lunes, 30 de octubre de 2023

Volvía el soldado a casa. Slawomir Mrozek.

Tras muchas batallas peligrosas volvía el soldado a casa. Las guerras le habían llevado a países extraños, así que tenía que preguntar por el camino, porque ya no sabía por dónde iba. Hacía tiempo que caminaba por una selva oscura sin encontrar a nadie, de modo que se alegró cuando por fin vio a una figura sentada junto al sendero. Se le acercó y preguntó con educación:
¿No sabréis por casualidad cuál es el camino que lleva a mi casa?
No dijo ni mi buen señor, ni mi buena señora, pues la figura estaba envuelta en una capa negra, y no lograba distinguir si se trataba de un varón o de una hembra.
Justamente voy hacia allí – respondió la figura con una voz ni grave ni aguda -; ya te enseñaré el camino.
Se alegró el soldado porque no erraría más y se puso en camino junto a la figura.
Caminaron largo tiempo, ella delante y el soldado detrás. Por mucho que alargara el paso, la figura siempre iba algo más adelantada. Además callaba, lo cual le parecía al soldado de mala educación, pues resulta extraño que dos personas caminen así, en silencio, a través de un bosque oscuro. De modo que preguntó:
-¿Y vos os dirigís hacia mi tierra por amistad o por negocios?
Yo busco a un soldado. Hasta ahora no lo he podido encontrar, porque estaba guerreando y en la guerra hay muchos soldados. Cada vez que encontraba alguno, resultaba que no era aquel. Pero he oído que ha acabado la guerra y que ahora vuelve a casa. Así que voy hacia allí, porque es donde a buen seguro lo encontraré. Cada soldado tiene muchas guerras, pero sólo una casa.
Al oír esto, el soldado puso pies en polvorosa. Desanduvo todo el camino del bosque y volvió a enrolarse para una guerra, ya que, gracias a Dios, guerras no faltan.
Sólo que añora su casa y seguramente regresará a ella algún día.

El árbol. 1990.

domingo, 29 de octubre de 2023

Vida en la quietud. Miguel Bravo Vadillo.

«El tiempo no es sino la corriente en la que estoy pescando».
Henry David Thoreau


Durante los veranos de mi infancia iba a pescar a menudo con mis abuelos maternos. Ebrios de entusiasmo, mi abuelo y yo emprendíamos un paseo silencioso y expectante hacia el río que cruzaba la finca donde él y mi abuela trabajaban como guardeses; y crecía aún más nuestra emoción cuando comenzábamos a oír el rumor cristalino del agua. Nada más llegar, tendíamos las cañas y nos sentábamos a la espera de que picara alguna suculenta trucha. Yo me descalzaba y me ponía un sombrero de paja, como para imitar a Tom Sawyer. Mi abuela, que siempre gozó de una sorprendente agilidad, iba un poco más tarde, a lomos de su vieja bicicleta, para llevarnos la merienda en una cesta de mimbre (valga decir entre paréntesis que a mí me recordaba mucho a Katharine Hepburn, que era, por cierto, su actriz favorita). Allí, a la sombra de una encina y a la vera de un arroyo que, en vano, intentaba escapar del ardiente sol del mediodía, comíamos y bebíamos (el abuelo un vino de pitarra que él mismo hacía; la abuela y yo, nuestro propio zumo de naranjas, cuya fórmula secreta ya solo conoce quien esto escribe). «Con un vaso de vino bajan mejor el chorizo y el tocino», decía mi abuelo en tono sentencioso. Y como ni la abuela ni yo encontrábamos nada adecuado que rimase con zumo o con naranja, no sabíamos qué responderle, y esto le hacía bastante gracia al buen anciano. Hoy le podría haber replicado algo parecido a esto: «Bebiendo zumo, de salud presumo» Pero en aquel entonces no se me ocurría nada ingenioso.
De todos modos, ni la merienda ni la pesca me interesaban mucho por sí mismas. Lo mejor de todo era que mis abuelos siempre llevaban un libro consigo y les gustaba turnarse para leerme en voz alta. Fueron ellos quienes me inculcaron, sin yo saberlo todavía, el impagable hábito de la lectura. Por aquellos años me leyeron libros de Verne, Defoe, Twain, Salgari, Kipling, Stevenson, Conan Doyle y otros muchos. Siempre eran novelas de aventuras. En verano me leían junto al río, y en invierno frente al fuego del hogar. Las aventuras de Sherlock Holmes eran mis favoritas, hasta tal punto que pedí a mis padres que me comprasen una lupa, y, cual detective en ciernes, me acostumbré a mirarlo todo con ella. No descubrí gran cosa, salvo lo sucio que está el mundo cuando se lo mira de cerca; pero esa, como diría el propio Kipling, es otra historia.
Lo que yo quiero contar aquí es otra cosa. Lo que yo quiero contar es que echo de menos a mis abuelos cada día. Lo que quiero contar es que los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que ambos murieron sin que yo fuera capaz de hacer nada para evitarlo. Todo sucedió demasiado deprisa, y todavía hoy me parece un mal sueño. Aquel día ya habíamos recogido las cañas, y mi abuelo se estaba dando un baño en el río cuando hizo un gesto muy extraño, como si hubiera sufrido un calambre mientras nadaba, y enseguida desapareció bajo el agua. Mi abuela, que era una excelente nadadora, no tardó un segundo en meterse en el río para ir en su busca; solo le dio tiempo a decirme: «No te muevas de aquí, pase lo que pase». Cuando llegó a la altura del río donde había desaparecido mi abuelo, se sumergió ella también, ágil cual experimentada náyade. Incontables segundos más tarde salió de nuevo a la superficie, sola; me miró durante unos instantes (una mirada que no podré olvidar mientras me quede un hálito de vida), llenó sus pulmones de aire por última vez y volvió a zambullirse. Ya no volví a verlos nunca más, a ninguno de los dos.
Yo tenía doce años, y me quedé petrificado en la orilla, incapaz de reaccionar de ninguna manera –«No te muevas de aquí, pase lo que pase», resonaban en mi mente las palabras de mi abuela–. Aún esperaba un milagro: esperaba verlos aparecer de entre las aguas, cariñosos y sonrientes como tantas otras veces en las que jugaban a coger piedras del fondo, a ver cuál era la más bonita, la más rara y lustrosa. Pero toda espera fue inútil. Perdí por completo la noción del tiempo, y no recuerdo cuántos segundos o minutos transcurrieron antes de que echase a correr en dirección al cortijo, en busca de ayuda. Después, todo se volvió borroso para mí; y ya no recuerdo nada más de aquel día.
Solo algunas semanas más tarde, y presionada por mis preguntas, mi madre me explicó que, según los médicos, mi abuelo había sufrido un infarto mientras nadaba en el río. La abuela, añadió, había muerto tratando de salvarlo. Durante varios años creí esta versión de los hechos. Pero llegó un momento en que empecé a pensar que aquella última mirada de mi abuela fue una mirada de despedida, consciente y voluntaria. Mi teoría es que volvió al fondo de aquellas aguas envenenadas para morir abrazada a su esposo, porque no quiso seguir viviendo sin él. Estoy convencido de que fue así, y de que así –abrazados– habrían de encontrarlos cuando rescataron sus cuerpos, aunque mis padres nunca me hayan dicho nada sobre ese punto ni yo haya preguntado nunca nada al respecto. ¡Para qué preguntarles!: sé que me mentirían («La abuela murió tratando de salvarlo» es, precisamente, lo que mi madre llamaría una mentira piadosa), porque en esta familia, como en tantas otras, el suicidio es un tema tabú. En cualquier caso, es mejor no indagar sobre el asunto; así nadie se atreverá a desmentir la verdad verdadera: lo que yo, que estaba allí, vi con mis propios ojos.
De mis abuelos maternos (los paternos no llegué a conocerlos) conservo infinidad de recuerdos imborrables y todos y cada uno de los libros que me leyeron, pues siempre me los regalaban cuando terminaban de leérmelos. Esos libros los atesoro bajo llave, dispuestos por orden de lectura, con su fecha de inicio y fin incluida, en la única vitrina de cuantos muebles conforman mi biblioteca (vitrina que adquirí a propósito para dicho fin). También conservo el último libro, aquel que nunca terminaron de leerme. Ahí está, al final de la hilera, El lobo de mar, de Jack London, aguardando con paciencia infinita a que algún día reúna las fuerzas suficientes para leerlo yo mismo. Tres veces he recomenzado su lectura a lo largo de estos años, y las tres me he detenido, incapaz de seguir adelante, al llegar a la página 87, esa página a la que mi abuela dobló la esquina superior para señalar el lugar en que dejó la lectura aquella tarde fatídica.
También conservo, como mi objeto más preciado, una vieja fotografía que, desde que ellos me la regalaran, utilizo como marcapáginas. En la imagen aparezco yo, con cinco años de edad, junto a mis abuelos. Él tenía cincuenta y siete, y ella cincuenta y cinco. Sé con certeza que teníamos esa edad porque al dorso aparece escrita la fecha –con su día, mes y año– en que fue tomada la foto. Está escrita en diagonal, con números y en tinta negra, como si formara un triángulo con el ángulo recto de la esquina izquierda. El escenario es el salón de su casa. Yo estoy subido en una mesa, con gesto ensimismado, vestido de pistolero del viejo oeste; ellos aparecen de pie, uno a cada lado de la mesa, mirando sonrientes a la cámara. También al dorso, y centrado con tal exactitud que parece haber sido medido con escuadra y cartabón (o con precisión cartesiana, para emplear una expresión que solía utilizar mi abuela), aparece un texto escrito con tinta azul, y que debió de ser escrito unos años más tarde, cuando mis abuelos me entregaron la fotografía como recuerdo. La letra, escrita con una caligrafía impecable, es, sin duda, la de mi abuela; aunque estoy convencido de que el mensaje es cosa de ambos, pues siempre parecían pensarlo todo de mutuo acuerdo. Dice así:


Algún día, querido nieto, nosotros seremos para ti como personajes de cuento: mitad verdad y mitad fantasía. Pero sabe que la fantasía no hace otra cosa que enriquecer la realidad, es decir, la hace aún más real y completa; por eso no debes dejar nunca de amar la lectura.


Aquel río ha sido un personaje más en el relato de mi vida. De él guardo los recuerdos más bellos y el recuerdo más trágico. Nunca he vuelto a pescar en él, mucho menos a bañarme en él. Ya sé lo que dice Heráclito, que nadie se baña dos veces en el mismo río (aunque hay quien atribuye esta frase a algún discípulo suyo); pero también T. S. Eliot escribe que «el río está dentro de nosotros». Y dentro de mí, ¡qué cierto es!, está, y siempre estará, ese río que marcó para siempre mi existencia. Solo he regresado una vez a la finca, hace un par de años, para que mi hija conociera aquellos parajes inmemoriales de mi infancia. Asimismo, cual criminal que no puede evitar volver al lugar del crimen, me acerqué a contemplar de nuevo el río maldito; y no encontré, también es cierto, el mismo río: el tiempo, irracional y azaroso, lo había transmutado, como hace con todo lo que nace y muere; el tiempo, dios que todo lo crea y todo lo destruye con la misma despreocupada indolencia con que un niño corta flores para hacer un colorido ramillete, el cual habrá de languidecer en pocos días. Entonces comprendí, con Borges, que el río no solo está hecho de agua, sino de tiempo; «y recordé que el tiempo es otro río»; un río que –para nosotros, mortales que habitamos la tierra– transcurre fugaz hasta la muerte, que es el mar: ese mar «que es el morir», como escribió Manrique. Pero hay un río que es vida, y otro río que es olvido; y en ese río que es vida –vida que, a un tiempo, pasa y se queda– permanece intacto el recuerdo de mis abuelos. Sí, aquel río, desde luego, está dentro de mí; ese río que fue y que siempre será el mismo en mi memoria.
Aquí debería poner fin a mi relato, pues, como bien dice Mario Benedetti, «cinco minutos bastan para soñar toda una vida». Sin embargo, siento que ha llegado para mí el tiempo de la reflexión más allá del recuerdo. Tal vez, el estudiante de literatura encuentre en ello un buen ejemplo de cómo lo que comienza siendo un cuento, puede terminar convirtiéndose en un pequeño ensayo. A veces, los géneros literarios muestran esta permeabilidad y no dibujan sus fronteras de manera definida. No obstante, el lector que se sienta defraudado por este giro formal puede abandonar ahora la lectura.
Dije más arriba que lo que yo pretendía decir con estas páginas es que los veranos no han vuelto a ser los mismos para mí desde que murieron mis abuelos, a quienes echo de menos cada día que pasa. Dicho queda, pero no es suficiente. Hay algo más que quiero añadir, algo que necesito poner bajo estas líneas. Y es que ha llegado el momento de curar mis heridas de una vez por todas. Pero para eso no basta con el mero relato de los hechos ni con una simple descarga de emociones y sentimientos (por profundos y auténticos que estos sean); para espantar los demonios que atenazan mi espíritu, y lograr así vivir en paz conmigo mismo, es preciso reflexionar sobre tales emociones y sentimientos. Dicho de otro modo: no me basta con experimentar una simple catarsis, sin ánimo de menospreciar sus efectos terapéuticos; pero para que mi liberación sea duradera debo emplear el poder de la razón sobre la raíz misma del problema. Sin embargo, y habida cuenta de que no sé con exactitud qué pienso hasta que lo veo escrito, me veo obligado a plasmar sobre el papel el discurso que habrá de dar forma a ese pensamiento: solo así, palabra y pensamiento establecerán una relación simbiótica fructífera y plena de sentido.
Admito que no sé por dónde empezar, y que estas reflexiones, por tanto, estarán escritas un poco al desgaire. Pero no importa. No soy de esos escritores que planifican sus textos hasta el más mínimo detalle antes de sentarse a redactarlos, que erigen una estructura bien proporcionada cual esqueleto al que luego vestirán de órganos, músculos y piel. Soy más bien de los que, una vez que han hallado un cabo a propósito para tirar del hilo, se lanzan a la aventura de hacer camino al andar. Pero también sé –gracias a la experiencia ganada con los muchos años que llevo dedicado a estos menesteres de la narración– que, más tarde o más pronto, habré de encontrar la otra punta del ovillo con que he de rematar la historia. Solo entonces retomo el camino andado para procurar, a base de múltiples mejoras y correcciones, hacerlo más ameno y transitable para el lector. Confío, por tanto, en que esta vez todo resultará también de la misma manera. Comenzaré este breve ensayo, pues, y con el permiso de ustedes, por donde he concluido el relato precedente: por la figura del río.
He dicho que el río de mi infancia será siempre en mi memoria el mismo río, ese río que nada tiene que ver con el que visité hace dos años. Son dos ríos diferentes, que ni se confunden ni se entorpecen en mi recuerdo. Y es que mientras la memoria permanezca incólume (y lúcida la imaginación que la renueva y vivifica), el paso del tiempo no podrá eclipsar los recuerdos ni la vigorosa percepción del pasado en el que proyectamos dichos recuerdos. El pasado vive en nosotros. Y si el pasado no está muerto, tampoco lo están mis abuelos. Pero ya lo decía Antonio Machado en su poema El dios ibero: «(…) ni el pasado ha/ muerto,/ ni está el mañana –ni el ayer–/ escrito». Años más tarde, Faulkner escribiría algo parecido: «El pasado no está muerto. Ni siquiera ha pasado». Del mismo modo, nada de lo que cuento aquí ha pasado (en el sentido de quedarse atrás), puesto que pervive en mi memoria; pero, además, queda ya registrado en estas páginas que habrán de proyectar dichos recuerdos hacia el futuro.
Ahora que lo pienso, quizá debería matizar las palabras de Machado y de Faulkner para expresar esa misma idea de otro modo: solo pertenecen al pasado las vivencias que olvidamos, los recuerdos son cosa del presente. Fueron muchos los buenos momentos que compartí con mis abuelos, y mientras algunos habiten esa caprichosa casa –siempre expuesta a reformas tan diversas como insospechadas– que es la memoria, el pasado –no aquello que pasó, sino aquello que, para bien o para mal, recordamos del ayer– seguirá vivo, y mis abuelos, como ya digo, no habrán muerto todavía, no del todo. Creo que esta primera conclusión –he tardado poco en pescar una– ya supone un paso muy importante para la consecución de esa razonada y duradera paz de espíritu que ando buscando.
Hay quienes mantienen la rancia idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor; cosa que es falsa de todo punto, aunque pudiera parecer verdadera al primer golpe de vista, es decir, si no profundizamos mucho en ello. Bien dijo Jorge Manrique aquello de «cómo, a nuestro paresçer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor»). A nuestro paresçer, escribe el poeta; es decir, parece mejor (según nuestra opinión subjetiva), pero no fue así en realidad. Ya habló Woody Allen en una de sus películas sobre ese síndrome de la edad de oro que tantos padecen. Síndrome, sí, porque bien es verdad que nunca existió una edad de oro; y creer lo contrario solo puede darnos una percepción negativa del presente en que vivimos. De hecho, quien considera que cualquier tiempo pasado fue mejor, solo puede concebir ideas pesimistas sobre el presente, lo cual, a su vez, alumbrará en nosotros la perniciosa idea de que el futuro será peor todavía. He aquí, pues, una conclusión más: cualquier tiempo pasado no fue mejor, y nunca existió una edad de oro; ni siquiera deberíamos aseverar que la propia infancia fue nuestra particular edad de oro. Esta percepción también es errónea y carece de toda objetividad, pues está particularmente empañada por el intangible barniz de la nostalgia. Por otra parte, tendemos a creer no solo que vivíamos mejor o que nuestra vida era más fácil, sino que el mundo era mucho más sencillo en nuestra infancia o juventud; pero lo que sucede es que el pasado, puesto que ya lo hemos vivido, carece de la incertidumbre con que tan a menudo nos asalta el presente, y que tanta ansiedad puede provocarnos en determinados momentos. Eso sin contar con que durante la infancia y adolescencia nuestro conocimiento del mundo es mucho más exiguo que en la edad adulta.
De todos modos, no vivimos hacia atrás, sino hacia delante, como la corriente de un río. Así que nadie puede retomar el tiempo perdido, ni falta que hace. Es cierto que mis veranos no han vuelto a ser los mismos desde que dejé atrás la infancia (y con una experiencia asaz traumática a mis espaldas), pero también lo es –ahora lo veo con claridad– que casi siempre han sido mejores (los ha habido de todos los colores, desde luego; pero casi siempre mejores). Para ser sincero, yo no cambiaría mis mejores veranos de la vida adulta por ninguno de aquellos veranos de la infancia; como no cambiaría mi presente por mi pasado. Viví buenos veranos con mis abuelos, sí; pero aún los viví mejores con L y con P, también, más tarde, con mi esposa y mi hija. Por supuesto, se trata de experiencias que no se anulan unas a otras, sino que se complementan, se suman y forman parte del maravilloso equipaje de la vida.
El ayer, en cualquier caso –y también vale la pena dejar aquí constancia de ello–, es susceptible de nuevas interpretaciones; por lo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que está aún pendiente de sernos revelado a cabalidad. Dicho de otro modo, el pasado está por descubrir. Y relatarlo es una manera de descubrirlo. También, como dijo alguien una vez, «relatar los recuerdos es una manera de salvarlos»; de salvar los recuerdos y, con ello, de rescatar del olvido a las personas que recordamos. Por tanto, y he aquí una nueva conclusión (otro pez recién pescado en esta corriente de la vida), con este relato no solo mantengo vivo el recuerdo de mis abuelos, sino que los rescato de esa muerte que es el olvido; y, ya de paso, compenso así mi fracaso infantil, cuando no pude rescatarlos de las aguas de aquel río mortífero.
Así las cosas, y aunque ya no pueda vivir experiencias nuevas con mis abuelos ni pueda tener nuevas conversaciones con ellos, sí que tengo mucho que revivir y renombrar, mucho que evocar y descubrir sobre el tiempo que compartimos. Pero siempre manteniéndome fiel al amable recuerdo que conservo de ellos y de sus enseñanzas. Un ejemplo de esto que digo es mi tendencia a pulir el lenguaje coloquial, y a veces algo descuidado, que ellos solían utilizar, para dotar a sus palabras de la lisura y belleza que poseían esas piedras que rescataban, cual tesoros que arrastraba la corriente, del fondo del río. Embellecer sus palabras sin traicionar su esencia es redescubrirlas bajo una nueva forma, dotándolas quizá de un sentido más certero. Y fiel a esta premisa, quiero transcribir aquí las últimas palabras que me dirigió mi abuelo:
Procura sentir siempre la vida en derredor: este día claro y despierto, el alegre sol salpicando tu rostro, el azul incólume del cielo y el verde apacible de los prados. Este es el sol de tu infancia, querido nieto; apúralo hasta la última gota, porque nunca volverá a brillar para ti como ahora. Estás viviendo lo que algún día será tu pasado –manantial de tus recuerdos–, y cuando te asientes en la edad adulta, cuando alcances eso que ahora te parece un futuro lejano, a menudo volverás con tu imaginación a estos días radiantes de la infancia; estos días que ahora te parecen detenidos como ese ganado junto al arroyo que fluye, pero que cuando seas mayor pensarás que han pasado en un suspiro. Sin embargo, si cultivas la memoria y la imaginación, en los recuerdos de tu infancia hallarás durante toda tu vida verdaderos tesoros por descubrir.
Yo iría aún más allá. Gracias a mis abuelos, vivo cada día como si fuera el mismo y único día, cual remanso de quietud en el arroyo de la vida, esa vida que pasa y permanece con la lentitud que marca el ritmo de una buena lectura. Porque una buena lectura es vida en la quietud. El tiempo que dedicamos a leer un libro nunca es tiempo perdido. Así soy feliz en la medida en que un hombre puede ser feliz en esta tierra: a la manera epicúrea, meciendo mi espíritu en una tranquila serenidad. Fui, soy y seré feliz mientras pueda sumergirme en las páginas de un buen libro. Y prometo que, en cuanto acabe de escribir estas palabras, abriré de nuevo la novela de Jack London; pero esta vez para no cerrarla hasta que finalice su lectura. El truco, creo yo, está en continuar desde la página en que la abandonó mi abuela, en vez de recomenzar desde el principio. Porque intuyo que solo cuando termine de leer esa novela habré pasado página, de manera definitiva, a aquel día en el que tantas promesas quedaron truncadas. Entonces, ya todo estará en su sitio, ya todo estará bien.
Aquí pongo fin a este pequeño ensayo y me deshago de la lupa de filósofo para volver a verlo todo con los ojos asombrados del niño, del poeta; pues, como dijo Van Gogh, «hay que encontrar bello todo lo que podamos». O como decía mi abuela:
Apréndelo todo de nuevo para que tu presente sea siempre el mejor de los tiempos y tú el mejor de los hombres. Pues no se puede ser un buen hombre sin vivir en armonía con el mundo y con nuestra propia naturaleza, sin demostrar amor por la vida y por la humanidad.
Que ambos descansen en paz.



jueves, 26 de octubre de 2023

Hilo de sangre. Esther Cabrales.

Dije,
una vez dije
te quiero
y, cielos, cómo lo dije,
con el corazón en la boca,
y volvería a decirlo
de nuevo,
hoy y mañana,
cada día
volvería a decirlo
con el corazón en la boca,
entre los dientes,
sangrándome,
masticándolo.

Cuerpos, 2019.

martes, 24 de octubre de 2023

Noticias. (Desde Argentina). Eduardo Galeano.

Desde Argentina.
A las cinco de la tarde, purificación por el fuego. En el patio del cuartel del Regimiento Catorce, de Córdoba, el Comando del Tercer Ejército «procede a incinerar esta documentación perniciosa, en defensa de nuestro más tradicional acervo espiritual, sintetizado en Dios, Patria y Hogar».
Se arrojan los libros a las fogatas. Desde lejos se ven las altas humaredas.

Días y noches de amor y de guerra. 1978.

lunes, 23 de octubre de 2023

La rueda de la vida. Apronenia Avitia. [Pascual Quignard]

Antes de haber nacido somos los cadáveres de una vida que no recordamos y flotamos en el fondo del océano.
Mientras nuestras madres nos llevan dentro, nos abotargamos, nos hinchamos de aire, nos pudrimos, y subimos poco a poco a la superficie de ese océano.
El nacimiento nos arroja bruscamente a la orilla. Es una especie de ola repentina y violenta. T. Lucrecio Caro decía que cada día de nuestra vida abordamos sin cesar un río de luz.
Al primer contacto con el sol, empezamos a oler (a apestar, como carne manida) y a llorar.
La muerte nos devuelve a la profundidad, el silencio y la calma inodora del abismo.

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.

domingo, 22 de octubre de 2023

El hombre en la araucaria. Sara Gallardo.

Un hombre pasó veinte años haciéndose un par de alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su temor principal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante lento. No lo subían más de doce metros, la altura de una araucaria de la plaza San Martín.
El hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar más horas sobre el árbol. Era empleado en una compañía de seguros. Se instaló en una pensión. Cada medianoche ponía aceite para máquinas de coser en las alas, y marchaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de violoncello.
Bastante cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Hasta con almohadones.
De noche la vida de la plaza es extraordinariamente compleja, pero él nunca se molestó en enterarse. Le bastaban los follajes, las casas oscuras, y sobre todo las estrellas. Las noches de luna eran las mejores.
Nuestro mal es no aceptar el límite. Se le puso pasar un día entero en el nido. Fue en un feriado de la compañía.
Salió el sol. Nada como el amanecer entre las copas de los árboles. Muy alta, una banda de pájaros pasó dejando la ciudad a sus pies. Los contempló con una especie de mareo, con lágrimas.
Eso había soñado los veinte años que puso en fabricar sus alas. No en una araucaria.
Los bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
Una sirvienta abrió los postigos en casa de una vieja insomne. Vio al hombre en su nido. La vieja llamó a la policía y a los bomberos.
Con altavoces, con escaleras, lo rodearon.
Tardó en notarlo. Se calzó las alas. Se puso de pie.
Los autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las ventanas. Vio a sus hijos, con delantales de colegio. A su mujer, con la bolsa del mercado. A la sirvienta y a la vieja abrazadas.
Las alas funcionaron, despacio. Rozó ramas. Pero perdió altura. Bajó hasta el monumento. Saltó. Se enhorquetó en ancas del caballo. Tomó de la cintura al general San Martín. Sonreía.
Un policía disparó un tiro.
Quedó sobre el caballo un zapato enganchado.
Pero pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que las cabezas de los que estaban en la plaza, y nadie respiro observándolo.
Llegó a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó hacia el sur.
Vive entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y come chocolate.

El país del humo, 1977.

jueves, 19 de octubre de 2023

Si notas. Alfredo Buxán.

Si notas que en el hombro se duerme una caricia.
Si un aliento tímido te calienta la nuca.
Si te toma del brazo una mano invisible.
No aclares el misterio. Solamente sonríe.

Las palabras perdidas. 2011.
 

martes, 17 de octubre de 2023

Metáfora segunda. Miguel Ángel Zapata.

Dijo el poeta modernista: “Rasgan los árboles del otoño el cielo, crispadas contra las alturas sus desnudas manos”.
Nadie hace caso a los poetas. Nadie les cree. Una lacerante lluvia de fragmentos celestes cayó ese otoño sobre los viandantes, arañando sus rostros, cubriendo las calles con esquirlas de estrellas y planetas despedazados.


lunes, 16 de octubre de 2023

Mil euros por tu vida. Elia Barceló.

La luz del amanecer entraba sesgada a través de los toldos verdeazules creando en la sala un efecto de cueva submarina. Un reloj marcaba los minutos y, con cada clac, las dos personas que ocupaban el cuarto miraban en derredor, como sorprendidos, para perder de nuevo la vista en los sedantes paisajes que adornaban las paredes.
Ambos llevaban la bata azul claro de las instituciones hospitalarias europeas; ambos tenían la piel oscura, él más que ella; ambos sufrían obviamente de una tensión casi insoportable que los hacía removerse en la silla de plástico y girarse hacia la puerta cada vez que el silencio era interrumpido por un mínimo ruido.
El hombre -joven, alto, musculoso- se puso en pie con un suspiro y dio unos pasos hasta los ventanales que miraban al jardín. Ella lo siguió con la vista, sin hablar, y lanzó la mirada hacia afuera, hacia el césped verde y húmedo, salpicado de flores, hacia las palmeras que se balanceaban suavemente en la brisa que venía del mar. Le habría gustado estar ahí, poder posar los pies descalzos sobre la hierba, caminar hasta la playa, sentir las olas cachetearle las piernas cubriéndolas de carne de gallina.
Se preguntó si, después de lo que iban a hacer con ella, podría volver a sentir el sol en su piel, el agua en su pelo. Tendría que preguntárselo al doctor Mendoza, que le diría que sí, seguro, había limitaciones por supuesto, ella lo sabía, pero no iba a perder tanto como ella misma se figuraba, no era tan trágico al fin y al cabo, existían leyes que regulaban sus prestaciones y en Europa la ley se tomaba muy en serio.
Todo en Europa se tomaba muy en serio, particularmente el euro, el rey y dios del viejo mundo. Y del nuevo. Y de todos los mundos posibles.


Eso era lo que la había llevado allí. Lo que los había llevado allí, se corrigió, mirando de reojo al hombre que compartía su espera. Era guapo, de piel oscura y rasgos casi occidentales, con la nariz estrecha y recta y los pómulos altos; caminaba erguido como una lanza y era tan alto que ella tenía que echar la cabeza para atrás para verle el pelo, que le llegaba hasta los hombros, peinado en centenares de pequeñas trenzas. Se preguntó de qué país sería, sabiendo que en la base no importaba. Vendría, como ella, de uno de los muchos países africanos en vías de extinción. Su familia, como la de ella, habría llegado al límite absoluto de la miseria y él habría llegado también a la conclusión de que lo único que podría darles una oportunidad de seguir con vida era la de vender lo poco que poseían, lo que aún tenía valor en el mercado europeo, si uno era lo bastante joven, lo bastante guapo y lo bastante sano como para que alguno de los muchos millonarios de Europa quisiera comprarlo. Y, sobre todo, si, por un capricho del destino, tus engramas cerebrales se ajustaban al diseño de los engramas del otro; algo casi milagroso que, sin embargo, sucedía de vez en cuando, como le había ocurrido a ella, como le tenía que haber ocurrido también a él, si estaba allí ahora, con la bata azul y la mirada perdida en el horizonte del mar.


Cuando la aceptaron en el programa eran más de setecientas muchachas, entre africanas y asiáticas. Al cabo de un mes, su número se había reducido a cincuenta. Ahora, después de cuatro meses de pruebas y análisis, sólo quedaban ella y Yasmina, la chica marroquí con la que compartía la habitación a la que habían sido trasladadas cuando decidieron poner en lista de espera a Yoyo y a Adita. Y el día anterior, el doctor Mendoza le había pedido que se presentara en ayunas a primera hora y la había informado de que posiblemente hoy se llevaría a cabo la operación definitiva. Si tenía éxito, su familia, que ya había recibido mil euros cuando fue aceptada para el proyecto, recibiría la vertiginosa cantidad de diez mil euros y nunca más tendría que preocuparse de sobrevivir en Etiopía.
Se pasó la mano por la frente, que se le había puesto húmeda, y suspiró. Le habría gustado poder mirarse al espejo y recordad como era su rostro el día final, pero en toda la clínica no había ni espejos ni superficies reflectantes. Hacía medio año que no se había visto a sí misma y, si en el mundo exterior habría podido juzgar su aspecto por la reacción de los demás frente a ella, aquí era imposible. Los médicos la trataban amablemente, pero como si fuera una pieza de equipo sofisticado y no un ser humano. Los otros participantes en el proyecto apenas reaccionaban; todos estaban demasiado ocupados con sus propios terrores, con el trabajo agotador de hacerse conscientes de lo que habían decidido hacer y de lo que estaba a punto de pasarles. Sólo con Yasmina, últimamente, había llegado a una intimidad que les permitía describirse la una a la otra diciéndose cosas como «hoy te brilla más el pelo» o «tienes los ojos preciosos» o «esta mañana has amanecido guapísima». No siempre era del todo cierto, pero se habían habituado a saber cuándo la otra necesitaba una palabra amble y ambas sabían que no importaba que no fuera siempre la verdad.
Iba a echar mucho de menos a Yasmina cuando saliera del complejo hospitalario. A su familia hacía ya tiempo que no la echaba realmente de menos porque, desde el mismo día en que se marchó, había empezado conscientemente a olvidar. Sabía que no regresaría, como lo sabían todos ellos: sus padres, su abuela, sus siete hermanos... Para todos los efectos ella había muerto el día de su ingreso en el Sanatorio Punta Azul


Se abrió la puerta con suavidad y una mano enguantada empezó a hacerle señas al muchacho, que se apartó de los ventanales con un espasmo. Vio su frente perlada de sudor y, sin saber por qué, se levantó de la silla, clavó sus ojos en los de él -amarillos, dilatados- y le estrechó las manos tratando de pasarle su fuerza. Antes de salir de la habitación, seguido por la mirada de ella, el muchacho se giró y se abrazó a ella durante unos segundos, como un hermano. Ella tuvo apenas tiempo de hacerle en la frente la señal de la cruz -podía no ser cristiano, pero eso no importaba-, antes de que la enfermera se lo llevara a enfrentarse con lo desconocido.
Tres minutos después, cuando le llegó el turno a ella, no había nadie a quien poderse abrazar, nadie que la bendijera en su partida.


En el despacho del doctor Mendoza -ambiente mediterráneo, amplios ventanales sobre el mar, flores frescas en el escritorio- el monitor se apagó con un susurro y quedó en punto muerto. Hubo unos largos segundos de silencio. Luego, con una sonrisa, Mendoza se giró hacia sus clientes:
-Y bien, señor Peyró, señora Saladriga, ¿qué me dicen?¿No son perfectos?
-La muchacha es preciosa -dijo el hombre, después de un carraspeo- . Etíope, ¿no?
-No debería decírselo -siguió sonriendo Mendoza-, pero sí. Etíope. De donde vienen algunas de las mujeres más bellas del planeta.
-¿Y él? -preguntó la mujer-. Ya que estamos... -lanzó una mirada hacia su marido.
-Él es de Malí.
-¿No es muy... negro? -preguntó el señor Peyró, consciente de lo poco políticamente correcto de su pregunta.
-Sus rasgos son occidentales, si se ha fijado. Si el color de su piel le parece un problema, podemos arreglarlo más tarde, cuando se haya realizado la transferencia.
-¿Tú qué dices? -preguntó Peyró a su esposa.
-Yo lo encuentro atractivo, a pesar del color.
-Y hay que tener en cuenta que su configuración cerebral es perfecta. Han tenido ustedes mucha suerte. Estéticamente son irreprochables y además son, ya lo he dicho, perfectos. No podríamos desear nada mejor.
-¿Saben lo que les va a pasar? -preguntó la mujer.
-Han sido debidamente informados y han firmado todos los documentos necesarios. Ahora la decisión es de ustedes.
-¿Y si no nos decidimos?
-Se quedarán aquí hasta que encontremos otros clientes idóneos, pero, permítanme decirles, es casi imposible encontrar un grado de ajuste tan alto como el suyo. En cualquier caso, antes o después, serán adjudicados.
El doctor Mendoza se puso en pie:
-Quizá sea mejor que les deje solos unos momentos. Ustedes querrán hablar un poco, antes de tomar la decisión definitiva.
-No, doctor, no se vaya. Ya hemos hablado todo lo necesario -dijo el hombre mirando a su mujer, que apartó rápidamente la vista.
-Entonces, quizá tengan aún alguna pregunta -Mendoza volvió a ocupar su puesto tras el escritorio.
-A ver si lo he entendido todo -continuó el señor Peyró-. A partir de mañana mi mujer y yo tendremos pleno dominio del cuerpo de esos dos africanos...
-Unos cuerpos jóvenes, sanos y bellos -intercaló Mendoza.
-Durante veinte a veintidós horas diarias -continuó el cliente-. Mientras nosotros dormimos, ellos podrán, por así decirlo, vivir su vida, sin que nosotros tengamos acceso a lo que hacen, ni recuerdo de sus actividades.
Mientras el marido hablaba, la señora retorcía la cadena dorada de su bolso de marca, y se iba poniendo visiblemente nerviosa.
-Nosotros podremos hacer nuestra vida normal y conservaremos todas nuestras habilidades y recuerdos.
-Por supuesto, señor Peyró. Aunque, claro está, necesitarán un periodo de adaptación a la nueva... herramienta, por así decirlo.
-¿Y cómo sabemos que ellos no se despertarán de golpe en medio de nuestra vida cotidiana?- preguntó la mujer.
Todas las preguntas, hasta el momento, habían sido contestadas decenas de veces en las muchas entrevistas que los Peyró habían celebrado con el doctor Mendoza, pero la paciencia era una de sus virtudes más desarrolladas y una de sus más útiles herramientas profesionales, de modo que el médico volvió a sonreír; una sonrisa tranquilizadora, paternal.
-Eso es de todo punto imposible, señora. Ustedes tomarán puntualmente los fármacos necesarios para que la personalidad de su anfitrión sea correctamente reprimida durante su tiempo de vigilia. Luego, durante su descanso cerebral, normalmente durante la noche, ellos se despertarán y serán ellos mismos de dos a cuatro horas. Transcurrido ese plazo, la personalidad de ellos volverá a difuminarse y ustedes despertarán descansados y renovados para el día siguiente.
-¿Y si durante esas horas han hecho algo agotador o se han herido?
-Los fármacos que ustedes toman en sus horas de vigilia los mantienen a ellos en un estado de equilibrio mental satisfactorio. Les aseguro que no van a hacer nada peligroso, aunque por supuesto cabe dentro de lo posible que se den un golpe contra un mueble o que cojan frío en el jardín y a la mañana siguiente amanezcan ligeramente resfriados. Pero para evitar esos pequeños contratiempos,siempre pueden contratar a un guardaespaldas que vigile su actuación y evite cualquier tipo de despropósito. Ustedes tienen personal de seguridad en cualquier caso, ¿no es cierto?
Los dos asintieron con la cabeza. Hubo otro largo silencio que a Mendoza, a pesar de los años de hábito, se le hizo eterno.
-Me hace mal efecto -dijo la mujer-. Es prácticamente quedarnos con su vida.
Mendoza rió suavemente, como invitándolos a compartir su buen humor.
-Lo comprendo, señora Saladriga, lo comprendo. Es usted una mujer sensible. Pero no tiene que preocuparse por ello. De hecho, se trata prácticamente de un acto de caridad. Sin ustedes, esos jóvenes no tendrían ninguna posibilidad. Por no hablar de sus familias. Y así, con el dinero que ustedes les ceden, sus padres y hermanos podrán sobrevivir, estudiar, labrarse un porvenir. Y todo ello honradamente.
-Unos euros por una vida humana -susurró la mujer.
-Podemos permitírnoslo, Anna -dijo el marido, poniendo su mano sobre el brazo de ella.
Anna lo miró. Llevaban cincuenta años casados. Conocía su cuerpo y su mente tan bien como se conocía a sí misma y sabía que detrás de esa fachada de hombre viejo, calvo, con papada, barriga y bolsas bajo los ojos, estaba el mismo muchacho con el que se había casado tantos años atrás en la iglesia de Ripoll: ambicioso, trabajador, amante de su familia. Ella también era igual que entonces, por dentro, cuando no se miraba al espejo y se daba cuenta de lo que los años habían hecho con su cuerpo.
Al día siguiente, si se decidían a dar el paso, su espíritu se habría trasladado a una carne joven y firme. Podrían volver a bailar, a navegar, a hacer el amor en el inmenso dormitorio del chalet de la costa. Él podría disfrutar del cuerpo de la muchacha etíope y ella volvería a abrazar a un hombre joven y duro, a su marido de siempre envuelto en la carne del muchacho de Mali. Siempre que consiguiera superar los remordimientos y la sensación de estar cometiendo un adulterio con su propio esposo.
Suspiró y apretó la mano de Tófol.
-¿Qué?-preguntó él-. ¿Qué dices?
-Lo que tú quieras -contestó, bajando la vista.
-¿Nos atrevemos?
Hubo una pequeña pausa.
-Sí- dijo por fin, sonriéndole a su marido con los ojos y apretando su mano.
Mendoza soltó suavemente el aire que llevaba conteniendo un par de minutos y les sonrió como un patriarca bíblico:
-Han tomado ustedes la decisión correcta. Hagan el favor de firmar aquí -dijo, ofreciéndoles una carpeta de piel de color burdeos.


Anna Saladriga terminó de arreglarse en su dormitorio y, antes de bajar a reunirse con sus invitados, dedicó unos segundos a contemplar su imagen en el espejo del vestidor. Estaba radiante. Bellísima. Como nunca en su vida. No había por qué engañarse; en su antiguo cuerpo no había estado tan hermosa ni a los quince años, el día de su puesta de largo. Pero entonces había sido una muchacha gordita, pechugona, demasiado grande, algo torpe de movimientos, que se pasaba la vida tratando de disimular su cara de luna y sonreía poco para que no se viera que sus dientes de delante estaban algo separados.
Sin embargo ahora, con el nuevo vestido de Valentino, una fantasía de gasa y encajes en color marfil que prestaba un suave brillo a su piel morena, y el collar de perlas auténticas de tres vueltas, estaba arrebatadora. Y lo mejor de todo era que por dentro seguía siendo ella, la misma de siempre; sólo que con veinte años y un cuerpo y un rostro de modelo de alta costura.
Suspiró de felicidad y, antes de bajar definitivamente, se acercó a la ventana a espiar entre los visillos. El jardín, decorado como para una boda, iba llenándose de invitados elegantemente vestidos que conversaban entre risas y tintineos de cristal. La mejor sociedad de Cataluña, completada y enriquecida por la élite industrial europea, reunida en su casa para asistir al milagro en el que ellos, como tantas otras veces en tantos otros campos, habían sido pioneros. Y entre todos ellos, destacándose por su altura y su paso elástico, estaba él: Tófol, su marido, el hombre no sólo más valiente, más inteligente, más ambicioso de la reunión, como siempre, sino también, por primera vez en su vida, el más guapo de la concurrencia.
Lo miró durante unos minutos, como hipnotizada, sin poderse creer aún la suerte que habían tenido al encontrar a la pareja de anfitriones ideales. Él caminaba de grupo en grupo, saludando, posando la mano con ligereza en un hombro, en un brazo, palmeando la espalda de un viejo amigo, sonriendo con su nueva sonrisa blanca, resplandeciente en su cara oscura, moviendo con soltura sus dos metros de fuertes músculos en un cuerpo delgado y ágil de corredor, cubierto ahora por el traje de seda oscura de estilo Mao que resaltaba sus hombros y lo grácil de su cuello. Pero lo que más la impresionaba, además de su belleza, era que en todos los gestos, en la forma de inclinar la cabeza, incluso en algo indefinible que tenía su sonrisa, seguía siendo él mismo, su marido desde hacía cincuenta años. Del aspecto original del muchacho ya no quedaba tanto, excepto el color de piel; Tofol se había cortado el largo cabello recogido en trencitas que llevaba el africano y el nuevo corte destacaba la limpieza de curvas de su cráneo, haciendo además sus ojos más grandes.
Ella, por el contrario, se había quedado con la larga melena rizada de la chica, un lujo que nunca se había podido permitir anteriormente con su cabello escaso y quebradizo, y disfrutaba cada vez que movía la cabeza o se pasaba una mano por la masa sedosa que se extendía por encima de sus hombros casi hasta la cintura. A Tófol también le encantaba y las primeras semanas se habían dedicado, como dos adolescentes, a explorar las posibilidades de sus nuevos cuerpos, gozando de cada instante, de cada caricia como si fuera la primera de sus vidas.
Ahora hacía ya casi dos meses desde que habían salido del Sanatorio y poco a poco todo comenzaba a ser normal. Los escrúpulos de los primeros tiempos se iban diluyendo, junto con la sensación aterradora y excitante de estar cometiendo una transgresión, aunque de vez en cuando aún volvían como relámpagos ciertos instantes de pánico o de delicia que los dejaban débiles y temblorosos.
Se miró una vez más al espejo, admirando el brillo de sus ojos jóvenes, la firmeza de sus pechos, que ya no necesitaban sujetador, la curva de sus caderas sin un gramo de grasa superflua y se maravilló de nuevo; pero esta vez el asombro estaba también en el hecho de mirar esa figura extraña y reconocerla como propia, con orgullo de dueña, con la leve preocupación de si las sandalias no serían quizá demasiado altas y marcarían demasiado los músculos de las pantorrillas.


Señora—dijo Emilia, después de dar unos golpes discretos en la puerta—. Pregunta el señor que si ya está lista.
Bajo volando, Emilia. Dime, ¿estoy bien?
Está usted preciosa, señora. La de Ribas se va a morir de envidia cuando la vea.
Bajaron riéndose y se separaron al llegar a la planta baja; Emilia en dirección a la cocina y Anna hacia el jardín.
Tófol la vio llegar bordeando la piscina y, por un momento, todo lo que estaba a su alrededor se desdibujó hasta desaparecer en la nada. Anna seguía caminando como una reina, pero ahora era una reina joven, la reina más bella del mundo, la reina de África. Y era su mujer.
En la periferia de su visión difuminada notaba las miradas de deseo de los hombres a su paso, las miradas de envidia de las otras mujeres que aún no sabían que estaban viendo a la dueña de la casa, a Anna Saladriga, la misma que unos meses atrás era una señora de edad, robusta y con varices en las piernas.
Se besaron ante la sorpresa de sus invitados que, solo segundos más tarde, empezaron a reaccionar, con risas y grititos las señoras, con gruñidos y palmadas los caballeros.
Un hombre gordo, con la cara enrojecida y la nariz surcada de venillas besó la mano de Anna, después de haberle lanzado una mirada casi obscena y se giró hacia Tòfol, echando la cabeza atrás para mirarlo a los ojos:
-Estás desconegut, nano! —dijo en voz estentórea, antes de echarse a reír con su propio chiste—. Els dos esteu desconeguts!
Tòfol se rio también y, poniéndole una mano en el codo, lo guio entre los grupos hasta el bar, donde pidió dos whiskies con agua. Joan Mercader era uno de los más antiguos amigos del matrimonio y, cincuenta años atrás, también socio del primer negocio de construcciones de Tófol Peyró.
Bueno, Joan, ahora que ha pasado la primera impresión, ¿qué me dices?
Que no me lo puedo creer, noi. Te miro, hablo contigo y sé que debajo de todo eso —Mercader hizo un gesto general hacia el cuerpo del otro— está mi viejo amigo Tófol, pero mira que es difícil de aceptar. ¿Cuantos años tienes ahora?
Los mismos que tú. Ochenta y dos.
No, hombre, tú me entiendes.
No nos dan detalles exactos, pero según mi médico, unos veintisiete o veintiocho.
¿Y Anna?
Quizá dos o tres menos. —¡Quién los pillara!
Pues ahora está a tu alcance —dijo Tófol displicentemente, mientras seguía con la vista la figura de Anna, que flotaba de un grupo de señoras a otro, como si fuera una joya que se iban pasando de mano en mano para apreciarla de cerca—. No me dirás que no te lo puedes permitir. Tú, precisamente.
¿Qué te cuesta?
Mercader y Peyró habían hablado de dinero toda su vida; por eso, lo que en otra persona habría sido de mal gusto, en el caso de Mercader era natural.
Un millón por barba.
Mercader se frotó la nariz con el dedo índice.
No parece excesivo.
Es una buena inversión, te lo aseguro.
Y ellos ¿cuánto se llevan? Quiero decir... los... en fin... no sé cómo llamarlos.
Los anfitriones —ayudó Peyró.
Eso. ¿Qué ganan ellos?
Ellos nada. Pero sus familias reciben medio millón de euros. El resto es para el Sanatorio. Así que, ya ves, de hecho, además de ser un negocio para nosotros, es una manera de ayudar al tercer mundo.
Mercader lo miró con los ojos entrecerrados por encima del borde de su vaso de whisky:
No te hacía yo tan ingenuo, Tófol. ¿No pensarás de verdad que a los negros del país que sea les dan medio millón?
Todo está dentro de la más perfecta legalidad —dijo Tófol, molesto.
Me corto el cuello si les llegan más de veinte mil. Y creo que me quedo largo. ¿Quieres que me entere?
Haz lo que te parezca, pero si quieres un consejo, ponte en cola cuanto antes a ver si aún llegas a tiempo de transferirte a un cuerpo nuevo. Considerando cómo has tratado al tuyo toda la vida, no tienes un minuto que perder.
Mercader volvió a soltar una risotada, apuró el vaso y, con una palmada a Peyró, se giró hacia una de las mesas del buffet, rebosante de exquisiteces, eligió un canapé de caviar iraní y preguntó con la boca llena:
Y los hijos ¿qué dicen?
Peyró sonrió:
Están escandalizados. Pero ellos aún son jóvenes, claro.
Andarán por los sesenta, ¿no?
Más o menos. Tenemos ya bisnietos.
Imagínate si les trajerais ahora un hermanito. ¡Cómo se iban a poner!
Estaríamos en nuestro derecho —dijo Peyró, muy serio. Lo cierto era que la posibilidad no se le había pasado por la cabeza. Era increíble lo rápido que pensaba Mercader.
Podríais, ¿no? Al fin y al cabo, ahora habéis vuelto a ser jóvenes.
Claro que podríamos —contestó Peyró con firmeza, a pesar de que no tenía la más remota idea de si era realmente posible o si los cuerpos que habían comprado habían sido esterilizados antes de realizar la trasferencia. Se hizo una nota mental para consultarlo cuanto antes con el doctor Mendoza.
Oye, dime —Mercader volvió a echarse un canapé a la boca—. ¿Qué habéis hecho con... bueno... ya me entiendes...? —dejó la pregunta sin terminar mientras miraba fijamente a su viejo, ahora joven, amigo.
Peyró le sostuvo la mirada esperando que acabara la frase.
Con los cuerpos de antes, joder. Hay que dártelo todo mascado, noi.
¡Ah! Ya. —Hizo una corta pausa—. Han sido incinerados ante notario después de haber hecho la trasferencia legal. Nos han tenido días haciéndonos fotos con el nuevo aspecto, autentificando las firmas... todo lo que te puedas imaginar.
¿Sabes, Tófol? Me están entrando ganas de informarme del asunto. Te llamo el lunes para que me des los datos de ese Sanatorio. Lo mismo la próxima vez que nos veamos tengo cara de chino —dijo, soltando de nuevo la carcajada—. Porque me figuro que todos los... ¿cómo los llamabas?... los anfitriones... serán tercermundistas, claro.
Peyró se metió un canapé en la boca para no tener que contestar. El tono que usaba Mercader le resultaba profundamente desagradable.
Me temo —continuó el anciano, sin esperar respuesta— que nuestros hijos van listos si creen que van a heredar pronto porque, cambiando de cuerpo, podemos durar otros cincuenta años sin exagerar, ¿no?
Peyró asintió con la cabeza, ya francamente molesto. Esa conversación la había llevado varias veces con Montse y Quim, sus propios hijos, y en todas las ocasiones le había dejado un desagradable sabor de boca el darse cuenta de que, a pesar del cariño y la buena relación que habían tenido siempre, la idea de que sus padres pudieran vivir cincuenta años más no les había gustado en absoluto. Que ahora se lo recordara Mercader le parecía de pésimo gusto.
Me vas a perdonar, Joan. Tengo que atender a los belgas; parecen un poco perdidos.
Sí, noi, sí, por mí no te preocupes. Ya sabes que yo, teniendo de comer y de beber, ya no necesito nada. —Le dio una palmada en la espalda y se quedó mirando su alta silueta atravesando el jardín en dirección a poniente, hacia la piscina, donde un pequeño grupo parecía realmente perdido. Encogiéndose de hombros, se echó otro canapé a la boca y se quedó pensando cómo sería la sensación de sentirse dueño de un nuevo cuerpo. Como la de sentarse en un Ferrari recién estrenado, probablemente. Quizá mejor.


Se despertó, como siempre, en una penumbra plateada, en un silencio tan profundo que el mar se oía con claridad sobre el siseo de las hojas de las palmeras moviéndose en la brisa nocturna. Estiró todos los músculos y se dio la vuelta en la cama disfrutando de la sensación de las sábanas de seda en su piel desnuda, una sensación que seguía resultándole nueva y excitante. Pensó, como otras veces, que resultaba curioso que un anciano hubiera querido tener de nuevo un cuerpo joven, para dormir solo noche tras noche, sin una mujer al alcance de su deseo; pero la cama siempre estaba vacía cuando
él despertaba. Si había una mujer en la casa, debía de dormir en otra habitación, quizá precisamente para que él no la encontrara al despertar.
Se levantó sigilosamente y caminó hasta el mueble donde había un calendario. Veinte pasos dentro de la misma habitación pisando una alfombra de seda que alguna muchacha árabe habría tardado cinco o seis años en anudar. Comprobó que la fecha era la del día siguiente y eso, como todas las noches, le tranquilizó. De alguna manera, a pesar de las explicaciones del doctor Mendoza, seguía teniendo miedo de que su despertar empezara a tener huecos, que no se produjera noche tras noche como le habían asegurado. En sus pesadillas se veía mirando fijamente el calendario de donde habían desaparecido semanas y hasta meses en los que no había sido consciente de su existencia. Suspiró de alivio, se envolvió en una bata que podría haber sido propiedad de un rey y, bajando las amplias escaleras, llegó al salón que daba al jardín. No tenía hambre, ni sed, ni sentía ningún tipo de cansancio.
Recorrió despacio la enorme estancia cogiendo y dejando en su sitio varios de los objetos que adornaban las mesas y las estanterías, piezas indudablemente valiosas que para él no significaban nada.
Se quedó un rato plantado delante del gran espejo que ocupaba una de las paredes, mirando su reflejo, reconociéndose, saludándose a sí mismo, embriagado en la contemplación de la prueba fehaciente de su existencia, perdido en una costumbre que iba convirtiéndose en uno más de los ritos de su soledad nocturna, de su vida solitaria y silenciosa.
La luz de la luna entraba como mercurio helado por los grandes ventanales convirtiendo el mundo en una fotografía en blanco y negro, convirtiéndolo a él en una sombra entre sombras, en un negativo sin revelar, en una mera posibilidad de existencia que nunca se realizaría.
Se arrancó de su contemplación, subió las escaleras de dos en dos, entró en el vestidor, abrió el armario y se puso unos pantalones y una camisa, prendas de calidad que le sentaban perfectamente pero que no eran suyas, como no lo eran los objetos preciosos, ni la cama donde dormía, ni la casa donde despertaba todas las noches como un vampiro sin sed de sangre.
Necesitaba salir a caminar, salir al mundo, aunque el mundo se redujera a la playa solitaria al final del inmenso jardín, a un puñado de calles desiertas flanqueadas por altas tapias y artísticas rejas de hierro forjado, erizadas de cámaras de seguridad. Sabía que en cuanto se pusiera en marcha, dos hombres uniformados lo seguirían de lejos, pero hacía tiempo que había dejado de importarle. Ellos también habían sido comprados por el hombre que habitaba aquella mansión y, si su compra había sido menos drástica, porque ellos podían despedirse cuando quisieran, no por ello era menos exigente su trabajo. Si le ocurría algo a su cuerpo, lo pagarían muy caro.
Se metió en el bolsillo las llaves que siempre estaban en una pequeña bandeja de plata en la mesilla, junto a la cama y bajó de nuevo, cuidando de no hacer ruido, aunque sabía —y el saberlo le daba risa algunas veces— que el dueño de la casa no iba a despertarse por mucho ruido que él hiciera, que hasta cierto punto, el dueño de la casa era él mismo, no otro cuerpo que estuviera durmiendo bajo las sábanas de seda que él acababa de abandonar.
La luna creaba un camino ilusorio sobre la superficie quieta del mar y la arena parecía fosforescente bajo su luz. No había un alma. Solo, apenas al alcance de su vista, como un movimiento fugaz al límite de su visión periférica, las siluetas de los dos guardaespaldas que lo seguían sin entrometerse. Otra noche se traería una toalla y se daría un baño en el mar, riéndose solo al imaginar las dudas de los dos gorilas sobre la necesidad de vigilarlo más de cerca y tener que tirarse también al agua.
Paseó durante una hora y decidió volver a casa para tener tiempo de servirse una copa o ir a la cocina a buscar algo de comer, más que por hambre, que no la tenía, por el deseo de masticar conscientemente un alimento que despertara sensaciones gustativas en su lengua.
Cruzando bajo los enormes ombúes del jardín delantero, creyó percibir una sombra luminosa al borde de la piscina y, sin decidirlo, se quedó oculto tras un tronco, observando. Era efectivamente una persona, una silueta plateada a la luz de la luna, vestida con una bata de gasa. La figura se despojó de la bata y, muy lentamente, empezó a bajar los peldaños de las amplias escaleras de mármol que permitían entrar en la piscina. Era una mujer. Una muchacha joven, morena, de largo pelo ensortijado.
Sintió que se le secaba la boca. Había una mujer en la casa. La mujer para la que el viejo deseaba tener un cuerpo joven como el suyo.
En completa inmovilidad, confundido entre las sombras, la miró jugar en el agua durante unos minutos, inocente y natural como una criatura marina, deseando que acabara cuanto antes para poder mostrarse e intentar hablar con ella y, a la vez, que no terminara nunca, que la noche fuera eterna para seguir viéndola retozar sacando chispas de plata al agua de la piscina.
La muchacha salió del agua, de espaldas a él y él se vio avanzando a su encuentro, temiéndolo y deseándolo al mismo tiempo.
Bon soir —dijo en francés, la única lengua extranjera que hablaba.
La mujer se volvió, confundida y asustada.
Bon soir, madame —repitió él, tratando de que su voz, ronca por la falta de uso, no sonara amenazadora.
Ella se cubrió precipitadamente con la bata y, cuando ya parecía que iba a huir sin contestarle, se giró de nuevo hacia él y sonrió.
Nos conocemos, ¿no recuerdas? —dijo también en francés, dejándolo perplejo—. Nos conocemos del Sanatorio. Yo estaba en la misma sala de espera cuando tú... cuando te llevaron, ¿te acuerdas ahora?
Tú me hiciste la señal de la cruz al separarnos, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
Me habría gustado poder hacer lo mismo contigo —dijo él, incómodo—. Pero en aquel momento no lo pensé. ¿Qué haces aquí?
Lo mismo que tú.
Las sombras de los guardaespaldas se movían al límite de la luz, bajo los árboles, indecisas.
Ven, vamos a sentarnos ahí —propuso él, señalando las tumbonas blancas bajo la pérgola cubierta de buganvillas—. Es la primera vez que hablo con alguien en dos meses.
Yo también —sonrió ella y le tendió la mano.
El contacto fue como un chispazo eléctrico. Hasta ese momento no se había dado cuenta cabal de la falta que le hacía tocar a otra persona, que otra persona lo tocara. Tiró de la mano de ella hasta que estuvieron muy cerca.
¿Puedo abrazarte? Por favor.
Ella asintió sin palabras y se abrazaron en silencio durante un rato, concentrándose en la increíble sensación de otro cuerpo caliente y vivo apretándose contra el propio. La cabeza de ella le llegaba apenas al hombro y su cuerpo, tan frágil, era sin embargo un ancla que lo sujetaba a la realidad.
Lo necesitaba mucho —dijo él en voz baja, aflojando el abrazo, sin querer deshacerlo todavía.
Yo también —susurró ella.
Ven. Siéntate ahí. Voy a traer algo de beber, ¿quieres?
Volvió en un minuto con una botella de champán y dos copas de un cristal tan fino que parecían hechas de pompas de jabón.
¿Vivimos los dos en esta casa? —preguntó él después del primer trago, que bebieron sin brindar, mirándose a los ojos.
Sí. Durante el día somos un viejo matrimonio. Cristófol Peyró y Anna Saladriga.
¿Cómo sabes tú eso? —El pánico se apoderó de él. Si ella sabía esas cosas, era porque tenía acceso a la mente de la otra mujer, mientras que él, durante el día, no sabía nada ni de sí mismo ni del otro hombre. Ella pareció adivinar su terror y sonrió de nuevo:
Anna lleva un diario. Yo lo leo todas las noches. Por eso sé que son millonarios; el marido, tú, —volvió a sonreír— tiene empresas de toda clase. Tienen dos hijos mayores, varios nietos, incluso dos bisnietos. Ella tiene remordimientos a veces, pero es tan feliz desde que ha vuelto a ser joven que los escrúpulos van desapareciendo. Se consuela pensando que han hecho bien a muchas personas desconocidas. A nuestras familias.
Él sintió un nudo en la garganta y desvió la vista hacia las sombras del jardín. Ella siguió hablando: —¿Sabes cuánto han pagado por la... operación? El sacudió la cabeza en una negativa. —Un millón de euros cada uno. Él se quedó mirándola, con los ojos dilatados y la boca entreabierta, hasta que pudo reaccionar:
¡A mi familia le prometieron diez mil euros si la transferencia se llevaba a cabo con éxito!
Ella sonrió de nuevo. Una sonrisa tensa, amarga. —A la mía también. Y lo hice. Lo hice por diez mil euros. Para que pudieran tener un futuro. Y si no nos hubieran aceptado, de todas formas ya lo había hecho por los primeros mil euros que nos dieron. ¿Te das cuenta? Mil euros, una vida.
Él estrelló la copa sobre las baldosas de la marquesina y se puso en pie, furioso. —¡Es un crimen!
Sí. Pero no podemos hacer nada.
¿Todo bien por ahí? —se oyó una voz masculina desde las sombras.
Todo bien, Ricard —contestó ella en catalán—. No se preocupe. El señor, que es muy temperamental, ya lo sabe usted.
¿Por qué entiendo la lengua? —preguntó él, abrumado, dejándose caer de nuevo en la tumbona.
No sé. Supongo que igual que ellos adquieren habilidades que nosotros tenemos. Si Anna quisiera, sabría anudar alfombras, igual que yo ahora, si quiero, sé tocar el piano como ella. ¿Qué te pasa?
Él se había reclinado en la tumbona y boqueaba.
Creo que tengo que volver arriba. Debe de haber pasado ya el tiempo.
Te acompaño.
¿Vendrás mañana? —preguntó él agarrándola de la mano con desesperación, mientras notaba que el mareo de la próxima pérdida de conciencia lo invadía.
Mañana aquí mismo, en cuanto despierte.
Subieron las escaleras abrazados, ayudándose el uno al otro. Se separaron en el descansillo del primer piso:
Mi cuarto está ahí, a la izquierda —dijo ella en un susurro. Y antes de que él cruzara su puerta preguntó:
¿Cómo te llamas?
Abraham. ¿Y tú?
Sarah.
Le habría gustado decir que era una hermosa coincidencia, pero las piernas se le estaban volviendo de goma y apenas podía enfocar la mirada en la figura de ella.
Bonne nuit, Abraham. Que Dios te bendiga —la oyó decir, antes de sumergirse en la nada.


Critófol Peyró era un extraordinario hombre de negocios: ambicioso, tenaz, innovador, un luchador nato, pero a pesar del nuevo cuerpo que habitaba desde hacía más de tres meses, su cerebro seguía teniendo ochenta y dos años y eso hacía que algunas cosas se le desdibujaran ocasionalmente, que no siempre hiciera lo que se había propuesto hacer, a menos que estuviera anotado en su agenda o que su secretaria personal tuviera conocimiento de ello. Por eso, casi cinco semanas después de la fiesta del jardín, aún no se había puesto en contacto con el doctor Mendoza. De vez en cuando algo le decía que tenía que llamarlo, pero como nunca acababa de recordar con precisión para qué quería hacerlo, lo archivaba pensando que se trataba de la inquietud natural en su situación y que todas las preguntas pendientes surgirían y serían contestadas en la siguiente visita de control, el cinco de septiembre.
La mañana del día tres, al despertarse, estiró una larga pierna hacia el lado opuesto de la cama, tropezó con el cuerpo dormido de Anna y se sobresaltó ligeramente. No recordaba que se hubieran ido juntos a dormir. Cada vez con más frecuencia se encontraba a su mujer al abrir los ojos, unas veces en su dormitorio, otras en el de ella. Eso solo podía significar que sus anfitriones, aprovechando las horas nocturnas, se habían conocido y habían decidido sacar provecho de la situación que los había colocado en la misma casa.
Era inquietante. Por un lado era inquietante y por otro dejaba un cierto regusto de humillación en la garganta el que durante unas cuantas horas su cuerpo fuera movido por otra voluntad, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Se apoyó sobre un codo, se inclinó hacia Anna y la contempló largamente pensando cómo sería ella cuando no fuera Anna, cuando fuera la muchacha africana de nombre desconocido; cómo sería su sonrisa, cómo brillarían sus ojos cuando al verlo no lo viera a él sino al otro, al hombre de Mali que, con el mismo cuerpo, le haría el amor como él hacía con Anna. ¿O de otra manera? ¿Cuántas maneras distintas hay de hacer el amor?
Le pasó la mano por la curva de la cadera y Anna se removió un poco hasta que entreabrió los ojos y le regaló su sonrisa blanca.
Me encanta despertarme a tu lado —le dijo en un susurro.
A mí no —Tófol saltó de la cama y, como siempre, fue a plantarse frente al espejo.
¡Jesús, Tófol! Después de tantos años te estás volviendo grosero. —Su sonrisa había desaparecido.
¿Es que no te das cuenta de lo que significa que nos despertemos en la misma cama?
Ella lo miró fijamente, sin comprender. —Significa —siguió él, alzando cada vez más la voz— que esos dos negros que nos ocupan durante la noche, se dedican a follar cuando tú y yo estamos durmiendo. Por eso te he pedido ya varias veces que te encierres con llave en tu dormitorio cuando te acuestas.
Pero... pero eso no sirve de nada, hombre, ¿no te das cuenta? Cuando la otra se despierta, no tiene más que girar la llave y ya está.
Si la guardaras en un sitio bien oculto, no pasaría.
La guardé en un sitio dificilísimo, Tófol. Ni tú la encontrarías. Pero parece que ella sí. Y además —añadió levantándose y acercándose a acariciarle la espalda— ¿a ti qué más te da, cariño? Nosotros nos hemos quedado con sus cuerpos, con sus vidas... en el fondo es una suerte que se lleven bien, que a lo mejor se hayan enamorado. Imagínate si se odiaran, si él le pegara por las noches...
Tenemos que decirle a los de seguridad que no los dejen estar juntos.
Ella suspiró, se sentó al tocador, y dejó pasar unos minutos en silencio. Sabía por experiencia que eso calmaría a su marido y después podrían seguir hablando civilizadamente. Tófol se encendió un habano y abrió los ventanales para salir a la terraza a mirar el mar.
No te parece una buena idea, ¿verdad? —preguntó él, aún de espaldas.
Me parece innecesariamente cruel y además, los muchachos de la seguridad no pueden distinguir si son ellos o nosotros.
¡Faltaría más! —el antiguo rostro de Tófol estaría ya enrojecido y las venas de su cuello habrían empezado a marcarse; el rostro actual apenas había cambiado de color, salvo los ojos, que aparecían desorbitados.
No te enfades, Tófol, pero los muchachos me han dicho que muchas noches nos han visto tomando una copa en la terraza y hablando en catalán, como siempre ¿Cómo van a saber ellos quién es quién?
Tófol se dejó caer en un sillón de mimbre, anonadado:
¿Desde cuándo hablan en catalán?
No sé. Desde el principio, supongo. Igual que tú el otro día descubriste que puedes correr como un gamo.
Eso es porque he vuelto a ser joven.
Y porque al parecer es algo que ese chico sabe hacer. —Hubo una larga pausa que Arma aprovechó para cepillarse el pelo. Sabía que a su marido había que darle tiempo para digerir ciertas noticias y ahora era importante que hubiera digerido esa, antes de darle la siguiente, la que llevaba días queriendo comunicarle y nunca encontraba el momento ideal para hacerlo.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué dices tú?
Nada, cariño. No hacemos nada. Dejamos que ellos usen sus pocas horas del mejor modo que les parezca. Al fin y al cabo, no hacen nada dañino. Hacen justamente lo mismo que nosotros. En la base es igual, ¿no crees?
No, pensó Tófol. ¿Qué iba a ser igual? ¿Cómo iba a ser igual que él estuviera con Anna, con su mujer de toda la vida, o que un desconocido estuviera con ella? Claro que, bien mirado, con quien estaba el desconocido no era con su mujer, sino con otra desconocida que, casualmente, compartía el mismo cuerpo. Era demasiado difícil para un hombre nacido en 1950, para un hombre acostumbrado a pensar que cada cuerpo tiene un alma y solo una. ¿Serían escrúpulos religiosos ahora, después de una vida de negar todo tipo de boberías teológicas? ¿O eran simplemente celos, el sentimiento más vulgar y primitivo de la humanidad?
Anna se levantó del tocador, salió a la terraza y se arrodillo a los pies de su marido, tomándole las manos. El puro humeaba, azul, en el aire de la mañana, abandonado en el cenicero de marfil.
Tófol, querido, escúchame. Quiero decirte algo desde hace ya unos días y creo que tengo que decírtelo ahora. ¿Me escuchas?
Él asintió con la cabeza, sintiendo un nudo ganarle la garganta. Cuando Anna empezaba así, siempre eran malas noticias. Llevaban cincuenta años juntos y lo sabía.
Estoy embarazada.
¡¿Quééé?! —No tenía ni idea de lo que pensaba que le iba a decir Anna, pero desde luego, no era eso lo que se había imaginado. Aquello era absurdo, ridículo, impensable—. No digas estupideces, Anna. Tienes casi ochenta años.
Ya no —dijo ella en voz suave.
¿Estás segura de...?
Claro
Hubo una pausa en la que se limitaron a mirarse a los ojos: él hacia abajo, ella hacia arriba.
Bien, pues habrá que abortar. No veo otro remedio.
¿Por qué?
¿Cómo que por qué?
Sí. ¿Por qué? Ahora somos jóvenes, sanos, fuertes. Nos queremos. Tenemos más dinero del que podríamos gastar en tres vidas. ¿Por qué vamos a negarnos a tener este hijo?
Él boqueó durante unos instantes, incapaz de comprender que ella no fuera de su opinión.
¡Porque ni siquiera sabemos de quién es! —explotó por fin.
Ella le cogió la cabeza entre las manos y le acarició el pelo, como solía hacer en los momentos de crisis.
¿De quién va a ser, hombre de Dios? Nuestro —dijo suavemente—. Tuyo y mío.
Y de ellos —dijo Tófol entre dientes— de esa pareja de negros que nos hemos comprado como si fueran un par de zapatos, sin pensar en las consecuencias. Esa es su venganza.
¡No digas tonterías! —Anna se puso en pie, ofendida—. Ese niño es mío. Y tuyo. Y ha venido como tienen que venir los hijos, con toda naturalidad, sin tener que matarnos a visitas al ginecólogo de Suiza, sin tener que hacer de todo para conseguirlo, como nos pasó con Quim y con Montse. ¿O te has olvidado ya de lo que nos costó tenerlos?
Tófol enterró la cabeza entre las manos y se quedó muy quieto, mirando al suelo, sin saber qué pensar.
Lo tendremos —continuó Anna— y le daremos todo lo que unos padres pueden dar a su hijo. A lo mejor este es lo que siempre has deseado, el que se haga cargo de la dirección de tus empresas porque con Quim, ya lo sabes tú, nunca se ha podido contar. Ni con ninguno de los dos nietos varones.
Sí, mujer —dijo Tófol sin levantar la vista, con la voz llena de desprecio—. Un negro dirigiendo lo que he tardado una vida en construir.
Ahora es también un negro el que lo dirige, ¿no?
¡Pero soy yo!
¡Pero eres negro! Igual que yo. No tienes más que ir al primer espejo.
Lo tomó violentamente de la mano y lo arrastró hasta el dormitorio:
¿Lo ves? Pero eso no es lo importante, Tófol, lo importante es lo que está dentro. Tú. Yo. El. O ella —añadió con una pequeña sonrisa—. Pero creo que va a ser chico. Lo siento aquí —se llevó la mano al vientre plano.
Déjame pensarlo, por Dios, Anna. Dame un poco de tiempo. Por favor.
Anna lo abrazó y, juntos, se tumbaron en la cama, con los ojos húmedos.


Abraham se puso violentamente en pie, fue a la entrada del salón y encendió de golpe todas las lámparas. La habitación se iluminó como si fuese mediodía.
¡Ni pensarlo! —gritó, fuera de sí—. ¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás! Antes te mato y me mato yo después.
Sarah tenía costumbre de ver hombres enfurecidos. A lo largo de su infancia y juventud había visto muchas veces que la reacción masculina ante la impotencia, ante las situaciones sin salida, era la rabia, la furia destructora, el golpear ciegamente sin pensar, sin calcular los daños. Le asustaba un poco, pero más por el niño que por ella misma. Su padre también le había pegado algunas veces, pero nunca era muy grave: un par de moretones, algunos rasguños quizá, nada importante. Pero era la primera vez que estaba embarazada y no sabía hasta qué punto una paliza podría afectar a su hijo, de modo que se encogió en el sofá esperando que gritara y rompiera cosas hasta que se hubiera tranquilizado lo suficiente para hablar otra vez.
¡No solo nos han comprado como bestias en la feria, sino que ahora quieren quedarse también con nuestros hijos! Creen que tienen todos los derechos porque tienen dinero. El euro es su único dios. ¡Pero no se saldrán con la suya! ¡No lo consentiré!
Se acercó al sofá en unas zancadas, la cogió de la mano y tironeó de ella para ponerla en pie:
¡Vamos! ¡Vamos a darnos un baño al mar! Dicen que es una muerte dulce. No sentiremos nada.
Ella se aferró al sofá con todas sus fuerzas, llorando y negando con la cabeza.
¡No, no, no! Por favor, Abraham, por Dios te lo pido. ¡Es suicidio, es asesinato, no puedes hacernos eso! ¡No puedes matar a tu hijo!
No es mi hijo, ¿no lo entiendes? Es hijo de esos blancos que nos han comprado por un puñado de euros, que nos han estafado a nosotros y a nuestras familias. Es un hijo del diablo.
Todos los niños vienen de Dios.
El lanzó una carcajada cruel:
Sí. Así nos va en África con esas ideas. «Todos los niños vienen de Dios». ¿Para qué? ¿Para morirse como animales antes de cumplir los dos años, de hambre o de enfermedad?
Este no morirá de hambre, Abraham. Se criará como un príncipe en Europa, en una familia de millonarios. Nuestro hijo tendrá lo que nosotros nunca pudimos tener. Quizá, cuando crezca, pueda ayudar a los nuestros.
Cuando crezca, será negro por fuera pero blanco por dentro, Sarah, no te engañes. Será como ellos y se comprará un cuerpo cuando el suyo ya no le valga. Pero para entonces habrán hecho leyes para que la compra sea definitiva, para suprimir la personalidad original.
¿Tú crees? —preguntó Sarah, muy bajito.
Yo no soy tan ingenuo como tú.
Un carraspeo en las puertas de la terraza los hizo volverse:
Disculpen, señores, ¿ocurre algo? —preguntó el agente de seguridad que, con cada noche que pasaba, se volvía más inseguro.
¡No se le ocurra volver a molestar o puede ir buscándose otro trabajo! —gritó Abraham en español.
Perdone, don Cristóbal. Yo trataba de cumplir sus ordenes, pero es que... es que cada vez es más difícil.
No sufra, Ricard. El señor y yo estamos teniendo una vulgar discusión matrimonial. Nada grave. Haga usted su ronda tranquilo —intervino Sarah.
Sí, señora. Disculpen otra vez.
Abraham se dejó caer en un sillón frente a ella, agotado y confuso.
Nosotros lo educaremos durante cuatro horas al día, Abraham. No es mucho, ya lo sé, pero la mayor parte de los hijos ven a sus padres mucho menos tiempo.
Haremos que comprenda de dónde viene, quién es, cuál es su responsabilidad.
No podemos ganar, Sarah —dijo él, cansado, apoyando la frente en las manos entrelazadas—. Ellos lo tienen todo; nosotros no tenemos nada.
Tenemos tiempo y amor.
Callaron durante unos momentos, en un silencio que vibraba con la tensión.
¿Sabes que hace ya dos semanas que Anna y yo nos escribimos?
Él levantó la cabeza, perplejo.
Se me ocurrió de repente, después de leer la anotación del diario donde Anna había escrito sobre el embarazo. Ella también lo quiere, ¿sabes? Él no.
¿Qué? —otra vez el chispazo de furia en sus ojos.
¿No se te había ocurrido? Nosotros no tenemos más salida que la muerte, pero ellos tienen muchas posibilidades. Si no lo quisieran, podrían ir a una clínica privada a abortar. Es cuestión de un cuarto de hora. Y no nos lo consultarían, claro.
No pueden hacernos eso —dijo él, casi tartamudeando—. Es nuestro hijo. No pueden decidir por nosotros.
Sí pueden, Abraham. Tú sabes que sí. Pero ella lo quiere, así que yo le dejo notas por la noche y nos damos ánimos una a otra. Ella cree que lo convencerá. Y yo quiero convencerte a ti.
¿Por qué no lo quiere él?
Sarah dio un corto resoplido, echando la cabeza atrás en el sofá:
¿Por qué crees tú?
Él siguió en silencio. Ella continuó:
Porque es negro lo primero. Luego porque tiene toda nuestra dotación genética. De ellos no tendrá más que la educación, parte de la educación. No lo quiere sencillamente, porque no es hijo suyo.
¿No?
Es tuyo, Abraham. Y mío. Es de Dios. —Hizo una pausa para dejar que las ideas se fueran filtrando en la cabeza del hombre—. Le he pedido a Anna que lo llamen Isaac, si es niño. El regalo de Dios a una pareja de ancianos y, a la vez, el hijo de Sarah y Abraham. Nuestro hijo.


Isaac Peyró Saladriga nació el 7 de abril de 2033 en la Clínica de Nuestra Señora de la Concepción, en Barcelona. Ojos negros, piel oscura. Tres kilos quinientos gramos. Cincuenta y cuatro centímetros. Parto natural.
Fue el primer niño europeo nacido de padres ocupantes de un cuerpo anfitrión.
En la actualidad, la Unión Europea cuenta con tres mil trescientos ochenta y seis transferidos y hay quinientos catorce niños nacidos de este tipo de parejas, sin contar los nacimientos de parejas mixtas en las cuales solo uno de los progenitores es un transferido. Todos los nacidos pertenecen socialmente a las clases más elevadas. Las leyes que regulan la transferencia no han sufrido modificaciones, aunque continúan los debates en el Parlamento europeo para aumentar las horas de prestación del comprador.
La población del continente africano sigue disminuyendo; la del continente asiático se mantiene estacionaria. La media de edad en Europa ha aumentado significativamente gracias a los nuevos desarrollos de la técnica, a pesar de que el precio de las transferencias se haya incrementado en un cincuenta y cinco por ciento.
En un noventa y seis por ciento de los casos hay procesos judiciales abiertos por los herederos de la pareja original para reclamar la exclusión de la herencia de los nuevos nacidos alegando que no comparten con ellos dotación genética, aunque sean hijos jurídicamente legítimos de los mismos padres. Ninguno de los nuevos nacidos ha llegado todavía a la mayoría de edad.
En todas las universidades europeas se ha creado una rama de estudios jurídicos especializada en Derecho de Transferencia Personal y todas las facultades de medicina cuentan con una especialización en Transferencias. La Iglesia Católica sigue rechazando la transferencia, aunque aún no ha entrado en vigor la propuesta de los obispos del Tercer Mundo para excomulgar a quienes la practican. Socialmente, la aceptación de esta práctica es cada vez mayor.