El cura que vivía en el piso de arriba era el capellán de las “Hermanitas de los Pobres”, unas monjas de manos sabañonadas y sonrisa de escayola, que iban gastando sus vidas en aliviar la poca que les iba quedando a un centenar de ancianos de ambos sexos, en un arcaico caserón monacal, junto al seminario.
Don Enrique -tal era el nombre del capellán- me llevó de monaguillo, a ruegos de mi abuela, que nunca me negaba nada. En poco tiempo aprendí el oficio, en lo teórico y en lo práctico: cuándo había de cambiar el misal, cómo ayudar a vestir al ministro, y la difícil destreza en el manejo de la campanilla, para obtener un sonido puro y no redundante. Y las equilibradas cantidades de agua y vino sobre el cáliz en las que, parece ser, sin mala intención por mi parte, siempre ponía menos vino que agua, por más vino que pusiera.
Los ancianos estaban separados de las ancianas, sin duda para evitar tentaciones, por largos corredores, que más parecían carreteras que pasillos, en cuyos techos, muy de cuando en cuando, se adivinaba la presencia de una bombilla anémica y ahorradora.
Las monjas trataban a los inquilinos con amor, pero un amor seco y disciplinario. Los manejaban como a objetos transeúntes, confundiendo valor y precio, ensordadas o ensordecidas ante la constante cantinela de “¿Cuándo vienen mis hijos por aquí?” o “¿Por qué no puedo estar en la misma sala de mi marido?”
Una mañana, o una tarde -pues allí dentro no había color de fuera-, don Enrique me dijo que le acompañara a la sala de los enfermos, donde había de impartir varias extremaunciones, ese óleo sagrado que se impregna en los pies del moribundo, acaso para hacer más amable su pisada en la nueva vida.
Unidos, casi pegados, los de corto plazo y los inminentes. Las miradas aleladas y semejantes, mitad aquí, mitad allí. Las bocas sucias y feas, desdentadas, bajo unos ojos llenos de posos y telarañas. Los pelos, los pocos pelos, prendidos con alfileres de cabeza negra, en una anarquía del “ya da igual”. Las voces, con filtros de carraca, salían más del vientre que de la garganta. Una garganta cubierta por unas cuerdas de pellejo amojamado. Y las manos violetas, adornadas por tubos de venas gordas, sobre cinco tiras de huesos que un día tuvieron carne.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-¿Es que me voy a morir, don Enrique?
-No, pero por si acaso. Hay que estar prevenido.
-¿No puede esperar unos días, hasta que lleguen mis hijos?
-La muerte no espera a nadie.
-¡Chorra, entonces es que me voy a morir!
-No hables mal, hijo. A Dios no le gustan esas cosas.
-¡Mira tú si la leche! ¡Póngase usté en mi lugar!
-Vamos, vamos, cálmate y saca los pies.
-¡Que no me sale…! ¡A mí ni me acerque el botecillo, que le sacudo una patá que lo estampo!
Don Enrique me miró:
-¿Y tú de qué te ríes?
-Equm spiritu tuo -contesté como un idiota.
Y fuimos ante otra cama.
-Hijo mío, voy a darte la extremaunción.
-Ya se me hace a mí raro que los curas den algo.
-Debes estar preparado, por si acaso el Señor te llama a su lado.
-¡Ojalá, porque aquí no cabe ni Dios!
-Debes tener más respeto por las cosas divinas.
-Pero bueno, don Enrique, ¿a que todo esto de la religión no son más que filfas? O sea, que yo he podío ser el mismísimo demonio toa mi vida, y ahora me pone usté una miaja de aceitillo en las plantas de los pies, y a correr con los angelitos, ¿no? Ande, ande…
-Debes tener fe. No querrás presentarte ante el Señor con el alma sucia, ¿verdad?
-Yo no quiero presentarme de ninguna de las maneras. ¡Que se presente Él, que ya va siendo hora! ¡Nos ha jodío mayo con no llover a tiempo! ¡Ustés tó lo arreglan con rezos y leches!
-Este mundo no es nada, hijo. Lo que importa es alcanzar el Cielo.
-Pues le voy a decir lo que decía mi tía Gerarda, don Enrique, que “muy bien se estará en el Cielo, pero como en casa de uno…”
No pude evitar otro golpe de risa, esta vez adornado por un moco que casi me apaga la palmatoria
-¡Jodío niño! ¡Te voy a sacudir con el brevario!
-¡Esa boca, don Enrique, que está usté de uniforme…!
El hermano bastardo de Dios, 1984.