Un día –una noche– una pareja de ancianos murió por mi culpa.
Sucedió en la avenida de Los Infantes, a eso de las nueve. Si no
conocen Cárdenas, bastará con decirles que es una travesía ancha y
bastante transitada, con circulación de dos carriles en cada
sentido, lo que hoy viene a llamarse una «arteria de la ciudad».
Aun así, el problema aquel día no fue el tráfico, sino la escasa
visibilidad. Anochecía y lloviznaba y en el aire flotaba una especie
de neblina formada por las gotas de lluvia y el humo de los coches.
Así estaban las cosas cuando yo, que iba conduciendo de vuelta a
casa, los vi a los dos parados en la mediana, me apiadé de ellos, me
detuve y les hice un gesto con la mano para que pasaran. Cruzaron y
el coche que iba por mi derecha, que no podía verlos, me sobrepasó
y los arrolló a ambos. El hombre murió en el acto y la mujer, que
quedó muy malherida, murió una semana después. Por mucho que mis
amigos me dijeran que yo no había sido culpable puesto que la pareja
no debía estar cruzando por allí, lo cierto es que, al parar yo y
darles paso, los había precipitado hacia la muerte. Seguramente, si
no lo hubiese hecho, ellos habrían permanecido en la mediana hasta
que la carretera estuviese vacía y pudiesen cruzar sin más
problema. Esto no me lo podía negar ni el más compasivo de mis
amigos.
La
familia de los ancianos –sus hijos– quiso denunciarme por
imprudencia temeraria, aunque finalmente no formalizaron la demanda.
Mi abogado me contó que, tras pensarlo con calma, habían asumido la
fatalidad de lo que fue, como suele decirse, un «desgraciado
accidente». No me culpaban. Sus padres eran muy mayores, veían mal,
caminaban torpemente, y ellos no llegaban a comprender del todo qué
estaban haciendo allí, parados en la mediana, a esas horas de la
noche. Mi acción había sido irresponsable, sin duda, pero no
desencadenante de los hechos.
Todo
esto yo también podía admitirlo, aunque mis remordimientos no se
encontraban en esa parte del drama, sino más bien en la del
conductor del otro coche, el que los arrolló y técnicamente los
mató. Él sí que no había tenido culpa alguna. Conducía a una
velocidad moderada, iba por su carril, no tenía por qué pararse
donde no había ninguna indicación para hacerlo. Así que, sin venir
a cuento, debido a mi mala decisión, su vida cambió de golpe al
embestirlos. No voy a entrar en detalles de lo desagradable que fue
la escena y de cómo quedó su coche tras aquello, pero pueden
suponerlo: si yo aún lo recuerdo casi a diario, no quiero ni
imaginar la tortura que debió de suponer para él.
Era un
tipo algo mayor que yo, de aspecto bondadoso y humilde. Bajaba la
cabeza al hablar, con verdadero dolor, por verse involucrado en el
asunto. Yo lo vi llorar. Varias veces. Jamás me dirigió una palabra
de reproche. Al pedirle disculpas –lo hice insistentemente, durante
los siguientes días–, se limitaba a mirarme con una absoluta
expresión de derrota. No encontraba consuelo. Daba igual lo que yo o
lo que nadie le dijéramos. Su mujer, en cambio, sí parecía
realmente irritada. Ni siquiera quiso hablar conmigo cuando intenté
acercarme. La única vez que coincidimos, en los pasillos del
hospital donde agonizaba la anciana, aceleró el paso y se quitó de
en medio. Luego me observó de lejos, con los brazos cruzados,
desafiante. Era una mujer enjuta, muy alta, con pinta de tener mucho
carácter. Más adelante, una madrugada, me llamó por teléfono y,
con la voz enronquecida por la rabia, me pidió –no: me exigió–
que no volviese a dirigirme nunca más a su marido, cuya vida, dijo,
yo había «arruinado por completo». Me dijo también que, si
buscaba lavar mi conciencia, lo hiciese en otro lado, porque cada vez
que le preguntaba a su marido cómo se encontraba lo hundía más y
más, de modo que no sólo había ocasionado la muerte de dos pobres
ancianos –ella no dijo «ocasionar la muerte»: dijo «matar»–,
sino que, si seguía por ese camino, iba a acabar también con la de
su marido y padre de su hijo –subrayó esto último: mi hijo.
–Sólo
pido un poco de respeto –añadió–. Está tan deprimido que capaz
es de hacer cualquier tontería.
Encontré
aquello estremecedoramente razonable, y supe que al usar la expresión
«hacer cualquier tontería» no estaba exagerando ni un pelo.
Obedecí y no volví a llamarlo más. Curiosamente, me sentí
reconfortado: vi que tenía una mujer que lo cuidaba, alguien capaz
de sacar los dientes –y si era preciso, capaz de morder– por
defenderlo.
Aun así
la incomodidad continuó. «Incomodidad» es un término tibio, pero
se ajusta bastante bien a mis sensaciones de entonces. No era un
malestar permanente que me impidiese hacer mi vida, sino más bien el
pellizco de la desazón que me atenazaba de vez en cuando, algo muy
incordiante. Por ejemplo, me sentía mal si reía en público.
Siempre he sido muy bromista, me encantan los juegos de palabras y
contar chistes, y ahora tenía que frenar mis ganas de hacerlo.
También me veía forzado a exagerar las muestras de tristeza: dejé
de ir al cine y de salir con amigos y mis paseos con la perra se
redujeron a lo estrictamente necesario y, a poder ser, por las calles
más feas y sombrías. Si bien una parte importante de mí había ya,
como la gente dice, «pasado página», otra parte me decía que no
estaba bien olvidar tan pronto, y que mi comportamiento no podía ser
tan desconsiderado. Fingía, pero me sentía mal por estar fingiendo.
O dicho de otro modo: me sentía mal por no sentirme peor.
–No es
más que otra manifestación del complejo de culpa –dijo mi
hermana–. En el fondo, aún no te has perdonado a ti mismo.
Fue ella
la que me recomendó ir a psicoterapia, aun sabiendo que yo siempre
he pensado que la psicología, las sesiones, los talleres, todo eso
de los grupos de autoayuda, no son más que otra forma –ridícula–
de creencia religiosa. Oculté mi escepticismo para no ofenderla
–ella misma es psicoterapeuta– y acepté su consejo. Me habló de
un grupo especializado, dijo, en tratar «el complejo de culpa». El
objetivo era la rehabilitación con métodos similares a los que se
emplean en las adicciones: la confesión y la puesta en común de los
pecados para lograr cierto grado de alivio o sedación –¡el
dogma!–. Así, cada uno contaba la historia que lo atormentaba y
los demás lo convencían al unísono de que no, no, no, que algunas
cosas suceden sin que nadie, necesariamente, sea causante de ellas.
En
aquellas sesiones conocí a Braulia. Braulia es un nombre horrible
para una mujer, lo sé, pero tenían que verla: es dulce, apetecible,
casi magnética, aunque sin duda lo sería mucho más si no viviese
martirizada por los remordimientos. Su situación no es de las peores
–me refiero a su «situación clínica»–, pero tampoco de las
mejores, aunque clasificar los casos de acuerdo con estos criterios
–¿mejor o peor respecto a qué?– es, evidentemente, inútil. Una
de las primeras cosas que aprendí allí es que el sufrimiento que
produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia.
Tampoco la autoculpabilización. El complejo de culpa no se guía por
parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en
premisas falsas y difícilmente transferibles.
Como
ven, absorbí la teoría, aunque tampoco piensen que entendí gran
cosa. Me bastaba con escuchar y consolarme con el mal ajeno. La
mayoría de las personas que acudían allí vivían atenazadas por el
dolor al culparse de hechos de los que no tenían culpa en absoluto.
Éste era el caso de una mujer que pensaba que los perros abandonados
–todos los perros– morían atropellados porque ella no los
recogía. Así, era responsable de los que veía –siempre trataba
de atraparlos y después los llevaba a una perrera, donde
curiosamente, ya sí, se desentendía de su destino–, pero también
de los que no veía. A menudo cogía el coche y peinaba todo el radio
de carreteras y caminos en torno a la ciudad, buscando perros. Para
ella, la culpa no era de los que los abandonaban –no era capaz de
retroceder a ese momento de la historia–, ni de los demás
conductores –que los veían en los arcenes y los dejaban allí sin
más problema–, sino de ella, sólo de ella, puesto que ella era,
en esencia, quien debía protegerlos y no lo hacía. Otro chico
sufría intensamente cuando los alimentos se estropeaban. Su madre
compraba grandes cantidades de comida y no sabía administrarse bien,
de modo que muchas veces tenían que desechar lo que caducaba o se
pudría. Él lloraba, se tiraba al suelo, pataleaba. No entendía por
qué había permitido que tal horror sucediera, cuando hubiese sido
tan fácil comérselos antes. Para él, representaba la plasmación
de la mortalidad de la carne, o algo así, una idea que le angustiaba
de una manera casi existencial. Pacientes como éstos tenían algo
más complejo que un simple sentimiento de culpa –obsesiones,
trastornos mentales serios u otras patologías de las que no tengo ni
idea–, pero aun así venían a las sesiones a escuchar o a contar
sus casos. Más habituales eran historias como la de la mujer que se
sentía responsable del despido de una compañera a la que suplió
durante una baja –lo había hecho tan bien que demostró a los
jefes la ineptitud de la sustituida–, o la de un hombre que pensaba
que era culpable de los daños cerebrales que sufrió su hijo porque
no lo llevó al hospital en cuanto le empezó a subir la fiebre. De
poco le bastaba a este hombre que los informes médicos certificaran
que los mismos daños se hubiesen producido en cualquier otra
situación, así como no le bastaba a ninguno de los que temían
defraudar a sus padres, a sus hijos o a sus parejas ningún tipo de
perdón.
¿Y
Braulia? No hablaba demasiado. Se sentaba en una esquina, junto a la
ventana. La luz caía sobre su pelo, aclarándoselo, y agudizaba su
perfil atormentado, resaltando la nariz fina, los pómulos marcados.
Se mordía los labios y las uñas continuamente, y de vez en cuando
parpadeaba con rapidez, apretando mucho los ojos, como si así
quisiera borrar un recuerdo y empezar de cero. Tras ella, por la
ventana, se veía el camino que llevaba hasta el edificio flanqueado
por jacarandas que dejaban el suelo alfombrado de flores mustias. De
fondo, la línea irregular de edificios más bien toscos, con grandes
antenas parabólicas y un enorme cartel publicitario de Heineken, lo
presidía todo. Yo la miraba con discreción y buscaba estrategias
para hablarle a la salida. Me imaginaba alejándome con ella por ese
camino, con el cartel al frente, los bloques de edificios recortados
contra el cielo. Cuando pienso en aquellos días me vienen a la
cabeza imágenes confusas, moradas y verdes, una mezcla posible de
las jacarandas y la luz del cartel cuando anochecía, algo parecido,
supongo, a la nostalgia. Braulia no era joven –yo tampoco– pero
su inocencia me apabullaba. Me preguntaba cómo un ser así, tan
puro, tan intocado, podía sentirse culpable de algo.
No
conocí su historia hasta la séptima sesión. Era un día extraño,
la sala estaba cargada de una tensión eléctrica que viciaba el
ambiente. No era posible aburrirse, aunque la atención que
prestábamos era más bien superficial y entrecortada. Una chica
temblaba al hablarnos de su novio, al que había dejado hacía poco.
Decía que tenía miedo de que se suicidara y, cómo no, se sentía
muy culpable por ello. Al hablar levantaba hacia el techo los brazos
extremadamente flacos, con histrionismo. Gesticulaba de un modo
horrible. Todos sobreactuábamos allí, pero aquello era excesivo.
Nos pusimos aún más nerviosos. Braulia salió de su letargo y
comenzó a tiritar. Los dientes le castañeteaban. Se abrazó a sí
misma, encorvándose sobre las rodillas. La psicoterapeuta le dio la
palabra. Qué pasa, Braulia, le dijo. Qué te está pasando. Ella no
contestó. ¿Quieres que cuente yo tu historia a los demás?,
preguntó. A lo mejor le sirve de algo a tu compañera. A lo mejor te
viene bien compartirla. Braulia dejó de temblar. Ahora simplemente
parecía asustada. Hizo un gesto de renuncia con la mano. Pero la
psicoterapeuta habló.
Habló
de un suicidio. Del suicidio de una mujer. Su marido había sido el
amante de Braulia –usó esa palabra: «amante»–. Habló de los
elementos que estaban produciendo confusión: la sensación de celos,
de abandono. Habló de consecuencias que no eran responsabilidad de
Braulia: dos niños huérfanos, una familia destrozada. Explicó que
aquella mujer ya lo había intentado antes, varias veces, por lo que
Braulia no formaba parte verdaderamente del núcleo de la historia.
De hecho, su estado depresivo era, en parte, lo que había «arrojado
a su marido a los brazos de otra mujer» –éstas fueron sus
palabras textuales–. Así pues, ¿había un culpable en este caso?
Y si lo había, ¿de verdad alguien creía que pudiera ser la dulce
Braulia? Señaló hacia la esquina y ella levantó la mirada
avergonzada, sin asomo de alivio. Ante los ojos de Dios –y ella era
creyente, muy creyente–, era culpable y no había expiación
posible por su error. Balbuceando, dijo que cuando pensaba en los
huérfanos no podía parar de llorar. A su amante había dejado de
verlo de inmediato, y ella misma se había infligido daños físicos
–incluidas quemaduras– para castigarse. Juró que nunca, jamás,
volvería a dejarse llevar por la lascivia.
«¿Lascivia?», preguntó un compañero. Le parecía un término muy
duro. ¿Por qué no llamarlo necesidad de afecto, búsqueda de cariño
o, directamente, amor? Ella se hacía daño a sí misma si lo
consideraba sólo así, como lascivia. Braulia no contestó, salvo
para añadir un sinónimo: «lujuria». Yo la miré y pensé que era
la persona con el aspecto menos lujurioso de mundo.
Me
acerqué a la salida y me ofrecí a acompañarla un poco. Me preguntó
si yo estaba casado. No, le dije, y era cierto. Recorrimos juntos el
caminito que tantas veces yo había mirado por la ventana. Muy cerca
de nuestras cabezas se cruzaban los vencejos, chillando enloquecidos.
No eran quizá un buen comienzo, esos graznidos, pero pude notar que
le hacía bien ir a mi lado. Así empezó todo.
No digo
que fuese fácil. No lo era. Braulia pensaba que no tenía derecho a
enamorarse de alguien que conoció a causa del suicidio de otra
persona. Encadenaba todos los acontecimientos con una lógica
enfermiza: si no hubiese «contribuido al adulterio» –palabras
suyas–, jamás se habría visto metida en esa historia de obsesión
y de culpa, jamás me habría encontrado. Ella debía haberse
limitado a ir a la iglesia –donde se confesaba todas las semanas–,
y no entrar en el juego de aquel grupo de «modernos» tarados e
«inmorales» que trataban de justificar a toda costa sus «pecados»
y que, con la excusa del grupo, no hacían más que buscar «nuevas
ocasiones para pecar». Algunas noches escuchaba en la radio el
programa de un predicador al american way, un programa que
duraba horas y horas y que ella seguía con los ojos cerrados y
pequeños movimientos de cabeza. Cuando le venían los ataques y su
sentimiento de culpa se agudizaba, adoptaba aquella forma de
expresarse –la del predicador– y cada vez se exaltaba más y más.
Entonces yo la estrechaba fuerte entre mis brazos, le acariciaba el
pelo y le susurraba al oído lo que se me iba ocurriendo, cualquier
cosa. Servía. Se calmaba. Brotaba otra Braulia de ella, más joven y
más sana. Para mí era una especie de reto: conocer a la mujer que
había sido antes de dejarse vencer por las alucinaciones de la
culpa. Rescatarla. Salvarla del tormento. Ahora yo tenía una misión
en la vida. Ya no pensaba en el hombre que atropelló a los ancianos
por mi culpa. Mi parte de la historia estaba totalmente superada.
Volví a reír en público, a contar chistes. A veces le contagiaba
la risa a ella. Y era reconfortante sentir esto: la existencia de un
camino más o menos limpio por delante.
Todo era
–todo es–, sin embargo, demasiado frágil en la vida. Y hay
pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se
abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se
quiebra, y todo cambia. Esto también me pasó a mí, una tarde.
Fue en
el supermercado. Allí lo vi, haciendo la compra con un niño. Por la
edad, por cómo se dirigía a él y lo conducía tomándolo
suavemente por la nuca, supe enseguida que se trataba de su hijo.
Iban metiendo los artículos en el carrito con cierta seriedad. Era
una escena rutinaria y, a la vez, muy solemne. Me quedé en una
esquina observándolos. No vi señal alguna de sufrimiento en aquel
hombre. Tenía mejor aspecto que cuando lo conocí. Quizá demasiado
serio o reflexivo, pero de todos modos daba la impresión de ser de
ese tipo de personas proclives a la introspección, más allá de lo
que le hubiera sucedido en su pasado. Los seguí hasta que terminaron
su compra y se fueron a la caja a pagar, y entonces sentí el impulso
de saber más –o la necesidad de saber más–, abandoné mi cesta
en un pasillo, salí del recinto sin dejar de mirarlos de reojo, me
monté en el coche y esperé a que ellos acabaran. Si también habían
llegado en coche, pensé, los seguiría con el mío; si caminaban,
los seguiría caminando. Para qué, ni me lo preguntaba. Mi atención
se concentraba sólo en verlos salir por las puertas mecánicas y no
dejaba espacio para nada más. Aparecieron unos minutos más tarde.
Lo vi empujar el carrito hacia un coche –uno nuevo, más pequeño,
de color blanco– y meter en el maletero todas las bolsas, con
parsimonia. También se tomó su tiempo en colocar al niño atrás,
asegurarse de que se abrochaba bien el cinturón de seguridad.
Seguirlos fue sencillo: condujo lentamente, respetando todas las
señales. Se detenía en los cruces incluso cuando no era necesario,
marcaba escrupulosamente los cambios de dirección con los
intermitentes. Me alegró verlo conducir, porque le había oído
decir que jamás podría volver a hacerlo. También Braulia pensaba
que no podría volver a acostarse con otro hombre, y sin embargo. Yo
mismo creí, durante un tiempo, que no sería capaz de reírme y ser
el mismo que era antes, y sin embargo. La vida continúa, pensé, y
luego me pregunté por qué iría tan lejos a hacer la compra
–llevábamos un buen rato uno tras otro–, habiendo tantos
supermercados mucho más cerca. Al cabo de otros diez minutos aparqué
en una plazoleta, a cierta distancia de donde él lo había hecho.
La
plazoleta tenía un tobogán y un par de balancines desvencijados. El
hombre ayudó a bajar al niño, lo tomó de la mano y se dirigieron
hasta allí en silencio. Yo permanecí dentro del coche. Ellos no me
veían, pero yo podía distinguirlos con claridad. Ahora, la escena
ya no me parecía tan natural. Había tensión en el modo en que el
niño se balanceaba y miraba a su padre, y también en el gesto
repetido de él de mirar el reloj y echarse atrás el pelo,
nerviosamente. Sacó un pañuelo y se limpió la frente. No hacía
calor, pero cuando levantó un brazo para aupar a su hijo, noté que
tenía manchas de sudor en las axilas. No había nadie más que ellos
dos. De pronto, aquello resultó extraño y triste: el niño, el
padre, los columpios rotos, el albero sucio, la ausencia de palabras,
las miradas repetidas al reloj. Lo vi también consultar el móvil,
otear un par de veces hacia uno de los bloques de pisos que rodeaban
la plazoleta, esperando encontrar algo o a alguien. Todo seguía
vacío. El niño se bajó del balancín, se aproximó a su padre y se
quedó pegado a sus piernas. Él esbozó un gesto vago, como para
abrazarlo, pero se detuvo sin terminar de hacerlo. Después se agachó
a su lado, le susurró al oído. Volvieron al coche, sacó algo de
una de las bolsas del maletero, se lo entregó sin cruzar palabra. El
niño negó con la cabeza. Él pareció insistir. El niño gritó
nítidamente –«¡No quiero!»– y él cerró el maletero de un
golpe, tirando al suelo aquello que desde la distancia yo no podía
ver. Luego le dio la mano y lo condujo hacia el bloque de pisos que
había estado mirando antes. Me bajé del coche para seguirlos. Al
verlos por detrás, vi que tenían la misma manera de andar:
ligeramente encorvados, con los pies hacia fuera y la cabeza gacha.
Del padre lo entendía, pero ¿también el hijo se sentía derrotado?
No sé de dónde me salió ese pensamiento. ¿Derrotado? ¿Un niño
de, no sé, siete u ocho años, derrotado? ¿Simplemente por su forma
de andar?
Se
detuvieron en el portal del bloque y llamaron al portero automático.
Permanecían rígidos, en silencio, mirando hacia el suelo. Me
aproximé más de lo debido, pensando que, aunque me viese, no sería
capaz de identificarme. Todas las buenas señales que creí haber
visto en el supermercado ahora se habían disipado, y ya sólo tenía
ante mí a un hombre apesadumbrado, vencido, con la piel enrojecida y
las manos temblorosas. Entonces la puerta se abrió y la vi a ella,
su mujer, tan enjuta como antes, tan decidida como antes, casi una
exhalación que agarró al niño y lo arrastró al interior del
portal, dejando a aquel hombre solo, junto a la entrada, donde se
mantuvo aún unos segundos sin moverse. Luego levantó la vista y me
miró. Si me reconoció, no sé decirlo. Sus ojos estaban tan huecos
como los de un animal disecado. Yo me volví con cobardía. Di la
vuelta y desanduve el camino y no fui capaz de enfrentarme a esa
mirada que quizá no estaba hueca, sino solamente perpleja o furiosa.
Volví sobre mis pasos casi corriendo y, al pasar junto a su coche,
vi en el suelo aquello que el niño había despreciado. Era una
chocolatina. «Creamy milk and crunchy chocolate», leí. No sé cómo
me dio tiempo a leerlo. Incluso ahora, al recordarlo, me viene con
nitidez la imagen de las letras amarillas y azules y el brillo del
envoltorio arrojado junto al neumático. Aceleré el paso. Tuve ganas
de llorar.
Todo se
quiebra en un instante, o en el espacio de unos pocos minutos, diez o
quince minutos, no muchos más, los mismos que tardé en conducir
hasta casa de Braulia y llamar a su puerta mientras algo áspero y
muy desagradable me subía por la garganta. Y después ella abrió,
me miró con extrañeza, extendió los brazos cuando me abalancé
hacia su cuerpo. Y en el recibidor mismo, donde yo casi me caía –y
ésa era la culpa, ésa, y no el cosquilleo que durante meses había
estado sintiendo con tibieza–, le pedí que nos arrodilláramos
juntos, le pedí que rezáramos a aquel Dios en quien ella creía,
ansié creer en Él y obtener su perdón y su consuelo, y supe que no
era yo quien tenía una misión con Braulia, sino más bien al revés,
que ella me rescataba a mí de la indiferencia.
Luego,
horas más tarde, después del rezo, y del amor, y otra vez del rezo,
cuando aún temblábamos y ya hacía rato que la noche caía
implacable sobre toda la inmensidad de nuestra culpa, recordé que
había olvidado a la perra en la puerta del supermercado, atada al
bicicletero donde solía dejarla siempre cuando hacía mis compras, y
fui por ella todo lo rápido que pude, pero ya se la habían llevado
–alguien se la había llevado–, y cuando llamé a la perrera
rezando –otra vez rezando– para que estuviese allí, saltó el
contestador con el aviso de que «el horario de atención al público
es de 9 a 2 de la mañana y de 5 a 7 de la tarde», y yo conocía
bien la perrera, y sabía que toda la profesionalidad que traslucía
la voz del contestador era una farsa, y que el tono aséptico no
evitaba la mugre de las jaulas ni los golpes con palos ni la escasez
de comida ni los ladridos de los perros enfermos, y aquélla fue una
de las noches más largas, y más duras, de mi vida.
Mala letra, 2016.