Hay tres cosas que me maravillan,
oh, sí, y cuatro
que desconozco:
El vuelo de un
águila en el aire;
el reptar de una
serpiente sobre una roca;
el avance de un
barco en medio del mar;
y los requiebros
de un hombre con una doncella.
1.
La total desolación
a mi alrededor comenzó a surtir efecto; estaba sentado enfrentándome
a la situación en la que me encontraba y, a ser posible, intentando
recordar alguna marca del paisaje que pudiera ayudarme a salir de mi
presente posición. Si al menos pudiera encontrar el océano todo
estaría claro, porque sabía que se podía ver la isla de Groix
desde los acantilados.
Dejé el rifle y,
arrodillándome tras una roca, encendí una pipa. Luego miré el
reloj. Eran casi las cuatro en punto. Probablemente me había alejado
bastante de Kerselec desde el amanecer.
El día anterior
había estado sobre los acantilados de Kerselec con Goulven,
contemplando los sombríos páramos por los que ahora me había
perdido; entonces estas colinas bajas me habían parecido planas como
un prado que se extendía hasta el horizonte, y aunque sabía lo
mucho que podían engañar las distancias, no advertí que lo que
desde Kerselec parecían bajas colinas cubiertas de verde pasto eran
en realidad enormes valles cubiertos de aulaga y brezo, y lo que
parecían rocas esparcidas eran en realidad enormes riscos de
granito.
«Mal sitio para un
extraño», había dicho el viejo Goulven, «será mejor que lleves
un guía». Yo le había contestado: «No me perderá». Y ahora
sabía que me había perdido, mientras fumaba sentado y con el aire
marino soplándome en el rostro. Por los cuatro costados se extendían
los páramos, cubiertos de aulaga en flor y brezo y rocas de granito.
No se veía ni un solo árbol, mucho menos una casa. Tras unos
minutos, cogí el rifle y, dando la espalda al sol, continué
avanzando pesadamente.
De poco servía
seguir cualquiera de los ruidosos riachuelos que de vez en cuando se
cruzaban en mi camino, porque, en lugar de llevarme hacia el mar,
fluían tierra adentro hasta lagunas cubiertas de juncos en las
hondonadas de los páramos. Había seguido ya varios, pero todos me
habían conducido a ciénagas o silenciosas lagunas pequeñas de las
que echaban a volar agachadizas piando, y me alejé invadido por un
éxtasis de miedo. Comencé a sentirme exhausto y el rifle me
descarnaba el hombro a pesar del doble forro. El sol fue hundiéndose
más, lanzando sus rayos horizontalmente sobre la amarilla aulaga y
las charcas de los páramos.
Mientras avanzaba,
mi propia sombra gigantesca me precedía y parecía alargarse a cada
nuevo paso. La aulaga me arañaba los pantalones y crujía bajo mis
pies, llenando la tierra ocre de capullos, los helechos se inclinaban
y ondeaban a mi paso. De las matas de brezo se escabullían los
conejos entre los helechos y la hierba del páramo y escuché el
perezoso graznido de los patos silvestres. En una ocasión un zorro
se cruzó en mi camino y, de nuevo, mientras estaba en cuclillas
bebiendo en un arroyo bastante caudaloso, una garza levantó el vuelo
agitando pesadamente las alas a mi lado. Me volví para mirar el sol.
Parecía estar tocando los límites de la llanura. Cuando finalmente
decidí que era inútil continuar avanzando y que debía aceptar el
hecho de pasar al menos una noche en los páramos, me derrumbé
profundamente agotado. Los rayos del sol de la tarde me llegaron
oblicuos calentándome el cuerpo, pero los vientos marinos comenzaron
a levantarse y sentí que un escalofrío me atravesaba el cuerpo
subiendo por las botas de caza mojadas. Escuchaba en lo alto gaviotas
que planeaban y se agitaban como trozos de papel blanco; desde un
lejano pantano llamaba un solitario zarapito. Poco a poco, el sol se
hundió en la llanura y el cenit relampagueó con el arrebol del
ocaso. Contemplé cómo el cielo cambiaba desde el dorado más claro
hasta el rosa y luego el ardiente fuego. Nubes de mosquitos bailaban
sobre mi cabeza y arriba en el aire calmado un murciélago bajaba en
picado y subía en vertical. Los párpados comenzaron a pesarme.
Entonces, mientras me sacudía el sueño, un repentino golpe entre
los helechos me sobresaltó. Levanté la mirada. Un pájaro enorme
pendía tembloroso en el aire sobre mi rostro. Durante un instante lo
observé, incapaz de moverme; entonces algo saltó a mi lado por
entre los helechos y el pájaro se elevó, giró, y se lanzó cabeza
abajo entre los matorrales.
Me puse en pie en un
segundo, examinando la aulaga. Escuché el sonido de lucha en unas
matas de brezo cercanas, y luego se hizo el silencio. Me adelanté
unos pasos, apuntando con el rifle, pero cuando llegue al brezo volví
a colocármelo bajo el brazo y me quede inmóvil, silenciosamente
atónito. Una liebre muerta yacía sobre el suelo, y sobre la liebre
estaba posado un magnífico halcón con una garra enterrada en el
cuello de la criatura y la otra firmemente apoyada en su flanco
inerte. Pero lo que más me asombró no fue sólo la visión del
halcón sobre su presa. Había visto eso en más de una ocasión. Lo
que más me asombró fue que del halcón colgase una especie de
correa que rodeaba ambas garras, y de la cual pendía una pieza
redonda de metal semejante a un cascabel. El pájaro volvió sus
fieros ojos amarillos hacia mí y, a continuación, se inclinó y
horadó la presa con su pico curvo. En ese mismo momento sonaron unos
pasos apresurados entre el brezo y una joven surgió de los
matorrales de delante. Sin mirarme ni una sola vez avanzó hacia el
halcón y, tras pasar la mano con guante por debajo del pecho del
animal, lo apartó de la presa. A continuación deslizó hábilmente
una pequeña caperuza sobre la cabeza del ave y, sosteniéndola sobre
su guante, se agachó y recogió la liebre.
Pasó una cuerda por
la pata del animal y ató el extremo a la correa de su cinto. Luego
comenzó a retroceder atravesando de nuevo los matojos. Al pasar a mi
lado levanté la gorra y ella advirtió mi presencia con una
inclinación de cabeza apenas perceptible. Yo estaba tan atónito,
tan absorto por la admiración que despertó en mí la escena que no
se me ocurrió que allí estaba mi salvación. Pero cuando ella se
alejaba fui consciente de que a menos que quisiera dormir en un
páramo ventoso esa noche más me valdría recuperar el habla sin
demora. Al pronunciar mi primera palabra la joven vaciló, y cuando
me acerqué a ella creí ver una mirada de miedo en sus hermosos
ojos. Pero mientras trataba de explicar mi desagradable situación,
su rostro se ruborizó y me miró sorprendida.
—¡Es imposible
que haya venido desde Kerselec! —repitió ella.
Su dulce voz no
tenía ningún rastro de acento bretón ni ningún otro acento que yo
conociera, y sin embargo había algo que me parecía haber oído
antes, algo curioso e indescriptible, como la música de una vieja
canción.
Le expliqué que era
norteamericano, que no estaba familiarizado con Finistère y que
cazaba por divertimento.
—Un norteamericano
—repitió ella con la misma curiosa entonación musical—. Nunca
antes había visto a un norteamericano.
Durante unos
segundos permaneció en silencio, luego me miró y dijo:
—Aunque anduviese
toda la noche, ya no podría llegar a Kerselec, incluso con un guía.
Agradables noticias.
—Si al menos
—dije— pudiera encontrar una cabaña de campesinos donde poder
comer algo y refugiarme.
El halcón en su
muñeca aleteó y sacudió la cabeza. La joven acarició el lustroso
dorso del ave y me miró.
—Mire a su
alrededor —dijo suavemente—. ¿Puede ver el límite de estos
páramos? Mire: norte, sur, este, oeste. ¿Puede ver algo más que
páramos y helechos?
—No —dije.
—Los páramos son
inhóspitos y lúgubres. Es fácil entrar, pero en ocasiones los que
entran nunca los abandonan. No hay cabañas de campesinos por aquí.
—Bueno —dije—,
si me indicase la dirección a Kerselec, mañana no me llevará más
tiempo regresar que lo que tardé en venir.
Ella me miró de
nuevo con una expresión casi apenada.
—Ah —dijo—,
venir es fácil y se tarda horas; regresar es diferente… y se puede
tardar siglos.
La miré
sorprendido, pero decidí fingir no haberla entendido. Entonces,
antes de que yo tuviera tiempo de hablar, ella sacó un silbato de su
cinturón y lo sopló.
—Siéntese y
descanse —me dijo—; viene desde muy lejos y está cansado.
Se recogió los
pliegues de la falda y, dirigiéndome una seña para que la siguiera,
retomó su elegante y cuidadoso paso a través de la aulaga hasta una
roca plana entre los helechos.
—Vendrán aquí
directamente —dijo ella.
Tomó asiento en un
extremo de la roca y me invitó a sentarme en el otro extremo. El
crepúsculo estaba comenzando a desvanecerse en el cielo y una sola
estrella titilaba débilmente a través de la rosada neblina. Un
alargado y ondulante triángulo de aves acuáticas se alejó hacia el
sur por encima de nuestras cabezas, y en las ciénagas a nuestro
alrededor los chorlitos llamaban.
—Son bellísimos…
estos páramos —dijo ella en voz baja.
—Bellos pero
crueles con los extraños —respondí.
—Bellos y crueles
—repitió absorta—, bellos y crueles.
—Como una mujer
—dije yo estúpidamente.
—Oh —ella dejó
escapar un leve gemido y, con el aliento cortado, me observó. Sus
oscuros ojos se encontraron con los míos, y me pareció enfadada o
asustada—. Como una mujer —repitió ella en voz baja—, ¡qué
cruel por su parte decir eso! —luego, tras una pausa y fingiendo
hablar consigo misma en voz alta, repitió—: ¡Qué cruel por su
parte decir eso!
No sé qué clase de
disculpas le ofrecí por mi estúpido aunque inofensivo comentario,
pero sé que parecía tan atribulada por ello que comencé a pensar
que había dicho algo verdaderamente terrible sin saberlo, y recordé
con horror las trampas que la lengua francesa tiende a los
extranjeros. Mientras intentaba adivinar qué podría haber dicho,
escuchamos un ruido de voces a través del páramo y la joven se puso
en pie.
—No —dijo ella
con una leve sonrisa en su pálido rostro—, no aceptaré sus
disculpas, monsieur, pero voy a demostrarle que se equivoca, y esa
será mi venganza. Mire. Por allí vienen Hastur y Raoul.
Dos hombres
surgieron en el crepúsculo. Uno cargaba un morral sobre el hombro y
el otro portaba un aro frente a él como un camarero portaría una
bandeja. El aro estaba sujeto a sus hombros con correas y en el borde
del anillo estaban posados tres halcones encapuchados y con
cascabeles. La chica se acercó al halconero y con un rápido giro de
muñeca transfirió su halcón al aro; este rápidamente se arrellanó
y se acurrucó entre sus congéneres, los cuales sacudieron las
cabezas encapuchadas y erizaron sus plumas hasta que las pihuelas con
cascabeles volvieron a sonar. El otro hombre se adelantó, se inclinó
con respeto y recogió la liebre y la lanzó al morral.
—Estos son mis
piqueurs —dijo la joven, volviéndose hacia mí con elegante
sobriedad—. Raoul es un excelente halconero, y algún día le
nombraré grand veneur. Hastur es inigualable.
Los dos hombres
silenciosos me saludaron con respeto.
—¿No le dije,
monsieur, que le demostraría que se equivocaba? —continuó ella—.
Ésta es, pues, mi venganza; que usted me haga el honor de aceptar
comida y cobijo en mi propia casa.
Antes de que pudiera
responderle, ella se dirigió a los halconeros, que inmediatamente
partieron atravesando el brezo, y, tras dirigirme un grácil gesto,
les siguió. No sé si llegué a hacerle comprender lo profundamente
agradecido que me sentía, pero ella parecía escucharme con agrado
mientras andábamos por el brezo cubierto de rocío.
—¿No está muy
cansado? —preguntó.
Me había olvidado
por completo de mi fatiga en su presencia, y así se lo dije.
—¿No cree que sus
galanterías están un poco pasadas de moda? —dijo ella, y cuando
la miré confundido y levemente humillado, ella añadió en voz
baja—: Oh, me gusta, me gusta todo lo que está pasado de moda, y
es una delicia oírle decir cosas tan bonitas.
El páramo a nuestro
alrededor estaba en esos momentos en calma bajo el fantasmal manto de
niebla. Los chorlitos habían dejado de cantar, los grillos y todas
las criaturas pequeñas del campo callaban a nuestro paso y, sin
embargo, tenía la impresión de que volvía a oírlas lejos a
nuestras espaldas. Bastante adelantados, los dos altos halconeros
avanzaban a grandes zancadas por el brezo y el débil tintineo de los
cascabeles de los halcones nos llegaba a los oídos como alejados y
susurrantes campanillas.
De repente, un
espléndido perro de caza surgió de la niebla frente a nosotros,
seguido de otro y otro más, hasta llegar a la media docena o más,
saltando y brincando alrededor de la joven y junto a mí. Ella los
acarició y acalló con la mano enfundada, hablándoles con palabras
extrañas que recordaba haber leído en viejos manuscritos franceses.
Entonces los
halcones en el aro que transportaba el halconero delante de nosotros
comenzaron a batir las alas y a gritar, y desde algún lugar oculto
los acordes de un cuerno de caza flotaron a través del páramo. Los
perros se alejaron de un salto y se esfumaron en el crepúsculo, los
halcones aletearon y chillaron sobre la percha, y la joven,
acompañando la canción del cuerno, comenzó a tararear. Su voz
sonaba clara y sedosa en el aire de la noche.
Chasseur,
chasseur, chassez encore,
Quittez Rosette
et Jeanneton,
Tonton, tonton,
tontaine, tonton,
Ou, pour,
rabattre, dès l’aurore,
Que les Amours
soient de planton,
Tonton, tontaine,
tonton.
Mientras escuchaba
su encantadora voz, una masa gris que rápidamente se hizo más
nítida surgió delante de nosotros, y el cuerno sonó jovialmente
entre el barullo de perros y halcones. Una antorcha brillaba
iluminando una verja, la luz se filtró por una puerta abierta y
avanzamos cruzando un puente de madera que temblaba bajo nuestros
pies y que se elevó crujiendo y chirriando a nuestras espaldas tras
pasar sobre un foso; por fin, entramos en un pequeño patio de piedra
amurallado por todos lados. De una puerta abierta salió un hombre
que se inclinó a modo de saludo y ofreció una copa a la joven que
seguía junto a mí. Ella tomó la copa y la tocó con los labios,
luego la bajó, se volvió hacia mí y dijo en voz baja:
—Sea bienvenido.
En ese momento uno
de los halconeros se acercó con otra copa pero, antes de
ofrecérmela, se la dio a la joven, que la probó. El halconero hizo
el gesto de recibirla, pero ella vaciló unos segundos y luego, dando
un paso hacia delante, me ofreció la copa de sus propias manos. Me
pareció éste un acto de extraordinaria elegancia, pero no sabía
qué se esperaba de mí y no acerqué la copa a los labios
inmediatamente. La joven se ruborizó profundamente. Comprendí que
debía actuar con rapidez.
—Mademoiselle
—titubeé—, el extraño al que ha salvado usted de peligros que
jamás imaginó bebe esta copa en honor de la anfitriona más gentil
y amable de Francia.
—En Su nombre
—murmuró ella persignándose mientras yo vaciaba la copa. Luego,
tras cruzar la entrada, se volvió hacia mí con un bonito gesto, me
tomó la mano entre las suyas y me condujo a la casa repitiendo una y
otra vez:
—Sea bienvenido,
muy bienvenido al Chateau d’Ys.
2.
Me desperté a la
mañana siguiente con música del cuerno en los oídos, salté del
antiguo lecho de época y me acerqué a la ventana con cortinas por
la que la luz del sol se filtraba a través de profundos alféizares.
El cuerno calló cuando miré abajo al patio.
Un hombre que podría
haber sido hermano de los dos halconeros de la noche anterior estaba
apostado en medio de la jauría de perros. Un cuerno curvo pendía de
su espalda y en la mano sostenía un látigo largo. Los perros gemían
y aullaban brincando a su alrededor ansiosos por la espera; también
se escucharon los cascos de caballos en el patio amurallado.
—¡Monten! —gritó
una voz en bretón, y con un estruendo de cascos los dos halconeros,
con halcones sobre las muñecas, entraron cabalgando al patio
rodeados de perros. Luego escuché otra voz que aceleró mi pulso:
—Piriou Louis,
conduce bien a los perros y no seas parco ni con las espuelas ni con
el látigo. Vos, Raoul, y vos, Gaston, vigilad que el épervier
no es aún un niais, y si así lo consideráis, faites
courtoisie à l’oiseau. Jardiner un oiseau, por ejemplo, el mué
allí sobre la muñeca de Hastur, no es difícil, pero vos, Raoul,
podríais no encontrar tan fácil gobernar a ese hagard. En dos
ocasiones la semana pasada atacó au vif y perdió el beccade,
aunque está acostumbrado al leurre. El pájaro se comporta como un
estúpido branchier. Paître un hagard n’est pas si facile.
¿Estaba soñando?
El ancestral lenguaje de Cetrería que había leído en amarillentos
manuscritos… el olvidado francés antiguo de la Edad Media resonaba
en mis oídos mientras los sabuesos aullaban y los cascabeles de las
aves de presa acompañaban tintineantes el pisoteo de los caballos.
Ella volvió a hablar en la dulce y olvidada lengua:
—Si prefieres atar
el longe y dejar vuestro hagard au bloc, Raoul, no os lo
recriminaré, porque sería una pena estropear una jornada de caza
tan propicia con un sors mal entrenado. Essimer abaisser…
quizás sea la mejor manera. Ca lui donnera des reins. Quizás
me apresuré con el ave. Lleva tiempo pasarlos à la filière
y hacer los ejercicios d’escap.
Entonces, el
halconero Raoul hizo una reverencia sobre su estribo y respondió:
—Si así place a
mademoiselle, me quedaré con el halcón.
—Es mi deseo
—respondió—. Sé sobre Cetrería, pero aún podéis darme
lecciones sobre Autourserie, mi buen Raoul. ¡Sieur Piriou Louis,
montad!
El cazador entró
veloz por una de las entradas abovedadas y regresó en unos segundos
montado en un fuerte corcel negro, seguido por un piqueur también
con montura.
—¡Ah! —gritó
ella alegremente—. ¡Deprisa, Glemarec René! ¡Deprisa! ¡Daos
todos prisa! ¡Haced sonar el cuerno, Sieur Piriou!
La argentada música
del cuerno de caza inundó el patio, los perros saltaron atravesando
la verja y los cascos al galope se lanzaron al exterior del patio
adoquinado. Primero sonaron ruidosos sobre el puente levadizo, luego
repentinamente amortiguados para después perderse entre el brezo y
los helechos del páramo. Más y más lejano sonaba el cuerno, hasta
que se hizo tan débil el sonido que el repentino canto de una
alondra al vuelo lo ahogó en mis oídos. Escuché la voz abajo
respondiendo a una llamada desde el interior de la casa.
—No me arrepiento
de perderme la cacería, iré en otro momento. ¡Sé cortés con el
extraño, Pelagie, recuerda!
Y una débil voz se
escuchó desde el interior de la casa:
—Courtoisie.
Me desnudé y me
lavé de la cabeza a los pies en la enorme pileta de barro llena de
agua gélida apoyada sobre el suelo de piedra a los pies de la cama.
Luego busqué mi ropa. Había desaparecido, pero encima de un arcón
cerca de la puerta había una pila de ropa que examiné atónito. A
falta de mi traje, me vi obligado a vestirme con la indumentaria que
evidentemente había sido colocada allí para que me la pusiera
mientras mi ropa se secaba. Había de todo; gorra, zapatos, y un
sencillo jubón de caza tejido con hilo gris plata; pero el traje
ceñido y los zapatos sin costuras pertenecían a otro siglo, y
recordé entonces la extraña indumentaria de los tres halconeros en
el patio. Estaba seguro de que no se trataba de una indumentaria
moderna de alguna región francesa o de la Bretaña; pero hasta que
no me hube vestido y me coloqué ante el espejo entre las ventanas,
no advertí que iba ataviado más como un joven cazador de la Edad
Media que como un bretón del presente. Vacilé unos segundos y me
coloque la gorra. ¿Debía bajar y presentarme de esa extraña guisa?
Parecía que no tenía otra opción, mi ropa había desaparecido y no
había ninguna campanilla en la vieja alcoba para llamar a un
sirviente; así pues, me conforme con quitar una pluma corta de
halcón de la gorra, abrí la puerta y bajé las escaleras.
Junto a la chimenea
de una amplia sala a los pies de la escalera una vieja mujer bretona
estaba sentada hilando con una rueca. Levantó los ojos hacia mí
cuando aparecí y me deseó salud en lengua bretona con una sonrisa
franca, a lo cual, riéndome, contesté en francés. En ese mismo
instante mi anfitriona apareció y me devolvió el saludo con tal
gracia y dignidad que hizo palpitar más fuerte mi corazón. Su
preciosa cabeza con oscuro cabello rizado estaba coronada con un
sombrero que despejó por completo toda duda sobre la época de mi
propia indumentaria. Su delgada figura estaba exquisitamente ataviada
con un vestido de caza con ribetes de plata, y sobre la muñeca
cubierta por un guante portaba uno de sus halcones mascota. Con una
sencillez suma, me tomó la mano y me condujo al jardín del patio.
Tras sentarse a una mesa, me invitó dulcemente que me sentara junto
a ella. Entonces me preguntó con su curioso y suave acento cómo
había pasado la noche, y si me había incomodado mucho tener que
ponerme las ropas que la vieja Pelagie había puesto en mi cuarto
mientras dormía. Observe que mi propia ropa y zapatos estaban
secándose al sol junto al muro del jardín, y los odié. ¡Qué
horribles eran comparados con el elegante traje que ahora llevaba! Se
lo dije entre risas, pero ella mostró su acuerdo con expresión muy
seria.
—Nos desharemos de
ellos —dijo en voz baja.
Atónito, intenté
explicarle que no sólo no podía aceptar ropa de nadie, aunque por
lo que sabía bien podría tratarse de una costumbre hospitalaria en
aquella parte del país, sino que mi aspecto sería excesivamente
extravagante si regresaba a Francia vestido de esa forma.
Ella rió y sacudió
su hermosa cabeza diciendo algo en francés antiguo que no entendí,
y a continuación Pelagie salió de la casa portando una bandeja con
dos cuencos de leche, una barra de pan blanco, frutas, un platillo
con miel de abeja y una jarra de oscuro vino tinto.
—Ya ve, aún no he
roto mi ayuno, porque deseaba que usted comiera conmigo. Pero estoy
muy hambrienta —dijo con una encantadora sonrisa.
—¡Preferiría
morirme a olvidar ni una sola de sus palabras! —dije súbitamente
con las mejillas ardiendo.
«Pensará que estoy
loco», me dije a mí mismo, pero ella se volvió a mí con ojos
centelleantes.
—¡Ah! —susurró—.
Entonces monsieur conoce todo sobre la caballerosidad…
La joven se persignó
y partió el pan. Yo contemplaba absorto sus blancas manos, sin
atreverme a mirarla a los ojos.
—¿No va a comer?
—preguntó—. ¿Por qué parece tan preocupado?
Ah, ¿por qué?
Ahora ya lo sabía. Sabía que daría mi vida por poder tocar con los
labios aquellas rosadas palmas… ahora entendía que desde el
momento en el contemple esos ojos oscuros en el páramo la noche
anterior la amé. Mi enorme y repentina pasión me dejó sin habla.
—¿Se encuentra
incómodo? —volvió a preguntarme.
Entonces, como un
hombre que pronuncia su propio funesto destino, respondí en voz
baja:
—Sí, me encuentro
incómodo por el amor que siento por usted —y como no se inmutó ni
contestó, el mismo poder movió mis labios en contra de mi voluntad
y añadí—: Yo, que no merezco ni el más breve de sus
pensamientos; yo, que he abusado de su hospitalidad y pago su amable
cortesía con toscas presunciones, yo la amo.
Ella apoyó la
cabeza sobre las manos y respondió con dulzura:
—Yo le amo. Sus
palabras significan mucho para mí. Le amo.
—Entonces la
conquistaré.
—Conquísteme
—replicó.
Pero durante todo
ese tiempo yo había permanecido en silencio, con el rostro girado
hacia el suyo. Ella, también en silencio y el rostro apoyado en la
palma de la mano, estaba sentada frente a mí, y cuando sus ojos se
posaron en los míos supe que ni ella ni yo habíamos pronunciado ni
una sola palabra humana; pero también supe que su alma había
respondido a la mía, y me arrimé sintiendo un amor joven y feliz
fluyendo por mis venas. Ella, con un rubor brillante en el rostro,
pareció despertar de un sueño y sus ojos buscaron los míos con una
mirada inquisitiva que me hizo temblar de placer. Desayunamos
hablando de nosotros mismos. Le dije mi nombre y ella me dijo el
suyo, la demoiselle Jeanne d’Ys.
Me habló de las
muertes de su padre y su madre, y cómo había pasado sus diecinueve
años de vida en la pequeña granja fortificada con su niñera
Pelagie, Glemarec René el piqueur, y los cuatro halconeros, Raoul,
Gaston, Hastur y Sieur Piriou Louis, los cuales también habían
servido a su padre. Nunca había abandonado los páramos… nunca
había visto antes a otro ser humano, a excepción de los halconeros
y de Pelagie. No sabía cómo conocía la existencia de Kerselec;
quizás los halconeros le hablaron del lugar. Conocía las leyendas
del Loup Garou y Jeanne la Flamme porque se las había relatado su
niñera Pelagie. Bordaba y tejía lino. Sus halcones y perros de
presa eran su única distracción. Cuando me encontró allí en el
páramo se asustó tanto que casi se desmayó al oír mi voz. Era
cierto que había visto barcos en el mar desde los acantilados, pero
hasta donde alcanzaba la vista, los páramos por los que ella
galopaba estaban privados de cualquier señal de vida humana. Existía
una leyenda que Pelagie contaba, según la cual cualquiera que se
perdiera en las ignotas tierras de los páramos jamás regresaba,
porque los páramos estaban encantados. Ella no sabía si eso era
cierto, nunca pensó en ello hasta que me encontró. No sabía si los
halconeros habían estado en el exterior, o si podían marcharse si
así lo deseaban. Los libros que había en la casa y con los que
Pelagie, la niñera, le había enseñado a leer, tenían cientos de
años de antigüedad.
Me contó todo esto
con una seriedad tan dulce que rara vez se escucha en alguien que no
sea un niño. Mi nombre le pareció fácil de pronunciar e insistió
que debía de tener algo de sangre francesa, porque mi nombre de pila
era Philip. No parecía sentir curiosidad por nada del mundo
exterior, y pensé que quizás había perdido su interés y respeto
debido a las historias de su niñera.
Estábamos aún
sentados a la mesa y ella lanzaba uvas a los pequeños pájaros
silvestres que se acercaban sin miedo hasta nuestros pies.
Comencé a hablar de
forma vaga acerca de mi partida, pero ella no quería oír ni una
palabra de ello, y antes de que me diera cuenta ya le había
prometido quedarme una semana para cazar con halcón y jauría en su
compañía. También obtuve su permiso para regresar desde Kerselec y
visitarla tras mi partida.
—Porque —dijo
ella inocentemente— no sé que haría si nunca regresara.
Y yo, sabiendo que
no tenía derecho a abrirle los ojos con el brusco impacto que una
confesión de mi propio amor sin duda le causaría, permanecí en
silencio, atreviéndome apenas a respirar.
—¿Vendrá muy
frecuentemente? —preguntó.
—Muy
frecuentemente —respondí.
—¿Todos los días?
—Todos los días.
—Oh —suspiró—,
soy muy feliz. Venga a ver mis halcones.
Se levantó y me
tomó de la mano de nuevo con un inocente e infantil sentido de la
posesión, y paseamos por el jardín y entre los árboles frutales
hasta el verde prado bordeado por un arroyo. Por el prado había
esparcidos quince o veinte tocones de árboles, parcialmente
enterrados en hierba, y sobre todos excepto dos se posaban halcones.
Estos estaban atados a los tocones con correas que a su vez se
hallaban sujetas con argollas de metal a las patas justo por encima
de las garras. Un pequeño riachuelo de agua pura de manantial fluía
por un lecho sinuoso a poca distancia de cada una de las perchas.
Las aves comenzaron
a armar un gran alboroto cuando la joven apareció, pero ella pasó
de una a otra, acariciando algunas, colocando a otras sobre su muñeca
durante unos segundos, o inclinándose para ajustar las pihuelas.
—¿Verdad que son
preciosos? —dijo la joven—. Mire, este de aquí es un halcón
gentil. Lo llamamos «innoble» porque persigue a la presa en vuelo
directo. Éste es un halcón azul. En cetrería lo llamamos «noble»
porque se eleva por encima de la presa y, virando, se deja caer desde
arriba. Este blanco es un gerifalte del norte. ¡También es «noble»!
Éste es un merlín, y este macho es un halcón heroner.
Le pregunté cómo
había aprendido la vieja lengua de la cetrería. No lo recordaba,
pero creía que su padre debió enseñársela cuando era muy pequeña.
A continuación me
llevó a ver los halcones jóvenes todavía en el nido.
—Se les denomina
niais en cetrería —explicó—. Un branchier es el pájaro joven
que acaba de aprender a salir del nido y salta de una rama a otra. Un
ave joven que todavía no ha mudado el plumaje se llama sors, y un
mué es un halcón que ha mudado en cautividad. Cuando atrapamos un
halcón salvaje que ya ha cambiado su plumaje lo llamamos hagard.
Raoul me enseñó por primera vez a vestir un halcón. ¿Quiere que
le enseñe a hacerlo?
Se sentó en la
ribera del riachuelo entre los halcones y yo me tumbé a sus pies
para escucharla.
Entonces la
damoiselle d’Ys levantó un dedo con la yema rosada y comenzó a
hablar muy seriamente.
—Primero se debe
atrapar el halcón.
—Yo estoy atrapado
—respondí.
Ella se rió con
mucho encanto y me dijo que mi dressage podría resultar un tanto
difícil si yo era noble.
—Ya estoy
amaestrado —respondí—; con pihuelas y cascabeles.
Ella se rió
encantada.
—Oh, mi valiente
halcón; entonces, ¿acudirá a mi llamada?
—Soy vuestro
—respondí con tono grave.
Permaneció en
silencio durante unos segundos. Luego el color se encendió en sus
mejillas y volvió a levantar el dedo, diciendo:
—Escuche; deseo
hablarle de cetrería…
—La escucho,
condesa Jeanne d’Ys.
Pero de nuevo volvió
a quedarse absorta, y parecía haber clavado los ojos en algo más
allá de las nubes estivales.
—Philip —dijo
por fin.
—Jeanne —susurré.
—Eso es todo…
eso es lo que deseaba —suspiró—… Philip y Jeanne.
Me ofreció la mano
y yo la toqué con los labios.
—Conquísteme
—dijo ella, pero en esta ocasión habló con su cuerpo y su alma al
unísono.
Tras un momento,
comenzó a hablar de nuevo:
—Hablemos de
cetrería.
—Prosiga
—respondí—; ya hemos atrapado al halcón.
Entonces Jeanne d’Ys
tomó mi mano entre las suyas y me explicó cómo, con infinita
paciencia, el joven halcón era entrenado para posarse en la muñeca,
y cómo, poco a poco, se habituaba a las pihuelas con cascabeles y al
chaperon à cornette.
—En primer lugar
deben tener buen apetito —dijo la demoiselle—; después, poco a
poco les reduzco los alimentos, que en cetrería llamamos pât.
Cuando, tras muchas noches pasan au bloc hasta crecer como estas aves
están ahora, entreno al hagard para que permanezca tranquilo sobre
la muñeca, y entonces el ave está lista para aprender a acudir a
por su comida. Coloco el pât en el extremo de una correa, o leurre,
y entreno al pájaro para que venga a mí en cuanto comienzo a hacer
girar la cuerda en círculos sobre mi cabeza. Al principio dejo caer
el pât cuando el halcón se aproxima, y come el alimento en el
suelo. Tras un periodo de tiempo aprende a capturar el leurre en
movimiento mientras lo hago girar alrededor de mi cabeza o lo
arrastro sobre el suelo. Después es más sencillo entrenar al halcón
para que capture caza, siempre recordando faire courtoisie à
l’oiseau, es decir, permitir que el pájaro pruebe la presa.
Un graznido de uno
de los halcones la interrumpió, y se levantó para ajustar el longe
que se había enredado alrededor del bloc, pero el pájaro seguía
agitando sus alas y chillando.
—¿Qué ocurre?
—dijo ella—. Philip, ¿puede verlo?
Miré alrededor, y
al principio no vi nada que pudiera estar causando tanto alboroto,
que ahora había aumentado con los chillidos y aleteos de todos los
pájaros. Entonces mis ojos captaron la roca plana junto al riachuelo
de la que la joven se había levantado cuando nos vimos por primera
vez. Una serpiente gris se movía lentamente por la superficie de la
roca, y los ojos en su cabeza plana y triangular relucieron como el
azabache.
—Una culebra —dijo
ella en voz baja.
—Es inofensiva,
¿no es así? —pregunté.
Señaló a la figura
con forma de V sobre el cuello.
—Es muerte segura
—dijo—; es una víbora.
Observamos el reptil
moviéndose lentamente sobre la roca lisa que los rayos de sol
iluminaban con una ancha franja caliente.
Comencé a avanzar
para examinarla, pero ella se aferró a mi brazo gritando:
—No, Philip, tengo
miedo.
—¿Por mí?
—Por ti, Philip…
te amo.
Entonces la tomé
entre mis brazos y la besé en los labios, pero lo único que pude
decir fue:
—Jeanne, Jeanne,
Jeanne.
Y mientras ella se
recostaba temblorosa sobre mi pecho, algo me golpeó el pie en la
hierba, pero no le hice caso. Entonces, de nuevo, algo me golpeó el
tobillo, y me invadió un intenso dolor. Miré el dulce rostro de
Jeanne d’Ys y la besé, y con todas mis fuerzas la levanté en mis
brazos y la lance lejos de mí. Luego, tras inclinarme, arranqué la
víbora de mi tobillo y clavé el talón sobre su cabeza. Recuerdo
que me sentí débil y entumecido… recuerdo que me caí al suelo. A
través de mis ojos, que lentamente se tornaban vidriosos, vi el
blanco rostro de Jeanne inclinándose sobre el mío, y cuando la luz
se apagó en mis ojos, todavía sentí sus brazos alrededor de mi
cuello, y su suave mejilla contra mis labios cerrados.
Cuando abrí los
ojos, miré a mi alrededor aterrorizado. Jeanne había desaparecido.
Vi el riachuelo y la piedra plana; vi la víbora aplastada en la
hierba junto a mí, pero los halcones y bloc; habían desaparecido.
Me puse de pie de un salto. El jardín, los árboles frutales, el
puente levadizo y el patio amurallado habían desaparecido. Contemplé
estupefacto un montón de ruinas grises cubiertas de hiedra entre las
que habían crecido enormes árboles. Avancé arrastrando el pie
entumecido y, mientras me movía, un halcón planeó desde las copas
de los árboles entre las ruinas y, elevándose en círculos cada vez
más pequeños, se alejó y desapareció tras las nubes.
—Jeanne, Jeanne
—grité, pero las palabras murieron en mis labios y me derrumbe de
rodillas sobre los matorrales. Y Dios quiso que, sin saberlo, cayera
sobre un templete tallado en roca y dedicado a nuestra Señora de los
Dolores. Vi el triste rostro de la Virgen tallado en la fría piedra.
Vi la cruz y las espinas a sus pies, y bajo la imagen se leía:
ROGAD
POR EL ALMA DE
LA
DAMA JEANE D’YS,
QUE
MURIÓ
EN
SU JUVENTUD POR EL AMOR
DE
PHILIP, UN EXTRAÑO
A.D.
1573.
Pero sobre la gélida
losa había un guante de mujer todavía caliente y fragante.
El rey de amarillo, 1895.