Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo
de la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la
azotea, Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás,
desde el mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba
un secreto, antes de que la familia tomara cartas en el asunto y
estableciera un cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque
Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una habitación oscura,
fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de
la buhardilla tan sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras
unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e
insólito. «Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia
sabía que su extraña actitud nada tenía que ver con los avatares
del amor o del desengaño. Por eso había decidido montar guardia en
el último piso, junto a la puerta del dormitorio, escrutando a
través de la cerradura el menor indicio de movimiento, aguardando a
que el calor de la estación le obligara a abrir la ventana que
asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella
entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de
cualquiera de las sábanas secándose al sol, una aparición tan
rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría
más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha
dado permiso para irrumpir de esta forma?» O bien: «¡Lárgate! ¿No
ves que estoy ocupado?» Y ella vería. Vería al fin en qué
consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería
su extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero
llevaba más de dos horas de estricta vigilancia y empezaba a
sentirse ridícula y humillada. Abandonó su posición de espía
junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a contar, como tantas
veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas defectuosas y
resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos
exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con
los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada:
«Soy Julia.» En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo
yo, Julia.» Pero, ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo,
aguzó el oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido
de los muelles oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido
metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra.
Está abierto.» Y Julia, en aquel instante, sintió un
estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su
cuerpo días atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano
le ocurría algo.
Hacía ya un par de
semanas que Carlos había regresado de su primer viaje de estudios.
El día dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo
en su calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez más
lejana e imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo
de la British Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí
misma, admirada de que a los dieciocho años se pudiera crecer aún,
saltando con entusiasmo en la terraza del aeropuerto, devolviéndole
besos y saludos, abriéndose camino a empujones para darle la
bienvenida en el vestíbulo. Carlos había regresado. Un poco más
delgado, bastante más alto y ostensiblemente pálido. Pero Julia le
encontró más guapo aún que a su partida y no prestó atención a
los comentarios de su madre acerca de la deficiente alimentación de
los ingleses o las excelencias incomparables del clima mediterráneo.
Tampoco, al subir al coche, cuando su hermano se mostró encantado
ante la perspectiva de disfrutar unas cuantas semanas en la casa de
la playa y su padre le asaeteó a inocentes preguntas sobre las
rubias jovencitas de Brighton, Julia rió las ocurrencias de la
familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza bullía de
planes y proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de
preguntar y avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las
incidencias del verano, en el tejado, como siempre, con los pies
oscilantes en el extremo del alero, como cuando eran pequeños y
Carlos le enseñaba a dibujar y ella le mostraba su colección de
cromos. Al llegar al jardín, Marta les salió al encuentro dando
saltos y Julia se admiró por segunda vez de lo mucho que había
crecido su hermano. «A los dieciocho años», pensó. «¡Qué
absurdo!» Pero no pronunció palabra.
Carlos se había
quedado ensimismado contemplando la fachada de la casa como si la
viera por vez primera. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha, el
ceño fruncido, los labios contraídos en un extraño rictus que
Julia no supo interpretar. Permaneció unos instantes inmóvil,
mirando hacia el frente con ojos de hipnotizado, ajeno a los
movimientos de la familia, al trajín de las maletas, a la proximidad
de la propia Julia. Después, sin modificar apenas su postura, apoyó
la cabeza en el hombro izquierdo, sus ojos reflejaron estupor, el
extraño rictus de la boca dejó paso a una inequívoca expresión de
lasitud y abatimiento, se pasó la mano por la frente y, concentrando
la vista en el suelo, cruzó cabizbajo el empedrado camino del
jardín.
Durante la cena el
padre siguió interesándose por sus conquistas y la madre
preocupándose por su mal color. Marta soltó un par de ocurrencias
que Carlos acogió con una sonrisa. Parecía cansado y soñoliento.
El viaje, tal vez. Besó a la familia y se retiró a dormir.
Al día siguiente
Julia se levantó muy temprano, repasó la lista de lecturas que
Carlos le había recomendado al partir, reunió las cuartillas en las
que había anotado sus impresiones y se encaramó al tejado. Al cabo
de un buen rato, cansada de esperar, saltó a la azotea. La ventana
de su hermano se hallaba entornada, pero no parecía que hubiese
nadie en el interior del dormitorio. Se asomó a la balaustrada y
miró hacia el jardín.
Carlos estaba allí,
en la misma posición que la noche anterior, contemplando la casa con
una mezcla de estupor y consternación, inclinando la cabeza, primero
a la derecha, luego a la izquierda, clavando la mirada en el suelo y
cruzando abatido el empedrado camino que le separaba de la casa. Fue
entonces cuando Julia comprendió, de pronto, que a su hermano le
ocurría algo.
La hipótesis de un
amor imposible fue cobrando fuerza en los tensos almuerzos de la
casa. Una inglesa, una rubia y pálida jovencita de Brighton. La
melancolía del primer amor, la tristeza de la distancia, la apatía
con la que los jóvenes de su edad suelen contemplar todo lo que no
haga referencia al objeto de su pasión. Pero eso fue al principio.
Cuando Carlos se limitaba a mostrarse huraño y esquivo, a
sobresaltarse ante cualquier pregunta, a evitar su mirada, a rechazar
las caricias de la pequeña Marta. Tal vez, en aquel momento, debía
haber actuado con firmeza. Pero ahora Carlos acababa de pronunciar:
«Entra. Está abierto», y ella, armándose de valor, no tenía más
remedio que empujar la puerta.
Al principio no
acertó a percibir otra cosa que un calor sofocante y una respiración
entrecortada y lastimera. Al rato, aprendió a distinguir entre las
sombras: Carlos se hallaba sentado a los pies de la cama y en sus
ojos parecían concentrarse los únicos destelles de luz que habían
logrado atravesar su fortaleza. ¿O no eran sus ojos? Julia abrió
ligeramente uno de los postigos de la ventana y suspiró aliviada.
Sí, aquel muchacho abatido, oculto tras unas inexpugnables gafas de
sol, con la frente salpicada de relucientes gotitas de sudor, era su
hermano. Sólo que su palidez le parecía ahora demasiado alarmante,
su actitud demasiado inexplicable, para que pudiera justificarlo en
lo sucesivo a los ojos de la familia.
—Van a llamar a un
médico —dijo.
Carlos no se inmutó.
Siguió durante unos minutos con la cabeza inclinada hacia el suelo,
entrechocando las rodillas, jugueteando con sus dedos como si
interpretara una pieza infantil sobre el teclado de un piano
inexistente.
—Quieren obligarte
a comer... A que abandones de una vez esta habitación inmunda.
A Julia le pareció
que su hermano se estremecía. «La habitación», pensó, «¿qué
encontrará en esta
habitación para
permanecer aquí durante tanto tiempo?» Miró a su alrededor y se
sorprendió de que no estuviera todo lo desordenada que cabía
esperar. Carlos, desde la cama, respiraba con fuerza. «Va a hablar»,
se dijo y, sofocada por la agobiante atmósfera, empujó tímidamente
uno de los postigos y entreabrió la ventana.
—Julia —oyó—.
Sé que no vas a entender nada de lo que te pueda contar. Pero
necesito hablar con alguien.
Un destello de
orgullo iluminó sus ojos. Carlos, como en otros tiempos, iba a
hacerla partícipe de sus secretos, convertirla en su más fiel
aliada, pedirle una ayuda que ella se apresuraría a conceder. Ahora
comprendía que había obrado rectamente al montar guardia junto a
aquella habitación en sombras, actuando como una ridícula espía
aficionada, soportando silencios, midiendo hasta la saciedad las
dimensiones de la tórrida y solitaria azotea. Porque Carlos había
dicho: «Necesito hablar con alguien...» Y ella estaba allí, junto
a la ventana entreabierta, dispuesta a registrar atentamente todo
cuanto él decidiera confiarle, sin atreverse a intervenir, sin
importarle que le hablara en un tono bajo, de difícil comprensión,
como si temiera escuchar de sus propios labios el secreto motivo de
su desazón. «Todo se reduce a una cuestión de...» Julia no pudo
entender la última palabra pronunciada entre dientes, a media voz,
pero prefirió no interrumpir. Sacó un arrugado cigarrillo del
bolsillo y se lo tendió a su hermano. Carlos, sin levantar la vista,
lo rechazó.
—Todo empezó en
Brighton, en un día como tantos otros—-continuó—.Me eché en la
cama, cerré la ventana para olvidarme de la lluvia, y me dormí. Eso
fue en Brighton. ¿No te lo he dicho ya?
Julia asintió con
un carraspeo.
—Soñé que había
concluido los exámenes con gran éxito, que me llenaban de diplomas
y medallas, que, de repente, deseaba encontrarme aquí entre vosotros
y, sin pensarlo dos veces, decidía aparecer por sorpresa. Me subía
entonces a un tren, un tren increíblemente largo y estrecho, y, casi
sin darme cuenta, llegaba hasta aquí. «Es un sueño», me dije y,
enormemente complacido, hice lo posible por no despertarme. Bajé del
tren y me encaminé cantando hacia la casa. Era de madrugada y las
calles estaban desiertas. De pronto me di cuenta de que me había
olvidado la maleta en el compartimento, los regalos que os había
comprado, los diplomas y las medallas, y que debía regresar a la
estación antes de que el tren partiera de nuevo para Brighton. «Es
un sueño», me repetí. «Figura que he enviado el equipaje por
correo. No perdamos tiempo. Luego, a lo peor, la historia se
complica.» Y me detuve ante la fachada de la casa.
Julia tuvo que hacer
un esfuerzo para no intervenir. También a ella le ocurrían esas
cosas y nunca les había concedido la menor importancia. Desde
pequeña se supo capaz de regir algunos de sus sueños, de comprender
súbitamente, en medio de la peor pesadilla, que ella, y sólo ella,
era la dueña absoluta de aquella mágica sucesión de imágenes y
que podía, con sólo proponérselo, eliminar a determinados
personajes, invocar a otros o acelerar el ritmo de lo que ocurría.
No siempre lo lograba —para ello era necesario adquirir la
conciencia de la propiedad sobre el sueño— y, además, no lo
consideraba especialmente divertido. Prefería dejarse embarcar por
extrañas historias, como si sucedieran de verdad y ella fuera
simplemente la protagonista, pero no la dueña, de aquellas
imprevisibles aventuras. Una vez su hermana Marta, a pesar de sus
pocos años, le contó algo similar. «Hoy he mandado en mi sueño»,
había dicho. Y ahora recordaba de pronto ciertas conversaciones
sobre el asunto con los compañeros del instituto e, incluso, le
parecía haber leído algo semejante en las memorias de una baronesa
o condesa que le prestó una amiga. Encendió el arrugado cigarrillo
que sostenía aún en la mano, aspiró una bocanada de humo, y sintió
algo áspero y ardiente que le quemaba la garganta. Al escuchar su
propia tos se dio cuenta de que en la habitación reinaba el más
absoluto silencio y que debía de hacer ya un buen rato que Carlos
había dejado de hablar y que ella se había entregado a estúpidas
elucubraciones.
—Sigue, por favor
—dijo al fin.
Carlos, después de
un titubeo, prosiguió:
—Era la casa, la
casa en la que estamos ahora tú y yo, la casa en la que hemos pasado
todos los veranos desde que nacimos. Y, sin embargo, había algo muy
extraño en ella. Algo tremendamente desagradable y angustioso que al
principio no supe precisar. Porque era exactamente esta casa, sólo
que, por un extraño don o castigo, yo la contemplaba desde un
insólito ángulo de visión. Me desperté sudoroso y agitado, e
intenté tranquilizarme recordando que sólo había sido un sueño.
Carlos se cubrió la
cara con las manos y ahogó un gemido. A su hermana le pareció que
musitaba un innecesario «hasta llegar aquí...» y revivió, con
cierta decepción, la transformación a la que había asistido días
atrás en la puerta del jardín. «De modo que era eso», iba a
decir, «simplemente, eso.» Pero tampoco esta vez pronunció
palabra. Carlos se había puesto en pie.
—Es un ángulo
—continuó—. Un extraño ángulo que no por el horror que me
produce deja de ser real... Y lo peor es que ya no hay remedio. Sé
que no podré librarme de él en toda la vida...
Los últimos
sollozos la obligaron a desviar la mirada en dirección a la azotea.
De repente la incomodaba encontrarse allí, sin acertar a entender
gran cosa de lo que estaba escuchando, sintiéndose definitivamente
alarmada ante el desmoronamiento de aquel ser a quien siempre había
creído fuerte, sano y envidiable. Quizá sus padres estuvieran en lo
cierto y lo de Carlos no se remediase con atenciones ni confidencias.
Necesitaba un médico. Y su labor iba a consistir en algo tan
sencillo como abandonar cuanto antes aquella habitación asfixiante y
unirse a la preocupación del resto de la familia. «Bueno», dijo
con decisión, «había prometido llevar a Marta al cine...» Pero
enseguida reparó en que su semblante desmentía su fingida
tranquilidad. Las gafas de Carlos la enfrentaron por partida doble a
su propio rostro. Dos cabezas de cabello revuelto y ojos muy abiertos
y asustados. Así debía de verla él: una niña atrapada en la
guarida de un ogro, inventando excusas para salir quedamente de la
habitación, aguardando el momento de traspasar el umbral de la
puerta, respirar hondo y echar a correr escaleras abajo. Y ahora,
además, Carlos, desde el otro lado de los oscuros cristales, parecía
haberse quedado embobado escrutándola, y ella sentía debajo de
aquellas dos cabezas de cabello revuelto y ojos espantados dos pares
de piernas que empezaban a temblar, demasiado para que pudiera seguir
hablando de Marta o del cine, como si aquella tarde fuera una tarde
cualquiera en que importaran Marta o la vaga promesa de llevarla al
cine. La sombra de una sábana agitada por el viento le privó por
unos instantes de la visión de su hermano. Cuando de nuevo se hizo
la luz, Julia reparó en que Carlos se le había aproximado aún más.
Sostenía las gafas en una mano y mostraba unos párpados hinchados y
una expresión alucinada. «Es maravilloso», dijo con un hilo de
voz. «A ti, Julia, a ti aún puedo mirarte.» Y de nuevo esa
preferencia, esa singularidad que le otorgaba por segunda vez en la
tarde, terminó con sus propósitos con inverosímil rapidez. «Está
enamorado», dijo durante la cena, y comió sin apetito un plato de
insípidas verduras que olvidó de salar y sazonar.
No tardó en darse
cuenta de que había obrado de forma estúpida. Aquella noche y las
que siguieron a la primera visita a la buhardilla. Cuando se erigió
en mediadora entre su hermano y el mundo; cuando se encargó de hacer
desaparecer de su alcoba los platos intocados; cuando reveló a
Carlos, como la fiel aliada que había sido siempre, el diagnóstico
del médico —depresión aguda— y la decisión de la familia de
internarlo en una casa de reposo. Pero ya era demasiado tarde para
volverse atrás. Carlos acogió la noticia de su inmediato
internamiento con sorprendente dejadez. Se caló las gafas oscuras
—aquellas gafas impenetrables de las que sólo en su presencia
osaba desprenderse—, manifestó su deseo de abandonar la
buhardilla, paseó del brazo de Julia por algunas dependencias de la
casa, saludó a la familia, contestó a sus preguntas con frases
tranquilizadoras. Sí, se encontraba bien, mucho mejor, lo peor había
pasado ya, no tenían por qué preocuparse. Se encerró unos minutos
en el baño de sus padres. Julia, a través de la puerta, oyó el
clic-clac del armarito metálico, el chasquido de un papel, el goteo
del agua de colonia. Al salir le encontró peinado y aseado, y le
pareció mucho más apacible y sereno. Le acompañó hasta su cuarto,
le ayudó a echarse en la cama y bajó al comedor.
Fue algo después
cuando Julia se sintió súbitamente asustada. Recordó la cerradura
de la buhardilla arrancada de cuajo por su padre hacía ya unos días,
la preocupación de su madre, el gesto significativo del médico al
declararse incompetente ante los dolores del alma, el clic-clac del
armarito metálico... Un armario blanco y ordenado en el que nunca se
le había ocurrido curiosear, el botiquín, el orgullo de su madre,
nadie en tan poco espacio podía haber reunido tal cantidad de
remedios para afrontar cualquier situación. Subió los escalones de
dos en dos, jadeando como un galgo, aterrorizada ante la posibilidad
de nombrar lo que no podía tener nombre. Al llegar al dormitorio
empujó la puerta, abrió los postigos y se precipitó sobre el
lecho. Carlos dormía plácidamente, desprovisto de sus inseparables
gafas oscuras, olvidado de tormentos y angustias. Ni todo el sol de
la azotea que ahora se filtraba a raudales por la ventana, ni los
esfuerzos de Julia por despertarle, consiguieron hacerle mover un
músculo. Se sorprendió a sí misma gimiendo, gritando, asomándose
a la escalera y voceando los nombres de la familia. Después todo
sucedió con inaudita rapidez. La respiración de Carlos fue
haciéndose débil, casi imperceptible, su rostro recobró por
momentos la belleza reposada y tranquila de otros tiempos, su boca
dibujó una media sonrisa beatífica y plácida. Ahora ya no podía
negar evidencias: Carlos dormía por primera vez desde que regresara
de Brighton, aquel dos de septiembre, la fecha que ella había
coloreado de rojo en su calendario.
No tuvo tiempo para
lamentarse de su estúpida actuación ni para desear con todas sus
fuerzas que el tiempo girase sobre sí mismo, que todavía fuera
agosto y que ella, sentada en el alero del tejado, esperase
ansiosamente, junto a un montón de cuartillas, la llegada de su
hermano. Pero cerró los ojos e intentó convencerse de que era aun
pequeña, una niña que durante el día jugaba a las muñecas y
coleccionaba cromos, y que, a veces, por las noches, sufría
tremendas pesadillas. «Soy la dueña del sueño», se dijo. «Es
sólo un sueño.» Pero cuando abrió los ojos no se sintió capaz de
continuar con el engaño. Aquella terrible pesadilla no era un sueño
ni ella poseía poder alguno para rebobinar imágenes, alterar
situaciones o lograr tan siquiera que aquel rostro hermoso y apacible
recuperase la angustia de la enfermedad. De nuevo la sombra de una
sábana agitada por el viento se señoreó unos instantes de la
habitación. Julia volvió la mirada hacia su hermano. Por primera
vez en la vida comprendía lo que era la muerte. Inexplicable,
inaprehensible, oculta tras una apariencia de fingido descanso. Veía
a la Muerte, lo que tiene la muerte de horror y de destrucción, de
putrefacción y abismo. Porque ya no era Carlos quien yacía en el
lecho sino Ella, la gran ladrona, burdamente disfrazada con rasgos
ajenos, riéndose a carcajadas tras aquellos párpados enrojecidos e
hinchados, mostrando a todos el engaño de la vida, proclamando su
oscuro reino, su caprichosa voluntad, sus inquebrantables y crueles
designios. Se restregó los ojos y miró a su padre. Era su padre.
Aquel hombre sentado en la cabecera de la cama era su padre. Pero
había algo enormemente desagradable en sus facciones. Como si una
calavera hubiese sido maquillada con chorros de cera, empolvada e
iluminada con pinturas de teatro. «Un payaso», pensó, «un clown
de la peor especie...» Se asió del brazo de su madre y una
repugnancia súbita la obligó a apartarse. ¿Por qué de repente
tenía la piel tan pálida, el tacto tan viscoso? Salió corriendo a
la azotea y se apoyó en la balaustrada. —El ángulo —gimió—.
Dios mío... ¡he descubierto el ángulo!
Y fue entonces
cuando notó que Marta estaba junto a ella, con uno de sus muñecos
en los brazos y un caramelo mordisqueado entre sus dedos. Marta
seguía siendo una criatura preciosa. «A ti, Marta», pensó, «a ti
todavía puedo mirarte.» Y aunque la frase le golpeó el cerebro con
otra voz, con otra entonación, con el recuerdo de un ser querido que
no podría ya volver a ver en la vida, no fue esto lo que más la
sobresaltó ni lo que le hizo echarse a tierra y golpear las baldosas
con los puños. Había visto a Marta, la mirada expectante de Marta,
y en el fondo de sus ojos oscuros, la súbita comprensión de que a
ella, Julia, le estaba ocurriendo algo.