domingo, 24 de noviembre de 2024

Adrogué. Jorge Luis Borges.

Era muy lindo, un pueblo laberíntico. A veces, algunas noches de verano, salíamos mi padre, mi madre y yo a perdernos. Al principio nos costaba un poco de trabajo, pero luego nos perfeccionamos tanto que nos perdíamos enseguida.


 

jueves, 21 de noviembre de 2024

¡El cuento o la vida! Luis Landero.

Hay unos versitos que Manuel aprendió en la escuela y que nunca han dejado de intrigarle. Dicen así:
 
Admiróse un portugués
de ver que, en su tierna infancia,
todos los niños de Francia
supieran hablar francés.
«¡Arte diabólica es!»,
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo, y lo habla mal,
y aquí lo parla un muchacho.»
 
Manuel siempre ha comprendido muy bien la admiración de este buen portugués, y no sólo en su infancia, sino que también ahora sigue admirándose secretamente de los niños ingleses o alemanes, o de los españoles, que hablan mejor su idioma que los viejos hispanistas extranjeros. Y también se sentía solidario con aquel personaje de Moliére que un día descubre, atónito, que toda su vida ha estado hablando en prosa sin saberlo. ¡Cómo!, viene a decir, cuando yo digo: Trae acá las pantuflas, ¿eso es prosa? Y se queda muy contento de esa pericia que él no creía poseer hasta entonces.
A Manuel nunca le han parecido tan atolondrados o superfluos esos dos motivos de estupor, y más bien cree que, bajo la comicidad, se esconden unas cuantas verdades obvias e inquietantes. Porque desde muy pronto, en efecto, adquirimos la lengua materna con una perfección pasmosa, manejamos felizmente las estructuras sintácticas y morfológicas, distinguimos sin error las sutiles diferencias entre los verbos ser y estar y sin embargo no hemos estudiado gramática para ello. Lo sabemos porque lo sabemos, un poco al modo de aquellos santos varones que recibían por arte angélico el don de lenguas o el dominio magistral de la apologética. Pero sucede, claro está, que a la sabiduría que se obtiene espontáneamente, y que además no es privativa de uno sino de toda la comunidad, no se le da importancia, y ni siquiera somos conscientes de ella. Si reparásemos, por ejemplo, en lo difícil que es andar, hablar, pensar y observar a nuestro alrededor al mismo tiempo, nos sorprenderíamos también de nuestra habilidad casi circense. En fin, que sabemos muchas cosas sin saber que las sabemos, y en esto consistía la didáctica de Sócrates: en hacer evidente al prójimo la consciencia de ese saber difuso.
Manuel piensa que algo similar ocurre también con la narración. Todos somos narradores y todos somos más o menos sabios en este arte. Si alguien tiene dudas al respecto, sólo debe reparar en que la mayor parte del tiempo que dedicamos a comunicarnos con los demás o con nosotros mismos, la ocupamos en contar lo que nos ha ocurrido, o lo que hemos soñado, imaginado o escuchado. O en recordar, que es también una forma de narración. Espontáneamente, instintivamente, el hombre es un narrador. Todos somos diariamente Simbad, aquel mercader que vivía en Bagdad y que un día se embarca para ir a negociar a lejanas tierras, sufre un naufragio y corre aventuras sin cuento. Y esto le sucedió siete veces. Luego, pasados los años, regresa definitivamente a Bagdad, retoma su vida ociosa y se dedica a contar sus andanzas a un breve auditorio de amigos. Bien mirado, se pregunta Manuel, ¿qué otra cosa hacemos todos diariamente? Simbad es Proust o Valle-Inclán, pero Simbad es también esa señora que vuelve del mercado y le cuenta a las vecinas lo que le acaba de pasar en la carnicería. Nadie sabe por qué, pero nos produce placer narrar, recrear con palabras lo que hemos vivido. Recrear: es decir, que nunca contamos fielmente los hechos, sino que siempre inventamos o modificamos algo, o lo que es lo mismo: a la experiencia real le añadimos la imaginaria, y eso es sobre todo lo que nos causa placer. El placer de añadir un cuerno al caballo y de que nos salga un unicornio. De ese modo, vivimos dos veces el mismo hecho: cuando lo vivimos y cuando lo contamos. A menudo pasa que, en la realidad, hemos representado papeles secundarios en un suceso. Al contarlo, sin embargo, nos reservamos el papel de protagonistas (aunque sólo sea porque lo contamos desde nuestra perspectiva). La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo. El mendigo deviene príncipe, la realidad se rinde ante el deseo, la vida se confunde por un instante con el sueño. Somos narradores por instinto de libertad, porque nos repugna la servidumbre de la propia condición humana en un mundo donde no suele haber sitio para nuestros afanes de verdad, de salvación y de plenitud. Y luego, si la historia merece la pena, el oyente se la contará a su vez a otra persona, y así sucesivamente, y en cada versión se agregarán nuevos detalles y se omitirán o corregirán otros, hasta alcanzar su forma definitiva y felizmente anónima.
 
La civilización le debe mucho a las historias. Por medio de la habladuría narrativa —del decir, del opinar, del chismorrear— la gente a veces logra convertir la vida, la experiencia, en relato. El relato es como un cofre donde guardamos trozos de vida, capaces así de ser trasmitidos a las generaciones venideras. De ese modo atesora la comunidad sus mejores o más significativas experiencias, que a veces se incorporan al propio lenguaje en forma de relato semántico. Y ésa es una gran fuente de conocimiento. Y, en cierto modo, de salvación. El relato sirve para que no se pierda del todo lo vivido. En el fondo, es una manera de oponerse a la muerte. Si fuésemos inmortales, quizá no contaríamos historias.
Las historias a veces nos recuerdan que contar no es un juego inocente. Por medio de historias mitológicas se han inventado patrias y dioses en nombre de los cuales se muere y se asesina. Scherazade se salva gracias a su talento narrativo, y en Las mil y una noches hay muchos personajes que escapan a la muerte gracias a que se saben una buena historia. Allí, los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: «¡La bolsa o la vida!», sino «¡el cuento o la vida!». Y es que las palabras, cuando están bien puestas unas detrás de otras, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y ésa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el norte de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Isaak Babel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:
«Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra les hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra» (traducción de Augusto Vidal).
Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las buenas historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.
Una de las mujeres más atractivas e infortunadas de la literatura fue seducida por las historias que le contaba un hombre mayor que ella, y que además era feo y bárbaro. Ella se llamaba Des dé mona, y él Otelo.
Otelo se ha casado en secreto con Desdémona, y los nobles de Venecia lo detienen por mago y corruptor, pues sólo la magia puede explicar que Desdémona se haya prendado de un ser «hecho para inspirar temor más que deleite». ¿Queréis saber cuál es mi magia?, dice él. Las historias que le conté. No sólo a ella, también al padre: a los dos los hechiza con la magia de la narración.
«Yo le contaba mi historia entera desde los días de mi infancia (...), le hacía relación de muchos azares desastrosos, de accidentes patéticos por mar y tierra, de cómo había escapado por el espesor de un cabello a una muerte inminente (...). Hacía mención de vastos antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de peñascos y de montañas cuyas cimas tocaban el cielo
Todo eso se lo cuenta a su padre. Pero Desdémona está por allí, yendo y viniendo por la casa, y a veces se detiene a escuchar y oye retazos de esas historias magníficas. Otelo, consciente de su poder de narrador, encuentra el modo de contarle esas historias a ella sola.
«Le robé lágrimas, cuando hablaba de alguno de los dolorosos golpes que habían herido mi juventud. Acabada mi historia, me dio por mis trabajos un mundo de suspiros. Juró que era extraño, que en verdad era extraño hasta el exceso, que era lamentable, asombrosamente lamentable (...). Me dio las gracias y me dijo que si tenía un amigo que la amara me invitaba a contarle mi historia, y que ello bastaría para que se casase con él. Me amó por los peligros que había corrido y yo la amé por la piedad que mostró por ellos. Ésta es la única brujería que he empleado» (traducción de Astrana Marín).
Y ésa es también, claro está, la brujería de Shakespeare. Shakespeare nos seduce a nosotros como Otelo a Desdémona.
Pero ahora viene la segunda parte de la historia, que son los relatos que Otelo (con la ayuda inapreciable de Iago, que acaso es el mayor bellaco que ha dado la literatura) se cuenta a sí mismo, y de los que también él es víctima. Otelo, con su poder narrativo, transforma imaginariamente a Des dé mona. Desdémona es pura e ingenua, y Otelo se entrega al placer terrible y fascinante de convertir a su mujer en una puta.
Así que Otelo le cuenta historias a Desdémona, Iago se las cuenta a Otelo, Otelo se las cuenta a sí mismo, y Shakespeare, todas hiladas, se las cuenta a un auditorio atónito.
Contar, contar, contar. Así que todos somos más o menos sabios en el arte de narrar antes de que los profesores nos inicien en la erudición de las técnicas narrativas (o tecniquerías, como decía Unamuno), del mismo modo que, desde la infancia, manejamos gentilmente la gramática por más que los lingüistas vengan después a demostrarnos que, hasta su advenimiento, hemos vivido en la más absoluta ignorancia gramatical. Manuel cree que existe en el hombre, desde su niñez, un saber espontáneo y difuso sobre el que quizá habría que construir, como una prolongación lógica y armoniosa, el edificio canónico del conocimiento. Pero a menudo, lo primero que se hace en la escuela es destruir el encanto y la espontaneidad y convertir al niño o al adolescente en un adulto prematuro. Se le pervierte estéticamente. Y qué decir del lenguaje: antes que aprovechar la pasión y la inventiva lingüística que hay en todo niño para fortalecer así su competencia idiomática (hablar y escribir como Dios manda), se le enseñan requilorios gramaticales. Manuel piensa que hay una cierta pedagogía insana, y un punto bellaca, que es cómplice del mal gusto que señorea hoy en nuestra sociedad.
Manuel recuerda a veces, a propósito de esto, cómo un día, un grupo de alumnos de bachillerato le contó en clase las experiencias de su viaje de fin de curso. Allí había simultaneidad (hablaban varios a la vez mezclando distintas secuencias del relato); ofrecían versiones alternadas del mismo hecho según el punto de vista de cada cual; combinaban la primera, la segunda y la tercera persona; unos contaban retrospectivamente y otros linealmente; daban saltos en el tiempo (uno anunciaba el final y otro decía: «Sí, sí, pero espera, que antes hay que contar lo que pasó en el autobús»); se interrumpían unos a otros fragmentando el relato; utilizaban distintos registros: patético, irónico, notarial, burlesco, barrocos unos, clásicos otros y otros románticos y otros impresionistas; hacían cambios bruscos de perspectiva; incurrían en digresiones; a unos les gustaba narrar y a otros describir y a otros especular... Manuel puede jurar que ellos no habían leído a Joyce, ni a Thomas Mann, ni a Proust ni a Musil. Así que el profesor se prometió a sí mismo que, cuando tuviese que explicar algo de teoría narrativa, haría como Sócrates: despertarlos a la consciencia de un saber que ellos ya sabían pero que no sabían que lo sabían.
Y algo semejante ocurre, por poner otro ejemplo, con el tiempo narrativo. El tiempo de los libros, el tiempo escrito, se parece mucho al del recuerdo. El diablo de la botella, de Stevenson, es un relato que ocupa unos dos años y medio: treinta meses. De ellos, casi todos están despachados convencionalmente, y la verdadera acción ocupa unas cuantas horas de unos cuantos días, dispersos en esos treinta meses.
En la vida diaria y objetiva, sin embargo, no podemos omitir el tiempo anodino: lo tenemos que vivir todo, minuto a minuto. La vida, con su tiempo lento y a menudo vulgar, se nos antoja a veces una suma de peripecias irrelevantes. Pero si uno mira el pasado entonces advierte una trama de episodios significativos. La vida, de pronto, tiene un argumento, y se parece mucho a una novela: el tiempo gris ha desaparecido, o hace las veces de un hilo que uniese las perlas de nuestras mejores o más intensas experiencias. La vida, en el presente, es como un tapiz visto muy de cerca: no vemos sino las minucias y accidentes del entramado; cuando nos alejamos, distinguimos nítidamente sus figuras.
Así que la memoria selecciona y poetiza el pasado, y convierte nuestra vida en una obra de arte. Cuando recordamos, la memoria nos está ofreciendo una lección magistral y práctica de teoría literaria, de manejo del tiempo imaginario.
Con todo esto de que somos narradores y gramáticos poco menos que innatos, podría quizá pensarse que la pedagogía puede llegar a ser el asunto más sencillo del mundo cuando se conectan los contenidos con las experiencias de la vida, y cuando hay pasión, amor y sentido común. Y así debía de ser. Sin embargo, todos sabemos que el diablo dispone las cosas de otro modo.
El lector que Manuel es piensa a veces que la experiencia estética tiene mucho de revelación personal, y que en esa medida es intransferible y casi incomunicable. Y pone aquel ejemplo que aducía Tolstói de un ciego al que intentaban explicarle cómo era el color blanco. Es como la leche, le decían. Entonces, ¿se vierte?, preguntaba el ciego. Bueno, digamos que es como el papel. Luego entonces, ¿cruje? No, no, digamos que es como la nieve. Entonces, ¿es fría?, inquiría el pobre ciego. No había modo de transmitir aquella experiencia elemental. El profesor que Manuel es, sin embargo, es menos tajante y piensa que, a pesar de todo, algo se puede hacer: si no enseñar literatura, sí poner a los alumnos en disposición de dejarse seducir por ella. Los dos, con los años, han ido sucumbiendo a la paradoja de que la literatura se aprende, pero no se enseña.
Pero luego viene la realidad con sus rebajas. Y la realidad es que un alumno medio de bachillerato lee silabeando y a trompicones, tiene dificultades casi insalvables para entender el editorial de un periódico, escribe con oraciones simples donde apenas aparecen otros verbos que ser y estar, su bagaje léxico es de supervivencia, quiere explicar algo y no le alcanzan las palabras. Pero, eso sí, cuando salga a la calle, o cuando llegue a su casa, los hechiceros de la cultura de masas, en complicidad con la mayoría de los ciudadanos, le tendrán preparado el desquite por medio de algún espectáculo con el que hace tiempo que no consigue conectar la cultura escolar. Lo que la escuela enseña, el mal gusto social lo niega y escarnece. De ser el gran consejero áulico, la vieja y noble cultura humanística, y también la literatura, ha pasado a desempeñar funciones de bufón, y a competir desventajosamente con los otros bufones que ha aportado la más ínfima cultura de masas.
Como mucho le queda aún el pálido resplandor de lo que un día fue: es un bufón cuyos chistes plantean todavía enigmas, y cuyo fulgor estético y moral puede llegar a provocar la alta emoción, y la alta amenidad, del arte y del conocimiento. Pero el hombre común de hoy está cansado de enigmas, y en cuanto a la emoción y amenidad estéticas, los otros bufones las proporcionan más baratas, cómodas y bonitas.
Manuel piensa que uno de los fundamentos de esa enorme trampa, de ese gran malentendido, es el abaratamiento de los placeres, la idea pueril de que la cultura es una forma como otra cualquiera de diversión. Leer es un acto lúdico, dijo alguien, y esa majadería se acató como dogma. Ya, ya, un acto lúdico. Manuel ha conocido a mucha gente eufórica cuando va al fútbol o a merendar al campo, pero apenas ha visto a nadie que, ante la perspectiva de una tarde consagrada a la lectura, diga: «¡Hala, a engolfarse en La Celestina!», o frotándose las manos de placer: «Y esta noche... ¡Petrarca!». No, Manuel cree más bien que la lectura a menudo es un placer que cuesta, aunque sólo sea porque supone aislamiento, concentración, esfuerzo, además de esclarecer o asumir incertidumbres, cosa que siendo placentera es también problemática, como cualquier actividad donde la mente y los sentidos han de estar alerta y a veces en tensión. Y es que hay cierta cultura que no se nos regala por obra y gracia de las experiencias espontáneas, como tampoco se nos da de balde la adquisición de un idioma o el manejo de un instrumento musical.
El profesor, hoy, empieza a tener algo de figura de época. Es uno de los últimos nexos que unen a la sociedad con la tradición. Y, sin embargo, pocas cosas hay tan necesarias hoy como enseñar historia, filosofía o literatura. Si ellas no consiguen civilizar a este mono que parece no acostumbrarse a vivir sin el rabo, nadie sabe qué otra cosa podría salvarlo. Particularmente, Manuel espera que no sean ni los dioses ni los caudillos. Porque de los lectores, de los profesores y de los escritores depende, aunque sólo sea remotamente, que a las generaciones futuras no las devoren las sirenas de la barbarie y del olvido. No otra cosa es lo que consiguió aquella viejecita que, debajo de un evónimo, un día le contó a un niño el cuento del pescador. Anónima la narradora, anónimo el cuento, anónimo el oyente. Anónimo también el profesor. Anónimos todos y finalmente todos necesarios.
El cuento o la vida: hoy más que nunca la escuela está bajo el signo fatal de Scherazade.

Entre líneas: el cuento o la vida. 1996.

martes, 19 de noviembre de 2024

El parásito. Fernando Iwasaki.

No era un fibroma, ni un tumor, ni un folículo infectado, sino un mellizo marchito enquistado en su espalda como un inquilino perpetuo y satisfecho. Quizás nunca debí decirle lo que era y dejar que pensara que se trataba de un bulto de grasa cualquiera, pero aquel hombre me pareció inteligente y no dudé en mostrarle aquella miniatura atrofiada de sí mismo. Algunos pacientes no están preparados para saber lo que tienen y para contemplar sin prejuicios el infinito paisaje de las patologías humanas. Como aquel hombre que sostenía desconsolado a su gemelo nonato y que incluso le cortó el pelo y las uñitas diminutas hasta encontrarle un pálido destello, un reflejo remoto, un melancólico parecido. Soy un científico, ¿cómo podía saber si sentía o si soñaba? Dos días después de la operación falleció por causas desconocidas. El parásito le sobrevivió un día más.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Inspiración. Beatriz Díaz Rodríguez.

Sentada delante del ordenador me enfrentaba a la hoja en blanco y el cursor parpadeante. Llevaba años intentando ser escritora. Leía todo cuanto caía en mis manos, autores de éxito o noveles, de género dramático o fantástico. Aun así, las ideas seguían sin aparecer. “Mi experiencia, mi inspiración”, así se titulaba el artículo que un día leí de una aclamada escritora, relataba como su principal fuente de inspiración era su propia vida, sus viajes, sus pasiones (también sus frustraciones) y sus aventuras. Pensé que sería una fantástica idea, por qué no. Había una única pega aunque mayúscula. Mi vida de oficinista no implicaba aventuras más allá de conseguir que nadie robara mi bolígrafo y mantener identificada mi máquina de hacer agujeros. Mi sueldo tampoco daba para viajar y las últimas vacaciones las pasé en casa, sola. Pero las noches, las noches eran mías. Mi primera novela fue un éxito, mezcla de drama, asesinatos, venganzas, de tal magnitud que decidí convertirlo en una saga. La única pega es que duermo poco y hay manchas complicadas de hacer desaparecer.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

El alquimista. H. P. Lovecraft.

Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaba mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
 
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
 
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

domingo, 10 de noviembre de 2024

Desván. Alfredo Buxán.

Todo lo que el espejo nos devuelve
y también este silencio cargado
de nostalgia que se ahonda con la edad,
el indurable miedo de que haya sido en vano
cada paso que dimos en medio de la noche.
 
Todo cabe, lo sabemos ahora,
en el primer poema que escribimos.
 
El esfuerzo por mantener erguido
el frágil esqueleto
de la dignidad, la belleza fugaz
de lo pequeño, la necesidad del olvido,
la luna llena, el amor infinito
a las palabras.
Todo: la esperanza
y el dolor, el canto de los pájaros
y la vana ilusión de que íbamos, de verdad,
sin trampa ni cartón, alehop, a ser felices.
Todo cabe, el amor loco, la risa
inesperada, el recuerdo del hambre,
el odio inconfesable y sus vestigios
de musgo ya para siempre adheridos al alma,
al cielo que se nubla de repente,
el chasquido de la rama que no aguanta el peso,
los ojos entreabiertos de un cadáver.
Cada beso perdido y el caballo de cartón
que tanto te asustaba, desterrado
y muy solo en el fondo del armario.
La palabra miseria, el sueño, todo.
La muerte
y el camino feliz que la precede.
El barco a la deriva. La gloria y la inocencia.
Aquella mañana, este rumor, la vida toda.

Las palabras perdidas, 2011.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Quiero dormir. Mariana Frenk.

El despertador sonó. Me desperté. Me desperté con ese mismo dolor no soportable. Quiero seguir durmiendo. Párate ya. Quiero dormir. Ya párate. Pero el despertador siguió sonando. Entonces, se paró mi corazón. Se paró mi dolor. Se paró el despertador. Pero yo ya no pude dormir. Los muertos nunca dormimos.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

El pañuelo. Emilia Pardo Bazán.

Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.
Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.
Cuando Cipriana disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?
Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta; un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo? Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!
Sólo que, para mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana:
-Si apañas allí una buena cesta, te damos dos reales.
¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más... y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras, rematadas por centenares de lívidas uñas...
Entre tanto subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba, qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el cuerpo de la huérfana.