Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Joker, y Joker se la tiene jurada al papá de Salazar. Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre que insiste en que él sólo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado con sangre de leopardo.
A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta de cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quién podría ser mi padre. Un día se quedó frito leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo sobre el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio.
Fernando Iwasaki. Ajuar funerario, 2004
lunes, 30 de noviembre de 2015
domingo, 29 de noviembre de 2015
Los juegos del tiempo. Eduardo Galeano. Microrrelato.
Dizquedicen que había una vez dos amigos que estaban contemplando un cuadro. La pintura, obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de cosecha. Uno de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el pelo suelto, llovido sobre los hombros. Por fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo, se lo llevó. Él se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días, quién sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a la sala donde su amigo seguía plantado ante el cuadro. Tan brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora, el pelo atado en la nuca.
Oleo: Joven recogiendo amapolas, Daniel Ridgway Knight.
Oleo: Joven recogiendo amapolas, Daniel Ridgway Knight.
sábado, 28 de noviembre de 2015
De la luz y la sombra. Eugenio Mandrini. Microrrelato.
Todas las noches el ciego soñaba que disparaba un tiro al aire, y al rato aparecía su perro lazarillo con una perdiz entre los dientes.
La última noche la escopeta se quedó sin balas, el perro se fue con su jauría, y las perdices emigraron.
El ciego había apoyado su bastón en la sien, levantándose la tapa de las sombras.
Eugenio Mandrini. La vida repentina, 2014.
La última noche la escopeta se quedó sin balas, el perro se fue con su jauría, y las perdices emigraron.
El ciego había apoyado su bastón en la sien, levantándose la tapa de las sombras.
Eugenio Mandrini. La vida repentina, 2014.
jueves, 26 de noviembre de 2015
Cosas de familia. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.
El color azul desvaído de este cuarto me recuerda al mar. Cuando éramos niños nos llevaban ahí todos los veranos; era el viaje tradicional de la familia. Montábamos la comida, la tele y unas hamacas en una mazda station vagon año 76 y sufríamos gustosos las tres horas de viaje en carretera y caminos de tierra. Este era uno de los pocos placeres que mis padres podían pagar con sus salarios de empleados estatales. Desde que recuerdo ellos han trabajado para el gobierno; mi madre como funcionaria de mando medio del ministerio de relaciones externas y mi padre en diferentes puestos, nunca del todo conocidos, en el ministerio de defensa. "El Estado nos cuida" decía mi mamá y mi hermana estaba de acuerdo; yo por mi lado, en esas visitas al mar recorrí el pueblito costero y conocí tantas historias de vejámenes de parte de las autoridades locales, que me fui formando mi propio criterio. Mi padre me ponía la mano en el hombro y me apretaba con fuerza para luego sobarme la espalda "No todo sale bien siempre, lo que importa es que el gobierno tiene buenas intenciones" me decía con una voz suave. Cuando empecé a ir a la universidad me encontré con los hijos de otros funcionarios públicos que, al igual que yo, estaban indignados con la manera en que se estaba gobernando el país. Empezamos a reunirnos, organizamos marchas, conspiramos. No pasó mucho tiempo para que oficiales de civil nos secuestraran de uno en uno. Yo fui el último. Ahora estoy en este cuarto azul esperando al torturador. Se abre la puerta detrás de mí y por unos minutos el visitante no me dice nada. Luego, una mano grande y temblorosa me aprieta fuertemente el hombro y recorre despacio mi espalda con la palma abierta. Yo aprieto los labios y muevo la cabeza en señal de aprobación: es mejor así, que todo quede en familia.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
¡Adiós, Cordera! Leopoldo Alas, "Clarín". Cuento.
Eran tres: ¡siempre
los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era
un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el
inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un
palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con
sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda,
representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de
pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de
aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco,
fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de
abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca
llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras
que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del
misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz,
pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el
oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora,
pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento
arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran
para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por
los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo
ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá,
tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su
timbre y su misterio.
La Cordera, mucho
más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de
edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación
con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo
como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil,
que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de
vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien
alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca
matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a
las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los
juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela.
Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por
misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a
la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de
meter!
Pastar de cuando en
cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el
tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin
vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto
trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no
padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer,
y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le
había picado la mosca.
“El xatu (el
toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso
estaba tan lejos!”
Aquella paz sólo se
había turbado en los días de prueba de la inauguración del
ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se
volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por
prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o
menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera
vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo.
Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una
catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse
en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse,
con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la
novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y
persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de
miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue
un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó
mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha
vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro,
que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes
desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo,
ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se
ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí
no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más
que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a
veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños
esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego,
tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado,
hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los
árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los
pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del
cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón
de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la
solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus
juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que
acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son
de perezosa esquila.
En este silencio, en
esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como
dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa
conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba;
amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande,
amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a
un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud
de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles
movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento
con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.
La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede
decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva;
pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les
servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que
ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el
afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos
difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles
de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el
prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás,
la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse
como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las
rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía
pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la
guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y
menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están
expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los
azares de un camino.
En los días de
hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso2 para
estrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a
Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la
miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría,
cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de
la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a
las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente
indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal
conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco,
a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que
le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y
solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños
y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos,
estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que
la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se
veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la
gamella5, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se
la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda
postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * *
Antón de Chinta
comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral
propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros,
que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la
primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar
la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de
la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo
de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había
muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la
cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un
tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de
la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la
vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola
como salvación de la familia.
“Cuidadla, es
vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda,
que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los
gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor
de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo
comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria
no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser
de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la
Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín
y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El
padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la
Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.” No cabía
otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana;
creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por
perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón
y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y cubiertos
de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el
peligro.
No había vendido,
porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había
puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía
mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que
se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto
echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él
se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de
Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá,
pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la
Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho,
con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera
de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y
novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del
contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo
las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en
el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a
quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado
todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le
dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía,
subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca.
Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados
en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la
codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un
abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón,
por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y
zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
* * *
Desde aquel día en
que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana
se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de
la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados.
Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las
amenazas de desahucio.
El amo no esperaba
más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había
que pagar o quedarse en la calle.
Al sábado inmediato
acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a
los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La
Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla.
Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya
vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban
Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al
saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la
cabeza a las caricias como al yugo.
“¡Se iba la
vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
“Ella ser, era una
bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”
Aquellos días en el
pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre,
sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes
de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín
yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante.
Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del
telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un
lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al
oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de
Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el
comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había
apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el
bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho,
alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las
alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y
tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto;
se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada
de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados
sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la
Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al
enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron
sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de
ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como
un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los
hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el
triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de
mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños,
acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con
voz de lágrimas.
Caía la noche; por
la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando
casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra
de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de
la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos
melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera!
-gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera!
-repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó
por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste,
resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
* * *
Al día siguiente,
muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao
Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta
aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la
máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en
unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los
hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos
tragaluces.
-¡Adiós, Cordera!
-gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera!
-vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que
volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía
el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al
Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los
indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín
miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel
mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera
de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus
apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós,
Cordera!...
-¡Adiós,
Cordera!...
* * *
Pasaron muchos años.
Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista.
Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo
influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un
roble.
Y una tarde triste
de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren
correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano.
Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera,
pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver
un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres
quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al
suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que
dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria
grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,
Pinín, con medio
cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi
se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la
gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor
lejano:
-¡Adiós, Rosa!...
¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl
¡Pinín de mío alma!...
“Allá iba, como
la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca
para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de
cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”
Entre confusiones de
dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren
perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían
los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se
quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín!
¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba
Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres
del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse.
Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin
pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón
en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino
seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción
de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones
rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que
sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa!
¡Adiós, Cordera!
martes, 24 de noviembre de 2015
El precursor de Cervantes. Marco Denevi. Microrrelato.
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas.
Ilustración: "Dulcinea" de la serie "La ruta de Don Quijote".
Ilustración: "Dulcinea" de la serie "La ruta de Don Quijote".
domingo, 22 de noviembre de 2015
La prueba. Raúl Brasca. Microrrelato.
"Sólo cuando sea derribado tendrás a mi hija", había dicho el brujo. El hachero miró el tallo fino del árbol y sonrió con suficiencia. Un primer hachazo, formidable, marcó levemente el tronco. Otro, en el mismo lugar, apenas profundizó la herida. Bien entrada la noche, el hachero cayó exhausto. Descansó hasta el amanecer y hachó toda la jornada siguiente. Así día tras día. La herida se iba profundizando pero, a la par, el tronco engrosaba. Pasó el tiempo y el árbol se volvió frondoso; la muchacha perdió juventud y belleza. El hachero, a veces, alzaba los ojos al cielo. No sabía que el brujo conjuraba los vendavales, desviaba los rayos y alejaba las plagas que carcomen la madera. La muchacha encaneció y él seguía hachando. Ya casi no pensaba en ella. Poco a poco, la olvidó del todo. El día en que la muchacha murió no le pareció distinto de los anteriores. Ahora, ya viejo, sigue su pelea contra el tronco descomunal. No se le ocurre otra cosa: el silencio del hacha le produciría terror.
sábado, 21 de noviembre de 2015
Relato de Eustolia. José Emilio Pacheco. Microrrelato.
Me llamo Eustolia Valencia. Vine a Chicago cuando tenía dos años. Ahora acabo de cumplir diecisiete. Mi papá dejó a mi mamá. Luego ella murió y me adoptaron unos parientes suyos. Así que tuve una hermana, tres hermanos y otra mamá. Su esposo también la había abandonado. El hermano más grande me violó cuando yo tenía nueve años. Los otros también me usaron. Me daban dulces y centavitos y me decían que iban a matarme si lo contaba.
Entonces una prima que andaba por los doce años me dijo que me fuera con ella a trabajar de puta para que no me maltrataran (yo hacía todo el quehacer y nunca me mandaron a la escuela). Una noche me escapé. Mi prima Gloria me presentó a un señor llamado Mike: blanco él, pelirrojo, de unos cuarenta años. Mike me enseñó muchas cosas, comenzando por la droga. Me puso a trabajar en las calles. Aprendí a contar el dinero y un poquito de inglés. Yo hacía hasta cien dólares por semana porque entonces estaba muy bonita. Casi todo era para Mike. Si no juntaba esa cantidad me pegaba bien fuerte. Creo que se hizo rico pues tenía unas quince niñas trabajando. Las grandes no le interesaban. Se supone que estaba de acuerdo con la policía porque siempre que me agarraron luego me dejaron salir para ponerme bajo custodia de ¿quién cree?: del mismo Mike.
Pero él como se asustó y nos concentró en una casa cerca de Hyde Park. Mejoró la clientela y empezamos a cobrar más caro. Iban puros señores grandes, bien vestidos: doctores, abogados, comerciantes. A veces eran tantos en una sola noche que yo no quería seguir trabajando. Entonces Mike me pegaba con los puños y el cinturón. Una vez me dio coraje y me fugué. Ya andaba entonces por los catorce. Fui a mi casa y le dije a mi madrastra lo que era mi vida, por qué me escape y cómo mis dizque hermanos tenían la culpa de que yo fuera puta. Se enojó muchísimo. No me creyó una palabra y me sacó a empujones.
Junté dinero trabajando sola en los muelles. Estuve en un bar y hasta salí en algunas películas de esas. De repente ya no hubo modo de ganarme la vida porque andaba con mi panzota de seis meses. Nadie me enseñó a tomar precauciones. Un señor me dio unos folletos pero no sé leer. Creo que fue la droga o la sífilis o el castigo de Dios por andar en esto. Pero mi niño nació malo. Pobrecito. No iba a dejarlo sufrir. Él qué culpa tenía de todo. Era inocente. Por eso lo maté con la Gillete y luego me abrí las venas, aquí en los brazos y en el cuello: vea usted las cicatrices.
Nos encontraron a los dos en un charco de sangre. Yo me salvé. Mi hijito no, por fortuna. Y ahora me sacan en los periódicos como ejemplo de lo que son los mexicanos y me tienen aquí en la cárcel, a lo mejor para toda la vida. Por lo pronto aún no me sentencian.
Entonces una prima que andaba por los doce años me dijo que me fuera con ella a trabajar de puta para que no me maltrataran (yo hacía todo el quehacer y nunca me mandaron a la escuela). Una noche me escapé. Mi prima Gloria me presentó a un señor llamado Mike: blanco él, pelirrojo, de unos cuarenta años. Mike me enseñó muchas cosas, comenzando por la droga. Me puso a trabajar en las calles. Aprendí a contar el dinero y un poquito de inglés. Yo hacía hasta cien dólares por semana porque entonces estaba muy bonita. Casi todo era para Mike. Si no juntaba esa cantidad me pegaba bien fuerte. Creo que se hizo rico pues tenía unas quince niñas trabajando. Las grandes no le interesaban. Se supone que estaba de acuerdo con la policía porque siempre que me agarraron luego me dejaron salir para ponerme bajo custodia de ¿quién cree?: del mismo Mike.
Pero él como se asustó y nos concentró en una casa cerca de Hyde Park. Mejoró la clientela y empezamos a cobrar más caro. Iban puros señores grandes, bien vestidos: doctores, abogados, comerciantes. A veces eran tantos en una sola noche que yo no quería seguir trabajando. Entonces Mike me pegaba con los puños y el cinturón. Una vez me dio coraje y me fugué. Ya andaba entonces por los catorce. Fui a mi casa y le dije a mi madrastra lo que era mi vida, por qué me escape y cómo mis dizque hermanos tenían la culpa de que yo fuera puta. Se enojó muchísimo. No me creyó una palabra y me sacó a empujones.
Junté dinero trabajando sola en los muelles. Estuve en un bar y hasta salí en algunas películas de esas. De repente ya no hubo modo de ganarme la vida porque andaba con mi panzota de seis meses. Nadie me enseñó a tomar precauciones. Un señor me dio unos folletos pero no sé leer. Creo que fue la droga o la sífilis o el castigo de Dios por andar en esto. Pero mi niño nació malo. Pobrecito. No iba a dejarlo sufrir. Él qué culpa tenía de todo. Era inocente. Por eso lo maté con la Gillete y luego me abrí las venas, aquí en los brazos y en el cuello: vea usted las cicatrices.
Nos encontraron a los dos en un charco de sangre. Yo me salvé. Mi hijito no, por fortuna. Y ahora me sacan en los periódicos como ejemplo de lo que son los mexicanos y me tienen aquí en la cárcel, a lo mejor para toda la vida. Por lo pronto aún no me sentencian.
miércoles, 18 de noviembre de 2015
Gatos de Schrödinger. José Luis Zárate. Tuiteratura.
-El doctor Schrödinger mira al gato extraño en el cajón de los calcetines y duda si es parte del experimento o no.
-Los gatos por correo que compró Schrödinger para su experimento llegaron perfectamente empacados, pero la mitad de las cajas venían vacías.
-El personal del laboratorio de Schrödinger sustituyó a los gatitos por crash test dummies.
-Por algún motivo, los gatos sobrevivientes al experimento de Schrödinger tienden al existencialismo y la melancolía.
-HEART ATACK. Lo que jamás esperó Schrödinger fue que el gato que surgiera de la caja fuera a resorte.
-A nadie le gustaba abrir las cajas de regalo que mandaba el Dr. Schrödinger.
-Los gatos por correo que compró Schrödinger para su experimento llegaron perfectamente empacados, pero la mitad de las cajas venían vacías.
-El personal del laboratorio de Schrödinger sustituyó a los gatitos por crash test dummies.
-Por algún motivo, los gatos sobrevivientes al experimento de Schrödinger tienden al existencialismo y la melancolía.
-HEART ATACK. Lo que jamás esperó Schrödinger fue que el gato que surgiera de la caja fuera a resorte.
-A nadie le gustaba abrir las cajas de regalo que mandaba el Dr. Schrödinger.
martes, 17 de noviembre de 2015
Lucas. Sus traumatoterapias. Julio Cortázar. Microrrelato.
A Lucas una vez lo operaron de apendicitis, y como el cirujano era un roñoso se le infectó la herida y la cosa iba muy mal porque además de la supuración en radiante tecnicolor Lucas se sentía más aplastado que pasa de higo. En ese momento entran Dora y Celestino y le dicen nos vamos ahora mismo a Londres, venite a pasar una semana, no puedo, gime Lucas, resulta que, bah, yo te cambio las compresas, dice Dora, en el camino compramos agua oxigenada y curitas, total que se toman el tren y el ferry y Lucas se siente morir porque aunque la herida no le duele en absoluto, dado que apenas tiene tres centímetros de ancho, lo mismo él se imagina lo que está pasando debajo del pantalón y el calzoncillo, cuando al fin llegan al hotel y se mira, resulta que no hay ni más ni menos supuración que en la clínica, y entonces Celestino dice ya ves, en cambio aquí vas a tener la pintura de Turner, Laurence Olivier y los steak and kidney pies que son la alegría de mi vida.
Al otro día después de haber caminado kilómetros Lucas está perfectamente curado, Dora le pone todavía dos o tres curitas por puro placer de tirarle de los pelos, y desde ese día Lucas considera que ha descubierto la traumatoterapia que como se ve consiste en hacer exactamente lo contrario de lo que mandan Esculapio, Hipócrates y el doctor Fleming.
En numerosas ocasiones Lucas que tiene buen corazón ha puesto en práctica su método con sorprendentes resultados en la familia y amistades. Por ejemplo, cuando su tía Angustias contrajo un resfrío de tamaño natural y se pasaba días y noches estornudando desde una nariz cada vez más parecida a la de un ornitorrinco, Lucas se disfrazó de Frankenstein y la esperó detrás de una puerta con una sonrisa cadavérica. Después de proferir un horripilante alarido la tía Angustias cayó desmayada sobre los almohadones que Lucas había preparado precavidamente, y cuando los parientes la sacaron del soponcio la tía estaba demasiado ocupada en contar lo sucedido como para acordarse de estornudar, aparte de que durante varias horas ella y el resto de la familia sólo pensaron en correr detrás de Lucas armados de palos y cadenas de bicicleta. Cuando el doctor Feta hizo la paz y todos se juntaron a comentar los acontecimientos y beberse una cerveza, Lucas hizo notar distraídamente que la tía estaba perfectamente curada del resfrío, a lo cual, y con la falta de lógica habitual en esos casos la tía le contestó que esa no era una razón para que su sobrino se portara como un hijo de puta.
Cosas así desaniman a Lucas, pero de cuando en cuando se aplica a sí mismo o ensaya en los demás su infalible sistema, y así cuando don Crespo anuncia que está con hígado, diagnóstico siempre acompañado de una mano sosteniéndose las entrañas y los ojos como la Santa Teresa del Bernini, Lucas se las arregla para que su madre se mande el guiso de repollo con salchichas y grasa de chancho que don Crespo ama casi más que las quinielas, y a la altura del tercer plato ya se ve que el enfermo vuelve a interesarse por la vida y sus alegres juegos, tras de lo cual Lucas lo invita a festejar con grapa catamarqueña que asienta la grasa. Cuando la familia se aviva de estas cosas hay conato de linchamiento, pero en el fondo empiezan a respetar la traumatoterapia, que ellos llaman toterapia o traumatota, les da igual.
Un tal Lucas. Julio Cortázar, 1979.
Al otro día después de haber caminado kilómetros Lucas está perfectamente curado, Dora le pone todavía dos o tres curitas por puro placer de tirarle de los pelos, y desde ese día Lucas considera que ha descubierto la traumatoterapia que como se ve consiste en hacer exactamente lo contrario de lo que mandan Esculapio, Hipócrates y el doctor Fleming.
En numerosas ocasiones Lucas que tiene buen corazón ha puesto en práctica su método con sorprendentes resultados en la familia y amistades. Por ejemplo, cuando su tía Angustias contrajo un resfrío de tamaño natural y se pasaba días y noches estornudando desde una nariz cada vez más parecida a la de un ornitorrinco, Lucas se disfrazó de Frankenstein y la esperó detrás de una puerta con una sonrisa cadavérica. Después de proferir un horripilante alarido la tía Angustias cayó desmayada sobre los almohadones que Lucas había preparado precavidamente, y cuando los parientes la sacaron del soponcio la tía estaba demasiado ocupada en contar lo sucedido como para acordarse de estornudar, aparte de que durante varias horas ella y el resto de la familia sólo pensaron en correr detrás de Lucas armados de palos y cadenas de bicicleta. Cuando el doctor Feta hizo la paz y todos se juntaron a comentar los acontecimientos y beberse una cerveza, Lucas hizo notar distraídamente que la tía estaba perfectamente curada del resfrío, a lo cual, y con la falta de lógica habitual en esos casos la tía le contestó que esa no era una razón para que su sobrino se portara como un hijo de puta.
Cosas así desaniman a Lucas, pero de cuando en cuando se aplica a sí mismo o ensaya en los demás su infalible sistema, y así cuando don Crespo anuncia que está con hígado, diagnóstico siempre acompañado de una mano sosteniéndose las entrañas y los ojos como la Santa Teresa del Bernini, Lucas se las arregla para que su madre se mande el guiso de repollo con salchichas y grasa de chancho que don Crespo ama casi más que las quinielas, y a la altura del tercer plato ya se ve que el enfermo vuelve a interesarse por la vida y sus alegres juegos, tras de lo cual Lucas lo invita a festejar con grapa catamarqueña que asienta la grasa. Cuando la familia se aviva de estas cosas hay conato de linchamiento, pero en el fondo empiezan a respetar la traumatoterapia, que ellos llaman toterapia o traumatota, les da igual.
Un tal Lucas. Julio Cortázar, 1979.
lunes, 16 de noviembre de 2015
El asesino. Stephen King. Cuento.
Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.
Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.
Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.
"¿Quién Soy?" - le dijo pausadamente, indeciso.
El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.
"¿Quién soy? ¿Quién soy?" - gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.
Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.
Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.
Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia.
"¿Quién soy?" - le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.
Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.
Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.
Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.
"¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!" - bramaron los altavoces.
Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.
La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.
Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!
Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.
Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que solo quiero saber quien soy!"
Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro...
Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda.
"No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien."
Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.
Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.
Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.
"¿Quién Soy?" - le dijo pausadamente, indeciso.
El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.
"¿Quién soy? ¿Quién soy?" - gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.
Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.
Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.
Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia.
"¿Quién soy?" - le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.
Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.
Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.
Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.
"¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!" - bramaron los altavoces.
Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.
La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.
Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!
Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.
Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que solo quiero saber quien soy!"
Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro...
Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda.
"No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien."
Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.
domingo, 15 de noviembre de 2015
Las ciudades y los muertos, 2. Adelma. Italo Calvino. Microrrelato.
Jamás en mis viajes había llegado hasta Adelma. Oscurecía cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la amarra y la ató a la bita se parecía a alguien que había sido soldado conmigo, y había muerto. Era la hora de la venta al por mayor del pescado. Un viejo cargaba su carretilla con una cesta de erizos; creí reconocerlo; cuando me volví había desaparecido en una calleja, pero comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya siendo yo niño, no podía estar entre los vivos. Me turbó la visión de un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: pocos días antes de morir mi padre tenía los ojos amarillos y la barba hirsuta como él, exactamente. Aparté la mirada; ya no me atrevía a mirar a nadie a la cara.
Pensé: "Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastará seguir mirándola para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. Tanto en un caso como en el otro, es mejor que no insista en mirarlos".
Una verdulera pesaba unas berzas en su romana y las ponía en un cesto colgado de un cordel que una muchacha bajaba desde un balcón. La muchacha era igual a una chica de mi pueblo que enloqueció de amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: "Llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos. Y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que encuentra, imprime los viejos moldes, para cada una encuentra una máscara que se le adapta mejor".
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo damajuanas y barricas; las caras estaban ocultas por costales usados como capuchas. "Ahora las levantan y los reconozco", pensaba con impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como si me hubieran reconocido. Quizás yo también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas llegado a Adelma, ya era uno de ellos, me había pasado a su lado, confundido en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: "Tal vez Adelma sea la ciudad a la que uno llega al morir y donde cada uno encuentra a las personas que ha conocido. Es señal de que también yo estoy muerto". Pensé además: "Es señal de que el más allá no es feliz".
Pensé: "Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastará seguir mirándola para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. Tanto en un caso como en el otro, es mejor que no insista en mirarlos".
Una verdulera pesaba unas berzas en su romana y las ponía en un cesto colgado de un cordel que una muchacha bajaba desde un balcón. La muchacha era igual a una chica de mi pueblo que enloqueció de amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: "Llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos. Y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que encuentra, imprime los viejos moldes, para cada una encuentra una máscara que se le adapta mejor".
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo damajuanas y barricas; las caras estaban ocultas por costales usados como capuchas. "Ahora las levantan y los reconozco", pensaba con impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como si me hubieran reconocido. Quizás yo también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas llegado a Adelma, ya era uno de ellos, me había pasado a su lado, confundido en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: "Tal vez Adelma sea la ciudad a la que uno llega al morir y donde cada uno encuentra a las personas que ha conocido. Es señal de que también yo estoy muerto". Pensé además: "Es señal de que el más allá no es feliz".
Las ciudades invisibles. Italo Calvino, 1972.
sábado, 14 de noviembre de 2015
Estruendo. Jesús Falconi. Microrrelato.
“Voy a dormir”, dijo con decisión; se colocó a la orilla de sus sueños, se asomó a fondo, y se precipitó lentamente.
Un movimiento brusco lo despertó; escuchó un ruidero de cristales, se asomó desde la orilla de su cama, y vio todos sus sueños rotos.
Un movimiento brusco lo despertó; escuchó un ruidero de cristales, se asomó desde la orilla de su cama, y vio todos sus sueños rotos.
jueves, 12 de noviembre de 2015
Imaginación. J. Ángel Pineda Reyes. Microrrelato.
El agente de tránsito silbó y el conductor se detuvo. Lo primero que le pidió fue su licencia de conducir y la respuesta fue que la “había olvidado en casa”. El oficial echó un rápido vistazo a la parte delantera y luego otro a la trasera del auto dándose cuenta que carecía de placas. Entonces le pidió al conductor los documentos del vehículo, a lo que éste contestó que no los llevaba. Imaginando algo fraudulento buscó las calcomanías gubernamentales en el parabrisas, pero no las había: es más, tampoco había parabrisas. Buscó en los otros cristales, pero tampoco estaban, ni había otros cristales. Quiso ver entonces las plaquitas de identidad de fabricación en el marco de las puertas, pero no había ni plaquitas ni puertas. Ordenó al conductor entonces abrir el cofre para ver el número de registro del motor, pero el auto no tenía cofre, ni motor y por lo tanto no había número alguno. Desesperado quiso anotar la marca del auto, el modelo y el color. Pero era imposible identificar la marca, así como tampoco el modelo ni el color. En el colmo de la exasperación buscó las llantas para anotar al menos su medida, pero tampoco tenía llantas. Desconsolado, enojado y rabioso, rompió su libreta de infracciones y se sentó en la banqueta a llorar amargamente. Mientras, el exconductor ponía tierra de por medio, alejándose rápidamente por el camellón de la avenida, con pasos cortos y silenciosos, sin dejar de volverse a ver a aquel extraño oficial de Tránsito.
martes, 10 de noviembre de 2015
Clic. Giselle Aronson. Microrrelato.
Dispuesto a limpiar los residuos virtuales, abrió el navegador, cliqueó “Historial” y eligió la alternativa “Eliminar todos los datos de navegación”. Un menú se desplegó debajo de la flecha, le sugería el borrado de los datos: desde hacía una hora, ayer, la semana pasada, un mes o el origen de los tiempos. Le causó gracia la última opción, dirigió el cursor hacia allí y apretó el botón del mouse. Caos, oscuridad y una gran explosión. En un instante, todo volvió a ser principio.
lunes, 9 de noviembre de 2015
Descasarse. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.
Recogió las lágrimas que había llorado por su muerte; lo sacó del féretro y le sacudió la naftalina. Lo tomó de la mano para regresarle los últimos treinta años de rutinas y aburrimiento. Le devolvió las frases hirientes y los actos humillantes a cambio de todos los cuidados y comidas que le había preparado con esmero. Tomó los vestidos y regalos de todos los aniversarios y se los dio junto con las rosas marchitas del jardín. A los tres hijos los empequeñeció hasta lograr meterlos otra vez en el fondo de su vientre, mientras quitaba de las paredes los arreglos primorosos de una vida dedicada al hogar. Se limpió las cicatrices de los golpes y vomitó las amarguras de incontables noches de esperarlo cuando salía de juerga con otras mujeres. Entonces, lo arrastró a la Iglesia, invitó de nuevo a todos los amigos y familiares y ante la pregunta del sacerdote respondió con voz bien alta: NO quiero.
sábado, 7 de noviembre de 2015
Vendrán lluvias suaves. Ray Bradbury. Cuento.
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de disolvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el disolvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…
Crónicas Marcianas. Ray Bradbury. 1950
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de disolvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el disolvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…
Crónicas Marcianas. Ray Bradbury. 1950
jueves, 5 de noviembre de 2015
Animaladas. Martín Gardella. Micorrelato.
– I –
Con el búho como juez, se llevó adelante el primer juicio de divorcio de la selva, en el que la yegua y el rinoceronte pugnaban por obtener la tenencia exclusiva de su hijo unicornio.
– II –
–¡Viene Pedro, viene Pedro!– aullaba el lobo. Sus compañeros de jauría, conocedores de las célebres mentiras del anunciante, primero se murieron de la risa, y después, de un imprevisto escopetazo.
– III –
En la competencia de disfraces de la selva, el primer premio lo obtuvo el osado chimpancé que, soportando una extensa sesión depilatoria, se disfrazó de hombre.
Con el búho como juez, se llevó adelante el primer juicio de divorcio de la selva, en el que la yegua y el rinoceronte pugnaban por obtener la tenencia exclusiva de su hijo unicornio.
– II –
–¡Viene Pedro, viene Pedro!– aullaba el lobo. Sus compañeros de jauría, conocedores de las célebres mentiras del anunciante, primero se murieron de la risa, y después, de un imprevisto escopetazo.
– III –
En la competencia de disfraces de la selva, el primer premio lo obtuvo el osado chimpancé que, soportando una extensa sesión depilatoria, se disfrazó de hombre.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
No es necesario. Franz Kafka. Aforismo.
No es necesario que salgas de la casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti.
martes, 3 de noviembre de 2015
Microhorrores. II. José Luis Zárate. Tuiteratura.
-El doctor pidió tres unidades de sangre, las pinzas, cuatro gramos de epinefrina, un exorcista...
-Los doctores visten de blanco en los hospitales para que los pacientes crean que los fantasmas no lo son
-Frankestein lo armó con las partes desechadas del hospital, el pobre monstruo murió de cáncer e insuficiencia renal.
-La espada cortó en dos la sombra del samurái.
-Los ninjas dominan el arte del sigilo. Sus sombras, apenadas, hacen más ruido que ellos.
-Shodō es la caligrafía japonesas. Sus maestros logran que al escribir "katana" el papel sangre.
-Nada hay bajo el maquillaje de esa geisha, ni siquiera un fantasma.
-FIN, dice el Necronomicón en su primera línea. Luego vienen las instrucciones de cómo lograrlo.
-El patito de goma empieza a hundirse en la bañera, el perro de peluche se convierte en tela, alguien cierra los ojos abiertos del niño.
-El niño no distingue fantasía y realidad. Para él los patitos de goma están vivos y sus padres lo aman.
-Los doctores visten de blanco en los hospitales para que los pacientes crean que los fantasmas no lo son
-Frankestein lo armó con las partes desechadas del hospital, el pobre monstruo murió de cáncer e insuficiencia renal.
-La espada cortó en dos la sombra del samurái.
-Los ninjas dominan el arte del sigilo. Sus sombras, apenadas, hacen más ruido que ellos.
-Shodō es la caligrafía japonesas. Sus maestros logran que al escribir "katana" el papel sangre.
-Nada hay bajo el maquillaje de esa geisha, ni siquiera un fantasma.
-FIN, dice el Necronomicón en su primera línea. Luego vienen las instrucciones de cómo lograrlo.
-El patito de goma empieza a hundirse en la bañera, el perro de peluche se convierte en tela, alguien cierra los ojos abiertos del niño.
-El niño no distingue fantasía y realidad. Para él los patitos de goma están vivos y sus padres lo aman.
lunes, 2 de noviembre de 2015
Lucas, sus regalos de cumpleaños. Julio Cortázar. Microrrelato.
Sería demasiado fácil comprar la torta en la confitería «Los dos Chinos»; hasta Gladis se daría cuenta, a pesar de que es un tanto miope, y Lucas estima que bien vale la pena pasarse medio día preparando personalmente un regalo cuya destinataria merece eso y mucho más, pero por lo menos eso. Ya desde la mañana recorre el barrio comprando harina flor de trigo y azúcar de caña, luego lee atentamente la receta de la torta Cinco Estrellas, obra cumbre de doña Gertrudis, la mamá de todas las buenas mesas, y la cocina de su departamento se transforma en poco tiempo en una especie de laboratorio del doctor Mabuse. Los amigos que pasan a verlo para discutir los pronósticos hípicos no tardan en irse al sentir los primeros síntomas de asfixia, pues Lucas tamiza, cuela, revuelve y espolvorea los diversos y delicados ingredientes con una tal pasión que el aire tiende a no prestarse demasiado a sus funciones usuales.
Lucas posee experiencia en la materia y además la torta es para Gladis, lo que significa varias capas de hojaldre (no es fácil hacer un buen hojaldre) entre las cuales se van disponiendo exquisitas confituras, escamas de almendras de Venezuela, coco rallado pero no solamente rallado sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana; a eso se agrega la decoración exterior, modulada en la paleta de Raúl Soldi pero con arabescos considerablemente inspirados por Jackson Pollock, salvo en la parte más austera dedicada a la inscripción SOLAMENTE PARA TI, cuyo relieve casi sobrecogedor lo proporcionan guindas y mandarinas almibaradas y que Lucas compone en Baskerville cuerpo catorce, que pone una nota casi solemne en la dedicatoria.
Llevar la torta Cinco Estrellas en una fuente o un plato le parece a Lucas de una vulgaridad digna de banquete en el Jockey Club, de manera que la instala delicadamente en una bandeja de cartón blanco cuyo tamaño sobrepasa apenas el de la torta. A la hora de la fiesta se pone su traje a rayas y transpone el zaguán repleto de invitados llevando la bandeja con la torta en la mano derecha, hazaña de por sí notable, mientras con la izquierda aparta amablemente a maravillados parientes y a más de cuatro colados que ahí nomás juran morir como héroes antes de renunciar a la degustación del espléndido regalo. Por esa razón a espaldas de Lucas se organiza en seguida una especie de cortejo en el que abundan gritos, aplausos y borborigmos de saliva propiciatoria, y la entrada de todos en el salón de recibo no dista demasiado de una versión provincial de Aída. Comprendiendo la gravedad del instante, los padres de Gladis juntan las manos en un gesto más bien conocido pero siempre bien visto, y la homenajeada abandona una conversación bruscamente insignificante para adelantarse con todos los dientes en primera fila y los ojos mirando al cielorraso. Feliz, colmado, sintiendo que tantas horas de trabajo culminan en algo que se aproxima a la apoteosis, Lucas arriesga el gesto final de la Gran Obra: su mano asciende en el ofertorio de la torta, la inclina peligrosamente ante la ansiedad pública, y la zampa en plena cara de Gladis. Todo esto toma apenas más tiempo del que tarda Lucas en reconocer la textura del adoquinado de la calle, envuelto en tal lluvia de patadas que reíte del diluvio.
Un tal Lucas. Julio Cortázar, 1979.
Lucas posee experiencia en la materia y además la torta es para Gladis, lo que significa varias capas de hojaldre (no es fácil hacer un buen hojaldre) entre las cuales se van disponiendo exquisitas confituras, escamas de almendras de Venezuela, coco rallado pero no solamente rallado sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana; a eso se agrega la decoración exterior, modulada en la paleta de Raúl Soldi pero con arabescos considerablemente inspirados por Jackson Pollock, salvo en la parte más austera dedicada a la inscripción SOLAMENTE PARA TI, cuyo relieve casi sobrecogedor lo proporcionan guindas y mandarinas almibaradas y que Lucas compone en Baskerville cuerpo catorce, que pone una nota casi solemne en la dedicatoria.
Llevar la torta Cinco Estrellas en una fuente o un plato le parece a Lucas de una vulgaridad digna de banquete en el Jockey Club, de manera que la instala delicadamente en una bandeja de cartón blanco cuyo tamaño sobrepasa apenas el de la torta. A la hora de la fiesta se pone su traje a rayas y transpone el zaguán repleto de invitados llevando la bandeja con la torta en la mano derecha, hazaña de por sí notable, mientras con la izquierda aparta amablemente a maravillados parientes y a más de cuatro colados que ahí nomás juran morir como héroes antes de renunciar a la degustación del espléndido regalo. Por esa razón a espaldas de Lucas se organiza en seguida una especie de cortejo en el que abundan gritos, aplausos y borborigmos de saliva propiciatoria, y la entrada de todos en el salón de recibo no dista demasiado de una versión provincial de Aída. Comprendiendo la gravedad del instante, los padres de Gladis juntan las manos en un gesto más bien conocido pero siempre bien visto, y la homenajeada abandona una conversación bruscamente insignificante para adelantarse con todos los dientes en primera fila y los ojos mirando al cielorraso. Feliz, colmado, sintiendo que tantas horas de trabajo culminan en algo que se aproxima a la apoteosis, Lucas arriesga el gesto final de la Gran Obra: su mano asciende en el ofertorio de la torta, la inclina peligrosamente ante la ansiedad pública, y la zampa en plena cara de Gladis. Todo esto toma apenas más tiempo del que tarda Lucas en reconocer la textura del adoquinado de la calle, envuelto en tal lluvia de patadas que reíte del diluvio.
Un tal Lucas. Julio Cortázar, 1979.
domingo, 1 de noviembre de 2015
Unos cuentos. Pablo Albo. Microrrelato.
Menudo susto le he dado a mamá. Ha sido fácil. Cuando he visto que se lavaba los dientes y se preparaba para irse a dormir, me he escondido debajo de su cama. He esperado a que se acostara y en cuanto ha apagado la luz, he gritado: “¡Maaaaaaaamaaaaaaaa!”.
¡Qué risa! ¡Cómo gritaba! Cuando estaba vivo también se lo hacía, pero no se asustaba tanto.
¡Qué risa! ¡Cómo gritaba! Cuando estaba vivo también se lo hacía, pero no se asustaba tanto.
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