domingo, 10 de noviembre de 2024

Desván. Alfredo Buxán.

Todo lo que el espejo nos devuelve
y también este silencio cargado
de nostalgia que se ahonda con la edad,
el indurable miedo de que haya sido en vano
cada paso que dimos en medio de la noche.
 
Todo cabe, lo sabemos ahora,
en el primer poema que escribimos.
 
El esfuerzo por mantener erguido
el frágil esqueleto
de la dignidad, la belleza fugaz
de lo pequeño, la necesidad del olvido,
la luna llena, el amor infinito
a las palabras.
Todo: la esperanza
y el dolor, el canto de los pájaros
y la vana ilusión de que íbamos, de verdad,
sin trampa ni cartón, alehop, a ser felices.
Todo cabe, el amor loco, la risa
inesperada, el recuerdo del hambre,
el odio inconfesable y sus vestigios
de musgo ya para siempre adheridos al alma,
al cielo que se nubla de repente,
el chasquido de la rama que no aguanta el peso,
los ojos entreabiertos de un cadáver.
Cada beso perdido y el caballo de cartón
que tanto te asustaba, desterrado
y muy solo en el fondo del armario.
La palabra miseria, el sueño, todo.
La muerte
y el camino feliz que la precede.
El barco a la deriva. La gloria y la inocencia.
Aquella mañana, este rumor, la vida toda.

Las palabras perdidas, 2011.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Quiero dormir. Mariana Frenk.

El despertador sonó. Me desperté. Me desperté con ese mismo dolor no soportable. Quiero seguir durmiendo. Párate ya. Quiero dormir. Ya párate. Pero el despertador siguió sonando. Entonces, se paró mi corazón. Se paró mi dolor. Se paró el despertador. Pero yo ya no pude dormir. Los muertos nunca dormimos.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

El pañuelo. Emilia Pardo Bazán.

Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.
Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.
Cuando Cipriana disponía de un par de horas, se iba a la playa. Mojando con delicia sus curtidos pies en las pozas que deja al retirarse la marea, recogía mariscada, cangrejos, mejillones, lapas, nurichas, almejones, y vendía su recolección por una o dos perrillas a las pescantinas que iban a Marineda. En un andrajo envolvía su tesoro y lo llevaba siempre en el seno. Aquello era para mercar un pañuelo de la cabeza... ¿qué se habían ustedes figurado? ¿Qué no tenía Cipriana sus miajas de coquetería?
Sí, señor. Sus doce años se acercaban a trece, y en las pozas, en aquella agua tan límpida y tan clara, que espejeaba al sol, Cirpiana se había visto cubierta la cabeza con un trapo sucio... El pañuelo es la gala de las mocitas en la aldea, su lujo, su victoria. Lucir un pañuelo majo, de colorines, el día de la fiesta; un pañuelo de seda azul y naranja... ¿Qué no haría la chicuela por conseguirlo? Su padre se lo tenía prometido para el primer lance bueno; ¡y quién sabe si el ansia de regalar a la hija aquel pedazo de seda charro y vistoso había impulsado al marinero a echarse a la mar en ocasión de peligro!
Sólo que, para mercar un pañuelo así, se necesita juntar mucha perrilla. Las más veces rehusaban las pescantinas la cosecha de Cipriana. ¡Valiente cosa! ¿quién cargaba con tales porquerías? Si a lo menos fuesen unos percebitos bien gordos y recochos, ahora que se acercaba la Cuaresma y los señores de Marineda pedían marisco a todo tronar. Y señalando a un escollo que solía cubrir el oleaje, decían a Cipriana:
-Si apañas allí una buena cesta, te damos dos reales.
¡Dos reales! Un tesoro. Lo peor es que para ganarlo era menester andar listo. Aquel escollo rara vez y por tiempo muy breve se veía descubierto. Los enormes percebes que se arracimaban en sus negros flancos disfrutaban de gran seguridad. En las mareas más bajas, sin embargo, se podía llegar hasta él. Cipriana se armó de resolución; espió el momento; se arremangó la saya en un rollo a la cintura, y provista de cuchillo y un poje o cesto ligeramente convexo, echóse a patullar. ¿Qué podría ser? ¿Qué subiese la marea de prisa? Ella correría más... y se pondría en salvo en la playa. Y descalza, trepando por las desigualdades del escollo, empezó, ayudándose con el cuchillo, a desprender piñas de percebes. ¡Qué hermosura! Eran como dedos rollizos. Se ensangrentaba Cipriana las manitas, pero no hacía caso. El poje se colmaba de piñas negras, rematadas por centenares de lívidas uñas...
Entre tanto subía la marea. Cuando venía la ola, casi no quedaba descubierto más que el pico del escollo. Cipriana sentía en las piernas el frío glacial del agua. Pero seguía desprendiendo percebes: era preciso llenar el cesto a tope, ganarse los dos reales y el pañuelo de colorines. Una ola furiosa la tumbó, echándola de cara contra la peña. Se incorporó medio risueña, medio asustada... ¡Caramba, qué marea tan fuerte! Otra ola azotadora la volcó de costado, y la tercera, la ola grande, una montaña líquida, la sorbió, la arrastró como a una paja, sin defensa, entre un grito supremo. Hasta tres días después no salió a la playa el cuerpo de la huérfana.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Viejo soldado. Charles Simic.

Cuando cumplí los cinco años

ya había peleado en cientos de batallas,

había matado a miles

y sufrido multitud de heridas

para después levantarme y seguir en la lucha.

 

Después del bombardeo, el cielo se llenó

de cenizas volando y de pájaros.

Mi madre me tomó de la mano

y me llevó al jardín

donde estaban los cerezos en flor.

 

Había una gata acicalándose

de cuya cola quise tirar,

la dejé tranquila un momento,

porque estaba ocupado intentando darle a las moscas

con una espada de cartón.

 

Todo lo que necesitaba era un caballo para montar,

como el que estaba amarrado a un carro fúnebre,

tras un montón de escombros,

esperando con la cabeza agachada

a que terminasen de cargar los ataúdes.

El señor de las máscaras, 2010.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Otelo. Manuel Moyano.

No podía tolerar que mi esposa acudiera todos los domingos a verle y que le susurrara cosas al oído, cuando a mí ya ni siquiera me dirigía la palabra. Admito que él era más joven y más delgado que yo: cómo iba a ignorarlo, si tenía la desfachatez de pasarse todo el día semidesnudo, exhibiendo su magro torso. Una mañana no pude resistir más tanta provocación y me acerqué al tempo. A ella le descerrajé un tiro en el entrecejo. A él lo descolgué del crucifijo y lo hice astillas contra el suelo. 

Antología del microrrelato español. (1906 - 2011), 2012.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Maullidos. Félix J. Palma.

A Juan Bonilla, que padeció su primera parte.
 
Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamento de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probablemente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, último pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, faunos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.
No quiero pensar estas cosas porque temo que sean el primer paso para perder la cordura, pero lo cierto es que no puedo evitarlo. Paso todo el día obsesionado con ello, aguardando a que llegue la noche y poder disponer entonces de otra oportunidad para comprobar que en realidad estoy equivocado, que no estoy loco, que el maldito gato no me llama a mí. Pero cada vez escucho con mayor nitidez que es mi nombre lo que maúlla: Juan, Juan... Incansable, esperanzado.
Soy el único Juan que vive en el edificio. Lo he comprobado mirando los buzones. Hay docenas de Antonios, algunos Pedros y Luises, incluso un Froilán, pero ningún Juan. Si el gato llama a alguien, me llama a mí. Yo soy a quien busca. No hay vuelta de hoja. Al cuarto día de escucharlo, temiendo que el gato me genere un insomnio crónico, decido actuar, llamo a algunas puertas, investigo, al parecer nadie oye a ningún gato maullando desesperadamente por las noches. Pero eso puede deberse a que soy el único vecino que vive en la última planta. Al fin, alguien me ofrece una pista: tal vez sea el gato de la nueva vecina, la muchacha que acaba de mudarse al edificio. Desde que Virginia me dejó, he vivido de espaldas al mundo, por lo que no me sorprende que tengamos un nuevo vecino y yo no lo sepa. En el estado de pura introspección en el que me hallo sumido sólo habría reparado en su llegada si hubiesen tenido que subirle un piano de cola por las escaleras. Pero la nueva vecina ha llegado sin la banda de música, envuelta en la felpa de un silencio apretado. Y desde su supuesta terraza, un gato no lo tendría excesivamente difícil para alcanzar el tejado. Hasta yo podría hacerlo. Creo que no hay dudas de a quién pertenece el minino que arruina mis noches.
Resuelto a poner fin a mi calvario, llamo a su puerta a media tarde. No logro decidir si la mujer que me abre es o no hermosa, pero parece agradable de acariciar. Delgada, no muy alta, de esas que sonríen hasta en los entierros. Por su indumentaria -una camiseta ceñida y corta que me permite ver el piercing que le adorna el ombligo- y las amapolas de sudor que han germinado en sus axilas deduzco que la he sorprendido en mitad de sus ejercicios. Tal vez estuviese corriendo en una cinta o haciendo abdominales en uno de esos aparatos de gimnasia que pueden guardarse plegados debajo de la cama, donde antes se escondía el orinal. Siempre he admirado a las chicas capaces de rebañar unas horas al día para esculpirse a sí mismas, quizá porque yo soy de los que, sencillamente, se dejan erosionar por el viento. Pero sé que entre ella y yo jamás ocurrirá nada porque estamos condenados a empezar con mal pie. Con suma educación, le pregunto si tiene gato. Gata, especifica ella. Con más educación aún le sugiero que le introduzca un bolígrafo por el recto porque estoy harto de oírla maullar todas las noches. Pero está visto que vivimos en un mundo donde uno no puede expresarse libremente. La mujer pierde la sonrisa y me contempla como si acabara de arrojar un calamar destripado sobre su ajuar. Mis ojeras no parecen conmoverla. Con suma educación me explica que, a pesar de que de buena gana introduciría un bolígrafo o cualquier otro objeto igual de punzante en mi recto, no piensa hacerlo en el de su gata. Venden tapones para los oídos en cualquier farmacia, concluye, haciendo amago de cerrar la puerta.
Entonces aparece el minino. Y eso lo cambia todo. ¿Qué puedo decir? Su aspecto me conmueve. Se trata de una gata blanca, de una blancura tan deliciosa que no puedo evitar pensar que alguien extremadamente habilidoso la ha creado a partir de una bola de nieve. No está gorda ni famélica, posee un cuerpo flexible, ligero. Y sus ojos son de un verde indeciso que se mece hacia el amarillo. Pero lo que realmente me sorprende es su comportamiento. La gata permanece inmóvil junto a la puerta de la cocina, desde donde me estudia con una mezcla de desconfianza y arrobo. Finalmente se decide a vencer su parálisis y avanza hacia mí lentamente, midiendo cada paso, como si yo fuese alguna aparición capaz de deshacerse en cualquier momento. Entonces, al llegar a mí, se frota contra mis pantalones con un cariño tan sincero que me incomoda. Su roce minucioso y arrebatado logra provocarme una vaga sacudida de excitación. La tomo del suelo y le miro a los ojos.
¿Por qué me llamas? ¿Qué sabes de mí? -le pregunto en un susurro, intentando que la mujer no me oiga.
La gata no dice nada. Se limita a contemplarme con esa mirada que parece tener un doble fondo, esconder otra mirada debajo. Quien sí rompe el silencio es la muchacha.
-No puedo creerlo -dice, agitando la cabeza como si presenciara un milagro-, es la primera vez que se comporta así con un desconocido. Habitualmente es bastante huraña. No deja que nadie se le acerque, y mucho menos que la coja.
La devuelvo al suelo, y la gata continúa mirándome con fijeza. Es como si quisiera confirmar que he captado el mensaje. ¿Pero qué mensaje? ¿Qué intenta decirme?
-¿Le apetece un café? -pregunta la mujer, repentinamente amable.
Asiento y me invita a franquear su piso, mientras continúa manifestando su extrañeza ante la insólita conducta del minino en una suerte de soliloquio incomprensible. Es cierto que acaba de mudarse, pues la ruta hacia el salón se convierte en una auténtica carrera de obstáculos: cajas, bolsas y archivadores atestan el pasillo y se remansan en las esquinas. Me invita a sentarme en un estrecho sofá ante el que se alza una mesa improvisada con la puerta de un armario y unos cuantos ladrillos.
-Voy a preparar el café y aprovechar para darme una ducha -anuncia, desapareciendo hacia la cocina-. Ponte cómodo.
Intento obedecerla, pero es difícil ponerse cómodo cuando uno tiene delante una gata que no deja de escrutarlo con inquietante fijeza. Posee una mirada capaz de desconcentrar a los trapecistas, de hacer que los sonámbulos se sientan observados, de lograr que un hombre como yo se pregunte por qué jamás ninguna mujer lo ha mirado nunca de ese modo. Me siento en el deber de corresponder a sus atenciones, pero cómo. Su dueña, entretanto, trastea en la cocina. Por la cantidad de sonidos que produce parece que preparar un café es una tarea semejante a la construcción de una pirámide. Al fin, cuando comienzo a barajar la posibilidad de aventurarme en la cocina por si necesita asistencia en tan complicada labor, oigo correr el agua de la ducha. Su gata y yo continuamos observándonos, sin saber qué decirnos. Me pregunto si el animal está inmerso en las mismas cábalas que yo, o le estoy otorgando una sensibilidad y una inteligencia que no posee. Bien mirado, no es más que un gato. ¿Pero por qué no me lo parece? ¿Por qué tengo la incómoda sensación de que para ella ser gato es sólo un papel eventual, algo así como un disfraz?
En esas reflexiones ando ocupado cuando la muchacha reaparece, envuelta en un albornoz amarillo y portando una bandejita con dos tazas. Al caminar hacia el sofá, la prenda muestra de manera intermitente, descorriéndose como el telón de un guiñol, un juego de muslos suaves y rosados. No sería humano si el pulso no se me alterase al constatar que lo único que salvaguarda el resto de su cuerpo es el precario nudo con el que se ha atado el albornoz, un nudo fácil de deshacer hasta para un tipo como yo, incapacitado para la papiroflexia o la cirugía cardiovascular. Comienza a servir el café con naturalidad, como si ignorase la sensualidad que desprende su cabello húmedo y el olor a jabón de su piel, pero yo no nací ayer: sé que me está tendiendo una emboscada, que se me está ofreciendo con falso descuido, que quiere salvar un mal día en la oficina y necesita mi colaboración. Le doy a entender que puede contar conmigo esgrimiendo una caricia fugaz y poco comprometedora sobre su muslo al tomar mi taza. Iniciamos entonces una de esas conversaciones banales y estúpidas cuyo único fin es fingir que no somos animales, un preámbulo de palabras y risas destinado a civilizar el inminente encuentro de la carne. Creo que los palomos hinchan el buche. Nosotros, los guardeses de la Creación, somos más refinados. Con calculada despreocupación nuestros cuerpos van orientándose el uno hacia el otro, invadiendo el terreno vecino, brindándose con claridad. Supongo que ella se esfuerza en no pensar en otra cosa. En olvidarse del cabrón de su jefe. O en las palabras que usará para pedirme que me vaya cuando esto concluya. Yo, por mi parte, intento no pensar en Virginia. Pero, en realidad, de quien jamás debimos olvidarnos es de la gata.
Todo sucede increíblemente rápido. Un maullido espantoso nos sobrecoge cuando nuestros labios colisionan. Lo siguiente es un relámpago de blancor apenas entrevisto. Antes de que pueda comprender qué ha ocurrido, la muchacha se aparta de mí aullando de dolor, cubriéndose la mejilla con la mano. Entre la presa de los dedos se filtra un torrente de sangre. Huye al baño y se tapona con una toalla los arañazos que le marcan la mejilla. Yo la sigo, aturdido. Pese a lo aparatoso de la sangre, afortunadamente no parece una herida demasiado profunda. La muchacha y la gata se miran, midiéndose.
Desde entonces, tengo gata. La muchacha me la regaló, más o menos. Saca a ese monstruo de mi casa, ordenó, o no respondo. Yo abrí la puerta del piso y le hice a la gata una señal para que me siguiera, dándole la oportunidad de elegir. El minino no se lo pensó y me siguió hasta mi apartamento. Ahora paso la mayor parte del día ante el televisor, con la gata ovillada en el regazo.
A veces, ella me lame amorosamente las manos, o yo acaricio distraído su cuerpo caliente y esponjoso. Pero la mayor parte del tiempo nos limitamos a mirarnos. Permanecemos así durante horas. Es entonces cuando pienso que equivoqué las preguntas. Tendría que haberle formulado otras: ¿Quién eres? ¿Quién me mira a través de tus ojos?
No quiero pensar en la palabra «reencarnación» porque nunca he creído en ese tipo de cosas, pero, a veces, alrededor de la tercera o cuarta copa, no puedo evitar abrir el cajón de la mesilla y desplegar de nuevo ante mis ojos la esquela que encontré en el periódico al día siguiente de la fuga de Virginia, y que recorté sin saber por qué, movido quizá por la coincidencia del nombre y de la edad. Ahora, cuando contemplo cómo me mira la gata al leer la esquela, me asalta una sospecha delirante. Tal vez el nombre no sea una casualidad. Tal vez, después de todo, Virginia muriese mientras regresaba a casa, atropellada por un coche o traicionada por su corazón. La manera no importa. Lo importante es que, como dijo, jamás iba a abandonarme ahora que me había encontrado.