domingo, 31 de octubre de 2021

Lección de música. Ángel Olgoso.

Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan -cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado, sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre parturienta a la que las matronas acababan de aplicar un cataplasma con la piel caliente del animal-, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo se le había vuelto blanco.

sábado, 30 de octubre de 2021

El pañuelo de hilo. Elena Casero.

Algunos lloran, sobre todo las señoras de buen corazón que se arrebujan en sus abrigos de pieles, tiritando de tristeza y enjugándose unas lagrimillas mientras observan la escena del mendigo destripado en medio de la calle, reteniendo el tráfico que lo rodea, atropellado frente a la puerta de la iglesia, protegido por un chucho desgreñado que no para de aullar.

Tapándose la boca con un pañuelito de hilo dice una:

-¡Qué lástima! Alguien debería llamar a la perrera.

 

Discordancias, 2011.

jueves, 28 de octubre de 2021

Symion. Etgar Keret.

Había dos personas en la puerta: un lugarteniente con kipá de ganchillo y detrás de él una oficial muy delgadita con el pelo claro y ralo, y unos galones de capitán en el hombro. Orit esperó un momento, pero como seguían guardando silencio les preguntó en qué les podía ayudar.

Gozlan —soltó la mujer capitán en dirección al religioso con un tono entre autoritario y reprobatorio.

Es referente a tu marido —balbució el religioso—, ¿podemos pasar?

Orit sonrió y les dijo que tenía que tratarse de un error, porque ella ni siquiera estaba casada. La capitán miró la arrugada nota que llevaba en la mano y le preguntó si se llamaba Orit, y al decir esta que sí, la capitán le dijo muy educadamente, pero con determinación:

¿Nos permites pasar un momento, de todos modos?

Orit los llevó al salón que compartía con su compañera de piso y, antes siquiera de que le hubiera dado tiempo a preguntarles si podía ofrecerles algo para tomar, el religioso soltó, así, sin más:

Ha muerto.

¿Quién? —preguntó Orit.

¿Pero por qué ahora? —regañó la capitán al hombre—. ¿No has podido esperar un momento a que se sentara o que le diera tiempo de haberse ido a buscar un vaso de agua?

Te pido disculpas —se apresuró a decirle el religioso a Orit crispando los labios en una mueca de nerviosismo—, es mi primera vez, y todavía no lo llevo muy bien.

No pasa nada —le dijo Orit—, ¿pero quién es el que ha muerto?

Tu marido —respondió el religioso—. No sé si lo habrás oído, pero esta mañana ha habido un atentado en Beit Lid…

No —dijo Orit—, no he oído nada. Nunca escucho las noticias. Pero no viene al caso, porque se trata de un error, ya se lo he dicho, no estoy casada.

El religioso le dirigió una mirada suplicante a la capitán.

¿Eres Orit Bielsky? —le preguntó la capitán con una voz que denotaba cierta impaciencia.

No —respondió Orit—, soy Orit Levin.

Exactamente —asintió la capitán—, exactamente. Y en febrero de hace dos años te casaste con el sargento primero Simyon Bielsky.

Orit se sentó en el destripado sofá del salón. Le picaba mucho la garganta, de seca que la tenía. Pensándolo mejor la verdad era que sí habría sido mejor que el tal Gozlan hubiera esperado a que pudiera traerse de la cocina un vaso de Coca-Cola Light antes de empezar a hablar.

Pues no lo entiendo —murmuró el religioso, sin bajar lo suficientemente la voz—, ¿es ella o no es ella?

La capitán le hizo señas para que se callara. A continuación fue hasta el grifo de la cocina y le trajo a Orit un vaso de agua. El agua del grifo del piso era asquerosa. El agua siempre le había dado asco a Orit, pero la de aquel piso especialmente.

Tómate tu tiempo —le dijo la capitán a Orit tendiéndole el vaso—, que nosotros no tenemos ninguna prisa —añadió, sentándose a su lado.

Se quedaron allí sentadas en completo silencio hasta que el religioso, que seguía de pie, empezó a perder la paciencia.

Estaba solo, aquí en Israel —dijo—, seguro que lo sabías.

Orit asintió con la cabeza.

Todos sus familiares se quedaron en Estados Unidos o en la ex Unión Soviética o como se llame ahora, que no lo sé bien. Estaba completamente solo.

Exceptuándote a ti —dijo la capitana, y tocó con su seca mano la mano de Orit.

¿Sabes lo que eso significa? —le preguntó Gozlan sentándose en el sillón enfrente de ellas.

Cállate ya de una vez, idiota —le espetó la capitán al religioso.

¿Cómo que idiota? —respondió él muy ofendido—. Si al final se lo vamos a tener que decir, así que ¿para qué alargarlo?

La capitán hizo caso omiso de sus palabras y le dio a Orit un apretado abrazo que pareció turbarlas a las dos.

¿Qué es lo que finalmente me van a tener que decir? —preguntó Orit mientras intentaba liberarse del abrazo.

La capitán la soltó, respiró profundamente, con cierta teatralidad, y dijo:

Tú eres la única que lo puede identificar.

A Simyon lo conoció el día de la boda. Servía en la misma base que Assi, y Assi siempre le contaba historias de él, como que llevaba la cintura del pantalón tan alta que todas las mañanas tenía que decidir a qué lado se colocaba la polla, o cómo siempre que escuchaban por la radio el programa en el que se saluda a los soldados, cada vez que decían una frase parecida a «para el soldado más majo de Tsahal», Simyon se ponía muy tenso, como si ese saludo le estuviera destinado ciento por ciento a él solito. «¿Pero quién va a mandarle saludos a un capullo como él?», se reía Assi. Y Orit fue y se casó con ese capullo. La verdad es que Orit propuso que fuera Assi el que se casara con ella, para librarse así de tener que ir a la mili, pero este dijo que de ninguna manera, porque un casamiento de conveniencia con el novio ya no es del todo un casamiento simulado y puede llevar a muchos líos. Fue también él quien propuso a Simyon. «Por cien shekels el cretino ese es capaz hasta de hacerte un niño», se había reído Assi. «Por un billete de cien estos rusos son capaces de todo.» Orit le había dicho a Assi que lo tenía que pensar, aunque en el fondo ya había aceptado. Porque los dos años de mili que tendría que hacer si no estaba casada la empujaron a aceptar. Lo que la había ofendido es que Assi no estuviera dispuesto a casarse con ella. Al fin y al cabo se trataba de un favor, y tu pareja tiene que saber siempre cuándo se la necesita. Aparte de eso, aunque se tratara de algo simulado, no es nada agradable estar casada con un imbécil.

Un día después de aquello Assi volvió de la base, le dio un beso húmedo en la frente y dijo:

Te he ahorrado cien shekels.

Orit se limpió las babas y Assi se lo explicó.

El gilipollas ese se casará contigo gratis.

Orit le dijo que no lo veía claro y que había que tener cuidado, porque puede que Simyon no hubiera llegado a entender del todo lo que significaban las palabras «matrimonio de conveniencia».

Lo entiende perfectamente, ¡y cómo! —le dijo Assi, rebuscando en la nevera—. Será todo lo bobo que tú quieras, pero también es un rato cuco.

¿Entonces por qué está dispuesto a hacerlo gratis? —preguntó Orit sin entender nada.

Chi lo sa —se había reído Assi, dándole un mordisco a un pepino sin lavar—, puede que haya captado que es lo más cercano a estar casado que va a conseguir estar en la vida.

La capitán conducía el Renault y el religioso iba sentado detrás. Durante casi todo el trayecto permanecieron en silencio, por lo que Orit dispuso de muchísimo tiempo para pensar que por primera vez en su vida iba a ver a una persona muerta, que siempre se las arreglaba para buscarse novios que eran todos unos hijos de puta y que, a pesar de que lo sabía desde el primer momento, siempre se quedaba con ellos un año o dos. Se acordó del aborto y de su madre, que como creía en la reencarnación se empeñó después en que el alma del bebé se había reencarnado en su morriñoso gato.

Oye cómo llora —le había dicho entonces a Orit—, parece la voz de un bebé. Hace cuatro años que lo tengo y nunca había llorado así.

Ella sabía que su madre decía tonterías y que lo que le pasaba al gato era que olía comida o alguna gata desde la ventana. Pero la verdad es que sus maullidos se parecían bastante al llanto de un niño y además no se callaba en toda la noche. La única suerte de Orit era que para entonces Assi y ella ya no estaban juntos, porque si se lo hubiera contado, él se habría tronchado de risa.

Orit intentaba pensar en el alma de Simyon y en qué habría podido reencarnarse ahora, pero al instante se recordó a sí misma que ella no creía para nada en esas cosas. Después intentó explicarse cómo era posible que hubiera accedido a ir con esa oficial a Abu Kabir y por qué no les había dicho que aquello no había sido sino un matrimonio de conveniencia. Había algo muy extraño en eso de tener que ir a la morgue para identificar a un marido. Resultaba terrorífico a la vez que emocionante. Era un poco como actuar en una película: vivir la experiencia sin tener que pagar ningún precio por ello. Seguro que Assi habría dicho que era una oportunidad de puta madre para conseguir del ejército una pensión de viudedad vitalicia sin tener que mover un solo dedo y que ante una ketubbah[3] del rabinato nadie en el ejército iba a poder decir absolutamente nada.

Todo va a ir bien —le dijo la capitán, que por lo visto se dio cuenta de las arrugas que habían aparecido en la frente de Orit—, estaremos contigo en todo momento.

Assi acudió al rabinato como testigo de Simyon y durante toda la ceremonia intentó bromear con Orit haciéndole muecas. Simyon parecía mucho mejor de lo que lo pintaba Assi en sus historias. No es que fuera un tío bueno, algo fuera de serie, pero no era tan feo como lo había descrito Assi, ni tampoco idiota. Era un tipo muy raro, pero tonto no, y al salir del rabinato Assi los invitó a los dos a falafel. Durante todo aquel día Simyon y Orit no se dijeron más que «hola» y lo que estrictamente hay que decir en la ceremonia, y mientras se comían el falafel hicieron también todo lo posible por no mirarse. Eso pareció causarle mucha gracia a Assi.

Mira qué mujer más guapa tienes —le decía a Simyon poniéndole la mano en el hombro—, mira qué pimpollo.

Pero Simyon seguía con los ojos clavados en la pringosa pita que tenía entre las manos.

¿Qué va a ser de ti, Simyon? —seguía burlándose Assi—. Sabes muy bien que ahora te toca besarla. Si no, según la ley judía, el matrimonio no es válido.

Orit no había sabido si Simyon se lo había creído del todo. Assi le dijo después que no, que solo se había querido aprovechar de la ocasión, pero Orit no estaba tan segura. Fuera como fuere, de repente se había inclinado hacia ella para intentar darle un beso. Orit dio un salto hacia atrás, así que los labios de él no llegaron a tocarla, pero el olor que le salió de la boca se mezcló con el olor del aceite frito del falafel y con el agradable olor del rabinato que se le había pegado al pelo de Orit. Esta se alejó unos cuantos pasos más, vomitó en una jardinera y cuando levantó la vista de la jardinera sus ojos se toparon con los de Simyon. Simyon se quedó helado por un instante y se limitó a echar a correr para alejarse de allí. Solo quería huir. Assi lo llamó, pero Simyon no se detuvo. Y esa fue la última vez que Orit lo había visto. Hasta hoy.

De camino hacia allí temía no ser capaz de reconocerlo. Porque lo había visto una sola vez hacía dos años, y entonces estaba vivo. Y ahora, sin embargo, supo al instante que sí se trataba de él. Una sábana verde le cubría todo el cuerpo excepto la cara, que estaba entera menos por un pequeño orificio, no mayor que una moneda de shekel, que tenía en la mejilla. El olor del cadáver era exactamente el mismo que el olor de su aliento en la mejilla de ella hacía dos años. Muchas veces había recordado Orit aquel momento. Ya junto al puesto de falafel le había dicho Assi que ella no tenía la culpa de que a Simyon le oliera la boca, pero ella había tenido siempre la sensación de que sí. Y también hoy, cuando habían llamado a la puerta, tendría que haberse acordado de él, porque cualquiera diría que se había casado un millón de veces.

¿Quieres que te dejemos sola un momento con tu marido? —le preguntó la capitán.

Orit dijo que no con la cabeza.

Puedes llorar —le dijo la capitán—, de verdad. No merece la pena que te lo guardes dentro.

 

De repente llaman a la puerta, 2010.

martes, 26 de octubre de 2021

Un mentiroso. Juan José Millás.

Un tipo, en el restaurante, alababa la silueta de su compañero de mesa.

—Estás estupendo, de verdad. ¿Cómo consigues mantenerte?

—Por odio a mi mujer —respondía el interpelado—. Cada día está más gorda y cada día se lamenta más de ello. Me he comprado un peso para el cuarto de baño. Cuando salgo de la ducha diciendo que he adelgazado cien gramos, le amargo el día, je, je.

El tipo tenía pinta de jefe de departamento. Me pareció que llevaba un peluquín, pero no estoy seguro. Hay cabellos que acaban adquiriendo la textura de una prótesis, del mismo modo que hay labios que parecen operados sin haber pasado por el quirófano. El tipo delgado presumía, además, de haber dejado de fumar. Su compañero de mesa le preguntaba cómo.

—También gracias a mi mujer—respondía—. Vi que ella era incapaz de dejarlo, aunque lo deseaba, y me apeteció darle una lección. Ahora, cada vez que enciende un cigarrilo la miro con lástima y la pobre lo pasa fatal. A veces, se esconde para fumar, pero siempre me las arreglo para sorprenderla.

Empecé a imaginarme a la esposa del susodicho y me excité: una mujer que fumaba con culpa, que comía sin desearlo... Quizá vivía también a su pesar. Esa mujer y yo, me dije, somos almas gemelas.

—Lo mejor —añadió el hombre delgado— es que he comenzado a escribir poesías gracias también a mi mujer. Un día, habiendo gente en casa, comentó que no entendía la poesía, que sólo era capaz de leer novelas. Esa noche me puse a ello y me salieron unos versos que presenté a los juegos florales. Y los gané.

Una mujer gorda que fumaba y que no entendía la poesía, como Platón. Aquello era demasiado. Habría dado cualquier cosa por conocerla en ese mismo instante.

—Me voy —dijo el poeta— , he quedado con ella, con mi mujer, para ir al cine y no soporta que sea puntual, porque ella siempre llega con diez o quince minutos de retraso.

Pedí la cuenta y le seguí. Pero todo era mentira, porque se metió en un cine cualquiera, más solo que la una, y se pasó la película durmiendo.

 

 Articuentos completos, 2011.

domingo, 24 de octubre de 2021

La jirafa. Juan José Arreola.

Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.

Confabulario, 1952.

sábado, 23 de octubre de 2021

El informe de Brodie. Jorge Luis Borges.

En un ejemplar del primer volumen de Las Mil y una noches (Londres, 1839) de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía —arte que las máquinas de escribir nos están enseñando a perder— sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una rúbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta.

Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.

"... de la región que infestan los hombres-monos (Apemen) tienen su morada los Mlch (1), que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también son alimento o —pero esto acaso es demasiado sutil— para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.

»En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas.

Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.

»Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro; he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.

»La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido.

Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna, lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente, bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.

»En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente, joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornaban su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.

»Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.

»He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro; este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro.

Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Mucho he cavilado sobre él.

Sabemos que el pasado, el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.

»A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.

»El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.

»La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.

»Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones.

Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe.

»Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre, sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.

»He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre, arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista, el padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro piezas de comida.

Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos días me acostumbré.

Recuerdo con agrado nuestros debates en materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.

»Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizá el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos. Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe.


(1) Doy a la ch el valor que tiene en la palabra loch. (Nota del autor).

 

El informe de Brodie, 1970.

jueves, 21 de octubre de 2021

Intermedio. Chantal Maillard.

Entre una imagen tuya

y otra imagen de ti

el mundo queda detenido.

En suspenso. Y mi vida

es ese pájaro pegado al cable

de alta tensión,

después de la descarga.

 

Lógica borrosa, 2002.
 

miércoles, 20 de octubre de 2021

Matando el tiempo. Joaquín Valls Arnau.

Las cincuenta ruedas del mercancías lo han dejado convertido en un amasijo de vidrio y metal de forma circular, en cuyo interior aún se distinguen las saetas detenidas a las seis y once.
Ambos se lo quedan contemplando con expresión aburrida, antes de retirarlo con unas tenacillas y meterlo en una bolsa de plástico. Desde hace varios meses, algunas tardes a la salida del colegio se acercan hasta la antigua estación y depositan los objetos sobre los raíles. Al viejo reloj del bisabuelo lo han precedido varias monedas doradas que su padre tiene repetidas, así como una docena de cubiertos de plata que nunca han visto puestos sobre la mesa. De regreso a casa, tras un denso silencio el mayor sugiere: "¿Y si probamos con algo vivo?". Al pequeño se le ilumina la cara.

martes, 19 de octubre de 2021

El reencuentro. José María Merino.

Al fin, tras muchos años de búsqueda, volvió a encontrar el lugar en aquel valle deshabitado de la montaña. La vegetación formaba una maraña que hacía muy difícil el acceso, pero al cabo de un rato pudo reconocer el pequeño montículo desde el que a Eva le gustaba contemplar el atardecer, y el prado donde Caín y Abel jugaban de niños. Sintió mucha melancolía y se sentó sobre un tronco caído. De repente, un cuervo enorme alzó el vuelo cerca de él, y en su graznido retumbante le pareció escuchar: Nunca más.

El libro de las horas contadas, 2011.
 

lunes, 18 de octubre de 2021

Cap. 8. Sobre los conjeturadores. Un hombre sin patria. Kurt Vonnegut.

¿Saben lo que es un humanista?

Mis padres y mis abuelos eran humanistas, lo que antes se denominaba «librepensadores». Por ello, siendo humanista estoy honrando a mis antepasados, lo que según la Biblia es bueno. Los humanistas procuramos que nuestra conducta sea lo más decente, justa y honrosa que podamos, sin esperar recompensa ni castigo en otra vida. Ni mi hermano ni mi hermana creían que hubiera otra vida. Mis padres y mis abuelos tampoco creían que hubiera otra vida. Estar vivos ya era suficiente para ellos. Los humanistas servimos lo mejor que podemos a la única abstracción con la que estamos familiarizados: nuestra comunidad.

Por cierto, soy presidente honorario de la Asociación Humanista Estadounidense, de modo que he sucedido al ya difunto Isaac Asimov, grandísimo escritor de ciencia ficción, en el desempeño de este cargo que no tiene función alguna. Hace unos años celebramos una ceremonia honorífica en memoria a Isaac en la que yo hablé, y en un momento dado dije: «Isaac está ahora en el cielo». Fue lo más gracioso que pude haber dicho ante un auditorio de humanistas, se partían de la risa. Pasaron varios minutos hasta que se restableció el orden. Y, si muero, Dios no lo quiera, confío en que ustedes dirán: «Kurt está ahora en el cielo». Es mi chiste favorito.

¿Pero qué opinión tienen los humanistas de Jesús? Lo que yo digo de él, como todos los humanistas, es: «Si lo que dijo es bueno, y gran parte de ello es absolutamente hermoso, ¿qué más da si era Dios o no?».

De hecho, si Cristo no hubiese pronunciado el Sermón de la Montaña, con su mensaje de compasión y piedad, yo no querría ser un ser humano. Para mí no sería mejor que ser una serpiente de cascabel.


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Los seres humanos han tenido que hacer conjeturas acerca de casi todo desde hace más o menos un millón de años. Los protagonistas de nuestros libros de historia han sido los más fascinantes y a veces los más temibles de nuestros conjeturadores.

¿Nombro a un par de ellos?

Aristóteles y Hitler.

Un buen conjeturador y otro malo.

A lo largo de todas las épocas, las masas humanas, sintiéndose tan insuficientemente educadas como nosotros ahora, y con razón, apenas han tenido más remedio que creer en este conjeturador o en este otro.

Los rusos que no simpatizaban mucho con las conjeturas de Iván el Terrible, por ejemplo, tenían todos los números para acabar con sus gorros claveteados sobre sus cabezas.

Hay que reconocer, sin embargo, que los conjeturadores más convincentes, incluido Iván el Terrible (hoy un héroe de la Unión Soviética), a veces nos han dado valor para soportar durísimas adversidades que nosotros éramos incapaces de comprender: pérdidas de cosechas, plagas, epidemias, erupciones volcánicas, bebés nacidos muertos… Los conjeturadores nos daban a menudo la ilusión de que la mala suerte y la buena suerte eran comprensibles y que de algún modo era posible afrontarlas con inteligencia y eficacia. Sin esa ilusión, tal vez habríamos abandonado hace mucho tiempo.

Pero en realidad los conjeturadores no sabían más que el común de la gente, y a veces todavía menos, incluso (o sobre todo) cuando creaban para nosotros la ilusión de que controlábamos nuestro destino.

Las conjeturas convincentes han sido la base del liderazgo desde hace tanto tiempo (en realidad desde que empezó la existencia humana), que de ningún modo sorprende que la mayoría de los dirigentes de nuestro planeta, a pesar de toda la información de la que disponemos ahora repentinamente, no quieran que se deje de conjeturar. Ahora les toca a ellos conjeturar y seguir conjeturando y lograr que se les escuche. Parte de las conjeturas más desmedidas y jactanciosamente ignorantes del mundo se concentran hoy en Washington. Nuestros dirigentes están hartos de toda la información que la ciencia, el estudio y el periodismo de investigación han vertido sobre la humanidad. Creen que el país entero también está harto de tanta información, y tal vez estén en lo cierto. No pretenden que volvamos a seguir el patrón del oro. Quieren algo todavía más básico: pretenden que volvamos a seguir la voz del charlatán.

Las pistolas cargadas son buenas para todos excepto para los internos de las cárceles y de los manicomios.

Correcto.

Invertir millones en la sanidad pública crea inflación.

Correcto.

Invertir miles de millones en armas baja la inflación.

Correcto.

Las dictaduras de derechas son mucho más afines a los ideales estadounidenses que las dictaduras de izquierdas.

Correcto.

Cuantos más misiles con bombas de hidrógeno tengamos a punto para su lanzamiento en cuanto se dé la orden, más a salvo está la humanidad y mejor será el mundo que heredarán nuestros nietos.

Correcto.

Los residuos industriales apenas son dañinos, y menos aún los radiactivos, de modo que nadie debería quejarse.

Correcto.

Debería permitirse a las industrias que hicieran lo que les apetezca: sobornar, degradar un poquito el medio ambiente, fijar los precios, joder al tonto del consumidor, poner fin a la competencia y saquear el tesoro público cuando quiebre.

Correcto.

La libre empresa consiste en eso.

También correcto.

Algo muy malo habrá hecho la gente pobre para serlo, de modo que sus hijos deben pagar las consecuencias.

Correcto.

No se puede pretender que los Estados Unidos de América cuiden de su propia gente.

Correcto.

Ya lo hará el libre mercado.

Correcto.

El libre mercado es un sistema de justicia automático.

Correcto.

Es broma.

Y si resulta que eres una persona instruida y reflexiva, no te recibirán bien en Washington. Conozco a un par de buenos estudiantes de trece años que ya no serían bien recibidos en Washington. ¿Se acuerdan de esos médicos que se unieron hace meses para anunciar que era una simple y evidente certeza médica que no sobreviviríamos siquiera a un ataque moderado con bombas de hidrógeno? Ellos no fueron bien recibidos en Washington.

Aunque nosotros disparáramos la primera salva de armas de hidrógeno y el enemigo no contraatacara, los venenos liberados probablemente acabarían exterminando a todo el planeta.

¿Y cuál es la respuesta de Washington? Lo contradicen con una conjetura. ¿De qué sirve entonces la educación? Los conjeturadores rimbombantes, que detestan la información, siguen en el poder. Y de hecho los conjeturadores son casi en su totalidad personas con una elevada educación. Piensen en ello: han tenido que desprenderse de su educación, incluso si fue adquirida en Harvard o Yale.

Si no lo hubieran hecho, sería imposible que sus conjeturas desinhibidas pudieran prolongarse indefinidamente. Ustedes no hagan lo mismo, por favor. Aunque deben saber que, si hacen uso del vasto fondo de conocimientos del que disponen las personas instruidas, se van a quedar más solos que la una: los conjeturadores les superan en número (y ahora soy yo quien conjetura), en una proporción aproximada de diez contra uno.


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Por si no lo habían notado, debido a unas elecciones vergonzosamente amañadas en Florida, en las que se privó arbitrariamente del derecho al voto a miles de afroamericanos, ahora nos mostramos ante el resto del mundo como orgullosos e implacables amantes de la guerra, de mentón cuadrado y sonriente, con un armamento superpotente y carentes de oposición.

Por si no lo habían notado, ahora somos casi tan temidos y odiados en todo el mundo como lo fueron los nazis.

Y con motivo.

Por si no lo habían notado, nuestros líderes no electos han deshumanizado a millones y millones de seres humanos meramente a causa de su religión y de su raza. Les herimos y matamos y torturamos y encarcelamos cuanto queremos.

Es pan comido.

Por si no lo habían notado, también deshumanizamos a nuestros propios soldados, no a causa de su religión ni de su raza, sino a causa de su baja condición social.

Mandémosles a algún lado. Que hagan algo.

Es pan comido.

El Factor O’Reilly.

Así pues, soy un hombre sin patria, excepto por los bibliotecarios y el periódico de Chicago In These Times.

Antes de que atacáramos Iraq, el majestuoso New York Times aseguró que allí había armas de destrucción masiva.

Albert Einstein y Mark Twain renegaron de la raza humana al término de sus vidas, y eso que Twain ni siquiera había visto la primera guerra mundial. La guerra es ahora un entretenimiento televisivo. De hecho, lo que hizo especialmente entretenida la primera guerra mundial fueron dos inventos estadounidenses: el alambre de espino y la ametralladora. La metralla debe su nombre a su inventor, el inglés Shrapnel. ¿No les gustaría que hubiera algo que llevara su nombre?

Ahora, al igual que Einstein y Twain, mucho más sabios que yo, yo también reniego de la gente. Como veterano de la segunda guerra mundial, debo decir que ésta no es la primera vez que me rindo ante una máquina de guerra implacable.

¿Mis últimas palabras?: «La vida no es forma de tratar a un animal, ni siquiera a un ratón».

El napalm salió de Harvard. ¡Veritas!

¿Que nuestro presidente es cristiano? También lo era Adolf Hitler.

¿Qué podemos decir a nuestros jóvenes, ahora que personalidades psicopáticas, es decir, personas sin conciencia, sin sentido de la compasión ni de la vergüenza, se han apropiado de todo el dinero de nuestro gobierno y de nuestras empresas para quedárselo?


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Yo no les puedo ofrecer más que una pequeña cosa a la que aferrarse, la verdad. No es mucho más que nada, y tal vez sea un poco peor que nada. Es la idea de un verdadero héroe moderno: un esbozo de la vida de Ignaz Semmelweis, mi héroe.

Ignaz Semmelweis nació en Budapest en 1818. Fue contemporáneo de mi abuelo y de los bisabuelos de ustedes, y puede que les parezca que ha pasado mucho tiempo, pero en realidad vivió ayer, como quien dice.

Ejerció la obstetricia, lo que ya de por sí debería hacer de él un héroe moderno. Dedicó su vida a la salud de los bebés y de las madres. No nos vendrían mal más héroes de este tipo… En estos días, mientras los conjeturadores que hay al mando nos siguen industrializando y militarizando cada día un poquito más, la atención que se presta a las madres, a los bebés, a los ancianos y a cualquier persona física o económicamente débil es terriblemente escasa.

Ya les he dicho lo reciente que es toda esta información que tenemos ahora. Es tan reciente que la noción de que los gérmenes provocan enfermedades es de hace tan sólo ciento cuarenta años. La casa que tengo en Sagaponack, Long Island, tiene casi el doble de antigüedad (no sé ni cómo vivieron el tiempo necesario para acabarla). Con esto quiero decir que la teoría de los gérmenes es muy reciente. Cuando mi padre era un niño pequeño, Louis Pasteur todavía estaba vivo y envuelto en cierta polémica. Todavía había muchos conjeturadores poderosos que se enfurecían con la gente que escuchaba a Pasteur y no a ellos.

Pues sí, e Ignaz Semmelweis también creía que los gérmenes podían causar enfermedades. Se quedó horrorizado cuando empezó a trabajar en una maternidad de Viena y descubrió que allí fallecía de fiebre puerperal una de cada diez mujeres.

Se trataba de gente pobre (los ricos todavía daban a luz en sus hogares). Semmelweis observó las prácticas hospitalarias y empezó a sospechar que eran los médicos quienes transmitían la infección a las pacientes. Se fijó en que a menudo pasaban directamente de diseccionar cadáveres en el depósito a examinar a las madres en el pabellón de maternidad. Entonces propuso de forma experimental que los médicos se lavaran las manos antes de tocar a las pacientes.

¿Podía haber algo más insultante? ¿Cómo osaba proponer algo así a sus superiores en la escala social? Semmelweis se dio cuenta de que era un don nadie: no era de la ciudad y carecía de amigos y protectores entre la nobleza austríaca. Sin embargo, las muertes no cesaban y Semmelweis, con mucha menos perspicacia social de la que probablemente tendríamos ustedes y yo, siguió pidiendo a sus colegas que se lavaran las manos.

Al final accedieron a hacerlo movidos por la mofa, la sátira y el desdén. ¡Cómo tuvieron que enjabonarse y enjabonarse y frotarse y frotarse y limpiarse bajo las uñas!

Las muertes cesaron. ¿Se lo imaginan? Las muertes cesaron. La de vidas que salvó.

En última instancia podría afirmarse que Semmelweis ha salvado millones de vidas, incluidas con bastante probabilidad las de ustedes y la mía. ¿Pero cuál fue el agradecimiento que recibió de los mandamases de su profesión en la sociedad vienesa, todos ellos conjeturadores? Le expulsaron del hospital e incluso de Austria, a cuya gente había prestado tan gran servicio. Terminó sus días como médico en un hospital de provincias de Hungría. Allí renegó de la humanidad (que somos nosotros y todos nuestros conocimientos de la era de la información), y de sí mismo.

Un día, en la sala de disección, cogió un bisturí con el que había abierto un cadáver y se lo clavó a propósito en la palma de la mano. Poco después murió, como ya sabía que pasaría, de un envenenamiento de la sangre.

Los conjeturadores tenían la sartén por el mango: habían vuelto a ganar. Ellos sí que eran gérmenes. Pero los conjeturadores revelaron algo más sobre sí mismos, algo a lo que hoy en día deberíamos prestar la debida atención. Ellos no están interesados en salvar vidas, lo que les importa es que se les escuche (mientras sus conjeturas, por ignorantes que sean, se perpetúan días tras día). Si hay algo que detestan, es a una persona sensata.

Ustedes, séanlo, de todos modos. Salven nuestras vidas y también sus propias vidas. Sean honorables.

Un hombre sin patria, 2005.