miércoles, 30 de marzo de 2022

Hambre. Francisco Lezcano Lezcano.

1. El sol quemaba como metal fundido. La tierra humeaba ardiente. Quinientos hombres recorrían el desierto. Quinientos supervivientes al hambre que la falta de agua había repartido sobre los campos. Mil fueron al principio: los que salieron de la zona más castigada, ya muy lejos detrás de ellos. Andaban sin fuerzas, depauperados, agotados y hambrientos; casi perdida la esperanza de llegar vivos a un lugar donde el murmullo del agua y el paisaje de los prados devolviese la sonrisa a los ojos y la vida a la carne...


I. Klaunio miró a su compañero. Klasba tenía las facultades supranormales de levitación y de transporte en tensión, pero todo iba mal porque continuaban perdiendo dirección y altura a velocidad supersónica, la operación contacto parecía destinada al fracaso. Gotas de rosado sudor empezaban a brotar sobre la piel de los astronautas. Klaunio se concentró más aun, intentando sostener la cohesión molecular de la burbuja psíquica de traslado... el miedo iba introduciéndose en sus espíritus... el esfuerzo fabuloso había tintado de violeta intenso el rostro de los dos mensajeros...


2. La pobre gente, embrutecida e ignorante, marchaba hacia utópicos campos de trigo que nadie sabía dónde estaban. Entre palabrotas algunas voces pedían comida. Y, en efecto, era lo que necesitaban. Pero, ¿quién tenía la posibilidad de dársela? ¿La arena? Todos sabían que la arena no podía producir alimentos.


II. Klaunio y Klasba no podían más, contemplaban asustados cómo el sol venía hacia ellos y cómo, por momentos, sus facultades mentales energéticas perdían eficacia, la causa del fracaso no podían figurársela, las moléculas de la burbuja estaban a punto de esparcirse en todas direcciones.
Los sudorosos y violetas navegantes iban adquiriendo la certidumbre de que la proyectada teletransportación discurría hacia el fracaso. Klasba, rígido y tembloroso, con un gemido que reflejaba angustia infinita, habló precipitadamente:
Continúa, resiste, yo estoy acabado, no puedo más. —E inmediatamente desapareció, como si nunca hubiese existido.


3. Algunos pensaban que era mejor dejarse caer al suelo para, al menos, reposar hasta que la muerte fuera a buscarlos. Sólo un viejo profesor monologaba sin cesar, no por convencer, sino con el único propósito de darse valor a sí mismo. Los demás ya no se quejaban.
«Un día los hombres no morirán de hambre. Ellos vendrán para enseñarnos mil maneras de hacer pan, mil modos de obtener alimentos. Nadie huirá. Nadie esperará a que la harina le caiga del cielo, pues hasta los niños sabrán hallar la comida que abunda en el mundo y cuya fuente aún no nos ha sido revelada. Alguna idea llegará explicando a los hombres cómo unirse contra los que se llevan el grano a paletadas, contra los que olvidan los caminos cubiertos de muertos...»


III. Klaunio se superconcentró, pero no pudo dar más de si. Y regresó al punto de partida. La burbuja, sin ataduras materializantes, se disolvió en el aire con la suavidad de una pluma. Las partículas de su extraordinaria materia fueron cayendo como ligeros copos de nieve...


4. Los hombres miraron atónitos al cielo. Parecía nevar a pleno sol. Un alucinado probó los copos y, súbitamente lleno de euforia, comenzó a gritar:
¡Milagro! ¡Milagro!
Todos, saltando y llorando de alegría, masticaban a dos carrillos, se llenaban la boca con aquellas escamas blancuzcas, agradables al paladar, que estaban tapizando las dunas...


domingo, 27 de marzo de 2022

El disco. Jorge Luis Borges.

Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
¿Es de oro? —le dije.
No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
No quiero.
Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.

El libro de arena, 1975.

sábado, 26 de marzo de 2022

Hubiera o hubiese. Mar Horno.

Esther se pregunta cómo sería su vida si no hubiese elegido quedarse en el andén, conservar su trabajo en la peluquería y dejar que Alberto siguiera su camino solo. Seguro que ahora sería feliz a su lado, viviría en un moderno piso en el centro de una ruidosa ciudad y tendría dos niños maravillosos. Ignora que saltamos de una página a otra de un libro, distinta cada vez, dependiendo de nuestras elecciones. Por esa razón, Esther no sabe que si hubiese subido al tren habría terminado viviendo en un cochambroso ático, él nunca habría conseguido despuntar como pintor abstracto y que una noche, debido a su afición por las velas aromáticas, el piso habría ardido con ellos dentro. Así que en vez de pasarse las noches llorando, mejor le iría si tratara con más agrado a sus clientas, si dejara de aderezar su vida con la nostalgia de las oportunidades perdidas y si le echara una segunda mirada al comercial que le vende la laca. Creedme, sé de lo que hablo. Si me hubiese empeñado en ser escritor me hubiera muerto de hambre mientras que vender productos de belleza, pues eso. Aunque quién sabe.

jueves, 24 de marzo de 2022

Diálogo en un bar. Gabriel Jiménez Emán.

-La vida no tiene sentido.
-De acuerdo: no lo tiene.
-Entonces, ¿para qué vivimos?
-Vivimos sólo para eso: para vivir, no hay más nada.
-O quizá para morir.
-No, eso es otra cosa. La muerte es independiente.
-Mientras vivimos vamos muriendo. Eso lo sabe todo el mundo.
-Pero no nos damos cuenta.
-Sólo cuando estamos viejos nos parece que es así, aunque ya sea tarde. No necesitamos ese consuelo porque ya hemos vivido.
-Por eso digo: la vida no tiene sentido.
-Eso no puedo contradecirlo. Aunque lo dices con cierto tono fatalista.
-¿Fatalista yo?
-Sí. Hablas como si la vida tuviera que poseer un sentido. ¿Sentido de qué?, me pregunto.
-Pues de crear, de amar, de tener hijos... qué se yo.
-Eso es otra cosa. Son cosas sin sentido también.
-Ahora el que suenas fatalista eres tú.
-Tal vez. Aunque nadie puede considerarme un escéptico.
-Ahora sí parece que estamos entrando en asuntos filosóficos.
-A lo mejor ése sea el mejor sentido de la vida: el de notar su sinsentido.
-No, eso me parece una paradoja fácil.
-Sí, una paradoja, pero no fácil.
-Como si fuésemos la broma de algún Dios.
-Sí, algo así.
-Entonces estamos de acuerdo.
-De acuerdo.
-Hasta luego.
-Hasta nunca.

El hombre de los pies perdidos, 2005.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Declaración de Elizabeth Rafferty, M.D. Robert Bloch.

El domingo por la mañana, a las 9:30, llamó a la puerta. Recuerdo la hora con exactitud porque yo había terminado de desayunar y había conectado la radio para escuchar noticias de la guerra. Al parecer, habían descubierto otro navío soviético, esta vez en la bahía de Charleston y con un dispositivo atómico a bordo. Los servicios de vigilancia costera y las fuerzas aéreas se hallaban en estado de alarma, y…
Sonó el timbre y abrí la puerta.
Allí estaba él. Medía por lo menos un metro noventa y cinco. Tuve que mirar hacia arriba para ver su sonrisa, pero el esfuerzo bien valía la pena.
—¿Está el doctor? —preguntó.
—Yo soy, el doctor Rafferty.
—Bien. Esperaba tener la suerte de encontrarle en casa. Acabo de llegar caminando, en busca de un médico. Se trata de una urgencia…
—Lo suponía —di un paso atrás—. ¿Quiere pasar? No me gusta que mis pacientes se desangren en el umbral de mi casa.
Dio un vistazo a su brazo izquierdo. Sangraba, desde luego. Y a juzgar por el agujero de su chaqueta y las huellas de pólvora, adiviné la causa.
—Por aquí —le dije, entrando en el despacho—. Y ahora, si me permite que le ayude a quitarse la chaqueta y la camisa, míster…
—Smith.
—Desde luego. Suba a la mesa. Eso es. Vamos a ver, permítame… Aquí. ¡Bien! Un orificio muy limpio, sobre el triceps. Doble el brazo. Otra vez. Parece como si hubiese tenido suerte, míster Smith. Ahora estése muy quieto. Voy a sondar… Tal vez le dolerá un poquitín… ¡Magnífico! Y ahora vamos a esterilizarlo…
Le estuve observando todo el rato. Tenía el rostro impasible de un jugador de naipes, pero sin ninguno de sus gestos. No supe clasificarlo. Pasó por toda la cura sin un solo gemido ni un cambio de su expresión.
Por último, le vendé el brazo.
—Probablemente, su brazo estará entumecido durante varios días. Le aconsejaría que no se moviese mucho. ¿Cómo ha sucedido?
—Un accidente.
—¡Vamos, míster Smith! —Saqué la pluma y busqué un formulario—. No seamos chiquillos. Sabe usted tan bien como yo que un médico debe presentar un informe completo cuando se trata de una herida de bala.
—No lo sabía —saltó de la mesa—. ¿Quién recibe el informe?
—La policía.
—¡No!
—¡Se lo ruego, míster Smith! La ley me exige que…
—Acepte esto.
Buscó algo en el bolsillo con la mano derecha, y lo arrojó sobre la mesa. Lo miré: nunca había visto hasta entonces un billete de cinco mil dólares, y era algo que recreaba la vista.
—Y ahora me marcho —me dijo—. En realidad, nunca he estado aquí.
Me encogí de hombros.
—Como guste —le dije—. Pero antes quiero enseñarle una cosa.
Me levanté, abrí el primer cajón de la izquierda de mi escritorio y le enseñé lo que guardaba allí.
—Esto es una pistola calibre "22", míster Smith —le expliqué—. Un arma para damas. Nunca la he usado fuera del campo de tiro. Me disgustaría tener que utilizarla ahora, pero le prevengo que si lo hago sentirá usted molestias en su brazo derecho. Como médico, mis conocimientos de anatomía se unen a mis habilidades como tirador. ¿Me ha comprendido?
—Sí, desde luego. Pero tiene que dejarme salir. Es muy importante. Yo no soy un criminal.
—Nadie ha dicho que lo sea. Pero lo será si trata de burlar a la ley negándose a contestar a mis preguntas para hacer el informe. Éste debe hallarse en poder de las autoridades dentro de las próximas veinticuatro horas todo lo más tarde.
Soltó una risita.
—Nunca lo leerán.
Suspiré.
—No discutamos. Y no vuelva a meter la mano en su bolsillo.
Me miró, sonriendo otra vez.
—No llevo armas. Sólo quería incrementar sus honorarios.
Otro billete cayó sobre la mesa. Diez mil dólares. Cinco mil más diez mil son quince mil, sumé mentalmente.
—Lo siento —dije—. Todo esto resulta muy tentador para un médico joven que trata de abrirse camino, pero resulta que yo tengo ideas muy anticuadas sobre estas cosas. Además, no creo que nadie me los cambiase a causa de todo ese gran jaleo que publican los periódicos acerca de…
Callé súbitamente al recordar. Billetes de cinco mil y de diez mil dólares. Todo coincidía. Le sonreí desde mi escritorio.
—¿Dónde están los cuadros, míster Smith? —pregunté.
Le tocó a él la voz de suspirar.
—Por favor, no me lo pregunte. Yo no quiero perjudicar a nadie. Sólo quiero marcharme, antes de que sea demasiado tarde. Usted ha sido amable conmigo. Le estoy agradecido. Acepte el dinero y olvídese de todo. Este informe no servirá para nada, créame.
—¿Creerle? ¿Con todo el país en vilo buscando obras de arte robadas, y con un comunista debajo de cada cama? Tal vez se trate solamente de curiosidad femenina, pero me gustaría saberlo todo. —Le apunté cuidadosamente—. No se trata de una conversación, míster Smith. Hable o disparo.
—Está bien. Pero no le servirá de nada. —Se inclinó hacia mí—. Debe creerme. No servirá de nada. Podría enseñarle los cuadros, es verdad. Se los podría entregar. Y sin embargo, de nada serviría. Dentro de veinticuatro horas resultarían tan inútiles como el informe que usted quería presentar.
—Es verdad, el informe. Tal vez sea mejor que empecemos por él —dije—. A pesar de sus frases pesimistas. A juzgar por lo que dice, parece como si las bombas tuviesen que empezar a caer mañana.
—Caerán —me aseguró—. Aquí y en todas partes.
—Muy interesante —empuñé la pistola con la mano izquierda y cogí la estilográfica—. Pero ahora, al grano. Su nombre, por favor. Su nombre auténtico.
—Kim Logan.
—¿Fecha de nacimiento?
—25 de noviembre de 2903.
Levanté el arma.
—El brazo derecho —dije— a media altura del triceps. Le dolerá.
—25 de noviembre de 2903 —repitió—. Llegué aquí el domingo pasado a las 10 de la noche, según el horario de ustedes. Siguiendo la misma cronología, me marcharé mañana a las nueve. Es un ciclo de 169 horas.
—¿De qué me está hablando?
—Mi instrumento está ahí, en la bahía. Los cuadros y los manuscritos se encuentran en él. Quería permanecer sumergido hasta el momento de marcharme esta noche, pero un hombre disparó contra mí.
—¿Se siente febril? —pregunté—. ¿Le duele la cabeza?
—No. Le dije que no serviría de nada explicárselo todo. Usted no quiere creerme, como tampoco ha creído lo de las bombas.
—Ciñámonos a los hechos —sugerí—. Usted ha admitido que robó los cuadros. ¿Por qué?
—A causa de las bombas, desde luego. Se aproxima la guerra, la gran guerra. Mañana, antes del amanecer, sus aviones volarán sobre la frontera rusa y los aviones soviéticos contraatacarán. Esto no será nada más que el comienzo. La guerra durará meses, años incluso. Al final… ruinas. Pero las obras maestras que yo me llevo estarán a salvo.
—¿Cómo?
—Se lo he dicho ya. Mañana, a las nueve, regresaré a mi lugar en la coordenada continua del tiempo. —Alzó la mano—. No me diga que esto no es posible. Tal vez lo sea según sus conceptos actuales de la física. Tal como está incluso nuestra ciencia, sólo puede demostrarse el movimiento hacia adelante. Cuando sugerí mi proyecto al Instituto todos se mostraron escépticos, pero esto no impidió que construyeran el instrumento siguiendo mis instrucciones. También me permitieron utilizar el dinero de la Fundación Histórica, en Fort Knox. Y antes de marcharme, recibí irónicas bendiciones. Supongo que al verme desaparecer, todos se llevaron una sorpresa mayúscula. Pero esto no será nada comparado con la reacción que causará mi regreso. Mi regreso triunfal, con un cargamento de obras maestras que todos suponían destruidas mil años antes.
—Vamos a aclarar las cosas —dije—. Según su relato, usted ha venido porque sabía que la guerra estaba a punto de estallar y quería salvar de la destrucción unas cuantas obras maestras. ¿No es así?
—Exactamente. Era una jugada muy arriesgada, pero disponía de dinero. He estudiado esta época repasando todos los detalles disponibles en los archivos. Me puse al corriente de las peculiaridades lingüísticas de la época. Supongo que no tiene dificultad en comprenderme, ¿verdad? Y conseguí elaborar un plan. Desde luego, no he tenido un éxito completo, pero he conseguido mucho en una sola semana. Tal vez pueda volver otra vez, un poco antes, quizá con un año o dos de anticipación, y procurarme más. —Sus ojos brillaron—. ¿Por qué no? Podríamos construir más instrumentos, venir varios de nosotros. Entonces podríamos conseguir lo que quisiéramos.
Moví la cabeza denegando.
—Para no extendernos demasiado, supongamos por un momento que le creo, cosa que no es cierta. Dice usted que ha robado varios cuadros. Esta noche piensa llevárselos consigo al año dos mil novecientos y pico. Esto es lo que usted espera. ¿Es ésta su historia?
—Es la verdad.
—Muy bien. Pero ahora sugiere que podrían repetir el experimento en una escala más amplia. Regresar un año antes que hoy y apoderarse de más obras maestras. ¿Qué sucederá con los cuadros que usted se llevará hoy?
—No la comprendo.
—Según usted, estos cuadros estarán en su época. Pero un año antes estaban colgados en diversos museos. ¿Seguirán allí cuando ustedes vuelvan? Seguramente, no pueden coexistir.
Sonrió.
—Interesante paradoja. Empieza usted a gustarme, doctora Rafferty.
—Pues bien, no deje que este sentimiento vaya en aumento. No es recíproco, puedo asegurárselo. Incluso aunque me estuviera diciendo la verdad, yo no podría admirar sus motivos.
—¿Por qué no? —Se levantó, haciendo caso omiso de la pistola—. ¿Acaso no es un objetivo dignísimo la salvación de tesoros inmortales de las insensatas destrucciones de una guerra de tribus? El mundo merece que este patrimonio artístico sea preservado. He arriesgado mi vida para poder llevar la belleza a mi propia época, donde podrá ser adecuadamente admirada y disfrutada por mentes que ya no están obsesionadas por la codicia y crueldad que he hallado aquí.
—Sus palabras suenan muy bien —observé—, pero los hechos prevalecen. Usted ha robado esos cuadros.
—¿Robado? ¡Los he salvado! Le aseguro que antes de terminarse este año estarían completamente destruidos. Sus galerías, sus bibliotecas, todo desaparecerá. ¿Es robar sacar los objetos más preciados de un templo en llamas? —Se inclinó hacia mí—. ¿Es un crimen?
—¿Y por qué no apagar el fuego? —repliqué—. Usted sabe (supongo que a través de datos históricos) que la guerra ha de estallar hoy o mañana. ¿Por qué no aprovecharse de su previsión y tratar de evitarla?
—No puedo hacerlo. Los datos que poseemos son mínimos e incompletos. Los acontecimientos se confunden entre sí. Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará. Sobre este punto, nada he podido aclarar.
—¿Pero no puede avisar a las autoridades?
—¿Y cambiar la historia? ¿Cambiar la secuencia actual de los acontecimientos, para ser más exacto? ¡Imposible!
—¿Acaso no la cambia al llevarse los cuadros?
—Esto es diferente.
—¿Lo cree? —Le miré con fijeza a los ojos—. No veo la diferencia. En fin, todo esto es imposible. He perdido mucho tiempo discutiendo con usted.
—¡Tiempo! —Miró el reloj de pared—. Son casi las doce. Sólo me quedan nueve horas. Y tengo que hacer muchas cosas. Entre ellas, ajustar el instrumento.
—¿Dónde está ese precioso mecanismo suyo?
—En la bahía. Sumergido, desde luego. Tuve esta idea cuando lo estaban construyendo. Imaginen los riesgos que supone tratar de moverse a través del tiempo y aparecer sobre una superficie sólida. La faz de la tierra sufre cambios, pero el océano es prácticamente inalterable. Sabía que si partía desde un lugar situado a varias millas del litoral y llegaba aquí, eliminaría gran parte de los riesgos más corrientes. Por otra parte, el mar ofrece un escondrijo ideal. Sepa que el principio de mi viaje es sencillo. Por medios puramente mecánicos, esta noche elevaré el instrumento hasta rebasar el límite estratosférico y entonces intercalcularé dimensionalmente el momento en que me libere de la órbita terrestre. El impulso gántico será…
No cabía duda. No era preciso escuchar tantas tonterías para comprender que estaba loco de atar. Una lástima, pues era un ejemplar muy apuesto.
—Lo siento —le interrumpí—. No dispongo de más tiempo. Lamento verme obligada a ello, pero no me queda otra alternativa. No, no se mueva. Voy a llamar a la policía, y si da usted un paso dispararé.
—¡Deténgase! ¡No debe llamarles! Haré cualquier cosa. Incluso la llevaré conmigo. ¡Eso es! ¡La llevaré conmigo! ¿No le gustaría salvar la vida? ¿No le agradaría escapar?
—No. Nadie escapará —le aseguré—. Sobre todo, usted. Y ahora, quieto y nada de tonterías. Voy a hacer esa llamada.
Se detuvo. Quedóse inmóvil. Yo cogí el teléfono, con una dulce sonrisa. Él sonrió a su vez. Me miró.
Ocurrió algo.
Se ha discutido mucho acerca de los aspectos clínicos de la terapia hipnótica. Recuerdo que en la escuela intentaron hipnotizarme y demostré ser totalmente inmune. De ello deduje que se necesita cierta dosis de cooperación o de sugestibilidad condicionada para que un individuo resulte susceptible a la hipnosis.
Estaba equivocada.
Estaba equivocada porque entonces no pude moverme. Nada de luces, ni de espejos, ni de voces, ni de sugestión. Simplemente, no pude moverme. Seguí sentada, empuñando la pistola. Así continué mientras le veía marcharse, cerrar la puerta tras él. Podía ver y podía asentir. Incluso pude oírle cuando se despidió de mí.
Pero no conseguí moverme. Podía hacer algo, pero sólo funciones de tipo paralítico. Por ejemplo, podía mirar el reloj.
Estuve observando el reloj desde las doce hasta casi las siete. Durante la tarde llegaron varios pacientes, no pudieron entrar y se marcharon. Miré el reloj hasta que su faz se borró a causa de la oscuridad. Seguí sentada y sufriendo aquella rigidez hipnótica hasta que, providencialmente, sonó el teléfono.
Aquello rompió el hechizo. Pero también me quebró a mí. No pude contestar a la llamada. Me limité a desplomarme sobre mi mesa, con los músculos transidos por el dolor, mientras la pistola se desprendía de mis dedos entumecidos. Permanecí allí jadeando y sollozando, durante largo tiempo. Traté de sentarme otra vez y sufrí dolores de agonía. Después traté de andar. Las piernas carecían de tacto. Necesité una hora para volver a ser dueña de mí, e incluso entonces noté que sólo se trataba de un control parcial, un control meramente físico. Mis pensamientos eran otra cosa muy distinta.
Siete horas pensando. Siete horas de duda entre la falsedad o la certidumbre de aquel relato. Siete horas aceptando y rechazando lo posible y lo imposible.
Eran ya más de las ocho cuando conseguí valerme de los pies otra vez, y entonces no supe lo que debía hacer.
¿Llamar a la policía? Sí, pero ¿qué podía decirles? Tenía que estar segura, tenía que saber.
¿Y qué sabía yo? Que estaba allí, en la bahía, y que partiría a las nueve. Había un instrumento que se elevaría más allá de la estratosfera…
Salí en busca de mi coche y me puse en marcha. El muelle estaba desierto. Enfilé la carretera que conduce hasta la Punta, desde donde se goza de una buena vista. Llevaba mis prismáticos. Había estrellas, pero no luna, a pesar de lo cual pude ver perfectamente.
Había un pequeño yate que se mecía sobre las aguas, pero no brillaba en él ninguna luz. ¿Podía ser el yate?
Sería absurdo correr riesgos. Me acordé de las noticias de la radio acerca del servicio de vigilancia costera.
Esto me decidió. Regresé a la ciudad, me detuve ante una farmacia y llamé a la policía. Sólo comuniqué la presencia del yate. Tal vez investigarían la causa de que no hubiese luces. Sí, me quedaría allí y les esperaría, si así lo deseaban.
No me quedé, desde luego. Volví a la Punta y enfoqué mis prismáticos hacia el yate. Eran casi las nueve cuando vi que se acercaba la lancha guardacostas, pasando detrás del yate con gran rapidez.
Eran exactamente las nueve cuando encendieron los reflectores y, durante un increíble instante, captaron el brillante reflejo del globo plateado que salió del agua y subió derecho hacia los cielos.
Entonces se produjo la explosión y vi el fogonazo antes de percibir la detonación. El guardacostas llevaba artillería antiaérea y ésta se mostró efectiva.
Por un momento, el globo siguió su ascenso. Al momento siguiente, no había nada. Lo volaron en mil pedazos.
Y fue como si también me hicieran pedazos a mí. Porque si había un globo, tal vez él estaba dentro. Con las obras maestras, a punto de regresar a otra época. Por lo tanto, su historia era cierta, y si era cierta…
Creo que me desmayé. Mi reloj marcaba las 10:30 cuando recobré el conocimiento y me incorporé. Habían dado ya las once cuando entré en el Servicio de Vigilancia Costera y expliqué mi odisea.
Como es lógico, nadie me creyó. Incluso el doctor Halvorsen, el médico de guardia, dijo que me creía pero insistió en darme la inyección y en trasladarme al hospital.
De todos modos, hubiera sido ya tarde. Aquel globo fue la gota que acabó de llenar el vaso. Seguramente, comunicaron a Washington sin perder tiempo la historia de aquella nueva arma soviética destruida ante las costas. Al producirse el hecho después de haberse descubierto aquellos buques cargados de bombas, representó el golpe final. Alguien dio órdenes y nuestros aviones se pusieron en camino.
He estado escribiendo toda la noche. Desde el pasillo se oyen las noticias de la radio. Hemos bombardeado varios lugares. Y se ha dado la alerta, en previsión de posibles represalias.
Tal vez ahora me creerían. Pero ya no importa. Será tal como él pronosticó.
No puedo dejar de pensar en las paradojas del viaje a través del tiempo. Esa noción de trasladar objetos del presente al futuro, y esa otra acerca de alterar el pasado. Me gustaría desarrollar esta teoría, pero ya no es preciso. Los antiguos maestros no han podido ir al futuro. Como tampoco él, al regresar a nuestro presente, pudo evitar la guerra.
¿Qué había dicho? "Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará."
Pues bien, éste fue el incidente trivial. Su visita. Si yo no hubiera hecho aquella llamada por teléfono, si el globo no se hubiese elevado… pero ya no puedo pensar en ello por más tiempo. Me duele la cabeza. Todo ese ruido estridente y atronador…
Acabo de efectuar un descubrimiento importante. Estos ruidos estridentes y atronadores no proceden del interior de mi cabeza. También puedo oír el alarido de las sirenas. Si aún me quedaba alguna duda acerca de la veracidad de sus afirmaciones, se ha desvanecido ya por completo.
Ojalá hubiese dado crédito a sus palabras. Ojalá los demás me creyesen ahora. Pero ya no queda tiempo…

Cuentos de humor negro, 1965.

martes, 22 de marzo de 2022

Familia numerosa. Fernando Iwasaki.

El viernes pasado se me hizo tarde en la oficina y decidí comprar algo de postre para aplacar a la tribu, pues a mi familia siempre le revienta que llegue a almorzar después de las tres. El edificio estaba prácticamente vacío, pero en la sexta planta subió una pareja con sus tres niños, todos muy veraniegos como si fueran a pasar el fin de semana en la playa. Les sonreí avergonzado, pensando en lo que me diría mi mujer si hubiera visto a ese padre abnegado y ejemplar que no era como yo.
De pronto el ascensor se atascó. Primero apretamos la alarma. Nada. Luego probamos llamar a través de los móviles, pero no había cobertura. Cuando me puse a gritar pidiendo auxilio me di cuenta de que los niños lloraban. Eran casi las cuatro de un viernes de agosto. El conserje ya se habría marchado y dentro del ascensor el calor era de una ferocidad africana.
Me irritaban esos padres más preocupados en rezar que en buscar soluciones prácticas. El tiempo transcurría espeso, el aire se volvía turbio y los niños comenzaron a vomitar en sus baldecitos de playa. Un olor a papillas fermentadas invadió el ascensor y empecé a sentir arcadas. «¿Tiene usted hijos»?, me preguntó de pronto aquel hombre santurrón y silencioso. «Tengo tres como tú», respondí antipático. «Entonces también rezaremos por ellos», me prometió con una sonrisa que me sacó de quicio. «Tremendo huevón», pensé. Sus hijos estaban mal, con suerte podrían rescatarnos al día siguiente y en el peor de los casos a primera hora del lunes. Y el muy idiota sólo pensaba en rezar. Antes de perder el conocimiento aún alcancé a ver a aquel hombre rezando, abrazado a los cuerpos desvanecidos de su familia.
Recuperé la conciencia en un cuarto de hospital, enchufado a una botella de suero y recibiendo las reprimendas cariñosas de mi mujer, que se congratulaba de haber tenido la ocurrencia de acercarse a la oficina y avisar así a los bomberos. «Ha sido un milagro —me pareció escuchar—, porque el verano pasado murió una familia entera en el mismo ascensor».

Ajuar funerario, 2004.
 

lunes, 21 de marzo de 2022

Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió. Francisco de Quevedo.

«¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la Salud y la Edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.

domingo, 20 de marzo de 2022

Dentro de una esmeralda. José Emilio Pacheco.

Remota herencia y tradición familiar, allí estaba con sus aristas y sus planos. Opaca, dormida o traslúcida, viva al ponerla a contraluz para que revelase sus abismos, sus mares y espesuras de piedra. Un día, pasados muchos años de no verla, la reencontré al buscar unos papeles en los arcones del desván. Yo estaba solo, mi mujer y mis hijos habían salido. Acaricié la esmeralda, la puse como siempre a contraluz. Vi en su interior la miniatura perfecta de una mujer desnuda que alzaba los brazos para suplicarme que la liberase de su prisión.
Imposible reducir mi tamaño, descender a su encuentro, escalar los muros y los farallones de roca verde. Sólo podía romper, hendir la esmeralda para rescatar a quien desesperadamente lo suplicaba. Quizá el diamante de mi anillo podía cortar la gema. Al precio de arruinar el engarce, lo desmonté con unas pinzas. Presa de un frenesí cercano a la demencia, hice muchos intentos de penetrar en el abismo de esa piedra. Cuando lo conseguí al fin, la punta agudísima del diamante cortó en dos el cuerpo de la mujer.
El tajo fue perfecto. No hubo sangre. Se escuchó el lamento más doloroso que se ha oído jamás. Entre llantos y gritos traté en vano de unir las dos mitades frágiles de la muchacha. Regresó mi familia. Al encontrarme en medio de las joyas destruidas, advirtió en mí el estallido de la locura por tanto tiempo enjaulada como dentro de una esmeralda. Al día siguiente me encerraron en esta celda verde traslúcida. Y permaneceré entre sus paredes de piedra hasta que un día alguien venga librarme con un tajo que divida en dos mitades mi cuerpo.


jueves, 17 de marzo de 2022

La mujer esqueleto. Tim Bowley.

Ya nadie recordaba qué era, pero ella había hecho algo en contra de la voluntad de su padre, y él la había agarrado y arrojado por el acantilado, y ella había caído y caído hasta hundirse en el océano.
Su cuerpo se sumergió cada vez más hondo, bailando su lenta danza de la muerte, hasta quedar reposando sobre el lecho marino. Con el paso del tiempo los peces y otras criaturas se comieron toda su carne mientras las conchas y los cangrejos se alojaban en sus huesos, y durante muchos años yació allí, mecida por las corrientes como un alga, la Mujer Esqueleto.
Creyendo que la bahía estaba hechizada, la gente dejó de pescar allí. Un día, sin embargo, un forastero vino a pescar en su kayac, ignorante de las tristes leyendas que pesaban sobre esa extensión de agua. Lanzó el sedal por la borda de su barco y el anzuelo se hundió y se hundió hasta el fondo del océano, donde se enganchó en las costillas de la Mujer Esqueleto. Notando algo en el extremo de su sedal, el hombre gritó: “¡Oh-ho, ha picado un pez gordo!”, y empezó a izar su captura. La Mujer Esqueleto sintió que algo tiraba de ella y se retorció tratando de librarse, pero cuanto más se debatía más se enredaba.
El hombre tiró del sedal hasta que al fin la Mujer Esqueleto fue levantada del fondo del océano donde tanto tiempo había yacido y subió y subió, atravesando las aguas, hacia la luz.
Cuando el hombre sitió que la presa estaba cerca de la superficie se volvió para coger la red pero, al girarse, dio un grito. Porque allí, en la popa del barco, con los dientes clavados en la madera, el agua goteando de su cabellera de algas, los cangrejos correteando por las cuencas de sus ojos, las lapas destellando sobre sus huesos, estaba la Mujer Esqueleto. El hombre, aterrorizado, cogió su remo, golpeó a la espantosa aparición para arrojarla del barco y empezó a remar desesperadamente hacia la costa, haciendo avanzar la embarcación con todas sus fuerzas. En su pánico, no se dio cuenta de que la Mujer Esqueleto seguía enganchada en el anzuelo y, cuando miró hacia atrás, allí estaba ella surcando las olas tras él!
El hombre siguió remando hasta llegar por fin a la orilla. Saltó de su kayac, agarró el sedal y empezó a correr por el hielo. Pero cuando miró tras él vio venir, saltando y botando por el hielo, a la Mujer Esqueleto y, por mucho que corriera, cada vez que miraba tras de sí, allí estaba ella. El hombre siguió corriendo y corriendo, con el corazón palpitando, agitando las piernas, los ojos desorbitados de terror. Corrió entre las pilas de pescado seco y, mientras se deslizaba entre ellas, la Mujer Esqueleto extendió una mano huesuda, cogió un pescado y se lo comió.
El hombre siguió corriendo hasta que al fin, exhausto, temblando, aterrorizado, llegó a su iglú. Se arrojó por la puerta a la oscuridad del interior y durante largo tiempo quedó allí jadeando, libre al fin del horror de la Mujer Esqueleto. Finalmente, el hombre se recuperó un poco y encendió el fuego; pero entonces chilló, porque allí, en el iglú con él, estaba la Mujer Esqueleto. Sus huesos estaban todos enredados del viaje, tenía una pierna dentro de la caja torácica y la otra detrás de la cabeza; todavía goteaba agua de su pelo de algas, y los percebes de sus dientes sonrientes destellaban a la luz del fuego.
Al mirarla, el hombre se dio cuenta de que no podía escapar de ella. Y, tal vez porque era un hombre solitario, al aceptar su destino, algo se conmovió en su interior y sintió compasión por ella. Se arrastró hasta la mujer musitando palabras tranquilizadoras y le colocó suavemente los huesos hasta que cada uno estuvo en su lugar. Luego, cogió una túnica de piel de foca y se la puso sobre los hombros, y después, agotado por las aventuras del día, se metió en la cama y se durmió.
La Mujer Esqueleto se quedó sentada inmóvil, alerta, observando al hombre dormido, sin atreverse a hacer un solo ruido por temor a enfurecerle y que él también la agarrara y la arrojara fuera, como había hecho su padre tanto tiempo atrás.
Mientras el hombre dormía, tuvo un sueño y ese sueño hizo brotar una lágrima que se deslizó por su mejilla. Viendo la lágrima, la Mujer Esqueleto sintió en ella la sed de los siglos y se arrastró hasta el hombre dormido, le acercó la boca huesuda al rostro y empezó a beberse la lágrima. A medida que bebía, esa lágrima se convirtió en un río y ella bebió y bebió, hasta que al fin su sed quedó aplacada.
Luego, la Mujer Esqueleto empezó a cantar una canción, una canción tan antigua como los cristales de hielo que la rodeaban y, mientras cantaba, deslizó una mano huesuda bajo las sábanas, la metió en el pecho del hombre dormido y sacó su corazón palpitante. Y cantando con voz cada vez más fuerte, acarició sus huesos con el corazón del hombre.
Se acarició la cara; cantó pidiendo carne; cantó pidiendo ojos, nariz, labios; cantó pidiendo orejas; cantó pidiendo pelo; cantó pidiendo brazos; cantó pidiendo manos; cantó pidiendo pechos, cantó pidiendo corazón; cantó pidiendo estómago y órganos internos; cantó pidiendo piernas y pies veloces; cantó pidiendo una hendidura entre las piernas y todas las cosas que una mujer necesita.
Cuando estuvo completa, la Mujer Esqueleto cantó para desnudar al hombre dormido y se metió en la cama junto a él. Después hundió la mano en su propio pecho, se sacó el corazón y lo puso con cuidado dentro del pecho del hombre dormido, y el corazón de él lo metió en el suyo. Por la mañana, al despertar, estaban los dos entrelazados en un abrazo de amor eterno.
Y desde aquel día vivieron juntos. Cada vez que salían de pesca, las criaturas del océano se entregaban libremente a la Mujer Esqueleto, que había vivido entre ellas tanto tiempo. Y el hombre y la Mujer Esqueleto vivieron felices muchos años.

Semillas al viento. Cuentos del mundo, 2001.

lunes, 14 de marzo de 2022

Usher II. Ray Bradbury.

—«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando, montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto, cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante de la melancólica Casa Usher…»
El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una inscripción: 2005 A.D.
—Ya está terminada —dijo el señor Bigelow, el arquitecto—. Aquí tiene la llave, señor Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de cuervo.
—La Casa Usher —dijo el señor Stendahl con satisfacción—. Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría encantado?
El señor Bigelow entornó los ojos.
—¿Era esto lo que quería, señor?
—¡Sí!
—¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?
—¡Muy desolado, muy terrible!
—¿Las paredes son… lívidas?
—¡Asombrosamente lívidas!
—¿La laguna es bastante negra y siniestra?
—Increíblemente negra y siniestra.
—Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
—¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
—La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, «¿enfrían y acongojan el corazón, entristecen el pensamiento»?
—Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo. Dios mío, ¡qué hermosa es!
—Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo, el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta. Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana. Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente «siniestro».
Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores pestilentes, toda la «atmósfera» tan delicadamente concebida y adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica, los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si era o no de material plástico?
Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba, más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba, descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo mundo otoñal y a prueba de ruidos.
—Ahora que mi tarea ha terminado —dijo el señor Bigelow, intranquilo—, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo esto?
—¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
—No.
—¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
—Nada.
—Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
—Por supuesto —gruñó delicadamente el señor Stendahl, con desaliento y desprecio a la vez—. ¿Cómo pude pensar que conoce al bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln. Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años…
—Ah —dijo juiciosamente el señor Bigelow—. ¡Uno de aquellos!
—Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
—Ya.
—Tenían miedo de la palabra «política», que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. ¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo aseguro!
—¿De veras?
—Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca… Oh, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices», pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!
En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
—Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para mí. He oído decir que la Gran Hoguera fue una cosa buena.
—¡Fuera! —gritó Stendahl—. ¡Su trabajo ha terminado, y ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó solo ante la Casa.
—Oídme todos —les dijo a los invisibles cohetes—. Vine a Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que le hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa Usher está abierta!
Y alzó al cielo un puño amenazante.
El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una mirada a la Casa, y una expresión de irritación y disgusto le ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al hombrecito que esperaba allí.
—¿Usted es Stendahl? Yo soy Garrett, inspector de Climas Morales.
—¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.
—Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y ordenado como en la Tierra —dijo Garrett, y sacudió irritado una tarjeta de identidad, señalando la Casa—. ¿Por qué no me dice que es esto, Stendahl?
—Un castillo encantado, si le parece.
—No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra, encantado.
—No es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he construido un santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelan en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de material plástico, esqueletos robots que bailan, vampiros robots, arlequines, lobos, fantasmas blancos, productos todos de la química y el ingenio del hombre.
—Lo que me temía —dijo Garrett sonriendo pacíficamente—. Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.
—Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se enteraran.
—Hubiera venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar seguros de las intenciones de usted. Los desmanteladores y la brigada de incendios, podemos tenerlos aquí a la hora de la cena. Y a medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor Stendahl, me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero ganado con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de dólares.
—Cuatro millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima, sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores ¿No podría dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos, veinticuatro horas?
—Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada de Casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación.
—¡Pronto quemarán a los Babbitt!
—Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su biblioteca.
—Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un día atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos los Muertos, y les dijeron a los productores de cine que si querían hacer algo se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién doblan las campanas! Treinta versiones diferentes. Todas realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el infierno!
—Es inútil amargarse.
—Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo, ¿no es así?
—Sí.
—Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No tardaremos más de un minuto.
—Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.
La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy hondos, como si grandes fuelles subterráneos respiraran en lejanas catacumbas.
Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio un puntapié. La rata rodó, y de su piel de nailon brotó una increíble horda de moscas metálicas.
—¡Asombroso! —Garrett se inclinó y miró.
Una vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a Garrett a través de la boca desdentada, golpeando los naipes grasientos con las puntas de los dedos.
—¡La muerte! —gritó.
—A esto, precisamente, me refería —dijo Garrett—. ¡Deplorable!
—Permitiré que usted mismo la queme.
—¿De veras? —dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el entrecejo—. He de reconocer que se lo toma usted muy bien.
—Me basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo hice. Decir que he creado un ambiente medieval en un mundo moderno e incrédulo.
—Yo mismo no puedo dejar de admirar el genio inventivo de usted, señor.
Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo húmedo giraron unas ruedas, y como hilos de caramelo lanzados por una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los aposentos silenciosos.
Un gorila brotó de la nada.
—¡Cuidado! —gritó Garrett.
Stendahl golpeó levemente el pecho negro del gorila.
—No tema. Un robot. Cobre y otros materiales, como la bruja. ¿Ve? —Tocó la piel descubriendo unos tubos de metal.
—Sí. —Garrett alargó tímidamente una mano—. Pero ¿por qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?
—La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo. Pero el gobierno lo sabrá muy pronto. —Y Stendahl hizo una seña al gorila—. Bien. Ahora.
El gorila mató al señor Garrett.



—¿Estamos listos, Pikes?
Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó los ojos.
—Sí, señor.
—Ha hecho usted un espléndido trabajo.
—Bueno, para eso me pagan, señor —dijo Pikes suavemente mientras levantaba el párpado de plástico del robot y ajustaba con precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma—. Ya está.
—La vera efigie del señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del verdadero señor Garrett.
—¿Qué hacemos con él, señor?
—Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto?
Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo.
—Adiós —dijo, metió dentro al señor Garrett y cerró la puerta.
—Adiós.
Stendahl miró al robot.
—¿Recuerda las instrucciones, Garrett?
—Sí, señor. —El robot se sentó en la mesa muy tieso—. Vuelvo a Climas Morales. Redactaré un informe complementario. Demoren intervención cuarenta y ocho horas. Continúo investigando.
—Bien, Garrett. Adiós.
El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue volando.
Stendahl se volvió.
—Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?
—Teniendo en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será toda una fiesta! —Se guiñaron los ojos.
Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre él, entre las vigas de roble, los murciélagos, de delicados huesos de cobre ocultos bajo la carne de caucho, chillaban y lo miraban parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
—Por nuestro éxito —dijo.
Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez el asunto. Con qué placer recordaría esta noche cuando fuera viejo. El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagraciones y sus terrores literarios. Oh, cómo habían crecido en él la furia y el odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado forma lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había conocido a Pikes, tres años atrás.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda, como un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de todos. Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda, una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl, que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas, muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Chaney. ¿Superior a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!
¡Pobre, imposible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido, Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras, como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno! ¿Habrás sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin una disculpa? Sí, sí. Stendahl sintió que una furia insensata le helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en incontables medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera… la Casa Usher.
Se oyeron las campanadas de una gran iglesia. Llegaban los invitados.
Stendahl, sonriendo, fue a recibirlos.
Adultos sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde como los charcos de los bosques, envueltos en sedas del color de las ranas y los helechos, ellos esperaban. Envueltos en pieles amarillas, como el sol y la arena, los robots esperaban. Aceitados, con huesos de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los metrónomos esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de lubricación y bronces torneados. Un silencio de cementerio. Sexuados, pero sin sexo, los robots. Nominados, pero sin nombre, con todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas en las que alguien había grabado las letras E.O.B. Y de pronto rechinaron los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en una inmensa y ronroneante relojería. Los párpados de goma se abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron; los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o una piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweedledee, la Tortuga y el Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo y de ardientes oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta, Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve, Barba Azul con patillas de acetileno, y nubes sulfurosas con lenguas de fuego verde, y por último un dragón gigantesco y escamoso que llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.
Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en primavera.
Los hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
—¡Así que esto es Usher!
—¿Pero dónde está la puerta?
En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y parloteaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:
—Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo.
Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y entraron en la Casa.
¡Muy eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos! ¡Tremendamente importantes políticos, bacteriólogos y neurólogos! Allí estaban, entre paredes húmedas.
—¡Bienvenidos!
El señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang, el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.
—Pasen, pasen.
La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorita Churchill, la señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras resplandecientes mujeres.
Personas eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de Todos los Muertos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos, limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de color de yodo y sangre de mercuriocromo a imponer sus Climas Morales, a repartir bondad. ¡Y ésos eran los amigos de Stendahl! Sí, con cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno por uno, y en el último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos ellos.
—¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! —les gritó.
—Hola, Stendahl, ¿qué es esto?
—Ya lo verán. Que se desvista todo el mundo. Entren en estos cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los invitados, un poco intranquilos, no se movieron.
—No sé si debemos quedarnos —dijo la señorita Pope—. No me gusta el aspecto de todo esto. Es casi… una blasfemia.
—¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.
—Parece algo ilegal —gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
—Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo esto será una ruina. Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas cuadrillas al compás de una música que unos enanos tocaban con arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco, puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez. Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de otra época, con los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al ponerse las máscaras todo derecho a querellarse con la fantasía y el terror. Las mujeres vestidas de rojo se reían desplazándose por los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y en las paredes había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había espejos que no reflejaban ninguna imagen.
—¡Todos nosotros vampiros! —rió el señor Fletcher—. ¡Muertos!
Las siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la última amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi borrachos, corrían por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto corazón delator.
—Señor Stendahl.
Un murmullo.
—Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a Stendahl. Era Pikes.
—Quiero hablar con usted.
—¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas, tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un pasillo.
—¿Garrett? —susurró.
Pikes asintió.
—Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.
Pikes y Stendahl miraron las fatídicas piezas.
—Esto significa que la policía llegará en cualquier momento —dijo Pikes—. Y arruinarán nuestros planes.
Stendahl observó a los bailarines; un torbellino de gente amarilla, anaranjada y azul. La música barría los salones neblinosos.
—No sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en persona. No es tan tonto. Pero, espere…
—¿Qué pasa?
—Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero nosotros le enviamos otro… Si no lo examina con cuidado, no notará la diferencia.
—¡Por supuesto!
—La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay peligro. Es posible que se presente en cualquier momento, ¡en persona! ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
—Apuesto a que es él. Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
—¿El señor Stendahl?
—¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y a la gente que daba vueltas.
—El mismo. He creído conveniente una inspección personal. No se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de una hora, preparados para echar abajo esta horrible guarida.
Stendahl se inclinó ceremoniosamente.
—Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted divertirse. ¿Un poco de vino?
—No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar un hombre?
—Véalo usted mismo, señor Garrett.
—El crimen —dijo Garrett.
—El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara blanca como un queso.
—¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
—¡Horroroso! —sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de llorar. Parpadeó y miró—. ¡Señorita Blunt!
—Sí, aquí estoy —dijo la señorita Blunt.
—¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
—No —dijo la señorita Blunt riéndose—. Era un robot. Un perfecto facsímil.
—Pero, pero…
—No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo. Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
—¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
—Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta. Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo. Durante un momento creí…
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor Steffens.
—¿Soy yo el que está ahí abajo? —preguntó el señor Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo—. Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
—Qué realismo —dijo Steffens alejándose.
—Otro vaso de vino, señor Garrett.
—Sí, por favor.
—Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.
—Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
—¿Ahora qué? —dijo Garrett, receloso.
—Ahora me toca a mí —dijo la señorita Drummond—. Miren.
Y poco después una segunda señorita Drummond chillaba dentro de un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra húmeda.
—Pero cómo, yo recuerdo esto —jadeó el investigador de Climas Morales—. Estaba en los viejos libros prohibidos. El enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo, y el mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí! ¡En uno de los libros que quemé!
—Otro trago, Garrett. No mueva la copa.
—¡Dios mío, qué imaginación!
Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un dragón, los otros arrojados a las aguas negras de una laguna, donde se hundieron y desaparecieron.
—¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted? —preguntó Stendahl.
—¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este infierno. Es usted horrible, Stendahl.
—Venga por aquí.
Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de numerosos pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el interior de la tierra, hacia las catacumbas.
—¿Qué quiere mostrarme? —preguntó Garrett.
—Su propia muerte.
—¿La muerte de mi doble?
—Sí. Y otra cosa.
—¿Qué?
—El Amontillado —dijo Stendahl adelantándose y alzando una linterna deslumbrante.
Unos esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes. Garrett, con un gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.
—¿El qué?
—¿No ha oído hablar usted del Amontillado?
—No.
—¿No reconoce usted eso? —Stendahl le señaló una celda.
—¿Tendría que reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una paleta de albañil.
—¿Y esto?
—¿Qué es?
—Venga.
Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett, que estaba casi borracho.
—Por Dios, ¿qué hace usted? —gritó Garrett sacudiendo las cadenas.
—Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente irónico. No sea descortés. Ya está.
—¡Me ha encadenado!
—Es cierto.
—Pero ¿qué pretende?
—Dejarlo en esta celda.
—Usted bromea.
—Una broma muy graciosa.
—¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?
—No hay doble.
—Pero ¿y los otros?
—Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.
Garrett calló.
—Ahora usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!» —continuó Stendahl—. Y yo contestaré: «¡Sí, por amor de Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
—Imbécil.
—¿Tengo que repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios, Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.
—No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.
—Póngase eso —dijo Stendahl, tirándole algo que campanilleaba y tintineaba.
—¿Qué es?
—Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
—¡Stendahl!
—Le he dicho que se lo ponga.
Garrett obedeció. Los cascabeles repicaron.
—¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes? —preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un mortero y unos ladrillos.
—¿Qué hace?
—Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.
—¡Usted está loco!
—No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes. Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada vez más oscura. La pared crecía lentamente.
—Un poco más de ruido, por favor —dijo Stendahl—. Representemos bien la escena.
—¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.
—¿Garrett? —llamó Stendahl en voz baja. Garrett calló—. ¿Sabe usted por qué le hago esto? Porque quemó los libros del señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la opinión de los demás. Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor Garrett.
Garrett no replicó.
—Quiero que esto sea perfecto —dijo Stendahl levantando la linterna para que la luz cayera sobre la encogida figura de Garrett—. Agite suavemente los cascabeles. —Los cascabeles tintinearon—. Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios, Montresor!»; es posible que lo deje salir.
La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó y luego dijo grotescamente:
—Por amor de Dios, Montresor.
—Ah —exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento—. Requiescat in pace, querido amigo.
Salió de prisa de la catacumba.
El sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en las siete salas de la Casa.
Apareció la Muerte Roja.
Stendahl se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr fuera de la Casa, más allá del foso, donde esperaba un helicóptero.
—¿Listo, Pikes?
—Listo.
—¡Vamos allá!
Miraron la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el medio, como en un terremoto, y mientras Stendahl observaba la magnífica escena, oyó a Pikes que recitaba detrás de él en un tono bajo y cadencioso:
—«Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un vértigo… Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la casa Usher».
El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y voló hacia el oeste.

Crónicas marcianas, 2005.