
los días posteriores el mundo entero se le cayó encima. Le llamaron
delincuente, criminal, asocial, pero nada le dolió tanto como aquel
inmenso clamor que amplificaba la evidencia: TONTO.
Polvo: relatos liofilizados de pompas de papel. 2010.
viernes, 27 de noviembre de 2020
La bruja de la calle Fuencarral. Alfonso Sastre.
Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he
tenido algunos casos extraordinarios que me compensan sobradamente de
la pérdida del sol y del aire; elementos, ay, de que gozaba en los
tiempos, aún no lejanos, en que desempeñaba mi sagrado oficio en
Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me han compensado no me
refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto (tan
importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de
algunos de esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba -y
con mucho orgullo puedo decir que siempre he salido triunfante- la
extensión y la profundidad de mis conocimientos ocultos y de mis
dotes mágicas.
Pero ninguno de
ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media tarde.
Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer
para ello de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la
belleza de lo ocurrido, que más parece propio de una buena novela
que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho
pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo
llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus
bolsillos. Ha mirado la cuerda de horca -la cual pende del techo- con
un gesto de mudo terror y he comprendido que lo que yo llamo la
«preparación psicológica» estaba ya hecha y que podíamos
empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni
mucho menos, un objeto mágico -no pertenezco a la ignorante y
descalificada secta de de los cristalománticos-, sino una concesión
decorativa al mal gusto, a la tradición y al torpe aburguesamiento
que sufre nuestra profesión, otrora alta y difícil como un
sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos
falsos magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido
lo que antaño era un templo iluminado y científico en un vulgar
comercio próspero e infame!
He dejado (en el
relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal.
Prosigo.
El joven miraba
fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi
presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como
es mi costumbre: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo». «Cuéntame tu caso, hijo mío», he añadido en cuanto he
visto sus ojos fijos en los míos cerrados como es mi costumbre, pues
es sabido que yo veo perfectamente a través de mis párpados; lo
cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi
clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes.
El relato del joven
ha sido, poco más o menos, el siguiente: «Estoy amenazado de muerte
por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años,
natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual
dice haber dado a luz un hijo concebido por obra y gracia de
contactos carnales con un servidor; el cual que soy de la opinión de
que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno y mañana con
otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el
muerto -o séase, el chaval.
»Mi nombre es
Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de
profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en
el Gran San Blas, donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si
de ella hubiera menester.
»Mi caso es que
pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz la
condenada, para lo cual después de leer algunas obras
norteamericanas -que en esto, como en otras técnicas los yanquis van
a la cabeza- me he fabricado esta estatuilla de cera que representa a
la andoba en pelota viva tal y como yo la he tenido en la cama sin
que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de
garlochi; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que
usted sabrá el cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de
modo que la tía golfa abandone esta jodida persecución y me deje en
la misma paz que para usted deseo; y hablando así no hago, con
perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina pontificia
de que nos dejemos en paz los unos a los otros».
A lo cual yo he
respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las
cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el
debido ritual, en el sexo de la estatuilla, no por hacerle daño,
sino tan sólo para impedir a la perdida que continuara su
desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi
sanctasanctórum y he cogido con las pinzas de plata una de mis
arañas locas, la cual la he introducido en una bolsita de cuero,
cuya boca he atado con un cordel. Otra vez en la cámara o gabinete
(siempre con los ojos cerrados, como es mi antiquísima costumbre),
he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: «Has de llevar
esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho,
durante tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta
es la garantía de que esa tal desista de su persecución». Y (una
vez abonado en caja el importe de la consulta) he acompañado al
joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo género de
bienandanzas.
A esta hora en que
escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha dado
cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva
en la bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas
suavemente hasta el momento del ataque.) Ahora, por la noche, la
araña conseguirá (por virtud de su ataque lunático) salir de su
encierro; se paseará a su antojo, silbando como acostumbran, por el
desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún lugar
propicio -probablemente el pubis- con su repugnante mandíbula que
es, por otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá
seguramente al amanecer entre atroces dolores lo más seguro
abdominales.
Yo me he quedado
aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera. Su
rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual
murió hace un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas
en el cuarto de baño de una modesta pensión de Tetuán de las
Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad Jardín.
En la autopsia se
descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la
muñequita y lloro.
Las noches lúgubres. 1964.
sábado, 21 de noviembre de 2020
Una cometa roja. Chantal Maillard.
Una cometa roja desciende
sobre el agua. De pronto es pájaro, de pronto pez que se sumerge en
el río y queda, pequeña mancha arrugada, flotando entre las flores
marchitas.
El
niño ha cortado el hilo. Pequeños dioses, los niños, que se
desentienden de sus errores. Una vida que acaba es el fallo de un
dios que juega a las cometas.
Diarios indios, 2005.
viernes, 20 de noviembre de 2020
El refugio. Manuel Chaves Nogales.
Como los chicos corrían más llegaron antes al refugio. Aquello de
esconderse de los aviones no pasaba de ser para ellos un juego
divertido. El padre y la madre salieron de la casa rezagados,
gruñendo, hartos ya de tanto ajetreo. Aquello era insoportable.
¿Cuántas veces al día tenían que abandonar sus quehaceres para ir
a meterse en los sótanos del caserón designado como refugio para
los vecinos de aquel viejo rincón de Bilbao? La vida se les hacía
imposible. Los aviones fascistas bombardeaban la villa de hora en
hora y en ocasiones los cuatro toques de sirena que anunciaban el
cese del peligro eran seguidos de una nueva señal de alarma, porque
otra escuadrilla facciosa venía a relevar a la que en aquellos
momentos se alejaba después de derramar su carga mortífera sobre
las viviendas hacinadas de los barrios populosos, en cuyas entrañas
se apiñaba estremecida una abigarrada muchedumbre que, no obstante
las rigurosas órdenes dictadas para que se guardase silencio en los
refugios, promovía una algarabía formidable, un espantoso guirigay
en el que se destacaban los llantos desgarrados de los niños, las
voces broncas de los padres agrupando a su prole y los gritos
histéricos de las mujeres, que clamaban a todos los santos de la
corte celestial contra aquel castigo que les llovía del cielo.
En el breve
intervalo que solía haber entre el toque corto de alarma y los tres
largos toques que señalaban la presencia del peligro, los chicos,
que conocían ya de sobra el camino del refugio, atravesaban la calle
en dos saltos y se metían bulliciosos en el sótano, contentos de
encontrarse de nuevo reunidos con los demás chicos de la vecindad en
aquel estrecho recinto que tenía para sus imaginaciones infantiles
el prestigio de un misterioso subterráneo de algún palacio
encantado. La madre, que antes de abandonar su cocina se obstinaba en
dejar recogidos sus pucheros y el padre, que iba a esconderse siempre
de mala gana y un poco humillado, no llegaban nunca al refugio más
que cuando ya la primera explosión sacudía el ámbito de la ciudad
e iba retumbando de montaña en montaña con pavoroso estruendo. Por
eso, porque las cuatro criaturitas estaban ya dentro del refugio y el
padre y la madre, rezagados, no habían entrado aún, fue por lo que
el destino pudo hacer aquella espantosa jugarreta.
Una bomba de ciento
cincuenta kilos, lanzada por un avión fascista, fue a caer sobre el
tejado del refugio, traspasó como si fuesen de papel los pisos del
caserón y explotó sobre las cabezas del medio millar de seres
hacinados en los sótanos. Tembló la tierra como si sus entrañas se
hubiesen desgarrado; tejas, ventanas y chimeneas fueron escupidas al
cielo y, entre aquella masa de humo negro que se estiraba
violentamente hacia lo alto en un instante y luego se abullonaba
vencida, aparecieron los recios muros heridos de muerte por las
anchas grietas que abrió en ellos la explosión de la dinamita.
Aquellas grietas se agrandaron en unos segundos y cuando ya por ellas
se le veían las tripas al caserón, los altos paredones se
inclinaron solemnes y se abatieron con pavoroso estruendo alzando al
llegar al suelo una gran nube blanca que lo borró todo. Ya no se vio
más.
El padre y la madre
que presenciaron, paralizados por el espanto, aquella fantasmagoría
apocalíptica fueron cegados por densas oleadas de polvo y humo y
cayeron al fin, batidos por la lluvia de tierra, hierros y maderos
que el cielo devolvía. Pasó el tiempo. El Junker niquelado brillaba
al sol como un juguete, allá a lo lejos, junto a las crestas del
Sollube. La gran nube de polvo y humo se elevaba lentamente sobre el
barrio viejo de Bilbao y los ojos de los bilbaínos, agrandados por
el terror, iban descubriendo la magnitud de la catástrofe. El
caserón se había desplomado y no quedaba de él más que un montón
ingente de cascote, vigas de hierro retorcidas, maderos astillados y
planchas de cemento cuarteadas. Debajo había medio millar de seres
humanos: todos los infelices que se habían refugiado en el sótano.
Sacudiéndose la
tierra que casi le había sepultado, ciego, medio asfixiado, con la
cabeza turbia y el cuerpo magullado por el cascote que le había
caído encima, el padre se incorporó penosamente y poco menos que a
rastras llegó hasta el montón humeante de ladrillos y bloques de
cemento y se puso a gritar llamando desesperadamente a sus hijos.
Trepó por aquella montaña informe dando alaridos espantosos. Los
últimos paredones se desplomaban en torno suyo. A través de las
nubecillas de polvo que cada derrumbamiento levantaba, se le veía
saltar de un lado para otro manoteando y llamando a sus hijos con
voces patéticamente inarticuladas que ahogaba el sordo rumor del
corrimiento de los escombros, que iban poco a poco estabilizándose
hasta formar una pirámide abrupta en cuya base se quedaban
sepultados aquellos centenares de infelices, que huyendo de los
aviones se habían guarecido en los sótanos de la casa derrumbada.
Con el rostro cubierto de sangre, las ropas en jirones y las manos
destrozadas, aquel hombre enloquecido removía furiosamente los
ladrillos y los hierros retorcidos gritando cada vez con voz más
ronca y más débil:
—¡José Mari!
¡Chomin! ¡Iñasio! ¡Carmenchu!
Los primeros vecinos
que se atrevieron a llegar hasta allí, tuvieron que luchar a brazo
partido para sujetar a aquel loco furioso que, con las uñas
ensangrentadas forcejeaba desesperadamente para mover los enormes
bloques que tapaban lo que fue entrada del refugio.
La noticia de la
catástrofe corría por todo Bilbao y centenares de personas acudían
a prestar auxilio. Un hormiguero de seres atemorizados comenzó a
remover aquella montaña de escombros, pero la confusión y la
angustia dificultaban el salvamento. Cada cual removía el montón de
cascotes por donde se le antojaba. Hasta que acudieron los bomberos y
unas cuadrillas de obreros con herramientas, no se hizo nada eficaz.
Siguiendo las indicaciones de los técnicos se comenzó a abrir a
golpe de pico un camino hacia el lugar más accesible del sótano.
Pronto se oyeron las
voces débiles y lejanas de los que estaban sepultados. El equipo de
salvamento trabajó entonces con brío redoblado y al cabo de unos
minutos de angustia silenciosa en los que sólo se oían los golpes
secos de los picos y los azadones y el jadear fatigoso de los que
febrilmente los manejaban, se consiguió apartar los enormes bloques
de cemento que habían sepultado en vida a tantos seres infelices.
Por el boquete
abierto asomó primero una cabecilla calva, en cuya boca desdentada
ponía el terror una mueca espantosa. Apenas lo izaron cogiendo al
hombre por debajo de los sobacos, aquella cabeza se tronchó sobre el
pecho, roto al fin el resorte de la angustia que la había mantenido
erguida. Salieron después por aquel boquete hasta treinta o cuarenta
personas; casi todas ellas apenas se veían a salvo se desplomaban
inertes. Una mujer llevaba en brazos un niño de dos años con los
ojazos azules muy abiertos y los bracitos colgando, al que vanamente
intentaba reanimar con sus besos. Se lo quitaron del regazo antes de
que se diese cuenta de la inutilidad de sus caricias.
Los que salieron por
su pie de aquel agujero no llegaron al medio centenar y, sin embargo,
en el refugio debía haber, al ocurrir la explosión, de trescientas
a quinientas personas. Los bomberos agrandaron el boquete y se
metieron en el sótano, de donde fueron extrayendo a los que allí
yacían, unos desmayados, otros heridos, muertos otros. Así y todo
no se encontró más de un centenar de personas. La bóveda del
sótano se había hundido por el centro y los refugiados habían
quedado incomunicados a uno y otro lado.
Pero simultáneamente
al salvamento intentado por aquel lugar, los infelices que quedaron
sepultados al otro lado del sótano se habían ido abriendo camino
con las uñas a través de los escombros y pronto se pusieron en
comunicación con el exterior. Dentro quedaron únicamente los que
estaban heridos y aprisionados por el cascote y los que habían
muerto en su mayoría asfixiados. Fueron extrayéndose sus cuerpos
inertes y colocándoseles en unas parihuelas que eran alineadas a lo
largo de una pared frontera. Los vecinos que no habían encontrado
aún a sus deudos recorrían horrorizados aquella fila de máscaras
espantosas talladas por la muerte en las que buscaban los rasgos de
los seres queridos. El padre aquel cuyos cuatro hijos, José Mari,
Chomin, Iñasio y Carmenchu, habían entrado en el refugio segundos
antes de la explosión, rendido al fin, agotadas sus fuerzas,
recorría con la mirada perdida la fila de las víctimas que se
extendía a lo largo del muro: tras él, pálida como una muerta y
con los ojos secos, iba la madre. Ella fue la que vio primero con sus
ojos voraces aquella camilla en la que traían a dos de sus hijuelos:
José Mari y Chomin, abrazados para siempre: estaban como cuando se
dormían en su cunita: las cabezas juntas, los brazos del mayor, José
Mari, cubriendo el cuerpecillo menudo del pequeño Chomin. Los vio un
instante y cayó como fulminada por un rayo.
Unos vecinos
piadosos se la llevaron de allí. Por eso no vio cómo después
sacaban, cogiéndolo a puñados, el cuerpecillo destrozado también
de Iñasio. El padre, sí. Lo vio y palpó con sus manos temblorosas
aquella cabecita tierna espantosamente machacada. Cuando se lo
quitaron de entre las manos se quedó anonadado, insensible. Superada
su capacidad de dolor, más allá del horror y del sufrimiento,
consideraba con un frío estupor la catástrofe, incapaz ya de sentir
más. Había visto los cuerpos destrozados de sus tres hijuelos
varones y se maravillaba tanto de haber podido verlo como de poder
pensar en ello con aquella calma, aquella serenidad mortal que le
invadía. ¿Y su hija? ¿Y su Carmenchu?
Ya nada podía
aterrarle. Vagaba al azar sobre las ruinas removiendo con el pie los
escombros y a cada instante esperaba encontrar el cuerpo destrozado
de su hija entre aquel revoltijo de hierros, maderos y cascote; lo
esperaba ya sin horror; aceptando la tremenda posibilidad con una
espantosa sangre fría.
Cayó la tarde y,
busca que te busca entre el cascote, vino la noche. Los trabajos de
salvamento continuaban con agobio. Además de los cincuenta y tantos
cadáveres retirados ya de entre los escombros faltaban aún veinte o
treinta personas que positivamente habían estado en el refugio al
ocurrir el hundimiento y aún no habían sido halladas ni muertas ni
vivas. Sus deudos, desesperados, vagaban como él entre las
cuadrillas de obreros que seguían trabajando a la luz cruda y
espectral de los mecheros de acetileno. Poco a poco fueron
marchándose los meros curiosos. Los mismos familiares de los
desaparecidos, agotados, desistían de la angustiosa y estéril
búsqueda. Es inútil, decían los más sensatos. Quienes estén aún
sepultados no pueden seguir viviendo. Seguramente han perecido ya.
Mañana al ser de día se encontrarán sus cadáveres.
—Entre esos
cadáveres —pensaba el padre aquel— estará el de mi Carmenchu.
Pero se resistía a
alejarse del siniestro paraje. Las cuadrillas de obreros seguían
trabajando. Se acercó a una de ellas. Los hombres luchaban tenaces
por abrirse camino.
—Es inútil
—resollaba uno—; necesitaríamos tres días para remover todo
esto; los bloques desprendidos son enormes; sería mejor emplear la
dinamita.
—¿Y si hay gente
con vida aún?
—¡Qué va a haber
ya a estas horas!
Uno de los obreros
se fijó entonces en el padre aquel que les escuchaba absorto. Se
callaron apesadumbrados y redoblaron el esfuerzo. El padre se alejó
silencioso con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.
Un poco más allá
creyó advertir que los que trabajaban habían encontrado algo. Se
acercó con una glacial desesperanza cuajada en los ojos. El grupo de
trabajadores se apiñaba en torno a un agujero. Dieron voces.
—¿Qué habéis
encontrado?
Otra víctima.
—Viva o muerta.
—¡Muerta, hombre,
muerta!
El grupo de los que
trabajaban para extraer el cadáver no le dejaba acercarse. Oyó una
voz que decía:
—¡Es una
muchacha! ¡Pobre!
El padre entonces
apartó furioso a los que estaban delante de él y se metió en el
agujero gritando.
—¡Mi hija! ¡Mi
Carmenchu!
Quisieron llevárselo
de allí, pero no había fuerzas humanas capaces de arrancarle.
Debatiéndose con los que intentaban apartarle se acercó a su hija.
El mechero de
acetileno colocado en el fondo de aquel agujero producía un
deslumbrante entrecruzamiento de sombras duras y haces de luz blanca
y fría. Se tiró de bruces y asomando la cara por el cruce de unos
maderos vio al fin el rostro de cera de Carmenchu al que aquella luz
daba una lividez espectral. Tenía el cuello doblado en un escorzo
difícil y reposaba la cabeza sobre una viga de hierro que había
quedado cogida entre dos enormes bloques de cemento. Uno de aquellos
bloques pesaba sobre el tierno cuerpecillo.
—¡Carmenchu! ¡Mi
Carmenchu! —gritaba el padre como un poseído, intentando vanamente
llegar con las manos extendidas hasta aquella cabeza de la que le
separaba aún la maraña de hierros y cascote.
—¡Carmenchu!
Entonces, a la luz
deslumbradora del acetileno se vio lo inconcebible. ¿Era una
alucinación? La niña había abierto los ojos y sus labios se habían
movido.
—¡Carmenchu!
—rugió el padre.
—¡Está viva!
¡Está viva! —gritaron todos.
Con una fuerza
insospechable el hombre aquel apartó los hierros y los maderos que
le separaban de su hija, y alargó las manos temblorosas hasta tocar
su cabellera rubia. Sintió la niña la caricia y volvió a plegar
los labios como si sonriese.
—¡Vive! ¡Vive!
—gritaba el padre estremecido de pies a cabeza.
Se puso a quitar con
ímpetu los escombros amontonados que tapaban el cuerpo de la niña,
de la que sólo se veían la cabeza doblada hacia atrás y un brazo.
El equipo de
salvamento agrandó el hoyo aquel en unos segundos y pronto
estuvieron rodeando a la muchacha sepultada cinco o seis hombres que
afanosamente apartaban el cascote que la cubría. Se vio entonces que
el cuerpecito de la inocente estaba aprisionado por un bloque enorme
de cemento, que si bien había resbalado sobre la viga de hierro en
que la niña apoyaba la cabeza ladeándose, gracias a lo cual no la
había aplastado, debía estar gravitando por su parte inferior sobre
las piernecitas de le infeliz criatura. El padre intentó inútilmente
mover aquella mole.
—¡Papá! —dijo
Carmenchu—. ¡Papá, sácame de aquí!
Juntaron todos sus
esfuerzos y quisieron levantar el bloque de cemento. Estaba empotrado
en otros bloques análogos y apenas consiguieron moverlo. En cambio,
la niña abrió los ojos desmesuradamente y luego los cerró haciendo
rodar la cabeza sobre la viga en que la apoyaba.
—¡Cuidado! —gritó
uno—. ¡Si movemos el bloque podemos matarla!
—¡Qué venga un
médico!
—¡Un ingeniero
para dirigir la maniobra!
—¡Una grúa!
—¡Más hombres!
—¡Lo que sea!
—¡Salven, salven
ustedes a mi hija! —pedía de rodillas el padre.
Vino el jefe de los
trabajos de salvamento. Para sacar de allí a la criatura sin hacerle
daño había que levantar primero una serie de bloques de cemento y
vigas de hierro que se empotraban los unos en los otros. Era, a lo
menos, una hora de trabajo. ¡Manos a la obra!
¿Tendría la pobre
víctima resistencia para esperar? Mientras se oían las voces de
mando de los capataces y el resuello de los obreros que empujaban los
bloques acudió el médico, quien después de pulsar aquel brazo
inerte se apresuró a ponerle unas inyecciones de aceite alcanforado.
La vida se le escapaba.
Reanimada por las
inyecciones la niña abría los ojos e intentaba sonreír a su padre
que le pasaba las manos destrozadas y temblonas por la frente de
cera. Oíase el jadear angustioso de los hombres que removían los
bloques. A veces una masa de escombros falta de apoyo rodaba hasta el
fondo del agujero levantando una nubecilla de polvo que ponía un
halo blanquecino en torno a la llama de la lámpara. El padre cubría
la cabeza de la niña con su cuerpo y suspiraba:
—¡Hasta cuándo!
¡Hasta cuándo!
Media hora después,
el médico tuvo que poner una nueva inyección a la niña para
reanimar su corazón, que poco a poco se debilitaba. El padre junto a
ella le murmuraba el oído palabras incoherentes de esperanza y
alegría.
—¡Mi Carmenchu!
Estate quietecita que dentro de nada ya no sufrirás más. Te vamos a
sacar ahora mismo y te curaremos muy bien para que no te duela…
Vendrás a casa y podrás jugar y correr y divertirte… Se acabará
la guerra… y tendrás un vestido bonito… y no habrá aviones ni
bombas… e iremos al bosque y a la playa… y nos reiremos mucho,
mucho. ¡Porque ya no habrá guerra!
La niña escuchaba
con los ojos cerrados aquella letanía pueril que debía llegar como
una brisa hasta el fondo de su alma en lucha por desasirse de aquel
cuerpecillo mutilado. Los hombres rudos que forcejeaban incansables
para apartar los escombros tenían lágrimas en los ojos.
Cuando al fin
consiguieron dejar libre y descarnado el bloque de cemento que
aprisionaba a la niña habían pasado dos horas y estaba ya
amaneciendo.
Agrupáronse
entonces todos ellos y en medio de un silencio imponente se oyó la
voz de mando de un capataz, resonó unánime el estertor de aquellos
pechos contraídos por el esfuerzo y el bloque fue alzado en vilo. El
padre tiró suavemente de la criatura y con ella en brazos,
estrechándola contra su pecho, salió de la hoyanca y se sentó en
un promontorio de escombros mientras el médico, de rodillas ante él,
examinaba las horribles magulladuras que tenía el breve cuerpecillo.
La claridad difusa del alba luchaba ya con la masa de luz compacta
del mechero de acetileno. El médico suspendió de improviso su
exploración de las heridas, pulsó la muñeca de Carmenchu que
colgaba inerte y después se irguió sin decir palabra. El padre le
miraba fijamente a los ojos sin atreverse a preguntar.
En aquel instante
hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las
sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer.
Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos
refulgentes de una escuadrilla de aviones fascistas. Las sirenas
marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de
trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos
quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres,
como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres
se obstinaban en destruir. Sobre aquella desolación de escombros no
quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio
de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.
Los aviones de
bombardeo alemanes e italianos se abatieron como aves de presa sobre
el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las
formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la
población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los
estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los
cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y en medio de
aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta
entre los brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso
desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado
por aquella monstruosa concepción de la guerra total.
Cuando los aviones
de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables
viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños
aviones de caza que volando a ras de los tejados barrían las calles
con el plomo de sus ametralladoras.
Uno de aquellos
aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje
audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada
cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a
aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la
cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo,
el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la
rociada de plomo de su ametralladora.
Las balas fustigaron
el aire y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El
dolor le había hecho invulnerable e invencible.
Imagen: Bombardeos fascistas sobre Bilbao. 1937.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, 1937.
jueves, 19 de noviembre de 2020
Equinoccio de otoño. Mariana Torres.
Me despierto tan temprano que mi cama está llena de lagartos. Al incorporarme se han quedado inmóviles, con los ojos clavados en mí. La persiana está a medio bajar, la habitación casi a oscuras y el cielo al otro lado se distingue cubierto. Los lagartos son de color verde mestizo, un poco amarillos; motas marrones les cubren el cuerpo, como a las hojas en otoño. Después de la pausa continúan lo que estaban haciendo, meten bien el hocico entre las hojas caídas. Se mueven con cuidado para que las hojas no crujan.
miércoles, 18 de noviembre de 2020
Moscú, Masha y la felicidad. Ernesto Pérez Castillo.
Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes,
en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el
periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad:
para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar
estudios de Arte Dramático apenas existíamos.
Ésa fue nuestra
suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos,
no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos
ignoraban.
Allí estábamos,
ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja,
tiritando bajo nuestros grises paletós, tratando de parecer alegres
en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del
encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ése
fuera un día muy feliz.
Llevábamos una
semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el
aprendiza de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni
mal.
La noche anterior,
en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar.
Éramos los bichos raros de Instituto de Arte de Moscú. Los otros
estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en
sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué
hacíamos allí, ni cómo habíamos llegado, ni les importaba para
qué.
Con resignación,
nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, con
camas sólo para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única
ventana lleno de garabatos en inglés, y de cuyo techo pendía una
bombilla de caurenta watts, fundida.
Pedimos otra cama y
una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga
lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos de la
administración y, de vuelta al 216, vimos entrabierta la puerta de
otro cuarto.
Llamamos, y nade
contestó. Entramos, y allí conseguimos la cama que nos hacía falta
y una bombilla nueva. Nos llevamos también un samovar, sin que de
momento nos importara demasiado que no supiésemos cómo usarlo.
Ése fue nuestro
primer día allí. A la semana, borrachos y decididos a regresar a
Cuba, escuchamos aquellos golpes desesperados en nuestra puerta.
Abrimos, y así apareció Masha en nuestras vidas: el cabello rubio,
muy corto, revuelto; los ojos azules, muy claros, asustados; los
senos pequeños, de pezones duros, desnudos.
Entró, cerró sin
mirarnos y pasó el seguro, agitada la respiración. Recostó la
espalda en la puerta, y se deslizó hasta el suelo, sin decir una
palabra, cubriéndose el pecho.
Nosotros
permanecimos quietos, silenciosos, hasta que Tomás se le acercó con
una cobija entre las manos, y la arropó allí mismo, en el suelo.
Ella le dejó hacer, y luego se hizo un ovillo sobre la alfombra de
la entrada, con la cobija de Tomás.
Guardamos la
botella, apagamos la luz, y cada quien se fue a su cama en silencio.
Sabíamos que algo terrible acababa de suceder, pero también
sabíamos que ninguno de los tres quería saber qué fue.
A la mañana
siguiente nos despertó el olor del té recién hecho y el rumor del
samovar contra las maderas del piso de la habitación. Masha sirvió
las tazas y nos invitó a desayunar.
Descendimos del
metro en la estación Komsomolskaya, y salimos a la avenida, guiados
por Masha, que en el trayecto no paró de sonreír.
Sería un día
feliz, nos prometió después del desayuno, sin comentar ni una
palabra sobre la noche anterior, y sin que ninguno de los tres se
atreviera a preguntarle nada.
El frío se colaba
entre nuestras ropas. Pese a los guantes, los gorros, las bufandas,
nos punzaba el cuerpo. Lo sentíamos especialmente en los oídos, la
frente, los labios, y dábamos constantes resbalones sobre la nieve
sucia y dura como un cristal bajo nuestros pies.
Así llegamos,
entumecidos, a la Plaza roja.
Nos hicimos ésa y
muchas fotos, aunque sólo ésa imprimimos después. Las demás
quedaron desenfocadas, o el encuadre era pésmo, o el rebote de la
luz en la nieve quemó el negativo. Pero en aquélla, nuestra única
foto, parecíamos alegres de verdad. Masha nos indicó las posiciones
que debíamos adoptar, contra qué fondo pararnos, desde qué ángulo
quería que miráramos a la cámara.
Luego nos invitó a
un café en la Plaza Pushkin, y allí pidió kvas para los
cuatro. Sentados al calor de ese local cerrado, entre el humo de los
cigarrillos de los habituales, Masha comenzó a hablar.
Primero sólo dijo
nimiedades, cosas que olvidamos de inmediato: el nombre de la aldea
donde nació, su preferencia por ciertos tipos de infusiones, el deso
de vivir en otro país.
Luego se sacó el
abrigo, lo dobló sobre sus piernas, se acodó en él y, en voz muy
baja y por primera vez en español, nos dijo, sin mirar a ninguno de
los tres sino a un punto indeterminado en la avenida, a través de
los cristales a nuestras espaldas:
-Muchachos, yo
quiero irme a Cuba. ¿Cuál de los tres se casará conmigo?
Soltamos una
carcajada al unísono, y Masha rió también, con aquellos ojos que
pareciera podía anudarse tras su nuca. La hilaridad fue pasando, y
Masha bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el mantel.
Hicimos silencio, y
ella levantó el rostro hacia nosotros, los ojos brillosos, llenos de
lágrimas:
-Díganme,
muchachos, ¿cuál se casará conmigo?
Masha no estudiaba
en el Instituto, pero solía pernoctar allí. Después de esa noche,
muchas otras llamó a nuestra puerta, y le dejábamos entrar. Siempre
llegaba con flores, que ponía en un búcaro que ella misma trajo y
dejó en una esquina del cuarto, en el suelo, junto al samovar, y
traía pastelillos, galletas, golosinas, cualquier cosa que sirviera
para acompañar el té.
A retazos, fuimos
componiendo la hisotria de Masha: su padre era cubano como nosotros,
y también había estudiado en el Instituto, del cual fue una especie
de alumno modelo, graduado con diploma de oro muchos años atrás.
Nos dijo su nombre,
pero no conocíamos a ningún teatrista nuestro que se llamara así.
Aventuramos que tal vez era alguien de provincias, desconocido en la
capital.
Otra probabilidad
era que su padre jamás hubiera regresado a Cuba, quizá abandonó el
vuelo de retorno a la Isla en la escala de su avión en Canadá, y
desde allí podría haber ido a dar a cualquier rincón del mundo.
Pero eso no se lo quisimos decir.
Su madre ingresó al
Instituto justo en el año en que aquel cubano iba a terminar sus
estudios. No fueron novios, ni siquiera se conocieron durante el
curso. Todo pasó en la noche de la graduación del cubano, y a la
mañana siguiente la madre tomó el tren de vuelta a la aldea, para
sus vacaciones.
Nunca regresó al
Instituto. Cuando debía volver a Moscú, ya su embarazo era
evidente, y el padre la abofeteó a la entrada de la casa y tiró sus
pocas cosas sobre la hierba del jardín.
La madre se marchó,
nunca se supo adónde, y sólo una vez regresó a la aldea, un año
después. Sin llamar a la puerta de la casa, dejó a la bebé en el
portal y se volvió a ir.
Así se lo contó su
abuela, a los dieciocho años, cuando Masha decidió mudarse a Moscú.
En la ciudad probó suerte en varios oficios, en los que duraba un
mes o dos, de los que siempre la echaban. Un día alguien la
confundió con una prostituta y le preguntó su tarifa.
Masha no era
demasiado cara, por lo que supimos. Ella lo prefería así, y
conservar su independencia, sin tener encima a la milicia ni a nadie
que mirara por su seguridad y por ello cargara con la mitad de sus
ganancias, y encima disfrutara gratis de sus favores.
Al Instituto iba
porque allí la clientela era menos desagradable, y por la esperanza
de alguna vez tener noticias de su padre, o de conocer a alguien con
quien largarse a cualquier otro país.
Podían pasar dos y
hasta tres semanas entre una y otra visita de Masha, y también tenía
temporadas de venir casi un día sí y otro no. Igual, de pronto
aparecía cargada de comida y permanecía en el cuarto un día detrás
del otro, sin salir para nada. En esos días se ocupaba de lavar
nuestra ropa, incluso si estaba limpia, quitaba el polvo, dejaba
reluciente el samovar. Luego, sin un aviso, sin una señal, volvía a
desasaparecer.
Las noches que
pasaba con nosotros eran noches de charla y té. Al momento de
dormir, ella se metía en la cama de alguno, nunca al azar sino
siempre en un orden que jamás falló, aunque hubiera pasado más de
un mes desde la última vez.
Una noche en que
tocó la puerta muy suavemente, cuando abrimos, la encontramos
sonriente: traía una radio casetera en las manos. Entró mirándonos
por encima del hombro, con cara maliciosa, puso música y comenzó a
bailar.
Bailamos con ella
los tres, reímos al verla intentar bailar nuestros sones, se burlaba
ella cuando nosotros la queríamos seguir en una polka.
Llevábamos semanas
esperándola, extrañándola. En algún momento de la madrugada le
pedimos que cerrara los ojos. Que estirara las manos al frente. Le
teníamos una sorpresa guardada desde varios días atrás.
Masha cerró los
ojos, y extendió sus manos abiertas. Pusimos un sobre cerrado en sus
manos. Debía adivinar qué contenía. No era dinero. No era una
foto. No era una entrada al Teatro Bolshói.
Desesperada,
sonriente, nerviosa, Masha rasgó el sobre, y se quedó mirando
aquello que tenía en las manos, sin comprender.
Era una copia de la
llave de nuestro cuarto.
Fue como si aquel
pedazo de metal le quemara las manos. Lo arrojó de sí, comenzó a
gritar, histérica, a llorar, y nos golpeaba con los puños cerrados.
Luego dio un portazo
y se largó.
Nos quedamos mudos,
mirándonos sin entender. Un par de horas después, en medio de la
madrugada, Masha regresó, silenciosa. Buscó en el suelo de la
habitación hasta encontrar la llave, y con ella en las manos nos
besó en los labios a los tres, algo que nunca volvió a hacer.
Luego nos dijo:
-Discúlpenme,
muchachos, nunca he tenido la llave de ningún lugar.
Ninguno de nosotros
tuvo sexo con Masha, aunque ella siempre se desnudaba para dormir. Lo
tres, y cada uno a su manera, la queríamos y, aunque nunca lo
hablamos, sabíamos que el único modo de conservarla y conservar la
alegría que su aparición traía era dejar las cosas así.
Comenzando el
verano, una noche, Masha abrió la puerta del cuarto cuando ya
estábamos acostados. Tomás, al sentirla, encendió la luz, pero
ella se lanzó sobre el interruptor y apagó la bombilla otra vez.
Alcanzamos a ver sus
ropas rasgadas y varios moretones en el rostro, pero ninguno se animó
a preguntar.
Quedamos en
silencio. Sólo se escuchaban en la habitación los bajos quejidos de
Masha, que no se metió en la cama de ninguno, sino que se tiró
sola, sobre la alfombra.
Antes del amanecer,
antes de que una gota de luz atravesara la ventana del cuarto, Masha
habló:
-Llévenme con
ustedes, muchachos. Seré la perra fiel del que me haga su esposa.
No contestamos. No
nos movimos siquiera en nuestras camas.
Sin esperar la
salida del sol, Masha abandonó la habitación, sin decirnos nada
más. Los tres sospechamos que esta vez demoraría en regresar.
Tres días más
tarde fuimos citados a la administración. Esperábamos que en algún
momento seríamos requeridos, que alguien nos exigiría explicaciones
por la presencia de Masha en nuestro cuarto.
La administradora ni
nos invitó a sentar, leyó nuestros nombres en un documento, y luego
nos lo entregó. Tardamos un rato en comprender.
En el documento se
nos informaba que el convenio de estudios había sido cancelado y
teníamos una semana para abandonar el Instituto.
Nos parecía
absrudo, a alguien se le estaba yendo la mano con ese castigo, Masha
era sólo una buena amiga, intentamos explicarle a la administadora,
pero ella nos interrumpió.
-¿Masha? ¿A quién
le importa vuestra Masha? Éste es un aviso del Gobierno de la
República Rusa. O pagan, o se van. Esa Masha no tiene nada que ver.
En el consulado nos
tranquilizaron.
Ya estaban al tanto,
también ellos habían sido informados, habían comunicado la
situación a La Habana, y estaban a la espera de una solución.
El propio cónsul
nos dijo:
-Deben confiar en la
Revolución. La Revolución no les dará la espalda en un momento
así.
En el Instituto,
cuando concluyó la semana de plazo, hicieron la vista gorda y nos
dejaron estar sin decirnos nada más. Algún que otro profesor se nos
acercó, interesándose por nuestra situación. Varios alumnos
organizaron una colecta: querían pagarnos de sus bolsillos los
estudios. Lo supinos cuando llamaron a nuestra puerta, para
entregarnos el dinero recaudado.
Eso nos conmovió,
por una vez sentimos que en verdad existíamos para ellos, pero les
contestamos que no era necesario, que nuestro Gobierno encontraría
una solució, y no les aceptamos el dinero.
En el fondo,
temíamos que aquello, lejos de ayudar, pudiera complicar más el
asunto.
Entonces fuimos
citados al consulado.
Nos hicieron pasar a
una oficina, donde nos esperaba un funcionario al que no habíamos
visto nunca antes. Nos explicó cuánto se había deteriorado la
situación política en la Unión Soviética y los costos que eso
estaba representando para sus relaciones con Cuba. Nosotros mismos
estábamos siendo víctimas de eso.
Al terminar, nos
entregó nuestros pasaportes y boletos de avión para regresar a La
Habana la noche siguiente. También nos dio algunos rublos, para
cualquier eventualidad.
Antes de salir de
allí nos recordó:
-A las siete en
punto un auto de la embajada los recogerá y los llevará al
aeropuerto.
En el cuarto
recogimos nuestras cosas, sin dirigirnos la palabra. Recordábamos
que apenas a una semana de llegar nos queríamos ir.
Sin embargo, algo
había cambiado, algo había pasado en esos meses. Ya no queríamos
regresar. Pero ahí estábamos, empacando nuestras pocas cosas.
Luis, al terminar,
preguntó qué haríamos con la radio casetera. Estuvimos de acuerdo
en que se la llevara él. Tomás se llevaría el samovar.
Al levantar el
samovar del sueo, Tomás descubrió allí la llave de Masha. Así
supimos que esa madrugada ella nos abandonó para no volver jamás.
Yo me traje a Cuba
la foto donde aparentamos estar felices, sobre la nieve de la Plaza
Roja. En la foto sólo estamos Luis, Tomás y yo, pero cada vez que
la veo siento que al otro lado está Masha mirándonos, siempre
risueña, tratando de darnos el imposible de su felicidad.
Cosecha Ñ. 2010.
lunes, 16 de noviembre de 2020
Nochebuena. Eduardo Galeano.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
El libro de los abrazos, 1989.