¿Saben lo que es un humanista?
Mis padres y mis abuelos eran humanistas, lo que antes se denominaba «librepensadores». Por ello, siendo humanista estoy honrando a mis antepasados, lo que según la Biblia es bueno. Los humanistas procuramos que nuestra conducta sea lo más decente, justa y honrosa que podamos, sin esperar recompensa ni castigo en otra vida. Ni mi hermano ni mi hermana creían que hubiera otra vida. Mis padres y mis abuelos tampoco creían que hubiera otra vida. Estar vivos ya era suficiente para ellos. Los humanistas servimos lo mejor que podemos a la única abstracción con la que estamos familiarizados: nuestra comunidad.
Por cierto, soy presidente honorario de la Asociación Humanista Estadounidense, de modo que he sucedido al ya difunto Isaac Asimov, grandísimo escritor de ciencia ficción, en el desempeño de este cargo que no tiene función alguna. Hace unos años celebramos una ceremonia honorífica en memoria a Isaac en la que yo hablé, y en un momento dado dije: «Isaac está ahora en el cielo». Fue lo más gracioso que pude haber dicho ante un auditorio de humanistas, se partían de la risa. Pasaron varios minutos hasta que se restableció el orden. Y, si muero, Dios no lo quiera, confío en que ustedes dirán: «Kurt está ahora en el cielo». Es mi chiste favorito.
¿Pero qué opinión tienen los humanistas de Jesús? Lo que yo digo de él, como todos los humanistas, es: «Si lo que dijo es bueno, y gran parte de ello es absolutamente hermoso, ¿qué más da si era Dios o no?».
De hecho, si Cristo no hubiese pronunciado el Sermón de la Montaña, con su mensaje de compasión y piedad, yo no querría ser un ser humano. Para mí no sería mejor que ser una serpiente de cascabel.
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Los seres humanos han tenido que hacer conjeturas acerca de casi todo desde hace más o menos un millón de años. Los protagonistas de nuestros libros de historia han sido los más fascinantes y a veces los más temibles de nuestros conjeturadores.
¿Nombro a un par de ellos?
Aristóteles y Hitler.
Un buen conjeturador y otro malo.
A lo largo de todas las épocas, las masas humanas, sintiéndose tan insuficientemente educadas como nosotros ahora, y con razón, apenas han tenido más remedio que creer en este conjeturador o en este otro.
Los rusos que no simpatizaban mucho con las conjeturas de Iván el Terrible, por ejemplo, tenían todos los números para acabar con sus gorros claveteados sobre sus cabezas.
Hay que reconocer, sin embargo, que los conjeturadores más convincentes, incluido Iván el Terrible (hoy un héroe de la Unión Soviética), a veces nos han dado valor para soportar durísimas adversidades que nosotros éramos incapaces de comprender: pérdidas de cosechas, plagas, epidemias, erupciones volcánicas, bebés nacidos muertos… Los conjeturadores nos daban a menudo la ilusión de que la mala suerte y la buena suerte eran comprensibles y que de algún modo era posible afrontarlas con inteligencia y eficacia. Sin esa ilusión, tal vez habríamos abandonado hace mucho tiempo.
Pero en realidad los conjeturadores no sabían más que el común de la gente, y a veces todavía menos, incluso (o sobre todo) cuando creaban para nosotros la ilusión de que controlábamos nuestro destino.
Las conjeturas convincentes han sido la base del liderazgo desde hace tanto tiempo (en realidad desde que empezó la existencia humana), que de ningún modo sorprende que la mayoría de los dirigentes de nuestro planeta, a pesar de toda la información de la que disponemos ahora repentinamente, no quieran que se deje de conjeturar. Ahora les toca a ellos conjeturar y seguir conjeturando y lograr que se les escuche. Parte de las conjeturas más desmedidas y jactanciosamente ignorantes del mundo se concentran hoy en Washington. Nuestros dirigentes están hartos de toda la información que la ciencia, el estudio y el periodismo de investigación han vertido sobre la humanidad. Creen que el país entero también está harto de tanta información, y tal vez estén en lo cierto. No pretenden que volvamos a seguir el patrón del oro. Quieren algo todavía más básico: pretenden que volvamos a seguir la voz del charlatán.
Las pistolas cargadas son buenas para todos excepto para los internos de las cárceles y de los manicomios.
Correcto.
Invertir millones en la sanidad pública crea inflación.
Correcto.
Invertir miles de millones en armas baja la inflación.
Correcto.
Las dictaduras de derechas son mucho más afines a los ideales estadounidenses que las dictaduras de izquierdas.
Correcto.
Cuantos más misiles con bombas de hidrógeno tengamos a punto para su lanzamiento en cuanto se dé la orden, más a salvo está la humanidad y mejor será el mundo que heredarán nuestros nietos.
Correcto.
Los residuos industriales apenas son dañinos, y menos aún los radiactivos, de modo que nadie debería quejarse.
Correcto.
Debería permitirse a las industrias que hicieran lo que les apetezca: sobornar, degradar un poquito el medio ambiente, fijar los precios, joder al tonto del consumidor, poner fin a la competencia y saquear el tesoro público cuando quiebre.
Correcto.
La libre empresa consiste en eso.
También correcto.
Algo muy malo habrá hecho la gente pobre para serlo, de modo que sus hijos deben pagar las consecuencias.
Correcto.
No se puede pretender que los Estados Unidos de América cuiden de su propia gente.
Correcto.
Ya lo hará el libre mercado.
Correcto.
El libre mercado es un sistema de justicia automático.
Correcto.
Es broma.
Y si resulta que eres una persona instruida y reflexiva, no te recibirán bien en Washington. Conozco a un par de buenos estudiantes de trece años que ya no serían bien recibidos en Washington. ¿Se acuerdan de esos médicos que se unieron hace meses para anunciar que era una simple y evidente certeza médica que no sobreviviríamos siquiera a un ataque moderado con bombas de hidrógeno? Ellos no fueron bien recibidos en Washington.
Aunque nosotros disparáramos la primera salva de armas de hidrógeno y el enemigo no contraatacara, los venenos liberados probablemente acabarían exterminando a todo el planeta.
¿Y cuál es la respuesta de Washington? Lo contradicen con una conjetura. ¿De qué sirve entonces la educación? Los conjeturadores rimbombantes, que detestan la información, siguen en el poder. Y de hecho los conjeturadores son casi en su totalidad personas con una elevada educación. Piensen en ello: han tenido que desprenderse de su educación, incluso si fue adquirida en Harvard o Yale.
Si no lo hubieran hecho, sería imposible que sus conjeturas desinhibidas pudieran prolongarse indefinidamente. Ustedes no hagan lo mismo, por favor. Aunque deben saber que, si hacen uso del vasto fondo de conocimientos del que disponen las personas instruidas, se van a quedar más solos que la una: los conjeturadores les superan en número (y ahora soy yo quien conjetura), en una proporción aproximada de diez contra uno.
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Por si no lo habían notado, debido a unas elecciones vergonzosamente amañadas en Florida, en las que se privó arbitrariamente del derecho al voto a miles de afroamericanos, ahora nos mostramos ante el resto del mundo como orgullosos e implacables amantes de la guerra, de mentón cuadrado y sonriente, con un armamento superpotente y carentes de oposición.
Por si no lo habían notado, ahora somos casi tan temidos y odiados en todo el mundo como lo fueron los nazis.
Y con motivo.
Por si no lo habían notado, nuestros líderes no electos han deshumanizado a millones y millones de seres humanos meramente a causa de su religión y de su raza. Les herimos y matamos y torturamos y encarcelamos cuanto queremos.
Es pan comido.
Por si no lo habían notado, también deshumanizamos a nuestros propios soldados, no a causa de su religión ni de su raza, sino a causa de su baja condición social.
Mandémosles a algún lado. Que hagan algo.
Es pan comido.
El Factor O’Reilly.
Así pues, soy un hombre sin patria, excepto por los bibliotecarios y el periódico de Chicago In These Times.
Antes de que atacáramos Iraq, el majestuoso New York Times aseguró que allí había armas de destrucción masiva.
Albert Einstein y Mark Twain renegaron de la raza humana al término de sus vidas, y eso que Twain ni siquiera había visto la primera guerra mundial. La guerra es ahora un entretenimiento televisivo. De hecho, lo que hizo especialmente entretenida la primera guerra mundial fueron dos inventos estadounidenses: el alambre de espino y la ametralladora. La metralla debe su nombre a su inventor, el inglés Shrapnel. ¿No les gustaría que hubiera algo que llevara su nombre?
Ahora, al igual que Einstein y Twain, mucho más sabios que yo, yo también reniego de la gente. Como veterano de la segunda guerra mundial, debo decir que ésta no es la primera vez que me rindo ante una máquina de guerra implacable.
¿Mis últimas palabras?: «La vida no es forma de tratar a un animal, ni siquiera a un ratón».
El napalm salió de Harvard. ¡Veritas!
¿Que nuestro presidente es cristiano? También lo era Adolf Hitler.
¿Qué podemos decir a nuestros jóvenes, ahora que personalidades psicopáticas, es decir, personas sin conciencia, sin sentido de la compasión ni de la vergüenza, se han apropiado de todo el dinero de nuestro gobierno y de nuestras empresas para quedárselo?
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Yo no les puedo ofrecer más que una pequeña cosa a la que aferrarse, la verdad. No es mucho más que nada, y tal vez sea un poco peor que nada. Es la idea de un verdadero héroe moderno: un esbozo de la vida de Ignaz Semmelweis, mi héroe.
Ignaz Semmelweis nació en Budapest en 1818. Fue contemporáneo de mi abuelo y de los bisabuelos de ustedes, y puede que les parezca que ha pasado mucho tiempo, pero en realidad vivió ayer, como quien dice.
Ejerció la obstetricia, lo que ya de por sí debería hacer de él un héroe moderno. Dedicó su vida a la salud de los bebés y de las madres. No nos vendrían mal más héroes de este tipo… En estos días, mientras los conjeturadores que hay al mando nos siguen industrializando y militarizando cada día un poquito más, la atención que se presta a las madres, a los bebés, a los ancianos y a cualquier persona física o económicamente débil es terriblemente escasa.
Ya les he dicho lo reciente que es toda esta información que tenemos ahora. Es tan reciente que la noción de que los gérmenes provocan enfermedades es de hace tan sólo ciento cuarenta años. La casa que tengo en Sagaponack, Long Island, tiene casi el doble de antigüedad (no sé ni cómo vivieron el tiempo necesario para acabarla). Con esto quiero decir que la teoría de los gérmenes es muy reciente. Cuando mi padre era un niño pequeño, Louis Pasteur todavía estaba vivo y envuelto en cierta polémica. Todavía había muchos conjeturadores poderosos que se enfurecían con la gente que escuchaba a Pasteur y no a ellos.
Pues sí, e Ignaz Semmelweis también creía que los gérmenes podían causar enfermedades. Se quedó horrorizado cuando empezó a trabajar en una maternidad de Viena y descubrió que allí fallecía de fiebre puerperal una de cada diez mujeres.
Se trataba de gente pobre (los ricos todavía daban a luz en sus hogares). Semmelweis observó las prácticas hospitalarias y empezó a sospechar que eran los médicos quienes transmitían la infección a las pacientes. Se fijó en que a menudo pasaban directamente de diseccionar cadáveres en el depósito a examinar a las madres en el pabellón de maternidad. Entonces propuso de forma experimental que los médicos se lavaran las manos antes de tocar a las pacientes.
¿Podía haber algo más insultante? ¿Cómo osaba proponer algo así a sus superiores en la escala social? Semmelweis se dio cuenta de que era un don nadie: no era de la ciudad y carecía de amigos y protectores entre la nobleza austríaca. Sin embargo, las muertes no cesaban y Semmelweis, con mucha menos perspicacia social de la que probablemente tendríamos ustedes y yo, siguió pidiendo a sus colegas que se lavaran las manos.
Al final accedieron a hacerlo movidos por la mofa, la sátira y el desdén. ¡Cómo tuvieron que enjabonarse y enjabonarse y frotarse y frotarse y limpiarse bajo las uñas!
Las muertes cesaron. ¿Se lo imaginan? Las muertes cesaron. La de vidas que salvó.
En última instancia podría afirmarse que Semmelweis ha salvado millones de vidas, incluidas con bastante probabilidad las de ustedes y la mía. ¿Pero cuál fue el agradecimiento que recibió de los mandamases de su profesión en la sociedad vienesa, todos ellos conjeturadores? Le expulsaron del hospital e incluso de Austria, a cuya gente había prestado tan gran servicio. Terminó sus días como médico en un hospital de provincias de Hungría. Allí renegó de la humanidad (que somos nosotros y todos nuestros conocimientos de la era de la información), y de sí mismo.
Un día, en la sala de disección, cogió un bisturí con el que había abierto un cadáver y se lo clavó a propósito en la palma de la mano. Poco después murió, como ya sabía que pasaría, de un envenenamiento de la sangre.
Los conjeturadores tenían la sartén por el mango: habían vuelto a ganar. Ellos sí que eran gérmenes. Pero los conjeturadores revelaron algo más sobre sí mismos, algo a lo que hoy en día deberíamos prestar la debida atención. Ellos no están interesados en salvar vidas, lo que les importa es que se les escuche (mientras sus conjeturas, por ignorantes que sean, se perpetúan días tras día). Si hay algo que detestan, es a una persona sensata.
Ustedes, séanlo, de todos modos. Salven nuestras vidas y también sus propias vidas. Sean honorables.
Un hombre sin patria, 2005.