Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespuntados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender nada de aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único infalible, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de esas que empiezan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se derrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, una porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.
Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes, porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.
Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le volteaba se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él le daba vueltas a la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de mi nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura encandilada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y resolvió llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la mala suerte, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelías según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de haber burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de su estado mayor.
No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los infantes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia, ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.
Ahí fue donde se echó a perder el poco de cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas en octubre y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de triturar, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y mataba animales del desierto y los ponía por los rincones para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a reventar y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.
Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un congreso de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, las medallas con mi perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.
Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de marina no se atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Alguien que quizás no olvidaba los blacamanismos de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue esa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los tiempos más propicios del mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se le tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.
miércoles, 31 de agosto de 2016
martes, 30 de agosto de 2016
Tres gatos. Patricia Esteban Erlés.
A la loca la seguían siempre tres gatos negros como las moras. Cuando nos la tropezábamos en la plaza, mi madre hacía la señal de la cruz con disimulo y yo me daba la vuelta para mirarla. Ella solía caminar sin zapatos, con el filo de un camisón blanco asomando por debajo del abrigo que olía a sangre. Un día se le quemó la casa con ella dentro. La vimos bailar de habitación en habitación, hecha un manojo de llamas. A lo que llegaron los bomberos no quedaban ni sus huesos. Yo pregunté por los gatos, sus tres gatos negros. ¿Qué gatos? La loca vivió siempre sola, ni sombra tenía, me interrumpió mi madre. Al parecer, ella no los vio nunca pasear por el pueblo, como si fueran sus dueños. Tampoco los ve ahora, tumbados sobre el edredón de mi cama, tentándome para que salga de noche a caminar descalza.
Casa de muñecas. Patricia Esteban Erlés, 2012.
Casa de muñecas. Patricia Esteban Erlés, 2012.
lunes, 29 de agosto de 2016
El incendio. Ana María Matute.
El niño cogió los lápices color naranja, el lápiz de color amarillo, y aquel por una punta azul y la otra rojo. Fue con ellos a la esquina, y se tendió en el suelo. La esquina era blanca, a veces la mitad negra, la mitad verde. Era la esquina de la casa, y todos los sábados la encalaban. El niño tenía los ojos irritados de tanto blanco, de tanto sol cortando su mirada con filos de cuchillo. Los lápices del niño eran naranja, rojo, amarillo y azul. El niño prendió fuego a la esquina con sus colores. Sus lápices -sobre todo aquel de color amarillo, tan largo- se prendieron de los postigos y las contraventanas, verdes, y todo crujía, brillaba, se trenzaba. Se desmigó sobre su cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, que le abrasó.
domingo, 28 de agosto de 2016
Nunca nadie. Margarita Posada.
La puerta del ascensor se abrió como por ochentava vez. Estaba mirándome el dedo chiquito. Lo tenía rojo porque se me resbaló una maleta de la mano esa mañana. Ella parecía una bailarina de ballet. Lo que más me atrajo fue su cuello. Tenía el mentón pegado al pecho y su nuca sobresalía sobre todas las cosas del mundo. Justo después del tin que suena cuando llega el ascensor, oí cómo tomaba aire casi en un suspiro, levantaba la cabeza, se reincorporaba y salía. Quise creer que venía hacia mí con su pelo mojado en una moña y la cara recién lavada. Nunca supe si era huésped del hotel, pero en todo caso no se había registrado durante mi turno. Olvidé mi dedo meñique y me la grabé toda en la cabeza, por si salía muy rápido y no volvía a verla. Tenía un pantalón de sudadera delgadito y un saco gris de capucha.
Era cierto que venía hacia mí. Cuando estuvo cerca noté que tenía los ojos encharcados. Sus lágrimas se resistían a salir y seguro no podía enfocar bien, porque parecían una piscina a punto de desbordarse. Entonces tuvo que pedirme que le consiguiera un taxi y su voz, una voz honda y grave, se quebró de tristeza. Nunca he sentido que alguien me necesitara tanto. Fue a tumbarse en un sofá del lobby, muy cerca de donde yo llamaba el taxi. Sus lágrimas empezaron a salir en un silencio mustio que no fui capaz de romper. Habría podido preguntarle si estaba bien, pero hacerle esa pregunta a alguien tan triste era francamente tonto. Lo que necesitaba de mí era un taxi, nada más. Empecé a dar los datos y entonces me preguntaron que a nombre de quién el servicio. Tapé el auricular con una mano y le pregunté con mucha prudencia: «Su nombre, señorita». Ella miraba hacia ninguna parte y no se dio cuenta de que le hablaba. Seguía llorando, sin gemir, sin moverse, casi sin parpadear. Ni siquiera se limpiaba las lágrimas, solo las dejaba caer y de vez en cuando se chupaba los pómulos como haciendo un puchero muy sutil. Me pareció inútil volver a preguntar, así que le inventé un nombre a la operadora. Luego me acerqué y le dije que en cinco minutos llegaba el servicio. Ella salió de su ensimismamiento por un segundo y me dijo gracias como si le hubiera salvado la vida.
Pasó una eternidad mientras llegaba el taxi. Era tan hermosa y lloraba tanto que no podía quitarle los ojos de encima, así que la miraba de reojo para que no se sintiera observada. Alcancé a imaginarme todas las historias posibles, pero ninguna encajaba en su tristeza. Si la hubiera dejado un amante —pensaba— no lloraría sin taparse la cara, las mujeres tienen una dignidad de hierro. Si le hubieran avisado de que alguien había muerto, estaría desesperada. Si le doliera algo, su cara se contorsionaría, pero tampoco.
De repente supe que no necesitaba saber qué le pasaba para acompañarla en su dolor. Lo que había surgido como un morbo del más ramplón iba convirtiéndose poco a poco en una solidaridad sin condiciones. Me hubiera gustado acercarme, sentarme a su lado y consentirle el pelo empapado. A lo mejor cogerle una mano y llevar su cabeza a mi pecho para luego decirle que todo iba a estar bien. Pero me encontraba ahí, paralizado ante su llanto, queriendo callar a gritos al pianista del bar, que tocaba cualquier cursilería desagradable que ella no merecía, y sabía perfectamente que nada iba a estar bien para ella esa noche.
Cuando el taxi llegó le avisé con una mueca. Ella se paró del sofá y, antes de desaparecer para siempre en el Chevrolet amarillo que la esperaba en la puerta, volvió a decirme gracias desde el fondo de su corazón, con la voz aún más quebrada y ronca. Nunca nadie me había necesitado tanto.
Era cierto que venía hacia mí. Cuando estuvo cerca noté que tenía los ojos encharcados. Sus lágrimas se resistían a salir y seguro no podía enfocar bien, porque parecían una piscina a punto de desbordarse. Entonces tuvo que pedirme que le consiguiera un taxi y su voz, una voz honda y grave, se quebró de tristeza. Nunca he sentido que alguien me necesitara tanto. Fue a tumbarse en un sofá del lobby, muy cerca de donde yo llamaba el taxi. Sus lágrimas empezaron a salir en un silencio mustio que no fui capaz de romper. Habría podido preguntarle si estaba bien, pero hacerle esa pregunta a alguien tan triste era francamente tonto. Lo que necesitaba de mí era un taxi, nada más. Empecé a dar los datos y entonces me preguntaron que a nombre de quién el servicio. Tapé el auricular con una mano y le pregunté con mucha prudencia: «Su nombre, señorita». Ella miraba hacia ninguna parte y no se dio cuenta de que le hablaba. Seguía llorando, sin gemir, sin moverse, casi sin parpadear. Ni siquiera se limpiaba las lágrimas, solo las dejaba caer y de vez en cuando se chupaba los pómulos como haciendo un puchero muy sutil. Me pareció inútil volver a preguntar, así que le inventé un nombre a la operadora. Luego me acerqué y le dije que en cinco minutos llegaba el servicio. Ella salió de su ensimismamiento por un segundo y me dijo gracias como si le hubiera salvado la vida.
Pasó una eternidad mientras llegaba el taxi. Era tan hermosa y lloraba tanto que no podía quitarle los ojos de encima, así que la miraba de reojo para que no se sintiera observada. Alcancé a imaginarme todas las historias posibles, pero ninguna encajaba en su tristeza. Si la hubiera dejado un amante —pensaba— no lloraría sin taparse la cara, las mujeres tienen una dignidad de hierro. Si le hubieran avisado de que alguien había muerto, estaría desesperada. Si le doliera algo, su cara se contorsionaría, pero tampoco.
De repente supe que no necesitaba saber qué le pasaba para acompañarla en su dolor. Lo que había surgido como un morbo del más ramplón iba convirtiéndose poco a poco en una solidaridad sin condiciones. Me hubiera gustado acercarme, sentarme a su lado y consentirle el pelo empapado. A lo mejor cogerle una mano y llevar su cabeza a mi pecho para luego decirle que todo iba a estar bien. Pero me encontraba ahí, paralizado ante su llanto, queriendo callar a gritos al pianista del bar, que tocaba cualquier cursilería desagradable que ella no merecía, y sabía perfectamente que nada iba a estar bien para ella esa noche.
Cuando el taxi llegó le avisé con una mueca. Ella se paró del sofá y, antes de desaparecer para siempre en el Chevrolet amarillo que la esperaba en la puerta, volvió a decirme gracias desde el fondo de su corazón, con la voz aún más quebrada y ronca. Nunca nadie me había necesitado tanto.
sábado, 27 de agosto de 2016
Amigos. Juan Carlos Márquez.
Un hombre con la ropa hecha jirones que hedía a vino barato me paró ayer en el vestíbulo del supermercado: «Eh, Adolfo, ¿no me reconoces? Soy yo, Leo, tu amigo imaginario de la infancia».
viernes, 26 de agosto de 2016
Motivo literario. Mónica Lavín.
Le escribió tantos versos, cuentos, canciones y hasta novelas que una noche, al buscar con ardor su cuerpo tibio, no encontró más que una hoja de papel entre las sábanas.
jueves, 25 de agosto de 2016
Nieve falsa. Eva Sánchez Palomo.
Cogí el billete de cinco euros que me habías dejado sobre la mesita del recibidor y salí corriendo. En el ascensor, mientras bajaba, iba repitiendo en mi cabeza lo que me habías encargado, “chinchetas doradas de cabeza plana, chinchetas doradas de cabeza plana”, quería hacerlo bien, no como la última vez.
La calle estaba desierta, había empezado a nevar y el intenso frío congelaba mi aliento, yo jugaba a hacer como que fumaba exhalando vapor por entre la lana de mi bufanda, me encanta hacer eso. Aunque todavía no era muy tarde las farolas estaban encendidas y emitían una luz triste y raquítica de día de invierno. Caminé sin detenerme hasta llegar a la librería.
No había clientes y el señor Julián estaba apoyado en la vitrina de los bolígrafos leyendo un libro, dejó sus gafas y vino a ver qué quería. Le pedí las chinchetas. “Chinchetas doradas de cabeza plana”, repitió, “voy a ver qué tengo en el almacén, todas las que tengo por aquí son de colores, espérame un segundo”.
Mientras el señor Julián buscaba las chinchetas me puse a curiosear por la tienda. Nunca había estado allí yo solo, siempre he ido contigo o con mamá, así que me sentía especial, libre. Miré un rato los peluches, los coches, pero mi atención enseguida se desvió hacia un estante lleno completamente de esas medio esferas con nieve por dentro. Tenía decenas, todas allí colocaditas. Y no eran esas esferas baratas, de plástico, como las que hay en la tienda de los chinos, no, eran todas de cristal, muy parecidas entre sí, con muchos detalles en las pequeñas escenas que tenían formadas en el interior. Eran ciudades, montañas, jardines, escenas marinas, había de todo tipo. El interior de la esfera está lleno de un líquido transparente y los copos de esa falsa nieve, brillan y caen despacio, como si nevara de verdad allí dentro. Así que cogí las esferas y las fui agitando una a una. Empezó a nevar en todos aquellos pequeños mundos al mismo tiempo. Era una gozada, me quedé allí mirando caer los pequeños copos de nieve falsa, hipnotizado por el movimiento de esos puntitos diminutos. Era gracioso, porque nevaba en la calle y también nevaba dentro de la tienda, dentro de las esferas.
Empecé a impacientarme por el señor Julián, así que me acerqué a la puerta del almacén y oí que estaba hablando por teléfono. Entonces volví a las esferas y fue cuando lo vi. Eran dos figuras diminutas que nadaban dentro de la esfera. Me quedé atónito. Dos personas, un hombre y una mujer, llegaron buceando ágilmente hasta el centro de lo que parecía una plazoleta en medio de una escena navideña: árboles de navidad, muñecos de nieve, un santa Claus frente al edificio más grande. Escarbaban con sus brazos entre la falsa nieve que ya había caído para llegar a la base de plástico, sin duda buscaban una salida de esa cárcel de cristal.
Cogí la semiesfera con las manos y me la acerqué todo lo que pude a los ojos, no me lo podía creer, me temblaba todo el cuerpo. Solté la bola y ellos debieron asustarse ante ese brusco movimiento porque los vi esconderse. Nadaron hasta una de las casitas de plástico de la escena. Entre el frontal donde estaban dibujadas la puerta y la ventana y el lateral de la casita había un hueco estrecho por el que se metieron.
En ese momento regresó el señor Julián con las chinchetas. Yo no sabía qué hacer, no tenía dinero suficiente para pagar los casi diez euros que costaba la esfera, pero tampoco podía dejarla allí, así que sin pensarlo demasiado cogí la esfera, me la metí en uno de los bolsillos del abrigo y corrí hacia el mostrador.
-Perdona, chico, pero he tenido que llamar a mi mujer para que me dijera dónde guardamos estas cosas, son dos con cincuenta.- Le dí el billete, el señor Julián me dio las chinchetas y el cambio y salí corriendo de la tienda.
El corazón me latía a máxima velocidad, creí que me iba a dar algo. Llevaba las manos en los bolsillos, con una tocaba la esfera de cristal, congelada en comparación con el calor que desprendía mi mano, y con la otra daba vueltas sin parar a la caja de las chinchetas.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Me estaba volviendo loco? Me dirigí hasta el parque sin pensarlo demasiado, allí podría pensar con más tranquilidad. Había dejado de nevar, pero la calle seguía prácticamente vacía, solo se veían algunas personas andando deprisa para llegar cuando antes a sus casas y escapar de ese frío que cortaba la cara. Me senté en el banco de piedra, enfrente de la fuente. El parque estaba triste de tan vacío, sin niños, sin pájaros, mal iluminado por unas míseras farolas que alumbraban a unos árboles avergonzados de su desnudez.
Temblando, saqué la esfera, la acerqué a mi cara, y me quedé muy quieto. Nada se movía, estuve así mucho rato, se me helaban la cara y las manos. No dejaba de mirar el hueco por el que se habían metido esas personas, un diminuto agujero en una diminuta casita de plástico dentro de media esfera de cristal sobre un soporte de madera. Era de locos.
Nada se movió durante mucho rato, pero por fin pude ver primero una cabeza, luego la otra, eran el hombre y la mujer. Tiraban el uno del otro y se ayudaban a avanzar dentro de ese líquido transparente que llenaba la esfera. Se metían entre la nieve que cubría el fondo y se les veía trabajar incansablemente levantando la nieve, apartando con sus brazos montones y montones de copos brillantes. Era angustioso verles así, buscando un resquicio por el que escapar.
Entonces apoyé con cuidado la esfera en el banco, me quité el guante y golpee dos veces con la uña. El cristal sonó con ese ruido tan característico. Se quedaron paralizados, no sabían de donde venía ese sonido, entonces la mujer miró hacia arriba y debió ver mis ojos, enormes, monstruosos, y señaló hacia mí. Él tiró de ella hacia arriba y nadaron hacia la parte superior de la esfera, hasta apoyarse en el cristal por su parte más alejada de la base, allí donde estaban mis ojos mirándoles atónitos. Empezaron a hacerme señas, no entendía muy bien qué querían decirme, pero sin duda pedían ayuda, querían que les liberara de esa cárcel de agua y cristal. Así que agarré la bola y la golpeé con todas mis fuerzas contra una de las patas de piedra del banco. Al primer golpe se hizo añicos.
Sobre la nieve blanca del parque quedó un charquito de un líquido más oleoso que el agua, y sobre el charquito dos seres diminutos que boqueaban como peces recién pescados, movían los brazos y las piernas frenéticamente, mientras trataban de respirar un aire que, sin duda, no entraba en sus pulmones. Yo les observé, impotente, hasta que por fin dejaron de moverse y fueron solo dos cuerpos inertes tendidos sobre un charco en el suelo y cubiertos por unos copos de nieve falsa, liviana y brillante.
La calle estaba desierta, había empezado a nevar y el intenso frío congelaba mi aliento, yo jugaba a hacer como que fumaba exhalando vapor por entre la lana de mi bufanda, me encanta hacer eso. Aunque todavía no era muy tarde las farolas estaban encendidas y emitían una luz triste y raquítica de día de invierno. Caminé sin detenerme hasta llegar a la librería.
No había clientes y el señor Julián estaba apoyado en la vitrina de los bolígrafos leyendo un libro, dejó sus gafas y vino a ver qué quería. Le pedí las chinchetas. “Chinchetas doradas de cabeza plana”, repitió, “voy a ver qué tengo en el almacén, todas las que tengo por aquí son de colores, espérame un segundo”.
Mientras el señor Julián buscaba las chinchetas me puse a curiosear por la tienda. Nunca había estado allí yo solo, siempre he ido contigo o con mamá, así que me sentía especial, libre. Miré un rato los peluches, los coches, pero mi atención enseguida se desvió hacia un estante lleno completamente de esas medio esferas con nieve por dentro. Tenía decenas, todas allí colocaditas. Y no eran esas esferas baratas, de plástico, como las que hay en la tienda de los chinos, no, eran todas de cristal, muy parecidas entre sí, con muchos detalles en las pequeñas escenas que tenían formadas en el interior. Eran ciudades, montañas, jardines, escenas marinas, había de todo tipo. El interior de la esfera está lleno de un líquido transparente y los copos de esa falsa nieve, brillan y caen despacio, como si nevara de verdad allí dentro. Así que cogí las esferas y las fui agitando una a una. Empezó a nevar en todos aquellos pequeños mundos al mismo tiempo. Era una gozada, me quedé allí mirando caer los pequeños copos de nieve falsa, hipnotizado por el movimiento de esos puntitos diminutos. Era gracioso, porque nevaba en la calle y también nevaba dentro de la tienda, dentro de las esferas.
Empecé a impacientarme por el señor Julián, así que me acerqué a la puerta del almacén y oí que estaba hablando por teléfono. Entonces volví a las esferas y fue cuando lo vi. Eran dos figuras diminutas que nadaban dentro de la esfera. Me quedé atónito. Dos personas, un hombre y una mujer, llegaron buceando ágilmente hasta el centro de lo que parecía una plazoleta en medio de una escena navideña: árboles de navidad, muñecos de nieve, un santa Claus frente al edificio más grande. Escarbaban con sus brazos entre la falsa nieve que ya había caído para llegar a la base de plástico, sin duda buscaban una salida de esa cárcel de cristal.
Cogí la semiesfera con las manos y me la acerqué todo lo que pude a los ojos, no me lo podía creer, me temblaba todo el cuerpo. Solté la bola y ellos debieron asustarse ante ese brusco movimiento porque los vi esconderse. Nadaron hasta una de las casitas de plástico de la escena. Entre el frontal donde estaban dibujadas la puerta y la ventana y el lateral de la casita había un hueco estrecho por el que se metieron.
En ese momento regresó el señor Julián con las chinchetas. Yo no sabía qué hacer, no tenía dinero suficiente para pagar los casi diez euros que costaba la esfera, pero tampoco podía dejarla allí, así que sin pensarlo demasiado cogí la esfera, me la metí en uno de los bolsillos del abrigo y corrí hacia el mostrador.
-Perdona, chico, pero he tenido que llamar a mi mujer para que me dijera dónde guardamos estas cosas, son dos con cincuenta.- Le dí el billete, el señor Julián me dio las chinchetas y el cambio y salí corriendo de la tienda.
El corazón me latía a máxima velocidad, creí que me iba a dar algo. Llevaba las manos en los bolsillos, con una tocaba la esfera de cristal, congelada en comparación con el calor que desprendía mi mano, y con la otra daba vueltas sin parar a la caja de las chinchetas.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Me estaba volviendo loco? Me dirigí hasta el parque sin pensarlo demasiado, allí podría pensar con más tranquilidad. Había dejado de nevar, pero la calle seguía prácticamente vacía, solo se veían algunas personas andando deprisa para llegar cuando antes a sus casas y escapar de ese frío que cortaba la cara. Me senté en el banco de piedra, enfrente de la fuente. El parque estaba triste de tan vacío, sin niños, sin pájaros, mal iluminado por unas míseras farolas que alumbraban a unos árboles avergonzados de su desnudez.
Temblando, saqué la esfera, la acerqué a mi cara, y me quedé muy quieto. Nada se movía, estuve así mucho rato, se me helaban la cara y las manos. No dejaba de mirar el hueco por el que se habían metido esas personas, un diminuto agujero en una diminuta casita de plástico dentro de media esfera de cristal sobre un soporte de madera. Era de locos.
Nada se movió durante mucho rato, pero por fin pude ver primero una cabeza, luego la otra, eran el hombre y la mujer. Tiraban el uno del otro y se ayudaban a avanzar dentro de ese líquido transparente que llenaba la esfera. Se metían entre la nieve que cubría el fondo y se les veía trabajar incansablemente levantando la nieve, apartando con sus brazos montones y montones de copos brillantes. Era angustioso verles así, buscando un resquicio por el que escapar.
Entonces apoyé con cuidado la esfera en el banco, me quité el guante y golpee dos veces con la uña. El cristal sonó con ese ruido tan característico. Se quedaron paralizados, no sabían de donde venía ese sonido, entonces la mujer miró hacia arriba y debió ver mis ojos, enormes, monstruosos, y señaló hacia mí. Él tiró de ella hacia arriba y nadaron hacia la parte superior de la esfera, hasta apoyarse en el cristal por su parte más alejada de la base, allí donde estaban mis ojos mirándoles atónitos. Empezaron a hacerme señas, no entendía muy bien qué querían decirme, pero sin duda pedían ayuda, querían que les liberara de esa cárcel de agua y cristal. Así que agarré la bola y la golpeé con todas mis fuerzas contra una de las patas de piedra del banco. Al primer golpe se hizo añicos.
Sobre la nieve blanca del parque quedó un charquito de un líquido más oleoso que el agua, y sobre el charquito dos seres diminutos que boqueaban como peces recién pescados, movían los brazos y las piernas frenéticamente, mientras trataban de respirar un aire que, sin duda, no entraba en sus pulmones. Yo les observé, impotente, hasta que por fin dejaron de moverse y fueron solo dos cuerpos inertes tendidos sobre un charco en el suelo y cubiertos por unos copos de nieve falsa, liviana y brillante.
miércoles, 24 de agosto de 2016
La noticia. Roberto Walsh.
Era una mujer rubia, de unos cuarenta años, probablemente alemana. Se llamaba Gertrudis. Lo que decía era esto:
—A mí me han comido siete veces los dragones, pero siempre me tuvieron que vomitar.
—¡Ah! —dijo el periodista cortésmente, cerrando su libreta de apuntes—. ¿Y por qué, señora?
El estudiante de medicina que acompañaba al periodista sonrió al oír la palabra señora.
—Porque soy una diosa —dijo la señora Gertrudis.
—Una diosa —dijo el periodista.
—Sí. Fíjese —confió la señora Gertrudis señalando con el brazo a su alrededor, en un movimiento muy delicado—. Por mí caen todas las hojas del otoño. Miren cómo caen.
El periodista miró. El patio del manicomio estaba lleno de árboles, y de los árboles caían millares de hojas secas. Detrás de los muros había otros árboles y de ellos también caían las hojas, en una silenciosa, interminable, inundación. El periodista vio que caían por todas partes al mismo tiempo, acaso en todo el mundo, y se preguntó cómo iba a hacer para dar esa noticia.
Dijo:
—Por favor, señora, baje el brazo.
La señora Gertrudis, con pena, bajó el brazo. El aire se volvió otra vez limpio y puro, y el periodista se alegró de no tener que pasar una noticia tan extraña.
—A mí me han comido siete veces los dragones, pero siempre me tuvieron que vomitar.
—¡Ah! —dijo el periodista cortésmente, cerrando su libreta de apuntes—. ¿Y por qué, señora?
El estudiante de medicina que acompañaba al periodista sonrió al oír la palabra señora.
—Porque soy una diosa —dijo la señora Gertrudis.
—Una diosa —dijo el periodista.
—Sí. Fíjese —confió la señora Gertrudis señalando con el brazo a su alrededor, en un movimiento muy delicado—. Por mí caen todas las hojas del otoño. Miren cómo caen.
El periodista miró. El patio del manicomio estaba lleno de árboles, y de los árboles caían millares de hojas secas. Detrás de los muros había otros árboles y de ellos también caían las hojas, en una silenciosa, interminable, inundación. El periodista vio que caían por todas partes al mismo tiempo, acaso en todo el mundo, y se preguntó cómo iba a hacer para dar esa noticia.
Dijo:
—Por favor, señora, baje el brazo.
La señora Gertrudis, con pena, bajó el brazo. El aire se volvió otra vez limpio y puro, y el periodista se alegró de no tener que pasar una noticia tan extraña.
martes, 23 de agosto de 2016
Doble vida. Eduardo Berti.
En cuanto supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de su otra mujer y la dirección de su otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera –una inspección de la compañía de seguros, o algo así-, y una mujer alta y equina me invitó a entrar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior de aquel hogar era una réplica del que habíamos compartido mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado distribuidos exactamente igual, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.
De vuelta a casa, esa misma noche me dediqué con malévolo placer a desordenar y revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé que la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván, el enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía incluso imaginarlo al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.
De vuelta a casa, esa misma noche me dediqué con malévolo placer a desordenar y revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé que la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván, el enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía incluso imaginarlo al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.
lunes, 22 de agosto de 2016
Héroe. Alberto Sánchez Argüello.
Debajo de la cama de Pipián Ramírez, miope de nacimiento, está el portal al oscuro universo de Cthulhu, donde duermen los primigenios. Por las noches algún tentáculo oleoso y torsos reptantes intentan atravesar el umbral pero Pipián, ignorante de toda la monstruosa e inhumana fauna, les barre de nuevo hacia abajo. “Que joden estos ratones” se lamenta, sin saber que cada noche nos salva a todos de aquel horror.
domingo, 21 de agosto de 2016
Los mejor calzados. Luisa Valenzuela.
Invasión de mendigos pero queda un consuelo: a ninguno les faltan zapatos, zapatos sobran. Eso sí, en ciertas oportunidades hay que quitárselo a alguna pierna descuartizada que se encuentra entre los matorrales y sólo sirve para calzar a un rengo. Pero esto no ocurre a menudo, en general se encuentra el cadáver completito con los dos zapatos intactos. En cambio las ropas sí están inutilizadas. Suelen presentar orificios de bala y manchas de sangre, o han sido desgarradas a latigazos, o la picana eléctrica les ha dejado unas quemaduras muy feas y difíciles de ocultar. Por eso no contamos con la ropa, pero los zapatos vienen chiche. Y en general se trata de buenos zapatos que han sufrido poco uso porque a sus propietarios no se les deja llegar demasiado lejos en la vida. Apenas asoman la cabeza, apenas piensan (y el pensar no deteriora los zapatos) ya está todo cantado y les basta con dar unos pocos pasos para que ellos les tronchen la carrera.
Es decir, que zapatos encontramos, y como no siempre son del número que se necesita, hemos instalado en un baldío del Bajo un puestito de canje. Cobramos muy contados pesos por el servicio: a un mendigo no se le puede pedir mucho pero sí que contribuya a pagar la yerba mate y algún bizcochito de grasa. Sólo ganamos dinero de verdad cuando por fin se logra alguna venta. A veces los familiares de los muertos, enterados vaya uno a saber cómo de nuestra existencia, se llegan hasta nosotros para rogarnos que les vendamos los zapatos del finado si es que los tenemos. Los zapatos son lo único que pueden enterrar, los pobres, porque claro, jamás les permitirán llevarse el cuerpo. Es realmente lamentable que un buen par de zapatos salga de circulación, pero de algo tenemos que vivir también nosotros y además no podemos negarnos a una obra de bien. El nuestro es un verdadero apostolado y así lo entiende la policía, que nunca nos molesta mientras merodeamos por baldíos, zanjones, descampados, bosquecitos y demás rincones donde se puede ocultar algún cadáver. Bien sabe la policía que es gracias a nosotros que esta ciudad puede jactarse de ser la de los mendigos mejor calzados del mundo.
Es decir, que zapatos encontramos, y como no siempre son del número que se necesita, hemos instalado en un baldío del Bajo un puestito de canje. Cobramos muy contados pesos por el servicio: a un mendigo no se le puede pedir mucho pero sí que contribuya a pagar la yerba mate y algún bizcochito de grasa. Sólo ganamos dinero de verdad cuando por fin se logra alguna venta. A veces los familiares de los muertos, enterados vaya uno a saber cómo de nuestra existencia, se llegan hasta nosotros para rogarnos que les vendamos los zapatos del finado si es que los tenemos. Los zapatos son lo único que pueden enterrar, los pobres, porque claro, jamás les permitirán llevarse el cuerpo. Es realmente lamentable que un buen par de zapatos salga de circulación, pero de algo tenemos que vivir también nosotros y además no podemos negarnos a una obra de bien. El nuestro es un verdadero apostolado y así lo entiende la policía, que nunca nos molesta mientras merodeamos por baldíos, zanjones, descampados, bosquecitos y demás rincones donde se puede ocultar algún cadáver. Bien sabe la policía que es gracias a nosotros que esta ciudad puede jactarse de ser la de los mendigos mejor calzados del mundo.
viernes, 19 de agosto de 2016
El asesino desinteresado Bill Harrigan. Jorge Luis Borges.
La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar mejicanos".
EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba.
En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
GO WEST!
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice. "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora — ostentosamente.
MUERTES PORQUE SÍ
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando.
Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria.
Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto.
Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
Historia universal de la infamia. Jorge Luis Borges, 1935.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar mejicanos".
EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba.
En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.
GO WEST!
Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.
DEMOLICIÓN DE UN MEJICANO
La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el precisó lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice. "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora — ostentosamente.
MUERTES PORQUE SÍ
De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando.
Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria.
Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto.
Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.
Historia universal de la infamia. Jorge Luis Borges, 1935.
jueves, 18 de agosto de 2016
La marea. Mikel Izal.
Estoy sentado en la playa. Desde mi toalla observo a una pareja joven que lleva largo rato sin cruzar una palabra. Él mira el mar sin ver nada, ella cambia de posición para que el sol broncee su cuerpo de forma uniforme y de vez en cuando se incorpora y consulta su móvil, bebe agua o se aplica crema bronceadora. Pero nunca lo mira a él.
Él sigue mirando fijamente el mar.
Están a kilómetros de distancia el uno del otro. Ya no hay más que decir, solo queda esperar a que suba la marea y los lleve adonde tenga que llevarlos. Me pregunto cómo se puede llegar a esa situación. Cobardes. Prefieren el silencio a decir algo que desencadene la temida conversación de despedida. El último y largo abrazo de cariño sincero y pasión muerta, el “espero que seas feliz, de corazón”, el llanto de la derrota, de no haber sabido amarse a perpetuidad. El maldito beso de despedida, que concentra más pasión que el último año entero y que arroja una traidora chispa de esperanza que se apaga una milésima de segundo después de despegar los labios.
Y tras el beso, la desaparición. Los meses de no saber nada el uno del otro, de darse por muertos, de vivir en la mentira de un mundo que ya no es binario. De enterarse por amigos o conocidos de cómo está el otro sin el uno, pero sin entrar en detalles, no jodamos. Y a continuación la inevitable reaparición, el remover de brasas que intenta avivar por última vez un fuego muerto, que intenta cocinar una presa que hace tiempo que se pudrió y dejó de ser comestible por mucho hambre que se tenga.
Todo eso lo pienso desde mi toalla, sin poder rescatarles de las redes que ellos mismos han tejido, mirándolos con cierta pena, mientras observo cómo se hunden en el mar, desaparecen y mueren. Veo sus restos inertes regresar a la playa empujados por las olas. Un niño grita: “¡Mamá, mamá, mira, hay muertos en la orilla!”.
Decido dejar de mirar el proceso de descomposición; me entristece y estoy de vacaciones. Busco por la playa escenas más alegres. Reparo en que otra pareja me observa, me da la impresión de que llevan bastante tiempo haciéndolo. Cuando los miro, ellos bajan la vista y vuelven a sus risas y a sus secretos al oído.
Son felices.
De repente una mano roza mi pierna y reparo en la presecia de mi mujer a mi lado, en la otra mitad de la enorme toalla familiar que hemos comprado hace unas horas. No nos hemos dicho una palabra. El niño que antes señalaba los restos de aquella pareja ahora nos señala a nosotros. El terror me asola. Quizá sea demasiado tarde, pero corro a dar un beso a la mujer que amo esperando que no nos alcance la marea.
Mikel Izal: Los seres que me llenan, 2016.
Él sigue mirando fijamente el mar.
Están a kilómetros de distancia el uno del otro. Ya no hay más que decir, solo queda esperar a que suba la marea y los lleve adonde tenga que llevarlos. Me pregunto cómo se puede llegar a esa situación. Cobardes. Prefieren el silencio a decir algo que desencadene la temida conversación de despedida. El último y largo abrazo de cariño sincero y pasión muerta, el “espero que seas feliz, de corazón”, el llanto de la derrota, de no haber sabido amarse a perpetuidad. El maldito beso de despedida, que concentra más pasión que el último año entero y que arroja una traidora chispa de esperanza que se apaga una milésima de segundo después de despegar los labios.
Y tras el beso, la desaparición. Los meses de no saber nada el uno del otro, de darse por muertos, de vivir en la mentira de un mundo que ya no es binario. De enterarse por amigos o conocidos de cómo está el otro sin el uno, pero sin entrar en detalles, no jodamos. Y a continuación la inevitable reaparición, el remover de brasas que intenta avivar por última vez un fuego muerto, que intenta cocinar una presa que hace tiempo que se pudrió y dejó de ser comestible por mucho hambre que se tenga.
Todo eso lo pienso desde mi toalla, sin poder rescatarles de las redes que ellos mismos han tejido, mirándolos con cierta pena, mientras observo cómo se hunden en el mar, desaparecen y mueren. Veo sus restos inertes regresar a la playa empujados por las olas. Un niño grita: “¡Mamá, mamá, mira, hay muertos en la orilla!”.
Decido dejar de mirar el proceso de descomposición; me entristece y estoy de vacaciones. Busco por la playa escenas más alegres. Reparo en que otra pareja me observa, me da la impresión de que llevan bastante tiempo haciéndolo. Cuando los miro, ellos bajan la vista y vuelven a sus risas y a sus secretos al oído.
Son felices.
De repente una mano roza mi pierna y reparo en la presecia de mi mujer a mi lado, en la otra mitad de la enorme toalla familiar que hemos comprado hace unas horas. No nos hemos dicho una palabra. El niño que antes señalaba los restos de aquella pareja ahora nos señala a nosotros. El terror me asola. Quizá sea demasiado tarde, pero corro a dar un beso a la mujer que amo esperando que no nos alcance la marea.
Mikel Izal: Los seres que me llenan, 2016.
miércoles, 17 de agosto de 2016
Prejuicios. Leonardo Dolengiewich Mendoza.
Él pasa horas frente al espejo. Quienes no lo conocen, sentencian que es un tremendo narcisista. En cambio, sus familiares, todos vampiros como él, saben que solo es un simple e inofensivo esquizofrénico.
Destellos en el cristal. VVAA, 2013.
martes, 16 de agosto de 2016
Las voces. José Luis Zárate.
Las voces dentro de la cabeza de Edgar Allan Poe encontraban menos molestos al cuervo y al gato negro, que vivían ahí dentro, que al maldito corazón que nunca se permitía un instante de silencio.
lunes, 15 de agosto de 2016
La gallina ciega. Juan Yanes.
Me vendaban los ojos, como para jugar a la gallina ciega, y me decían, da un paso hacia adelante, y yo lo daba, y no pasaba nada y reían. Luego se ponían a gritar como si hubieran enloquecido y me volvían a decir, a que no das otro paso adelante, y yo lo daba, no me importaba y no pasaba nada. Entonces me empujaron y caí al suelo, me pusieron los pies encima y empezaron a pegarme con las manos en la cabeza y siguieron gritando muy fuerte, como para jalearme, nerviosos. Se hizo un silencio, yo continuaba con los ojos tapados y las cosas se confundían con el negro. Me volvieron a decir si era capaz de dar un paso más. Y yo les dije que sí, y lo di y caí al vacío. Un vacío insondable en el que oía la voz de mi madre gritar y maldecirlos a todos.
domingo, 14 de agosto de 2016
Cuento nocturno. Julio César Parissi.
A lo lejos se escucharon doce campanadas. Arriba, la luna se distraía mirando las nubecitas negras que pasaban a su lado. Abajo, entre las lápidas, dos espectros hablaban entre sí.
—No me vas a creer, pero tuve un sueño —dijo uno de los fantasmas. El otro lo miró con sus ojos muertos inundados de incredulidad. De su boca salió un suspiro.
—No puede ser —dijo lanzando un aliento de ataúd apolillado.
—Soñé, te lo juro. Ayer al mediodía, en el panteón. Soñé.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que estaba vivo, y no sé por qué soñé eso. ¿Serán nostalgias de mi otra vida?
—No, no creo —dijo el otro cadáver, y agregó, espantado—: Temo que sea una premonición.
—No me vas a creer, pero tuve un sueño —dijo uno de los fantasmas. El otro lo miró con sus ojos muertos inundados de incredulidad. De su boca salió un suspiro.
—No puede ser —dijo lanzando un aliento de ataúd apolillado.
—Soñé, te lo juro. Ayer al mediodía, en el panteón. Soñé.
—¿Qué soñaste?
—Soñé que estaba vivo, y no sé por qué soñé eso. ¿Serán nostalgias de mi otra vida?
—No, no creo —dijo el otro cadáver, y agregó, espantado—: Temo que sea una premonición.
sábado, 13 de agosto de 2016
Los autómatas. Ana María Shua.
Son hombres, mujeres y niños excelsos en el arte de fingir la vida. Imitan con tanta perfección los movimientos humanos que sólo su constante repetición los denuncia como muñecos de madera. Su dueño y creador descolla en la perfección de los detalles, como el brillo de la piel, el volumen de la carne. Uno de los hombres tiene un tic; una mujer, con los ojos perdidos, esboza una semisonrisa, como respondiendo a un recuerdo, un chico resfriado se sorbe los mocos.
Pero si son casi pefectos en su imitación de la vida, hay que ver la perfección absoluta con que mueren, la gradual palidez que se apodera de sus mejillas, el abandono inanimado de sus cuerpos, la sorprendente, sorprendente rapidez con que se pudre la madera.
Fenómenos de circo, 2011.
Pero si son casi pefectos en su imitación de la vida, hay que ver la perfección absoluta con que mueren, la gradual palidez que se apodera de sus mejillas, el abandono inanimado de sus cuerpos, la sorprendente, sorprendente rapidez con que se pudre la madera.
Fenómenos de circo, 2011.
viernes, 12 de agosto de 2016
Enamorado. Gonzalo Suárez.
El otro día fui a la fuente donde nos besamos por primera vez. Seguía cayendo el agua. Naturalmente, tú no estabas. Y pensé que podías haber sido otra, o no haber existido nunca. De todas formas, sólo nos queda el recuerdo. Puede que, entre nosotros, nunca haya pasado nada. Es posible que todo se deba tan sólo a nuestra imaginación. Es decir, a la mía. Puesto que estoy solo, y de tu vida, desde entonces, no tengo constancia. ¿Has muerto o sigues viva? O quizás eres una simple y estúpida obsesión que exacerba mi melancolía. Una tonta elucubración literaria. Sin embargo, quiere la memoria, falsa o verdadera, jugarme una mala pasada. Hacía frío. Pero ninguno de los dos quería ir a otra parte, mientras caía el agua. Sabíamos, eso me parece, que cuando echáramos a andar, y volviéramos a nuestra casa, el tiempo aceleraría su curso, cumpliendo el sórdido cometido que le corresponde y acabaría separándonos definitivamente. Por eso seguimos abrazados, aferrados el uno al otro, sorbiendo el instante único en nuestros labios, desesperadamente. Así es como recreo nuestro hipotético encuentro en mi mente. Donde quiera que estés, mujer o fantasma, ven en mi ayuda. Tu ausencia no ha dejado de seguirme, como la sombra de mi sombra, y ha ensombrecido mi vida para siempre.
jueves, 11 de agosto de 2016
Fila siete. Eva Sánchez Palomo.
La sala en penumbra solo deja ver el reflejo de los fotogramas en blanco y negro brillando en los ojos de los espectadores. Es una antigua película de gánsteres en la que dos hombres con sombrero y arma en la mano se persiguen por las calles desiertas de la madrugada. Sus pasos resuenan en los adoquines y sus sombras se distorsionan en las paredes de una calle mal iluminada por una farola solitaria.
Tuercen una esquina y en ese momento el perseguido se gira bruscamente y queda plantado frente a la cámara, que seguía sus pasos de cerca. Plano corto a sus ojos que miran desesperados. Aprieta el gatillo. El sonido del disparo retumba en la sala. El perseguido ve caer al otro al suelo, el sombrero vuela y la cámara le sigue, rueda por la calle vacía y se queda plantado boca arriba, muerto también sobre los adoquines. Suena una melodía y los pasos del perseguido que se alejan corriendo de la escena.
Después fundido en negro, títulos de crédito, fin.
Las luces se encienden en las paredes aterciopeladas del cine. Los espectadores abandonan poco a poco la sala. Todos, menos el hombre de la fila siete, que sigue sentado en su butaca, con los ojos abiertos pero inmóvil, porque lleva un agujero del calibre nueve como una flor de sangre abierta en medio de la frente.
Imagen: Fotograma de la película El tercer hombre, Carol Reed. Reino Unido, 1949.
Tuercen una esquina y en ese momento el perseguido se gira bruscamente y queda plantado frente a la cámara, que seguía sus pasos de cerca. Plano corto a sus ojos que miran desesperados. Aprieta el gatillo. El sonido del disparo retumba en la sala. El perseguido ve caer al otro al suelo, el sombrero vuela y la cámara le sigue, rueda por la calle vacía y se queda plantado boca arriba, muerto también sobre los adoquines. Suena una melodía y los pasos del perseguido que se alejan corriendo de la escena.
Después fundido en negro, títulos de crédito, fin.
Las luces se encienden en las paredes aterciopeladas del cine. Los espectadores abandonan poco a poco la sala. Todos, menos el hombre de la fila siete, que sigue sentado en su butaca, con los ojos abiertos pero inmóvil, porque lleva un agujero del calibre nueve como una flor de sangre abierta en medio de la frente.
Imagen: Fotograma de la película El tercer hombre, Carol Reed. Reino Unido, 1949.
miércoles, 10 de agosto de 2016
Pedro Corto, Álvaro Cunqueiro.
Todos lo conocíamos por Pedro Corto, o Pedro de Antón, pero se llamaba Pedro Regueira García. Fue compañero mío en la escuela de Riotorto, un año en el que hubo tifus en Mondoñedo, y a mí me mandaron a la aldea, a casa de mi tío Sergio Moirón. Yo tenía ocho años, y él, once o doce. Era un calígrafo lento, como un chino de los días de los Tang y de los Sung, que yo llegué, pasando los años, a conocer y admirar tanto. Pedro daba de todas las muestras Itzurzaeta unas planas limpísimas. Yo tenía una letra muy mala, unos mosquitos caídos a voleo sobre el papel, y le envidiaba a Pedro Corto la clara escritura solemne tomada de José Francisco Itzurzaeta, quien seguía la tradición de los vascos de buena letra que fueron secretarios de los Austria. Pedro Corto llegaba a la escuela con sus grandes zuecos, la chaqueta de pana verde que le quedaba corta y unos pantalones de pana negra que le quedaban estrechos con remontes en las rodillas; una enorme bufanda a rayas rojas y negras le envolvía la cabeza, tapándole las orejas, donde un invierno le florecían los sabañones. Siempre tenía frío, y media hora antes de la sesión de caligrafía paseaba con las manos en los bolsillos, con permiso del señor maestro. Pedro Corto sabía hacer globos de papel, que subían alegres y se perdían tras los oscuros montes. Pedro Corto nos decía:
—¡Los globos siempre van al mar!
Él no viera nunca el mar, y esperaba el día de verlo, el día en que tuviese que ir a tomar baños a Foz con receta de médico, en la primera semana de septiembre que es medicinalmente la indicada. Pero el arte de Pedro, el arte mayor, era la domesticación de saltamontes. Pedro, cuando en mayo comenzaban a verse, cazaba media docena, los metía en una cajita con tapa la mitad de rejilla y la otra mitad de cristal, y se disponía a la doma del saltón. Era tan difícil como puede serlo el arte búlgaro o siríaco de domar pulgas. Los saltamontes de Pedro Corto terminaban por usar el columpio que les ponía en la caja, y pasando al través de un aro doble, hecho con una horquilla de pelo, y saltando una barrera de papel colorado, como caballitos. Cuando a los trece años marchó a Buenos Aires, con unos zapatos nuevos, pero, eso sí, con la misma bufanda de la escuela, le dije a su tío Felipe de Anteiro:
—Pedro se va a hacer rico en Buenos Aires, en los teatros, con los saltamontes.
—Allá —me dijo el señor Felipe, mirándome gravemente y perdonándome mi ignorancia— no hay saltamontes en el campo. Allá en La Pampa sólo saltan la langosta de oro y la rana guajanera, que no son dominables.
Callé, y bajé la cabeza. Años más tarde me enteré de que no había tal langosta de oro ni tal rana guajanera, que ambas fueran invención de Felipe de Anteiro, invención poética. Ignoro qué habrá sido de Pedro Corto. Cuando por mayo y junio veo saltamontes en los campos gallegos, siempre lo recuerdo.
—¡Los globos siempre van al mar!
Él no viera nunca el mar, y esperaba el día de verlo, el día en que tuviese que ir a tomar baños a Foz con receta de médico, en la primera semana de septiembre que es medicinalmente la indicada. Pero el arte de Pedro, el arte mayor, era la domesticación de saltamontes. Pedro, cuando en mayo comenzaban a verse, cazaba media docena, los metía en una cajita con tapa la mitad de rejilla y la otra mitad de cristal, y se disponía a la doma del saltón. Era tan difícil como puede serlo el arte búlgaro o siríaco de domar pulgas. Los saltamontes de Pedro Corto terminaban por usar el columpio que les ponía en la caja, y pasando al través de un aro doble, hecho con una horquilla de pelo, y saltando una barrera de papel colorado, como caballitos. Cuando a los trece años marchó a Buenos Aires, con unos zapatos nuevos, pero, eso sí, con la misma bufanda de la escuela, le dije a su tío Felipe de Anteiro:
—Pedro se va a hacer rico en Buenos Aires, en los teatros, con los saltamontes.
—Allá —me dijo el señor Felipe, mirándome gravemente y perdonándome mi ignorancia— no hay saltamontes en el campo. Allá en La Pampa sólo saltan la langosta de oro y la rana guajanera, que no son dominables.
Callé, y bajé la cabeza. Años más tarde me enteré de que no había tal langosta de oro ni tal rana guajanera, que ambas fueran invención de Felipe de Anteiro, invención poética. Ignoro qué habrá sido de Pedro Corto. Cuando por mayo y junio veo saltamontes en los campos gallegos, siempre lo recuerdo.
martes, 9 de agosto de 2016
El espacio de las cosas. Jacinta Escudos.
El hombre está dormido boca arriba cuando siente el temblor.
Se despierta alterado y piensa que es un terremoto y su primer reflejo es saltar de la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el arco de una puerta como suelen recomendar.
Busca la orilla de la cama y comienza a levantar el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La rapidez es importante en estos casos. No sabe si el temblor sigue o si son sus nervios los que hacen temblar su cuerpo pero alterado como está y cegado por la oscuridad de la habitación, no encuentra el borde del mosquitero contra el cual se debate enfurecido, sintiendo que la tela es una pegajosa sombra que se le enreda entre las manos y los brazos.
Ya desesperado, decide dar un jalón para arrancar la tela, partirla, pero la tela no se rompe y se estira como chicle en sus manos al tiempo que la siente pegajosa y húmeda y se pregunta por qué el mosquitero está mojado, no concuerda, no tiene ningún sentido y ya no importa si el temblor continúa o no, porque está atascado hasta las orejas con el mosquitero y lo único que le interesa es desenredarse, encender la luz, recuperarse del susto y volver a dormir.
Mientras tanto, los ojos se acomodan a la oscuridad y nota que el mosquitero está totalmente deshilachado, o eso parece, y se le pega en las manos y el cuerpo, y mientras más se mueve para desenredarse, más parece atascarse. Siente que algo lo jala por detrás y piensa que sus propias maniobras lo están enredando más en los hilos. Voltea la cabeza para saber lo que pasa y mira la sombra de lo que parece una gigantesca araña que avanza hacia él a velocidad vertiginosa.
El hombre queda paralizado un momento, tratando de comprender, "las arañas gigantes no existen", se repite a sí mismo como un mantra, pero la verdad es que a medida que se acerca aquella sombra se convence de que lo que viene es una araña de ojos rojos y patas espantosamente peludas y en lo que parece la boca del animal hay un par de mandíbulas que se abren y se cierran lanzando un líquido que viene a pegársele a la piel junto con los restos del mosquitero.
El hombre se agita, apurado, trata de zafarse antes de ser alcanzado, pero se da cuenta de que el líquido que el animal lanza comienza a atarle los pies y a envolverle las piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda escucharlo, mientras la araña, ya encima de él, continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una mortaja al hombre que poco a poco comienza a tener el aspecto de una momia.
Se siente paralizado, inútil, tan atemorizado por los ojos rojos de la araña que están tan cerca de su cabeza que prefiere callar y dejar de gritar porque piensa que la araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza de un mordisco y siente el cuerpo apretado dentro del capullo de la saliva que el arácnido teje a toda prisa para evitar que la presa escape porque las arañas prefieren su alimento fresco.
El hombre ya no resiste. No hay nada que hacer. Apretado en su camisa de fuerza, en su capullo de muerte, cierra los ojos para no ver más y piensa que quizás está dormido y que tiene que hacer un intento por despertar ahora, en este preciso instante antes de que penetre la oscuridad total en sus ojos, antes que el insecto lo toque con sus mandíbulas y le quite el último momento de visión que le queda porque la araña cierra el capullo que envuelve su alimento, y se acerca y comienza a chupar su contenido, a sorberlo lentamente mientras se escucha un leve gemido que no perturba a la araña que sorbe el alimento hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un pequeño casco vacío, disecado y comprimido, uno más entre tantos puntos blancos, grises y negros que cuelgan de la telaraña en la esquina del dormitorio, una basurita que cae cuando la tela es sacudida a medida que la araña se retira a su esquina para esperar el próximo alimento, basurita que cae sobre el papel sobre el cual una mujer escribe de noche, en su escritorio y que ella limpia con la mano, fastidiada, tirándola al suelo, una basurita blanca que la asistente doméstica barre al día siguiente, con el resto del polvo y la suciedad que encuentra en el suelo de aquella habitación.
Se despierta alterado y piensa que es un terremoto y su primer reflejo es saltar de la cama, salir del cuarto, buscar refugio bajo el arco de una puerta como suelen recomendar.
Busca la orilla de la cama y comienza a levantar el mosquitero, agitado, con mucha prisa. La rapidez es importante en estos casos. No sabe si el temblor sigue o si son sus nervios los que hacen temblar su cuerpo pero alterado como está y cegado por la oscuridad de la habitación, no encuentra el borde del mosquitero contra el cual se debate enfurecido, sintiendo que la tela es una pegajosa sombra que se le enreda entre las manos y los brazos.
Ya desesperado, decide dar un jalón para arrancar la tela, partirla, pero la tela no se rompe y se estira como chicle en sus manos al tiempo que la siente pegajosa y húmeda y se pregunta por qué el mosquitero está mojado, no concuerda, no tiene ningún sentido y ya no importa si el temblor continúa o no, porque está atascado hasta las orejas con el mosquitero y lo único que le interesa es desenredarse, encender la luz, recuperarse del susto y volver a dormir.
Mientras tanto, los ojos se acomodan a la oscuridad y nota que el mosquitero está totalmente deshilachado, o eso parece, y se le pega en las manos y el cuerpo, y mientras más se mueve para desenredarse, más parece atascarse. Siente que algo lo jala por detrás y piensa que sus propias maniobras lo están enredando más en los hilos. Voltea la cabeza para saber lo que pasa y mira la sombra de lo que parece una gigantesca araña que avanza hacia él a velocidad vertiginosa.
El hombre queda paralizado un momento, tratando de comprender, "las arañas gigantes no existen", se repite a sí mismo como un mantra, pero la verdad es que a medida que se acerca aquella sombra se convence de que lo que viene es una araña de ojos rojos y patas espantosamente peludas y en lo que parece la boca del animal hay un par de mandíbulas que se abren y se cierran lanzando un líquido que viene a pegársele a la piel junto con los restos del mosquitero.
El hombre se agita, apurado, trata de zafarse antes de ser alcanzado, pero se da cuenta de que el líquido que el animal lanza comienza a atarle los pies y a envolverle las piernas, desesperado comienza a gritar, a pedir auxilio a los vecinos o a cualquiera que pueda escucharlo, mientras la araña, ya encima de él, continúa llenándolo de saliva y tejiéndole una mortaja al hombre que poco a poco comienza a tener el aspecto de una momia.
Se siente paralizado, inútil, tan atemorizado por los ojos rojos de la araña que están tan cerca de su cabeza que prefiere callar y dejar de gritar porque piensa que la araña podrá enfadarse y arrancarle la cabeza de un mordisco y siente el cuerpo apretado dentro del capullo de la saliva que el arácnido teje a toda prisa para evitar que la presa escape porque las arañas prefieren su alimento fresco.
El hombre ya no resiste. No hay nada que hacer. Apretado en su camisa de fuerza, en su capullo de muerte, cierra los ojos para no ver más y piensa que quizás está dormido y que tiene que hacer un intento por despertar ahora, en este preciso instante antes de que penetre la oscuridad total en sus ojos, antes que el insecto lo toque con sus mandíbulas y le quite el último momento de visión que le queda porque la araña cierra el capullo que envuelve su alimento, y se acerca y comienza a chupar su contenido, a sorberlo lentamente mientras se escucha un leve gemido que no perturba a la araña que sorbe el alimento hasta el final, hasta exprimirlo, hasta dejar un pequeño casco vacío, disecado y comprimido, uno más entre tantos puntos blancos, grises y negros que cuelgan de la telaraña en la esquina del dormitorio, una basurita que cae cuando la tela es sacudida a medida que la araña se retira a su esquina para esperar el próximo alimento, basurita que cae sobre el papel sobre el cual una mujer escribe de noche, en su escritorio y que ella limpia con la mano, fastidiada, tirándola al suelo, una basurita blanca que la asistente doméstica barre al día siguiente, con el resto del polvo y la suciedad que encuentra en el suelo de aquella habitación.
lunes, 8 de agosto de 2016
El peatón. Ray Bradbury.
Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
Hola, los de adentro les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
¿Qué pasa ahora?, les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
-¡Arriba las manos!
-Pero... -dijo Mead.
-¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
-Leonard Mead -dijo.
-¡Más alto!
-¡Leonard Mead!
-¿Ocupación o profesión?
-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
-Sí, puede ser así -dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?
-Caminando -dijo Leonard Mead.
-¡Caminando!
-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
-¿Caminando, sólo caminando, caminando?
-Sí, señor.
-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
-¡Su dirección!
-Calle Saint James, once, sur.
-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
-Sí.
-¿Y tiene usted televisor?
-No.
-¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
-¿Es usted casado, señor Mead?
-No.
-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.
-¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
-¿Sólo caminando, señor Mead?
-Sí.
-Pero no ha dicho para qué.
-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
-¿Ha hecho esto a menudo?
-Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
-Bueno, señor Mead -dijo el coche.
-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.
-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre.
-Un minuto. ¡No he hecho nada!
-Entre.
-¡Protesto!
-Señor Mead...
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
-Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...
-¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
-Mi casa -dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
Hola, los de adentro les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
¿Qué pasa ahora?, les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
-¡Arriba las manos!
-Pero... -dijo Mead.
-¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
-Leonard Mead -dijo.
-¡Más alto!
-¡Leonard Mead!
-¿Ocupación o profesión?
-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
-Sí, puede ser así -dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?
-Caminando -dijo Leonard Mead.
-¡Caminando!
-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
-¿Caminando, sólo caminando, caminando?
-Sí, señor.
-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
-¡Su dirección!
-Calle Saint James, once, sur.
-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
-Sí.
-¿Y tiene usted televisor?
-No.
-¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
-¿Es usted casado, señor Mead?
-No.
-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.
-¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
-¿Sólo caminando, señor Mead?
-Sí.
-Pero no ha dicho para qué.
-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
-¿Ha hecho esto a menudo?
-Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
-Bueno, señor Mead -dijo el coche.
-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.
-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre.
-Un minuto. ¡No he hecho nada!
-Entre.
-¡Protesto!
-Señor Mead...
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
-Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...
-¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
-Mi casa -dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.
domingo, 7 de agosto de 2016
Punto de vista. Gustavo Gabriel Ferro.
Si puedes mantener clara tu cabeza
cuando todos los demás la pierden,
tal vez es que has malinterpretado la situación.
Kipling y Anón
Es cierto que el humo era terrible y no dejaba ver nada. Se colaba por debajo de las puertas, por las ventanas, por todos lados. El edificio entero estaba dentro de otro edificio de humo. Por las ventanas del cuarto y del séptimo piso asomaban enormes rulos rubios. La calle era un infierno. Cientos de personitas corrían, gritaban y trataban de hacer alguna cosa. Visto desde acá arriba era un espectáculo hermoso. Un caos total. Me alejé de la ventana y me senté en un sillón. En el pasillo se oían corridas y voces desesperadas de personas que llamaban a otras personas. Me asomé a ver. Un señor gordo pasó tosiendo y llorando, no sé si por el humo, o de pánico. La gente, en su huida, dejaba abierta la puerta de los departamentos. Entré en el tercero D. Enseguida me gustó. Lo más lindo del lugar era la alfombra. Alta, mullida. Me dieron ganas de revolearme. Me entretuve con un mueble grande, de roble, revisando los cajones, desplegando manteles y descubriendo cosas olvidadas. En el dormitorio, me subí a la cama y me quedé un rato antes de decidirme a ver lo que había en los armarios. Cuando me cansé de jugar con los vestidos, los trajes y los zapatos, volví a salir al pasillo. Subí unos pisos por la escalera y me metí en otro departamento. Avancé un poco y vi a una chica, joven y hermosa, que traía a alguien de la mano. Me miró sorprendida, con los ojos muy abiertos, y dio un paso hacia atrás, como asustada.
-No podemos salir. No podemos salir -repitió-. Estamos atrapados.
-¿Por qué habría de preocuparme? -le dije-, yo soy el fuego. -Y estiré una mano hacia la biblioteca.
cuando todos los demás la pierden,
tal vez es que has malinterpretado la situación.
Kipling y Anón
Es cierto que el humo era terrible y no dejaba ver nada. Se colaba por debajo de las puertas, por las ventanas, por todos lados. El edificio entero estaba dentro de otro edificio de humo. Por las ventanas del cuarto y del séptimo piso asomaban enormes rulos rubios. La calle era un infierno. Cientos de personitas corrían, gritaban y trataban de hacer alguna cosa. Visto desde acá arriba era un espectáculo hermoso. Un caos total. Me alejé de la ventana y me senté en un sillón. En el pasillo se oían corridas y voces desesperadas de personas que llamaban a otras personas. Me asomé a ver. Un señor gordo pasó tosiendo y llorando, no sé si por el humo, o de pánico. La gente, en su huida, dejaba abierta la puerta de los departamentos. Entré en el tercero D. Enseguida me gustó. Lo más lindo del lugar era la alfombra. Alta, mullida. Me dieron ganas de revolearme. Me entretuve con un mueble grande, de roble, revisando los cajones, desplegando manteles y descubriendo cosas olvidadas. En el dormitorio, me subí a la cama y me quedé un rato antes de decidirme a ver lo que había en los armarios. Cuando me cansé de jugar con los vestidos, los trajes y los zapatos, volví a salir al pasillo. Subí unos pisos por la escalera y me metí en otro departamento. Avancé un poco y vi a una chica, joven y hermosa, que traía a alguien de la mano. Me miró sorprendida, con los ojos muy abiertos, y dio un paso hacia atrás, como asustada.
-No podemos salir. No podemos salir -repitió-. Estamos atrapados.
-¿Por qué habría de preocuparme? -le dije-, yo soy el fuego. -Y estiré una mano hacia la biblioteca.
sábado, 6 de agosto de 2016
Tamara vuela dos veces. Eduardo Galeano.
Hacia 1983, en Lima, alguien que voló dos veces.
Tamara Arze, que desapareció al año y medio de edad, no fue a parar a manos militares. Está en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió cuando quedó tirada por ahí. A pedido de la madre, Las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron la búsqueda. Contaban con unas pocas pistas y al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado.
Cada mañana Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de su suerte; y al principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco Las Abuelas le van explicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó. Que una noche su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires…
Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada, y fusilada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones, hasta que el año pasado la expulsaron de la Argentina. Y ahora, en el aeropuerto de Lima, espera. Por encima de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella.
Tamara viaja acompañada por dos de las abuelas que la encontraron. Devora todo lo que le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar.
Y en Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares. Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Y al acostarla le siente un olor lechoso, dulzón; y vuelve a bañarla. Y otra vez la baña y por más jabón que le mete, no hay manera de quitarle ese olor. Es un olor raro…
Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de los bebitos cuando acaban de mamar. Tamara tiene diez años… y esta noche huele a recién nacida.
Tamara Arze, que desapareció al año y medio de edad, no fue a parar a manos militares. Está en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió cuando quedó tirada por ahí. A pedido de la madre, Las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron la búsqueda. Contaban con unas pocas pistas y al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado.
Cada mañana Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de su suerte; y al principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco Las Abuelas le van explicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó. Que una noche su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires…
Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada, y fusilada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones, hasta que el año pasado la expulsaron de la Argentina. Y ahora, en el aeropuerto de Lima, espera. Por encima de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella.
Tamara viaja acompañada por dos de las abuelas que la encontraron. Devora todo lo que le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar.
Y en Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares. Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Y al acostarla le siente un olor lechoso, dulzón; y vuelve a bañarla. Y otra vez la baña y por más jabón que le mete, no hay manera de quitarle ese olor. Es un olor raro…
Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de los bebitos cuando acaban de mamar. Tamara tiene diez años… y esta noche huele a recién nacida.
viernes, 5 de agosto de 2016
Cementerio frente al mar. Eva Sánchez Palomo.
Hay un pueblo marinero de calles estrechas y casitas blancas abrazadas al paso del tiempo y la tormenta. Su cementerio se alza en lo alto de un promontorio y deja las tumbas a merced del viento frente al mar. Más de la mitad de los muertos de ese sitio son ahogados. Marineros o suicidas que han perdido el alma entre las olas y cuyos cuerpos aparecen acostados en la orilla o enredados en las rocas, devueltos, como una ofrenda, por el mar.
Desde aquí, desde la playa, se puede ver el cementerio y por la noche, allá arriba, un fulgor blanco entre las tumbas que dicen que es la niebla danzando entre las piedras. Pero yo sé que son las almas de los muertos que salen por las noches y se sientan sobre el frío mojado de las tumbas para ver el espectáculo de la luna resbalando al intentar posarse sobre el mar.
Fotografía: cementerio de Fisterra, Galicia, España.
Desde aquí, desde la playa, se puede ver el cementerio y por la noche, allá arriba, un fulgor blanco entre las tumbas que dicen que es la niebla danzando entre las piedras. Pero yo sé que son las almas de los muertos que salen por las noches y se sientan sobre el frío mojado de las tumbas para ver el espectáculo de la luna resbalando al intentar posarse sobre el mar.
Fotografía: cementerio de Fisterra, Galicia, España.
jueves, 4 de agosto de 2016
Certidumbre. María José Barrios.
No me gustan los aeropuertos en hora punta. Estoy seguro de que en medio de tal amalgama de gente hay, como mínimo,
un policía corrupto,
un suicida,
un marido cornudo,
un claustrofóbico,
una bailarina,una pareja de prometidos a punto de casarse,
un matrimonio a punto de divorciarse,
alguien que va a morir mañana,
un cantante famoso,
una persona muy triste,
un terrorista,
un adolescente fugado,
un asmático,una mujer maltratada,
un escritor,
alguien que esconde un arma,
un futbolista,
un funcionario,
un violador,
un hombre que no tiene amigos,
un niño huérfano,
un maníaco,
una chica de la que podría enamorarme,
un político,
una actriz norteamericana,
un asesino
y alguien que se parece mucho a mí.
Mirarlos a la cara, uno a uno, y no saber quién es quién es lo que me pone nervioso.
un policía corrupto,
un suicida,
un marido cornudo,
un claustrofóbico,
una bailarina,una pareja de prometidos a punto de casarse,
un matrimonio a punto de divorciarse,
alguien que va a morir mañana,
un cantante famoso,
una persona muy triste,
un terrorista,
un adolescente fugado,
un asmático,una mujer maltratada,
un escritor,
alguien que esconde un arma,
un futbolista,
un funcionario,
un violador,
un hombre que no tiene amigos,
un niño huérfano,
un maníaco,
una chica de la que podría enamorarme,
un político,
una actriz norteamericana,
un asesino
y alguien que se parece mucho a mí.
Mirarlos a la cara, uno a uno, y no saber quién es quién es lo que me pone nervioso.
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