Siempre empezaba de la misma manera. Primero era una sensación.
¿Nunca han sentido como si unos pequeños pies les anduviesen por la
calavera? Unos pasos en su calavera, arriba y abajo, atrás y
adelante.
Así empezaba.
No puedes ver quién
da esos pasos. Al fin y al cabo se producen en tu cabeza. Si andas
listo, esperas la ocasión y llegada ésta vas y te cepillas con
fuerza el pelo. Pero así y todo no consigues atrapar al caminante.
Él lo sabe bien. Aunque te lleves las dos manos a la cabeza y te
sacudas el pelo fuertemente, nada; siempre se te escapa. Quizá
salte…
Es tremendamente
veloz. Y no puedes ignorarlo. Si intentas no prestar atención a sus
pasos, él insiste. Baja entonces casi hasta tu occipucio, se asoma y
te susurra algo al oído.
Puedes sentir su
cuerpo, tan liviano y frío, dejándose caer de tal modo sobre ti que
te presiona la base del cerebro. Y tiene que haber algo en sus
garras, porque no te araña… Todo lo más ves luego unas marcas sin
importancia en tu cuello, por las que sin embargo sangras. Y al
tiempo sientes su presión, sientes que algo frío y liviano te
acecha. Te acecha y te susurra cosas.
Entonces es cuando
tratas de hacerle frente. Intentas no escuchar lo que te dice. Porque
cuando lo escuchas ya estás perdido. Tienes que obedecerle.
Es muy listo y
malvado.
Sabe muy bien cómo
asustarte y presionarte aún más cuando te resistes a él. Por eso
ya no me resistiré más. Es preferible obedecerle.
Ahora que le
escucho, que ya he abandonado toda resistencia, las cosas no me van
tan mal. Además de todo lo antes dicho también puede ser persuasivo
y amable. Tentador. ¡La cantidad de cosas que puede llegar a
prometerme con sólo un susurro!
Y además cumple su
palabra.
La gente cree que
soy pobre porque nunca tengo dinero y vivo en una especie de choza
junto a la ciénaga. Pero él me da incontables riquezas.
Desde que me sometí
a él y dejé de resistirme, por ejemplo, me lleva por ahí -me
saca de mí mismo- durante días. Así sé
que hay otros lugares, aparte de este mundo… Lugares en los
que soy un rey.
La gente se ríe de mí, me cree un solitario, un tipo sin amigos;
las chicas de la ciudad me llaman espantapájaros… Pero a veces,
desde que le obedezco, desde que me someto a su dictado, me trae
reinas con las que comparto mi cama.
¿Que todo esto no es más que un sueño? No lo creo. Mi otra vida sí
que fue un sueño; la vida junto a la ciénaga sí que era un sueño.
Un mal sueño. Eso sí que ha dejado de parecerme real.
Y tampoco son un sueño los crímenes.
Sí, asesino a la gente.
Eso es lo que Enoch quiere, eso es lo que me pide, ya saben…
Eso es lo que me susurra al oído. Él me pide que mate gente. Que lo
haga para él.
A mí no me gusta hacerlo. Al principio me resistía… Ya le he
hablado de cuando me negaba a escucharle, ¿no? Pero no pude resistir
por mucho tiempo.
Quiere que mate gente para él, ya lo he dicho. Sí, él, Enoch. Esa
cosa que vive en mi cabeza, que anda por mi cabeza. No puedo verle.
No puedo atraparle. No puedo más que sentirle, y oírle… y
obedecerle.
A veces me deja en paz durante días. Pero de pronto lo siento ahí
otra vez, paseando por el tejado de mi cerebro… Oigo sus susurros
de nuevo. Me habla entonces de alguien que camina cerca de la
ciénaga.
No sé qué sabe acerca de ese alguien, ni siquiera sé si lo conoce.
Pero aunque no lo vea me lo describe perfectamente.
-Hay
un vagabundo que camina hacia la ciénaga, viene
de la carretera de Aylesworthy. Es bajo y gordo, está clavo… Se
llama Mike. Lleva un suéter marrón y calzones
azules. Llegará a la ciénaga en diez minutos, en cuanto se ponga el
sol. Se detendrá junto al árbol. Escóndete tras el árbol. Espera
a que se ponga a echar un vistazo al bosque. Ya sabes qué tienes que
hacer entonces. Ahora toma el hacha, rápido…
A veces le pregunto a Enoch qué me dará a cambio. Pero por lo
general confío en él. Y sé que debo hacer lo que me ordena, aunque
no me guste. Es mejor que así sea. Por lo demás, Enoch nunca se
equivoca en nada y me mantiene a salvo de cualquier problema.
Así lo hace siempre… O así lo hacía, hasta la última vez.
Una noche estaba yo sentado en mi choza, cenando una sopa, cuando me
habló de esa chica.
-Viene a buscarte -me susurró al oído-. Es una chica muy guapa y
viste completamente de negro. Tiene una cabeza exquisita. Y unos
huesos muy finos… Finísimos.
Al principio creí que me hablaba de alguna de las chicas con las que
me premiaba, pero no. Enoch me hablaba de una chica normal.
-Llamará a la puerta y te pedirá que la ayudes a sacar el coche de
la ciénaga. Tomó un atajo para llegar cuanto antes a la ciudad,
pero el coche se le ha quedado ahí y encima ha pinchado una rueda,
te pedirá que se la cambies.
Eso parecía gracioso. Me refiero a que me hacía gracia oír a Enoch
hablar de cosas como las ruedas de un coche. Pero en realidad también
sabía de eso. Enoch lo sabía todo.
-Saldrás con ella para ayudarla. No cojas nada. Tiene una llave
inglesa en el coche. Úsala.
Aquella vez intenté enfrentarme a él. Me mantuve inmóvil.
-No quiero hacerlo, no lo haré -dije.
Enoch se echó a reír. Y entones me dijo qué me haría si me
negaba. Me lo repitió una y otra vez.
-Bien, pues lo haré yo; seguro que lo hago mejor que tú, además
-me dijo-. Pero luego me encargaré de ti…
-¡No! -grité-. Lo haré, de veras que lo haré.
-Bien, mejor así -dijo Enoch-. Estoy acostumbrado a que se me
obedezca y sirva en todo lo que pido… Lo necesito para seguir
viviendo. Para mantenerme fuerte. Y así podré servirte yo también,
y darte las cosas que te doy… Por eso deberás obedecerme una vez
más… De lo contrario…
-¡No! -grité-. Lo haré.
Y lo hice.
Aquella chica llamó a mi puerta unos minutos después, y era tal y
como Enoch la había descrito. Era muy guapa, una chica rubia. Me
gustan mucho las chicas con el cabello rubio. Me alegré de verla por
eso. Iba muy contento con ella bordeando la ciénaga, hasta donde se
le había averiado el coche. Como me gustaba tanto su cabello no la
golpeé en la cabeza con la llave inglesa, sino en la nuca.
Después, Enoch me dijo paso a paso qué hacer.
Una vez hice lo que tenía que hacer con mi hacha, tiré su cuerpo a
las arenas movedizas. Enoch me avisó de las huellas de las ruedas
del coche, que me puse a borrar al momento.
Me preocupaba el coche, pero Enoch me mostró cómo utilizar un
madero para sacarlo de donde había quedado atascado. No estaba
seguro de conseguirlo, pero lo hice. Y mucho más rápido de lo que
jamás hubiera supuesto.
Fue estupendo ver cómo se hundía luego el coche en las arenas
movedizas. Antes eché en su interior la llave inglesa. Enoch me
dijo, cuando acabé de hacer todo aquello, que me volviera a casa.
Poco después me quedaba dormido.
Enoch me había prometido algo muy especial esta vez; seguro que por
eso me quedé dormido tan pronto. A medida que me iba durmiendo
sentía que me liberaba de esa presión que Enoch ejerce sobre mi
cabeza… Seguro que iba a buscar algo para recompensarme.
No sé cuánto dormí, pero creo que fue mucho tiempo. Todo lo que
recuerdo es que finalmente comencé a despertarme, y que al hacerlo
supe que Enoch estaba otra vez conmigo… Pero me pareció a la vez
que algo iba mal…
Me incorporé al sentir aquellos golpes en mi puerta.
Esperé un momento. Esperaba que Enoch me susurrase al oído qué
hacer.
Pero Enoch debió de quedarse dormido. Duerme bastante, a veces.
Cuando lo hace, nada le despierta durante días. Cuando eso ocurre
estoy libre. La verdad es que me gusta sentirme así, disfruto de esa
libertad… Pero no la disfruté entonces. Hubiera necesitado su
ayuda.
Seguían los golpes en mi puerta, cada vez más fuertes. No podía
esperar más.
El viejo sheriff Shelby entró en mi casa.
-Vamos, Seth -me dijo-. Tengo que encerrarte.
No protesté. Sus ojos pequeños y negros escrutaban cada rincón de
mi choza. Cuando los clavó en los míos apenas pude aguantarle la
mirada, hubiera querido esconderme, sus ojos me hacían daño.
Él no podía ver a Enoch, claro. Nadie puede verle. Pero estaba
allí. Lo sentía dormir en lo alto de mi calavera, descansando sobre
la manta que le ofrecía mi pelo. Escondido en mis rizos, durmiendo
plácidamente, como un bebé.
-Los amigos de Emily Robbins -me dijo el sheriff- me dijeron que
quería llegar a la ciudad atajando por la ciénaga… Hemos
encontrado huellas de las ruedas de su coche junto a las arenas
movedizas.
Enoch se había olvidado de avisarme de aquellas marcas. ¿Qué podía
hacer yo?
-Todo lo que digas ahora podrá ser utilizado en tu contra -me
previno el sheriff Shelby-. Vámonos, Seth.
Salí con él. No podía hacer otra cosa. Me llevó a la ciudad y
había allí un montón de gente tratando de asaltar su coche. Entre
esa gente había muchas mujeres. Gritaban a las hombres que me
sacaran de allí, que me dieran mi merecido.
Pero el sheriff Shelby logró mantenerlos a distancia, y al fin
consiguió meterme sano y salvo en una celda. Me metió en la celda
que había entre otras dos, que estaban vacías. Estaba solo.
Completamente solo, si no llega a ser por Enoch. Pero seguía
durmiendo a pesar de todo.
A la mañana siguiente, aún muy temprano, el sheriff Shelby llegó
acompañado por varios hombres. Supuse que ya había sacado de las
arenas movedizas el cuerpo de la chica. O quizá aún no lo habían
encontrado: me sorprendió que no me hiciera ninguna pregunta.
Con Charley Potter, sin embargo, la cosa fue distinta. Quería
saberlo todo. El sheriff Shelby lo dejó a solas conmigo mientras iba
a investigar algo más… Me llevó el desayuno a la celda y mientras
lo tomaba comenzó a preguntarme cosas.
Permanecí en silencio. No tenía por qué responder a las preguntas
de un imbécil como Charley Potter. Creía que yo era un loco, como
toda la gente que estaba en la calle. Mucha gente en la ciudad creía
que estaba loco y lo cree aún, por culpa de mi madre, supongo que
eso creen, y por la manera de vivir que he tenido siempre, solo,
junto a la ciénaga.
¿Qué podía decirle a Charley Potter? Si le hubiese hablado de
Enoch no me habría creído.
Así que no hablé.
Me limité a escuchar.
Entonces Charley Potter me contó cómo habían empezado la búsqueda
de Emily Robbins, y cómo el sheriff Shelby comenzó a revisar otros
casos de desapariciones, diciendo que el fiscal del distrito había
pedido una gran investigación sobre todos esos casos. También me
dijo Charley Potter que iría a examinarme un médico.
No había pasado mucho tiempo cuando llegó aquel doctor. Charley
Potter tuvo que hacer grandes esfuerzos para evitar que la gente que
había en la calle entrase, cuando abrió la puerta de la comisaría
al doctor. Supongo que querían lincharme. El médico era un hombre
bajito con una de esas graciosas barbitas… Pidió a Charley Potter
que lo dejar a solas conmigo y empezó a hablarme.
Era el doctor Silversmith.
La verdad es que en ese momento yo no sentía nada. Todo había
pasado tan rápido que no tenía tiempo ni de pensar en nada.
Era como una parte de un sueño… El sheriff, la multitud en la
calle, eso acerca de la investigación del fiscal, el linchamiento,
el cuerpo hallado en las arenas movedizas…
Pero algo en la mirada del doctor Silversmith hacía que las cosas
empezaran a cambiar.
Era un hombre real, de acuerdo… Podrán decirme ustedes que como
médico sólo pretendía meterme en una Institución, después de que
yo le hablara de mi madre.
Sobre eso fue que me hizo una de las primeras preguntas. ¿Qué había
acerca de mi madre?
Parecía saber un montón de cosas acerca de mí, por eso me fue
fácil hablar.
Empecé a contarle un montón de cosas. Le conté que mi madre y yo
habíamos vivido juntos allí, junto a la ciénaga. Y cómo hacía
los filtros con hierbas y los vendía. Y cómo recogíamos las
hierbas para los filtros por la noche. Y le hablé de cuando me
dejaba solo por las noches y yo me las pasaba en vela oyendo ruidos
extraños.
No podía decirle mucho más y él lo comprendía. Sabía además que
todos decían que mi madre fue una bruja. Incluso sabía cómo murió…
Sabía que la mató Santo Dinorelli, que fue una noche a casa y
apuñaló a mi madre, después de acusarla de que su hija se hubiera
fugado con un vagabundo porque ella le vendió uno de sus filtros…
Sabía que desde entonces yo había vivido allí solo, junto a la
ciénaga.
Pero no sabía nada de Enoch.
Enoch, que seguía allí, durmiendo en mi cabeza tranquilamente, como
si no pasara nada.
Por alguna razón me descubrí hablándole al doctor Silversmith de
Enoch. Quería explicarle que yo no había matado a aquella chica así
por las buenas, porque me dio la gana. Por eso tuve que hablarle de
Enoch. Y del trato que hizo mi madre una noche en el bosque. No me
dejó ir con ella -tenía yo sólo doce años entonces-, pero antes
de salir me hizo sangrar un poco y metió mi sangre en una botella
pequeña.
Cuando regresó la acompañaba Enoch. Se quedaría conmigo para
siempre. Mi madre me dijo que cuidaría de mí en todo momento.
Hablé de todo esto con mucho cuidado, explicándole al doctor muy
bien que yo no podía hacer nada. Mi madre ya me había anunciado que
Enoch guiaría mis pasos.
Sí, es verdad que Enoch me ha protegido durante años, tal y como me
lo prometió mi madre. Ella sabía bien que yo era incapaz de valerme
por mí mismo. Así se lo dije al doctor Silversmith porque me
parecía un sabio y podría comprenderme.
Fue un error.
Me di cuenta nada más hablar de eso. Mientras el doctor me miraba
con atención, y apuntaba hacia arriba con su barbita diciendo “sí,
sí” una y otra vez, sentía que sus ojos me penetraban. Igual que
los ojos de la multitud que estaba en la calle. Ojos que hablaban.
Ojos que no confían en ti por mucho que te miren. Ojos amenazantes.
Después comenzó a preguntarme un montón de cosas ridículas.
Primero sobre Enoch, aunque me di cuenta de que sólo intentaba creer
en Enoch. Me preguntó por ejemplo cómo era que podía oírle pero
no verle. Me preguntó también si alguna vez había oído otras
voces. Me preguntó qué sentí cuando maté a Emily Robbins, pero yo
no quería pensar en eso, ni recordarlo: En realidad me hablaba como
si yo estuviese loco.
Se estuvo burlando todo el rato de mí, en el fondo, porque no
conocía a Enoch. Lo demostró al preguntarme cuánta gente había
matado. Y luego quiso saber dónde estaban sus cabezas.
Pero no pudo burlarse de mí mucho tiempo más.
Empecé a reírme de él y me levanté.
Esperó un poco más y se fue moviendo la cabeza. Seguí riéndome
porque sabía que no había encontrado lo que buscaba. En realidad
quería descubrir todos los secretos de mi madre, y los míos… Y
también los de Enoch.
Pero no pudo, por eso me reí tanto de él. Y luego me dormí. Estuve
durmiendo hasta la tarde.
Cuando desperté había otro hombre ante los barrotes de la celda.
Tenía una cara gorda y simpática y unos ojos graciosos.
-Hola, Seth -me dijo amistosamente-. ¿has echado una cabezadita?
Me llevé las manos a la cabeza. No sentía a Enoch, pero sabía que
estaba allí y que aún dormía. Se mueve bastante cuando duerme.
-No te asustes -me dijo aquel hombre-. No voy a hacerte daño.
-¿Le ha enviado el doctor? -le pregunté.
Aquel hombre se echó a reír.
-Por supuesto que no. Me llamo Cassidy, Edwin Cassidy, y soy el
fiscal del distrito. Me hago cargo de tu caso. ¿Puedo pasar y
sentarme contigo?
-Estoy encerrado.
-No importa, el sheriff me ha dado las llaves -dijo Mr. Cassidy.
Abrió mi celda, entró rápido y tomó asiento en el camastro.
-¿No me tiene miedo? -le pregunté-. Ya sabe, se supone que soy un
asesino.
-¿Por qué habría de tenerte miedo, Seth? -y se echó a reír de
nuevo Mr. Cassidy-. Claro que no… Sé bien que no querías matar a
nadie.
Me puso la mano en el hombro y no me aparté. Era un amano cálida,
blanda, regordeta. Tenía un gran anillo con un diamante en uno de
sus dedos, uno de esos anillos que deben de brillar mucho bajo el
sol.
-¿Cómo está Enoch? -me preguntó entonces.
Me levanté.
-Tranquilo, no pasa nada -me dijo Mr. Cassidy-. Ese idiota del doctor
me lo contó cuando me crucé con él en la calle…. Pero él no
puede entender nada acerca de Enoch, ¿verdad, Seth? Tú y yo sí…
-Ese doctor piensa que estoy loco -musité.
-Bueno, aquí, entre nosotros, Seth, la verdad es que al principio
resulta un poco difícil creer lo de Enoch.. Pero acabo de estar en
la ciénaga. El sheriff Shelby y sus hombres andaban buscando por
ahí… Encontraron el cuerpo de Emily Robbins y otros cuantos más.
El cuerpo de un hombre gordo, y el de un niño, y algún indio… Las
arenas movedizas los conservan en bastante buen estado, ya lo sabes.
Le miraba a los ojos, que me sonreían. Eso me dijo que podía
confíar en él.
-Y encontrarán más cuerpos si continúan buscando, ¿verdad, Seth?
Asentí.
-A mí no me interesa, no voy a esperar más… Sé que me dices la
verdad, no tengo más que verte… Fue Enoch quien te empujó a
cometer esos crímenes, ¿verdad que sí?
-¿Qué quiere usted saber? -le pregunté.
-Bueno, un montón de cosas… Me interesa mucho Enoch, ya sabes…
¿A cuántas personas te ordenó matar?
-A nueve.
-¿Y están todas en las arenas movedizas?
-Sí.
-¿Sabías quiénes eran?
-Solo conocía a alguno -y le dije los nombres de aquellos a los que
conocía-. Enoch me los describía muy bien y yo sólo tenía que
salir a buscarlos, los reconocía enseguida.
Mr. Cassidy se echó a reír de nuevo, ahora más fuerte, y guardó
el cigarro.
-Puedes serme de gran ayuda, Seth -siguió diciéndome en voz baja-.
Supongo que sabrás en qué consiste el trabajo de un fiscal de
distrito…
-Es una especie de abogado, ¿no? Se encarga de los juicios, todo
eso…
-Eso es… Estaré en el juicio que se te haga, Seth… Pero supongo
que no te gustará verte allí, ante toda esa gente, y tener que
responder a un montón de preguntas acerca de lo que pasó, ¿no es
así?
-No, la verdad es que no me gustaría, Mr. Cassidy… La gente de
esta ciudad me odia.
-Bien, mira lo que harás… Me lo contarás todo y hablaré en tu
favor… Es una propuesta de amigo, ¿de acuerdo?
Hubiera deseado que Enoch estuviera allí para ayudarme, pero seguía
durmiendo. Miré a Mr. Cassidy y respondí según lo que me
aconsejaban mis pensamientos.
-De acuerdo -dije-. Se lo contaré todo.
Y le conté todo lo que sabía.
Mr. Cassidy tosió un par de veces, nada más, pero ni se echó a
reír ni nada, no hacía otra cosa que escucharme con mucha atención.
-Una cosa más -me dijo cuando acabé-. Hemos encontrado varios
cuerpos en la ciénaga… Hemos identificado el cuerpo de Emily
Robbins y algún otro, pero nos sería más sencillo hacerlo si nos
dijeras algo, Seth… Creo que me lo puedes contar. ¿Dónde están
sus cabezas?
Me alarmé, me puse en guardia.
-Eso no se lo puedo decir -le respondí- porque no lo sé.
-¿No lo sabes?
-Se las di a Enoch -añadí-. Usted no puede entenderlo, pero por eso
mataba gente para él… Enoch quería sus cabezas.
Mr. Cassidy parecía realmente confundido.
-Siempre me hacía cortarles la cabeza -seguí diciendo- para
llevársela. Yo echaba los cuerpos a las arenas movedizas y me iba a
casa. Enoch me decía que me acostase y me recompensaba. Luego se
iba, creo que para llevarse la cabeza… Eso era todo lo que quería.
-¿Y para qué quería las cabezas, Seth?
-Verá -le dije-, no le servirá de nada encontrar esas cabezas, no
las reconocería.
Mr. Cassydy se levantó y sonrió forzado.
-Pero ¿por qué dejabas que Enoch hiciera esas cosas?
-No tenía otro remedio. Si no, me lo haría él a mí. Siempre me
amenazaba con eso. Por eso le obedecía.
Mr. Cassidy me miraba dar vueltas por la celda, pero no decía una
palabra. Parecía muy nervioso y cuando me acerqué de nuevo a él se
apartó un poco.
-Usted contará todo esto en el juicio, claro -le dije-, todo acerca
de Enoch y lo demás…
Negó con la cabeza.
-No voy a hablar de Enoch en el juicio, y tampoco lo harás tú -me
dijo-. Nadie debe saber que Enoch existe.
-¿Por qué?
-Trato de ayudarte, Seth… ¿No imaginas lo que dirá la gente si
haces mención a Enoch? Dirán todos que estás loco… Y tú no
quieres que pase eso…
-No, claro que no… Pero ¿qué hará usted? ¿Cómo va a ayudarme?
Mr. Cassidy volvió a sonreírme.-Tú temes a Enoch, ¿verdad? Bien,
estaba pensando… ¿Por qué no me lo entregas?
Me alarmé.
-Sí- siguió diciendo Mr. Cassidy-, supón que me entregas a Enoch…
Yo cuidaré de que no te haga nada durante el juicio y tú no dirás
una palabra sobre él… Seguramente no le gustará que la gente sepa
qué hace…
-Eso es verdad -le dije-, a Enoch le molestaría mucho verse allí…
Es un auténtico secreto, ya sabe usted… Pero la verdad es que no
quiero entregárselo a usted sin consultárselo primero, y ahora
mismo duerme.
-¿Duerme?
-Sí. En mi cabeza… Creo que usted sí puede verlo.
Mr. Cassidy me miró atentamente la cabeza y luego carraspeó.
-Bueno, creo que sería mejor esperar a que despertase, así podría
hacerme una idea -me dijo-, y podría explicarle a él la situación,
sería lo mejor… Seguro que le parecerá bien.
-Tendrá que prometerme que cuidará de él -dije.
-Claro- dijo Mr. Cassidy.
-¿Y le dará usted todo lo que le pida, todo lo que le apetezca?
-Naturalmente.
-¿Y no dirá una palabra a nadie?
-A nadie.
-Por supuesto que se imagina usted lo que le ocurrirá si no da a
Enoch todo lo que le pida -traté de prevenir a Mr. Cassidy-. Le
arrancará la cabeza…
-No te preocupes, Seth.
Me quedé callado un minuto. Sentía algo que se deslizaba hacia mi
oído.
-Enoch -susurré-, ¿puedes oírme?
Podía oírme.
Entonces se lo expliqué todo. Le dije por qué iba a entregarlo a
Mr. Cassidy.
Enoch no decía una palabra.
Mr. Cassidy tampoco decía una palabra. Se limitaba a mirarme
sonriente. Supongo que le resultaba un poco extraño verme hablar
con… nadie. Con nada.
-Vete con Mr. Cassidy -dije a Enoch-. Ve con él, anda…
Y Enoch se fue.
Noté un gran alivio en la cabeza.
-¿Ya lo siente usted, Mr. Cassidy? -pregunté.
-¿Qué? ¡Oh, sí, claro que sí!- dijo, y se puso en pie.
-Cuide bien de Enoch -le dije.
-Cuidaré muy bien de él.
-¡No se ponga el sombrero! -le avisé-. A Enoch no le gusta que le
echen encima un sombrero.
-Perdón, no me había dado cuenta… Bueno, Seth, tengo que irme…
Ten por seguro que voy a ayudarte en todo lo que pueda, pero recuerda
que para ello no debes decir nada acerca de Enoch. Volveré pronto y
hablaremos del juicio. El doctor Silversmith trata de convencer a
todo el mundo de que estás loco, así que quizá sea mejor que
niegues todo lo que le has dicho… Y que no digas nada de Enoch,
recuérdalo.
Aquello sonaba bien, era una idea excelente, Mr. Cassidy era un buen
hombre.
-Todo lo que usted diga será bueno para Enoch, Mr. Cassidy, estoy
seguro -le dije-, y si es bueno para él también lo será para
usted.
Mr. Cassidy me dio la mano y luego se fue con Enoch. Me sentí
cansado. Quizá era la tensión que sentía, o quizá era que me
sentía extraño sabiendo que Enoch no estaba conmigo. Me acosté y
dormí mucho rato.
Era ya noche cerrada cuando me desperté. Charley Potter me traía la
cena.
Dio unos pasos atrás cuando abrí los ojos y le dije hola.
-¡Asesino! -me dijo-. Eres un criminal, han encontrado nueve cuerpos
en las arenas movedizas… Eres un maldito demonio.
-¿Por qué dices eso, Charley? -le pregunté-. Siempre te creí un
amigo…
-¡Maldito loco! Me largo de aquí ahora mismo, aunque antes cerraré
bien tu celda. El sheriff quiere que vigile para que esa gente que
quiere lincharte no entre, pero me parece que pierde el tiempo, si
fuera por mí…
Charley apagó las luces y se largó. Oí cómo cerraba la puerta
principal y la atrancaba. Me quedé completamente solo en la
comisaría.
¡Completamente solo! Me resultaba muy extraña la sensación de
sentirme solo por primera vez en muchos años… Solo, sin Enoch…
Me pasé los dedos por la cabeza. Me sentí desnudo, raro,
abandonado.
Brillaba la luna a través de la ventana y me asomé para contemplar
la calle entonces vacía y silenciosa. Enoch amaba la luna. Le hacía
sentirse vivo. Le daba fuerzas; en cuanto la veía se le iba el
cansancio. Me pregunté cómo se sentiría entonces con Mr. Cassidy.
Supongo que estuve contemplando la luna mucho rato. Me pesaban ya las
piernas cuando me aparté de la ventana de la celda al oír que
alguien abría la puerta.
Mr. Cassidy entró corriendo.
¡Quítamelo de encima! -decía-. ¡Quítamelo de encima!
-¿Qué ocurre? -le pregunté.
-Enoch… Creí que estabas loco, pero puede que el loco sea yo…
¡Quítamelo de encima!
-¿Por qué, Mr. Cassidy? Ya le he dicho lo que tiene que hacer para
que Enoch se encuentre a gusto, ya le conté cómo es…
-No deja de caminar por mi cabeza -me dijo-, lo siento de un lado a
otro. Y le oigo también… ¡Qué barbaridades me dice al oído!
-Ya se lo dije a usted, Mr. Cassidy… Seguro que Enoch le pide algo,
¿no? Bueno, ya sabe usted de qué se trata… Tendrá que hacer lo
que le pida, lo ha prometido usted.
-No puedo. Yo no mataré para él, no puede obligarme…
-Sí puede. Y lo hará.
Mr. Cassidy se agarró a los barrotes de la celda.
-¡Seth, tienes que ayudarme! Llama a Enoch. Que se quede contigo
otra vez, hazlo, por favor… Rápido…
-De acuerdo, Mr. Cassidy -le dije.
Llamé a Enoch. No me respondió. Lo llamé de nuevo. Silencio.
Mr. Cassidy comenzó a llorar. Eso me dejó atónito y sentí lástima
por él. Parecía no entender nada, y eso que le había prevenido.
Pero sé bien lo que Enoch puede hacer contigo, Sé bien qué puede
conseguir de ti cuando te susurra al oído de esa manera tan suya.
Primero te coacciona, luego te deja sin respuesta, después te
obliga…
-Será mejor que le obedezca -dije a Mr. Cassidy-. ¿A quién le ha
pedido que mate?
Mr. Cassidy no me prestaba atención. Sólo lloraba. Después abrió
la celda contigua a la mía y se encerró allí.
-No puedo hacerlo -decía entre sollozos-. No puedo, no puedo
hacerlo…
-¿Qué es lo que no puede hacer usted? -le pregunté.
-No puedo matar al doctor Silversmith en le hotel y entregarle a
Enoch su cabeza… Me quedaré aquí, encerrado en esta celda… Aquí
estaré a salvo y no podré hacer daño a nadie… ¡Maldito demonio,
tú, Seth, maldito demonio!
Se derrumbó en el camastro, sin dejar de llorar. Lo veía a través
de los barrotes que separaban nuestras celdas, lo veía con las manos
en la cabeza, sacudiéndose el pelo.
-Pronto se sentirá mejor, ya lo verá -le dije-. Enoch hará que se
sienta mejor… Por favor, Mr. Cassidy, no se preocupe…
Mr. Cassidy suspiró profundamente, lo supuse agotado. Dejó de
llorar y no dijo una palabra. No respondía a mis llamadas.
¿Qué podía hacer yo? Me senté en un rincón de mi celda, en el
suelo, observando la luz de la luna que entraba por la ventana. La
luna encantaba Enoch, la luna le volvía fiero.
Entonces Mr. Cassidy comenzó a gritar. No muy alto, pero sí
profundamente, desde lo más hondo de su garganta. No se movía, sólo
gritaba desgarradamente.
Supe que Enoch comenzaba a conseguir lo que pretendía.
¿Qué esperaba Mr. Cassidy? ¿Que iba a poder resistirse? Ya se lo
había avisado yo…
Seguí allí sentado, tapándome las orejas con las manos de vez en
cuando para no oírle.
Entonces vi que se levantaba del camastro para aferrarse a los
barrotes de la celda. No se le oía nada. Cayó al suelo lentamente,
en silencio. En realidad no se dejaba sentir ni un ruido.
O sí. ¡Claro que sí! Allí estaba de nuevo aquel sonido que me era
tan familiar, aquello que hacía Enoch cuando estaba hambriento. Una
especie de arañazo. Las uñas o las garras de Enoch cuando te
arañaba porque quería comer.
Aquel sonido salía de la cabeza de Mr. Cassidy.
Allí estaba Enoch, sí, en plenitud de forma, feliz y contento de
tener un nuevo siervo.
Yo también me alegré.
Alargué el brazo a través de los barrotes y le quité a Mr. Cassidy
las llaves. Abrí mi celda y quedé libre.
No tenía por qué seguir allí… Total, Mr. Cassidy yacía sin vida
en el suelo de su celda. Tampoco tenía por qué quedarse allí
Enoch. Lo llamé.
-¡Enoch, ven conmigo!
Fue la vez que más cerca estuve de verlo… Era como una luz blanca
y refulgente; lo vi salir del agujero rojizo que había en la nuca de
Mr. Cassidy.
Sentí entonces de nuevo aquel peso leve y frío en mi cabeza, que
tan bien conocía, aquella presión que durante tanto tiempo me había
acompañado. Supe que Enoch había vuelto a casa.
Salí al corredor y abrí la puerta de la comisaría.
Los leves pies de Enoch corrían por el tejado de mi cerebro.
Juntos nos adentramos en la oscuridad de la noche. La luna brillaba
en todo su esplendor, todo estaba en calma. Oía claramente lo que me
susurraba Enoch al oído, lo sabía contento de estar otra vez
conmigo.
Weird Tales, 1946.
miércoles, 29 de abril de 2020
martes, 28 de abril de 2020
El mago. Pablo Sorrentino.
Para mi cumpleaños, mamá me
preguntó si quería que viniera un payaso o un mago. Los payasos me
parecen estúpidos, de manera que elegí el mago.
Éste resultó ser un hombre flaco y pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el esmoquin, el moñito y su valija maravillosa. Saludó con ademán anticuado y gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El mago, el mago, el mago, el mago!
El mago sonrió, complacido, y realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como, por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas del Lejano Oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno —dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—. Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio. Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios. Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a arreglarse solos.
Guardó todo en su valija maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la verdad es que no voy casi nunca.
Éste resultó ser un hombre flaco y pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el esmoquin, el moñito y su valija maravillosa. Saludó con ademán anticuado y gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El mago, el mago, el mago, el mago!
El mago sonrió, complacido, y realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como, por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas del Lejano Oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno —dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—. Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio. Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios. Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a arreglarse solos.
Guardó todo en su valija maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la verdad es que no voy casi nunca.
lunes, 27 de abril de 2020
Las orejas del niño Raúl. Camilo José Cela.
El niño Raúl era un niño
con personalidad; esto es, un niño flaquito, paliducho, que hacía,
más o menos, lo que le daba la gana. El niño Raúl tendía a la
histeria, a la misantropía y a la holganza, como los sabios de la
antigüedad. El niño Raúl tenía manías, una bicicleta y diez o
doce años.
Al niño Raúl, aquella temporada, lo que le preocupaba era tener una oreja más grande que otra. El niño Raúl se miraba al espejo constantemente, pero el espejo no le sacaba demasiado de dudas; en los espejos que había en casa del niño Raúl jamás podían verse las dos orejas a un tiempo.
El niño Raúl, preocupado por sus orejas, pasaba por largos baches de tristeza y de depresión.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás con esa cara? -le decía su padre a la hora de comer.
-Nada... Lo de las orejas... -contestaba el niño Raúl con el mirar perdido.
El niño Raúl, a fuerza de mucho pensar, descubrió que la mejor manera de medir las orejas era con la mano, cogiéndolas entre dos dedos, las dos al mismo tiempo, y llevando la medida a pulso, un momento, por el aire -¡por un momentito no había de variar!- para ver si casaban o no casaban.
Lo malo del nuevo procedimiento fue que, contra todos los pronósticos, no resultaba de gran precisión, y la oreja izquierda, por ejemplo, tan pronto aparecía más grande como más pequeña que la oreja derecha. ¡Aquello era para volverse loco!
El niño Raúl empezó a prodigar las mediciones, a ver si conseguía salir de dudas, y hubo días -días excepcionales, días de suerte y de aplicación, días radiantes- en que llegó a medirse las orejas hasta tres mil veces.
Los movimientos del niño Raúl para medirse las orejas eran ya automáticos, eran ya unos movimientos casi reflejos, y el niño Raúl llegó a tal grado de perfección, que se medía las orejas como hacía la digestión, o como le crecían el pelo y las uñas, o como crecía todo él, que era un niño larguirucho, desangelado, desgarbado.
Mientras estudiaba la Física, mientras se bañaba, mientras comía, el niño Raúl se medía las orejas incansablemente y a una velocidad increíble.
-¡Niño! ¿Qué haces?
-Nada, papá; me mido las orejas.
El niño Raúl vivía con sus padres y con sus hermanos en un chalet de la carretera de Chamartín. La cosa, para el niño Raúl, había ido marchando bastante bien -con algún grito de vez en cuando-, pero la fatalidad, siempre al acecho, hizo que al padre de Raúl se le ocurriera pensar que lo único que faltaba en el jardín era un gallinero, y allí empezó la decadencia y la ruina del niño Raúl.
-¡Un gallinero! -decía el padre del niño Raúl con entusiasmo-. ¡Un gallinero pequeño, pero bien construido! ¡Un gallinero poblado de gallinas Leghorn, que son muy ponedoras!
El niño Raúl seguía midiéndose las orejas mientras veía levantarse el gallinero. Los dos albañiles que lo construían miraban con aire de conmiseración al niño Raúl, pero el niño Raúl ni imaginaba que aquella compasión fuera por él.
Y, como pasa con todo, llegó el momento en que el gallinero se terminó. Quedaba mono el gallinero con su tejadito y su tela metálica.
-¡Bueno! -dijo el padre del niño Raúl-. ¡Por fin está terminado el gallinero! Ahora lo único que falta son gallinas. Compraremos gallinas Leghorn, que son muy ponedoras. Pero iremos poco a poco, no conviene precipitarse. De momento compraremos dos gallinas y un gallo. ¡Raúl!
El niño Raúl se estaba midiendo las orejas.
-¡Voy, papá!
-Acompáñame tú, que eres el mayorcito. ¡Vamos a comprar dos gallinas y un gallo de raza Leghorn!
-Muy bien, papá.
-¿Estás arreglado?
-Sí, papá.
-¡Pues andando!
Era una radiante mañana de primavera. El niño Raúl y su padre se perdieron en el horizonte, a través del campo, camino de la Ciudad Lineal, donde había una granja muy afamada.
El padre del niño Raúl iba delante, con paso firme y decidido y aire de jefe de una familia bóer colonizadora del África del Sur. Daba gusto verlo. El niño Raúl se quedaba atrás, midiéndose las orejas, y después daba un trotecillo para alcanzar a su padre.
Al cabo de hora y pico de andar, el niño Raúl y su padre llegaron a la granja. El niño Raúl iba algo cansado, pero no decía nada. La oreja izquierda era ligeramente más grande que la derecha...
-¿Qué desean?
-Deseamos dos gallinas y un gallo de raza Leghorn. Queremos unos buenos ejemplares. Son para inaugurar un gallinero.
El encargado de la granja miró para el niño Raúl, que estaba midiéndose las orejas.
El encargado de la granja se metió entre las gallinas y, ésta quiero, ésta no quiero, salió con dos gallinas blancas, relucientes, que tenían una pulserita en una pata.
-¡Raúl! -dijo el padre-, coge estas gallinas. Ponte una debajo de cada brazo y sujétalas con la mano.
-Bien, papá.
El encargado se perdió un momento y volvió con un gallo orondo, un gallo espléndido que parecía de anuncio. El padre del niño Raúl pagó y cogió el gallo en brazos, casi con mimo, como si fuera un hijo.
El niño Raúl y su padre, los dos con su preciada carga, emprendieron el camino de vuelta.
-¡Qué contenta se va a poner mamá cuando los vea!
-¡Ya lo creo!
El niño Raúl y su padre caminaron en silencio unos cientos de metros. El aire, de repente, se puso turbio dentro de la cabeza del niño Raúl. El niño Raúl sintió como un ligero vahído. Las piernas le flaquearon y la voz se le quedó pegada a la garganta. La mente del niño Raúl vio como en una agonía, perfectamente claras, las escenas de su más remota niñez. El niño Raúl se puso pálido y rompió a sudar. El temblor le invadió todo el cuerpo.
-¿Te encuentras mal?
El niño Raúl no pudo contestar. Miró a su padre con una ternura infinita, procurando sonreír con una sonrisa que pedía clemencia a gritos, soltó las gallinas y se midió las orejas.
Al niño Raúl, aquella temporada, lo que le preocupaba era tener una oreja más grande que otra. El niño Raúl se miraba al espejo constantemente, pero el espejo no le sacaba demasiado de dudas; en los espejos que había en casa del niño Raúl jamás podían verse las dos orejas a un tiempo.
El niño Raúl, preocupado por sus orejas, pasaba por largos baches de tristeza y de depresión.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás con esa cara? -le decía su padre a la hora de comer.
-Nada... Lo de las orejas... -contestaba el niño Raúl con el mirar perdido.
El niño Raúl, a fuerza de mucho pensar, descubrió que la mejor manera de medir las orejas era con la mano, cogiéndolas entre dos dedos, las dos al mismo tiempo, y llevando la medida a pulso, un momento, por el aire -¡por un momentito no había de variar!- para ver si casaban o no casaban.
Lo malo del nuevo procedimiento fue que, contra todos los pronósticos, no resultaba de gran precisión, y la oreja izquierda, por ejemplo, tan pronto aparecía más grande como más pequeña que la oreja derecha. ¡Aquello era para volverse loco!
El niño Raúl empezó a prodigar las mediciones, a ver si conseguía salir de dudas, y hubo días -días excepcionales, días de suerte y de aplicación, días radiantes- en que llegó a medirse las orejas hasta tres mil veces.
Los movimientos del niño Raúl para medirse las orejas eran ya automáticos, eran ya unos movimientos casi reflejos, y el niño Raúl llegó a tal grado de perfección, que se medía las orejas como hacía la digestión, o como le crecían el pelo y las uñas, o como crecía todo él, que era un niño larguirucho, desangelado, desgarbado.
Mientras estudiaba la Física, mientras se bañaba, mientras comía, el niño Raúl se medía las orejas incansablemente y a una velocidad increíble.
-¡Niño! ¿Qué haces?
-Nada, papá; me mido las orejas.
El niño Raúl vivía con sus padres y con sus hermanos en un chalet de la carretera de Chamartín. La cosa, para el niño Raúl, había ido marchando bastante bien -con algún grito de vez en cuando-, pero la fatalidad, siempre al acecho, hizo que al padre de Raúl se le ocurriera pensar que lo único que faltaba en el jardín era un gallinero, y allí empezó la decadencia y la ruina del niño Raúl.
-¡Un gallinero! -decía el padre del niño Raúl con entusiasmo-. ¡Un gallinero pequeño, pero bien construido! ¡Un gallinero poblado de gallinas Leghorn, que son muy ponedoras!
El niño Raúl seguía midiéndose las orejas mientras veía levantarse el gallinero. Los dos albañiles que lo construían miraban con aire de conmiseración al niño Raúl, pero el niño Raúl ni imaginaba que aquella compasión fuera por él.
Y, como pasa con todo, llegó el momento en que el gallinero se terminó. Quedaba mono el gallinero con su tejadito y su tela metálica.
-¡Bueno! -dijo el padre del niño Raúl-. ¡Por fin está terminado el gallinero! Ahora lo único que falta son gallinas. Compraremos gallinas Leghorn, que son muy ponedoras. Pero iremos poco a poco, no conviene precipitarse. De momento compraremos dos gallinas y un gallo. ¡Raúl!
El niño Raúl se estaba midiendo las orejas.
-¡Voy, papá!
-Acompáñame tú, que eres el mayorcito. ¡Vamos a comprar dos gallinas y un gallo de raza Leghorn!
-Muy bien, papá.
-¿Estás arreglado?
-Sí, papá.
-¡Pues andando!
Era una radiante mañana de primavera. El niño Raúl y su padre se perdieron en el horizonte, a través del campo, camino de la Ciudad Lineal, donde había una granja muy afamada.
El padre del niño Raúl iba delante, con paso firme y decidido y aire de jefe de una familia bóer colonizadora del África del Sur. Daba gusto verlo. El niño Raúl se quedaba atrás, midiéndose las orejas, y después daba un trotecillo para alcanzar a su padre.
Al cabo de hora y pico de andar, el niño Raúl y su padre llegaron a la granja. El niño Raúl iba algo cansado, pero no decía nada. La oreja izquierda era ligeramente más grande que la derecha...
-¿Qué desean?
-Deseamos dos gallinas y un gallo de raza Leghorn. Queremos unos buenos ejemplares. Son para inaugurar un gallinero.
El encargado de la granja miró para el niño Raúl, que estaba midiéndose las orejas.
El encargado de la granja se metió entre las gallinas y, ésta quiero, ésta no quiero, salió con dos gallinas blancas, relucientes, que tenían una pulserita en una pata.
-¡Raúl! -dijo el padre-, coge estas gallinas. Ponte una debajo de cada brazo y sujétalas con la mano.
-Bien, papá.
El encargado se perdió un momento y volvió con un gallo orondo, un gallo espléndido que parecía de anuncio. El padre del niño Raúl pagó y cogió el gallo en brazos, casi con mimo, como si fuera un hijo.
El niño Raúl y su padre, los dos con su preciada carga, emprendieron el camino de vuelta.
-¡Qué contenta se va a poner mamá cuando los vea!
-¡Ya lo creo!
El niño Raúl y su padre caminaron en silencio unos cientos de metros. El aire, de repente, se puso turbio dentro de la cabeza del niño Raúl. El niño Raúl sintió como un ligero vahído. Las piernas le flaquearon y la voz se le quedó pegada a la garganta. La mente del niño Raúl vio como en una agonía, perfectamente claras, las escenas de su más remota niñez. El niño Raúl se puso pálido y rompió a sudar. El temblor le invadió todo el cuerpo.
-¿Te encuentras mal?
El niño Raúl no pudo contestar. Miró a su padre con una ternura infinita, procurando sonreír con una sonrisa que pedía clemencia a gritos, soltó las gallinas y se midió las orejas.
domingo, 26 de abril de 2020
Fábula del dragón. Wilfredo Machado.
Mientras encajaba una afilada
escarpia en una cuaderna mal sujeta del Arca, Noé vio llegar un
dragón arrastrándose sobre las arenas del desierto. Era diez veces
más grande que un caballo y tenía el cuerpo cubierto de escamas que
resplandecían bajo la luz del atardecer. Noé lo observó con
admiración y miedo. De sus fauces salía una columna de humo blanco
que ascendía bajo los últimos rayos de luz. Los ojos del dragón
permanecían inmóviles, la mirada extraviada en el paisaje desolado
de las dunas. Notó que los ojos tenían la blancura lechosa de la
muerte y comprendió al mismo tiempo el largo y penoso camino de la
ceguera.
Entonces el dragón habló.
—He atravesado la mitad de la tierra para conocerte, pues tu fama se ha extendido por todo el mundo. He visitado los oráculos y las sibilas; he conocido los mapas astrales, las teralogías, las rutas del sueño y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e insignificante de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que nunca conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte, sirenas con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan el lenguaje de Dios, vísceras dónde leer el futuro como en un libro abierto, sabios que han visto tu viaje en el brillo de Sirio, constelación de lobos en celo aullándose a la noche. Aún es tiempo de romper los designios divinos y dejar que perezca la raza de los hombres y de las bestias.
—Tú también morirás —le respondió Noé.
—Otra vez te equivocas como el más iluso de los mortales. No se puede matar lo que no existe.
Noé pasó su mano por el rostro lleno de sudor, buscando en la escasa luz una respuesta; cuando la bajó, estaba solo frente a la mancha roja del desierto. El dragón había desaparecido con la noche. El viento borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se perdía detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras estrellas.
Libro de los animales, 2003.
Entonces el dragón habló.
—He atravesado la mitad de la tierra para conocerte, pues tu fama se ha extendido por todo el mundo. He visitado los oráculos y las sibilas; he conocido los mapas astrales, las teralogías, las rutas del sueño y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e insignificante de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que nunca conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte, sirenas con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan el lenguaje de Dios, vísceras dónde leer el futuro como en un libro abierto, sabios que han visto tu viaje en el brillo de Sirio, constelación de lobos en celo aullándose a la noche. Aún es tiempo de romper los designios divinos y dejar que perezca la raza de los hombres y de las bestias.
—Tú también morirás —le respondió Noé.
—Otra vez te equivocas como el más iluso de los mortales. No se puede matar lo que no existe.
Noé pasó su mano por el rostro lleno de sudor, buscando en la escasa luz una respuesta; cuando la bajó, estaba solo frente a la mancha roja del desierto. El dragón había desaparecido con la noche. El viento borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se perdía detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras estrellas.
Libro de los animales, 2003.
sábado, 25 de abril de 2020
Bajo otros escombros. Augusto Monterroso.
Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de
paso en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha.
Durante los últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha
visto a los ojos ha sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en
forma demasiado natural, que todo le parece correcto o no, y que ya
no le discute tanto como antes, y ha sospechado. Cualquiera lo haría.
Estas situaciones son así. De pronto sientes en la atmósfera algo
raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser
importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está.
Entonces este caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin
se ha decidido a acabar con sus dudas, a ser lo bastante hombrecito
para aguardar a verlos salir y atraparlos, furtivos y seguramente
practicando ese gesto de despreocupación que adopta el temor a ser
sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe cuántas
veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta
saber que a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente. Bueno, quizá
ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté cometiendo una
indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa
ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras
ilusiones, otras películas, otros hechos, mejores o peores, que han
ido borrando aquello que en un momento dado les pareció como el fin
del mundo y que hoy, lo saben bien, recuerdan hasta con una sonrisa.
O se ha apoyado en la pared azul opuesta. Este individuo era un
hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos cuarenta años, no
importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y transpiraba.
Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de la
casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada
de las parejas. Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con
señoras viejas. Jovencitos con jovencitas. Nunca señores viejos con
señoras viejas, por qué será. Hombres maduros con mujeres maduras,
tranquilos. Hombres experimentados con especies de criaditas
francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres liberadas que
entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos
pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo,
viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no
entrar. Apostábamos. Estos entran. Estos no entran. Uno perdía, o
ganaba, pues los que parecía que iban a entrar, y a los cuales uno
les apostaba, pasaban de largo, para regresar y entrar después de
diez pasos en que se suponía que la virtud iba a obtener una de sus
más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada. Pero
volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría.
Atisbaba nervioso la salida falsamente confiada de cada pareja,
temeroso de que fuera la que él esperaba y de que en un descuido se
le escaparan, confundí dos con las primeras sombras, como se decía
antes, del crepúsculo. Véanlo ahora cómo estira el cuello, cómo
se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y cómo se agita
cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va a
esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá
crea que en ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa
tremenda. El hombre nos comienza a dar lástima. Si esto no hubiera
sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido la paciencia de
seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas (porque
ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía
adentro. Pero a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y
sufre y se tortura y se propone sangrientos actos de venganza ante la
idea de los cuales se detiene y tiembla sin que él mismo pueda decir
si de coraje o de miedo, aunque en el fondo sepa que es de coraje. Y
tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no
estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia
mujer y quizá por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser
tú podría ser ustedes, mientras el crepúsculo que apareció más
arriba se vuelve decididamente noche y los empleados que anhelan
regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y corren
laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca
repletos hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación
mucho más intensa, un nerviosismo, una angustia y comprenden que el
esperado momento supremo ha llegado y vuelven rápidamente la mirada
a la puerta del hotel y ven que los amantes salen y que se han dado
cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está allí, y que
simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la
imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en
la esquina de San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador
para no perderse lo que suceda y todavía encuentran al hombre en la
avenida O’Higgins y lo hallan demudado, mirando para un lado y para
otro, apartando bruscamente a la gente, dándose vuelta, girando
sobre su eje, buscando, viendo para acá, para allá, ansioso,
desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo
sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de
manera menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor
no eran ellos.
Movimiento perpetuo, 1972.
Movimiento perpetuo, 1972.
viernes, 24 de abril de 2020
Lo que el mar devuelve. Fernando León de Aranoa.
El mar de las vacaciones de
mi infancia era un mar frío y con olas, a veces temibles, que
triplicaban mi altura. Era también un mar peligroso, al que convenía
acercarse con respeto.
Una vez cada verano, puntual a su cita, llegaba a la playa un muerto. Alguien que había desaparecido unos días antes durante el baño y que el mar puntualmente devolvía a sus familias. Nosotros hacíamos apuestas sobre el día en el que aparecería, provocando el sobresalto de los bañistas.
En esas ocasiones, los padres corrían para tapar los ojos de los niños que aún éramos. Nos llamaba la atención su color azulado, y el enorme volumen de sus cuerpos hinchados nos llevaba a concluir que sólo se ahogaban los gordos, lo que nos proporcionó una primera noción de inmortalidad, equivocada pero muy conveniente. Cuando nuestras madres nos gritaban desde la orilla, fuera de sí, que saliéramos del agua o a ver si es que queríamos ahogarnos, nosotros respondíamos muy dignos que no estábamos gordos. Ellas pensaban que éramos idiotas, y nosotros que las madres no se enteraban nunca de nada.
Luego hacíamos castillos y ahogados de arena entre las toallas, que diseccionábamos alegremente como expertos forenses con nuestros rastrillos de colores, para horror de familias propias y ajenas. Nada interesa más a un niño que la muerte, esa cosa lejana de la que hablan los mayores en voz baja, tan improbable aún como los dragones de los cuentos.
Y es que el mar devuelve siempre las cosas. Devuelve cumplidor a los bañistas imprudentes después de haberse quedado con su vida, pero también los cascos vacíos de las botellas, el petróleo que pierden los barcos y los restos de los naufragios.
En un pueblo de Galicia, la marea trajo una vez una virgen de madera antigua, flotando sobre las aguas como una aparición. Los vecinos, postrados de rodillas en el puerto, la recibieron entre lágrimas y fervores. Desde entonces la pasean en barca una vez al año, y con sus descendientes, repiten de rodillas la ceremonia de bienvenida a la Virgen Náufraga. Como para compensar, ese mismo mar devuelve a veces fardos de cocaína que, arrojados por la borda de las embarcaciones en apuros, llegan hasta la costa a la deriva, y son recibidos con parecido fervor.
Al tanto de la costumbre del mar, los amantes despechados lloran a menudo frente a él: piensan quizá que este, conmovido, les retornará el amor que perdieron.
Cada verano, en una playa del sur, aparece una patera cargada de subsaharianos que se desploman exhaustos entre paellas y factores de protección diez. Acaso el mar nos esté devolviendo así los emigrantes que en los años sesenta se fueron a Suiza, a Argentina, a Alemania, porque la desesperación en sus ojos es, al fin, la misma.
Gigante malhumorado y cumplidor, el amar no quiere nada que no sea suyo. Es un espejo grande y despiadado que no admite subterfugios, y nos devuelve sin misericordia lo que somos.
Una vez cada verano, puntual a su cita, llegaba a la playa un muerto. Alguien que había desaparecido unos días antes durante el baño y que el mar puntualmente devolvía a sus familias. Nosotros hacíamos apuestas sobre el día en el que aparecería, provocando el sobresalto de los bañistas.
En esas ocasiones, los padres corrían para tapar los ojos de los niños que aún éramos. Nos llamaba la atención su color azulado, y el enorme volumen de sus cuerpos hinchados nos llevaba a concluir que sólo se ahogaban los gordos, lo que nos proporcionó una primera noción de inmortalidad, equivocada pero muy conveniente. Cuando nuestras madres nos gritaban desde la orilla, fuera de sí, que saliéramos del agua o a ver si es que queríamos ahogarnos, nosotros respondíamos muy dignos que no estábamos gordos. Ellas pensaban que éramos idiotas, y nosotros que las madres no se enteraban nunca de nada.
Luego hacíamos castillos y ahogados de arena entre las toallas, que diseccionábamos alegremente como expertos forenses con nuestros rastrillos de colores, para horror de familias propias y ajenas. Nada interesa más a un niño que la muerte, esa cosa lejana de la que hablan los mayores en voz baja, tan improbable aún como los dragones de los cuentos.
Y es que el mar devuelve siempre las cosas. Devuelve cumplidor a los bañistas imprudentes después de haberse quedado con su vida, pero también los cascos vacíos de las botellas, el petróleo que pierden los barcos y los restos de los naufragios.
En un pueblo de Galicia, la marea trajo una vez una virgen de madera antigua, flotando sobre las aguas como una aparición. Los vecinos, postrados de rodillas en el puerto, la recibieron entre lágrimas y fervores. Desde entonces la pasean en barca una vez al año, y con sus descendientes, repiten de rodillas la ceremonia de bienvenida a la Virgen Náufraga. Como para compensar, ese mismo mar devuelve a veces fardos de cocaína que, arrojados por la borda de las embarcaciones en apuros, llegan hasta la costa a la deriva, y son recibidos con parecido fervor.
Al tanto de la costumbre del mar, los amantes despechados lloran a menudo frente a él: piensan quizá que este, conmovido, les retornará el amor que perdieron.
Cada verano, en una playa del sur, aparece una patera cargada de subsaharianos que se desploman exhaustos entre paellas y factores de protección diez. Acaso el mar nos esté devolviendo así los emigrantes que en los años sesenta se fueron a Suiza, a Argentina, a Alemania, porque la desesperación en sus ojos es, al fin, la misma.
Gigante malhumorado y cumplidor, el amar no quiere nada que no sea suyo. Es un espejo grande y despiadado que no admite subterfugios, y nos devuelve sin misericordia lo que somos.
jueves, 23 de abril de 2020
La bandera. Luis Mateo Díez.
Misto era el primero en salir
cuando don Brano, sin darse la vuelta sobre el encerado, donde ponía
las cuentas que luego había que copiar en los cuadernos, alzaba la
mano izquierda y mostraba el reloj en la muñeca dejando apreciar los
puños raídos de la camisa, que había sido blanca en alguna
antigüedad tan remota como la de los cartagineses.
Misto ocupaba habitualmente el primer pupitre, destacado entre las dos filas que lo continuaban, como si el pupitre fuese la punta de lanza de un ejército valeroso. Era el premio al mejor, no solo al más aplicado sino al más sumiso y al que revelaba los mayores sentimientos patrióticos, algo que los alumnos que alcanzaban el tercer grado, y que jamás olvidarían a don Servo y a don Amo, no lograban comprender con exactitud.
En el hueco del tintero del primer pupitre don Brano colocaba todas las mañanas, después de la oración y mientras los alumnos permanecían de pie, la enseña nacional prendida en una vara de fresno, un mástil nudoso y torcido y un trapo precario que mostraba en la franja gualda los agujeros de las balas del frente.
-Las hordas marxistas fusilaron la bandera porque el odio es ciego y no repara siquiera en los símbolos…-decía don Brano con frecuencia, cuando vigilaba los deberes dando vueltas por el aula, y los alumnos observaban con temor el brillo de su mirada, la temblorosa mano derecha que aliviaba en su cuello la grasienta corbata, como si aquel gesto anunciara la convulsión que en seguida le llevaría a proferir los primeros insultos y propinar las primeras bofetadas .
Misto regresaba a los veinte minutos exactos. Entraba en el aula sudoroso y sofocado y nada más sentarse se levantaba y salía el siguiente en el orden de los pupitres, de izquierda a derecha.
Hasta que finalizaba la jornada de la mañana, uno tras otro, con el ritmo marcado por Misto, iban y venían de la Escuela al pueblo, inventando el mejor atajo para llegar a la casa de don Brano, subir el tramo de las empinadas escaleras, entrar en el piso, siempre sumido en el abandono de su acérrima soltería, alcanzar la cocina, donde la suciedad goteaba el aroma rancio de los cocidos, y alzar la tapa del puchero para comprobar que hervía su insondable contenido y reponer el agua para que no dejase de hacerlo.
La franja gualda de la bandera mostraba la huella de las balas de su fusilamiento y durante mucho tiempo fue para todos los alumnos una reliquia temerosa que traía al aula el fragor de la pólvora y el odio. La reliquia perdió buena parte de su aureola uno de aquellos días en que don Brano estallaba en improperios y repartía bofetadas a diestro y siniestro conteniendo a duras penas la alteración que le llevaba finalmente a golpear con el puño la mesa, cuyo tablero había roto en más de una ocasión.
Desde el ventanal del patio los hermanos y sus amigos espiaron asustados al maestro que en el recreo golpeaba con el gancho de la estufa los pupitres vacíos, le vieron luego introducir el gancho en las brasas y llevar la punta candente a la franja gualda de la bandera, donde tres nuevos disparos añadían mayor oprobio al fusilamiento.
Fue Perlo quien calculó mal el agua del puchero de don Brano, lo que motivó que se quemara su contenido y se hiciera acreedor del castigo que suscitaba el forzado ayuno. Al día siguiente don Brano abofeteo a Perlo y en los siguientes continuó golpeándolo, buscando cualquier motivo para hacerlo. Uno de aquellos golpes reventó el oído derecho de Perlo y su padre denunció al maestro.
Fue el último curso que estuvo en el Valle y no hubo especiales comentarios cuando marchó, apenas la discreta referencia a sus rarezas y extravíos, aquella extravagante soledad que le marginaba de todos, como si el gesto huraño y violento de don Brano fuera el gesto vengativo de un terco aborrecimiento del mundo y sus habitantes.
En los diez años que don Brano había ejercido de maestro, siempre desaparecía del Valle en junio para volver a mediados de septiembre, uno o dos días antes de que comenzara el curso. Nadie supo nunca de dónde era ni adónde iba. El don Brano que regresaba en Septiembre casi no resultaba reconocible: a su habitual delgadez había que añadir cuatro o cinco kilos de menos, la modesta indumentaria alcanzaba un límite andrajoso y su rostro se escondía en la desordenada barba que había crecido en aquel tiempo.
La gente lo olvidó en seguida y en el aula quedó la vilipendiada enseña sin la huella de más disparos, hasta que un día el nuevo maestro decidió retirarla.
Tuvieron que pasar dos años hasta que en el Valle se supiera algo más de don Brano, de su pasado, de sus desapariciones veraniegas.
Una familia que buscaba trabajo en las minas preguntó por él y todos se extrañaron de la devoción con que mentaban su nombre.
-Ese hombre -dijeron- venía todos los veranos a los pueblos de la Cabrera, a los más pobres y perdidos, y echaba los días en enseñar a leer a quien quisiera y gastaba los ahorros, que no debían ser muchos, en comida para los rapaces. No hay persona más querida y recordada en aquella comarca.
Misto ocupaba habitualmente el primer pupitre, destacado entre las dos filas que lo continuaban, como si el pupitre fuese la punta de lanza de un ejército valeroso. Era el premio al mejor, no solo al más aplicado sino al más sumiso y al que revelaba los mayores sentimientos patrióticos, algo que los alumnos que alcanzaban el tercer grado, y que jamás olvidarían a don Servo y a don Amo, no lograban comprender con exactitud.
En el hueco del tintero del primer pupitre don Brano colocaba todas las mañanas, después de la oración y mientras los alumnos permanecían de pie, la enseña nacional prendida en una vara de fresno, un mástil nudoso y torcido y un trapo precario que mostraba en la franja gualda los agujeros de las balas del frente.
-Las hordas marxistas fusilaron la bandera porque el odio es ciego y no repara siquiera en los símbolos…-decía don Brano con frecuencia, cuando vigilaba los deberes dando vueltas por el aula, y los alumnos observaban con temor el brillo de su mirada, la temblorosa mano derecha que aliviaba en su cuello la grasienta corbata, como si aquel gesto anunciara la convulsión que en seguida le llevaría a proferir los primeros insultos y propinar las primeras bofetadas .
Misto regresaba a los veinte minutos exactos. Entraba en el aula sudoroso y sofocado y nada más sentarse se levantaba y salía el siguiente en el orden de los pupitres, de izquierda a derecha.
Hasta que finalizaba la jornada de la mañana, uno tras otro, con el ritmo marcado por Misto, iban y venían de la Escuela al pueblo, inventando el mejor atajo para llegar a la casa de don Brano, subir el tramo de las empinadas escaleras, entrar en el piso, siempre sumido en el abandono de su acérrima soltería, alcanzar la cocina, donde la suciedad goteaba el aroma rancio de los cocidos, y alzar la tapa del puchero para comprobar que hervía su insondable contenido y reponer el agua para que no dejase de hacerlo.
La franja gualda de la bandera mostraba la huella de las balas de su fusilamiento y durante mucho tiempo fue para todos los alumnos una reliquia temerosa que traía al aula el fragor de la pólvora y el odio. La reliquia perdió buena parte de su aureola uno de aquellos días en que don Brano estallaba en improperios y repartía bofetadas a diestro y siniestro conteniendo a duras penas la alteración que le llevaba finalmente a golpear con el puño la mesa, cuyo tablero había roto en más de una ocasión.
Desde el ventanal del patio los hermanos y sus amigos espiaron asustados al maestro que en el recreo golpeaba con el gancho de la estufa los pupitres vacíos, le vieron luego introducir el gancho en las brasas y llevar la punta candente a la franja gualda de la bandera, donde tres nuevos disparos añadían mayor oprobio al fusilamiento.
Fue Perlo quien calculó mal el agua del puchero de don Brano, lo que motivó que se quemara su contenido y se hiciera acreedor del castigo que suscitaba el forzado ayuno. Al día siguiente don Brano abofeteo a Perlo y en los siguientes continuó golpeándolo, buscando cualquier motivo para hacerlo. Uno de aquellos golpes reventó el oído derecho de Perlo y su padre denunció al maestro.
Fue el último curso que estuvo en el Valle y no hubo especiales comentarios cuando marchó, apenas la discreta referencia a sus rarezas y extravíos, aquella extravagante soledad que le marginaba de todos, como si el gesto huraño y violento de don Brano fuera el gesto vengativo de un terco aborrecimiento del mundo y sus habitantes.
En los diez años que don Brano había ejercido de maestro, siempre desaparecía del Valle en junio para volver a mediados de septiembre, uno o dos días antes de que comenzara el curso. Nadie supo nunca de dónde era ni adónde iba. El don Brano que regresaba en Septiembre casi no resultaba reconocible: a su habitual delgadez había que añadir cuatro o cinco kilos de menos, la modesta indumentaria alcanzaba un límite andrajoso y su rostro se escondía en la desordenada barba que había crecido en aquel tiempo.
La gente lo olvidó en seguida y en el aula quedó la vilipendiada enseña sin la huella de más disparos, hasta que un día el nuevo maestro decidió retirarla.
Tuvieron que pasar dos años hasta que en el Valle se supiera algo más de don Brano, de su pasado, de sus desapariciones veraniegas.
Una familia que buscaba trabajo en las minas preguntó por él y todos se extrañaron de la devoción con que mentaban su nombre.
-Ese hombre -dijeron- venía todos los veranos a los pueblos de la Cabrera, a los más pobres y perdidos, y echaba los días en enseñar a leer a quien quisiera y gastaba los ahorros, que no debían ser muchos, en comida para los rapaces. No hay persona más querida y recordada en aquella comarca.
miércoles, 22 de abril de 2020
Su viuda y su voz. Ana María Shua.
De las cañerías provenía
un ruido fuerte y triste al que ella suponía la voz de su marido
muerto. Todas las cañerías hacen ruido, argumentaban sus amigos. En
todas las cañerías se manifiesta su espíritu, decía ella. Todas
las cañerías hacían ruido cuando él estaba entre nosotros,
argumentaban sus amigos. Pero solamente ahora me hablan de amor,
decía ella.
martes, 21 de abril de 2020
Antes de la cita con los Linares. Alfredo Bryce Echenique.
A
Mercedes y Antonio, siempre
—No, no, doctor psiquiatra, usted no me logra entender, no se trata de eso, doctor psiquiatra; se trata más bien de insomnios, de sueños raros... rarísimos...
—Pesadillas...
—No me interrumpa, doctor psiquiatra; se trata de los rarísimos pero no de pesadillas; las pesadillas dan miedo y yo no tengo miedo, bueno sí, un poco de miedo pero más bien antes de acostarme y mientras me duermo, después vienen los sueños, esos que usted llama pesadillas, doctor psiquiatra, pero ya le digo que no son pesadillas porque no me asustan, son más bien graciosos, sí, eso exactamente: Sueños graciosos, doctor psiquiatra...
—Sebastián, no me llames doctor psiquiatra; es casi como si me llamaras señor míster Juan Luna; llámame doctor, llámame Juan si te acomoda más...
—Sí, doctor psiquiatra, son unos sueños realmente graciosos, la más vieja de mis tías en calzones, mi abuelita en patinete, y esta noche usted cagando, seguramente, doctor psiquiatra... no puedo prescindir de la palabra psiquiatra, doctor... psiquiatra... ya lo estoy viendo, ya está usted cag...
—Vamos, vamos, Sebastián. Un poco de orden en las ideas; un poco de control; al grano; venga la historia desde atrás... desde el comienzo del viaje...
—Sí, doctor psiquiatra... «cagando».
—Ya te lo había dicho: Un café no es lugar apropiado para una consulta: A cada rato volteas a mirar a los que entran, debió ser en mi consultorio...
—No, no, no— nada en el consultorio; no hay que tomar este asunto tan en serio; entiéndame: Una cita con el psiquiatra en su consultorio y tengo miedo a la que le dije; aquí en el café todo parece menos importante, aquí no puede usted cerrar las persianas ni hacerme recostar en un sofá, aquí entre cafecito y cafecito, doctor psiquiatra, porque si usted no me quita esto, doctor psiquiatra, perdóneme, no puedo dejar de llamarlo así, si usted no me quita esto, es mejor que lo siga viendo cagar, perdóneme... pero es así y todo es así, el otro día, por ejemplo, he aquí un sueño de los graciosos, el otro día un ejército enorme iba a invadir un país, no sé cuál, podría ser cualquiera, y justo antes de llegar todos se pusieron a montar en patinete, como mi abuelita, y a tirarse baldazos de agua como en carnaval, y después arrancó, en el sueño, el carnaval de Río hasta que me desperté casi contento... Lo único malo es que aún eran las cinco mañana... Como ve, no llegan a ser pesadillas o qué sé yo...
—Un poco de orden, Sebastián. Empieza desde que saliste de París.
Había terminado de arreglar su maleta tres días antes del viaje porque era precavido, maniático y metódico. Había alquilado su cuarto del barrio latino durante el verano porque era un estudiante más bien pobre. Había decidido pasar el verano en España porque allá tenía amigos, porque que veneraba al Quijote y porque quería ver vez también por todo lo que allá le iba a pasar.
Le había alquilado su cuarto a un español que venía a preparar una tesis durante el verano. El español llegó dos días antes de lo acordado y tuvieron que dormir juntos. Conversaron. Como el español no lo conocía muy bien aún, le habló de cosas superficiales, sin mayor importancia; o tal vez no:
—Si dices que has perdido seis kilos, ya verás como los recuperas; allá se come bien y barato.
—Odio los trenes. No veo la hora de estar en Barcelona.
—¡Hombre!, un viaje en tren en esta época puede ser muy entretenido. Ya verás: O te toca viajar con algunas suecas o alemanas y en ese caso, como tú hablas español, nada fácil que sacar provecho de la situación; o de lo contrario te encontrarás con obreros españoles que regresan a su vacaciones y entonces pan, vino, chorizo, transistores, una semijuerga que te acorta el viaje; no hay pierde.
El español no lo acompañó a tomar ese maldito tren. Sebastián detestaba los trenes y se había levantado tempranísimo para encontrar su asiento reservado de segunda, para que nadie se le sentara en su sitio, y porque, maniático, él estaba seguro de que el conductor del tren lo odiaba y que para fastidiarlo partiría, sólo ese día, antes de lo establecido por el horario. Fue el primero en subir al tren. El primero en ubicar su asiento, en acomodar su equipaje. Como al cabo de tres minutos el vagón continuaba vacío, Sebastián se puso de pie y salió a comprobar que en ese tren no hubiese ningún otro vagón con el mismo número ni, ya de regreso a su coche, ningún otro asiento con su número. Esto último lo hizo corriendo, porque temía que ya alguien se hubiese sentado en su sitio y entonces tenía que tener tiempo para ir a buscar al hombre de la compañía, uno nunca sabe con quién tendrá que pelear, para que éste desalojara al usurpante. Desocupado. Su asiento continuaba desocupado y Sebastián lo insultó por no estar al lado de la ventana, por estar al centro y por eso de que ahora, como en el cine, nadie sabrá jamás en cuál de los dos brazos le tocaría apoyar el codo y eso podría ser causa de odios en el compartimiento. Pero tal vez no porque ya no tardaban en llegar dos obreros andaluces, con él tres hombres, con el vino, el chorizo y los transistores, y luego las tres suecas, tres contra tres, con sus piernas largas, sus cabelleras rubias, listas a morir de insolación en alguna playa de Málaga. Él empezaría hablando de Ingmar Bergman, los españoles invitando vino, todos hablarían a los diez minutos pero media hora después él ya sólo hablaría con la muchacha sueca con que se iba a casar, ya no volveré más a mi patria, con que se iba a instalar para siempre en Estocolmo, y que era incompatible con la dulce chiquilla vasca que lo haría radicarse en Guipúzcoa, un caserío en el monte y poemas poemas poemas, tan incompatible con los ojos negros inmensos enamorados de Soledad, la guapa andaluza que lo llevó a los toros, tan incompatible con, que lo adoró mientras el Viti les brindaba el toro, tan incompatible con, triunfal Santiago Martín El Viti... Todo, todo le iba a suceder, pero antes, antes, porque después, después volvería a estudiar a París.
Las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Las cinco. No bien partió el tren, las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Él no tenía un revolver para matarlas y además no lograba odiarlas. Iban limpísimas las cinco monjitas y lo habían saludado al entrar al compartimento. Entonces el viaje empezó a durar ocho horas hasta la frontera; sesenta minutos cada hora hasta la frontera; ocho mil horas hasta la frontera y las cinco monjitas viajarían inmóviles hasta la frontera y él cómo haría para no orinar hasta la frontera porque tenia a una limpiecita entre él y la puerta y no le podía decir «madre, por favor, quiero ir al baño», mientras ella a lo mejor estaba rezando por él. Tampoco podía apoyar los codos; tampoco podía leer su libro, cómo iba a leer al marqués de Sade ese que traía en el bolsillo delante de ellas, cómo iba a decirle a la que había puesto su maleta encima de la suya: «Madre, por favor, podría sacar su maleta de encima de la mía? Quisiera buscar un libro que tengo allí adentro». Se sentía tan malo, tan infernal entre las monjitas. «Madrecita regáleme una estampita», pensó, y en ese instante se le vino a la cabeza esa imagen tan absurda, las monjitas contando frijoles negros, luego otra, las monjitas en patinete hasta la frontera, y entonces como que se sacudió para despejar su mente de tales ideas y para ver si algo líquido se movía en sus riñones y comprobar si ya tenía ganas de orinar para empezar a aguantarse hasta la frontera.
—Y cuando me quedé dormido, doctor psiquiatra, no debe haber sido más de media hora, doctor psiquiatra, estoy seguro, tome nota porque ésa fue la primera vez que soñé cosas raras, esos sueños graciosos, las monjitas en patinete, en batalla campal, arrojándose frijoles en la cara. Creo que hasta me desperté porque me cayó un frijolazo en el ojo.
—¿Estas seguro de que esa fue la primera vez, Sebastián?
—Sí, sí, seguro, completamente seguro. Y la segunda vez fue mientras dormitaba en esa banca en Irún, esperando el tren para Barcelona. Llovía a cántaros y se me mojaron los pies; por eso cogí ese maldito resfriado. .. Maldita lluvia.
—¿Y las religiosas? . . . .
—Las monjitas tomaron otro tren con dirección a Madrid. Yo las ayudé a cargar y a subir sus maletas; si supiera usted cómo me lo agradecieron; cuando me despedí de ellas pensé que podría llorar, en fin, que podrían llenárseme los ojos de lágrimas; se fueron con sus rosarios... limpísimas... Si viera usted la meada que pegué en Irún...
—¿Los sueños de Irún fueron los mismos que los del tren?
—Sí, doctor psiquiatra, exactos, ninguna diferencia, sólo que al fin yo las ayudé a cargar sus patinetes hasta el otro tren. En el tren a Barcelona también soñé lo mismo en principio, pero esa vez también estaban las suecas y los obreros andaluces y no nos atrevíamos a hablarles porque uno no le mete letra a una sueca delante de una monja que está rezando el rosario...
Llegó a Barcelona en la noche del veintisiete de julio y llovía. Bajó del tren y al ver en su reloj que eran las once de la noche, se convenció de que tendría que dormir en la calle. Al salir de la estación, empezaron a aparecer ante sus ojos los letreros que anunciaban las pensiones, los hostales, los albergues. Se dijo: «No hay habitación para usted», en la puerta de cuatro pensiones, pero se arrojó valientemente sobre la escalera que conducía a la quinta pensión que encontró. Perdió y volvió a encontrar su pasaporte antes de entrar, y luego avanzó hasta una especie de mostrador donde un recepcionista lo podría estar confundiendo con un contrabandista. Quería, de rodillas, un cuarto para varios días porque en Barcelona se iba a encontrar con los Linares, porque estaba muy resfriado y porque tenía que dormir bien esa noche. El recepcionista le contó que él era el propietario de esa pensión, el dueño de todos los cuartos de esa pensión, de todas las mesas del comedor de esa pensión y después le dijo que no había nada para él, que sólo había un cuarto con dos camas para dos personas. Sebastián inició la más grande requisitoria contra todas las pensiones del mundo: a el que era un estudiante extranjero, a él que estaba enfermo, resfriado, cansado de tanto viajar, a él que tenía su pasaporte en regla (lo perdió y lo volvió a encontrar), a él que venía en busca de descanso, de sol y del Quijote, se le recibía con lluvia y se le obligaba a dormir en la intemperie. «Calma, calma, señor», dijo el propietario-recepcionista, «no se desespere, déjeme terminar: voy a llamar a otra pensión y le voy a conseguir un cuarto».
Pero alguien estaba subiendo la escalera; unos pasos en la escalera, fuertes, optimistas, definitivos, impidieron que el propietario-recepcionista marcara el número de la otra pensión en el teléfono, y desviaron la mirada de Sebastián hacia la puerta de la recepción. Ahí se había detenido y ellos casi lo aplauden porque representaba todas las virtudes de la juventud mundial. Estaba sano, sanísimo, y cuando se sonrió, Sebastián leyó claramente en las letras que se dibujaban en cada uno de sus dientes: «Me los lavo todos los días; tres veces al día». Llevaba puestos unos botines inmensos, una llanta de tractor por suelas, en donde Sebastián sólo lograría meter los pies mediante falsas caricias y engaños y despidiéndose de ellos para siempre. Llevaba, además, colgada a la espalda, una enorme mochila verde oliva, y estaba dispuesto, si alguien se lo pedía, a sacar de adentro una casa de campo y a armarla en el comedor de la pensión (o donde fuera) en exactamente tres minutos y medio. Tenía menos de veinticuatro años y vestía pantalón corto y camisa militar. Era rubio y colorado y sus piernas, cubiertas de vellos rubios y enroscados, podrían causarle un complejo de inferioridad por superioridad.
Hizo una venia y habló: «Haben Sie ein Zimmer?». El propietario-recepcionista sonrió burlonamente y dijo: «Nein». Pero entonces Sebastián decidió que el dios Tor y él podían tomar el cuarto de dos camas por esa noche. Fue una gran idea porque el propietario-recepcionista aceptó y les pidió que mostraran sus documentos y llenaran estos papelitos de reglamento. Sebastián no encontraba su lápiz pero Tor, sonriente, sacó dos, obligándolo a inventar su cara de confraternidad y a decidirse, en monólogo interior, a mostrarle en el mapa que Tor sacaría de la casa de campo que traía en la mochila, dónde exactamente quedaba su país, a lo mejor le interesaba y mañana se iba caminando hasta allá.
Se llamaba Sigfrido, no Tor, y Sebastián, ya con pulmonía, le entregó su mano para que se la hiciera añicos, obligándolo a cargar su maleta con la mano izquierda y a seguirlo mientras desfilaba enorme hasta la habitación bastante buena, con ducha y todo. Sebastián estornudó tres veces mientras se ponía el pijama y, cuando al cabo de unos minutos, vio a Tor desnudo meterse a la ducha fría, luego lo escuchó cantar y dar porrazos, no sabía bien si en la pared o en su pecho vikingo, decidió cubrirse bien con la frazada porque esa noche se iba a morir de pulmonía. «Tara-la-la-la-la-la-la; trra-la-la-la-la-la-la-la; Jijoanito Panano, Jijoanito Panano...»
—Estoy seguro, doctor psiquiatra, de que venía de dar la vuelta al mundo con la mochila en la espalda y los zapatones esos que eran un peligro para la seguridad, para los pies públicos. Y todavía podía cantar con una voz de coro de la armada rusa y bañarse en agua fría, sólo teníamos agua fría y no hubo la menor variación en el tono de voz cuando abrió el caño; nada, absolutamente nada: Siguió cantando como si nada y yo ahí muriéndome de frío y pulmonía en la cama...
—Sebastián, yo creo que exageras un poco; cómo va a ser posible que un simple resfriado se convierta en pulmonía en cosa de minutos; te sentías mal, cansado, deprimido...
—A eso voy, doctor psiquiatra; a eso iba hace un rato cuando lo empecé a ver a usted cag...
—Ya te dije que había sido un error tener la cita en un café; constantemente volteas a mirar a la gente que entra...
—No, doctor psiquiatra; no es eso; los sacudones que doy con la cabeza hacia todos lados son para borrármelo a usted de la mente cag...
—Escucha, Sebastián...
—Escuche usted, doctor psiquiatra, y no se amargue si lo veo en esa postura porque si usted no es capaz de comprender que un resfriado puede transformarse en pulmonía en un segundo por culpa de un tipo como Tor, entonces es mejor que lo vea siempre cagando, doctor psiquiatra...
—...
—¿No comprende, usted? ¿No se da cuenta de que venía de dar la vuelta al mundo como si nada? ¿No se lo imagina usted con la casa de campo en la espalda y luego desnudo y colorado bajo la ducha fría, preparándose para dormir sin pastillas y sin problemas las horas necesarias para partir a dar otra vuelta al mundo?
—¿Cómo acabó todo eso, Sebastián?
—Fue terrible, doctor; fue una noche terrible; se durmió inmediatamente y estoy seguro de que no roncó por cortesía; yo me pasé horas esperando que empezara a roncar, pero nada: No empezó nunca; dormía como un niño mientras yo empapaba todo con el sudor y clamaba por un termómetro; nunca he sudado tanto en mi vida y ¡cómo me ardía la garganta! Empecé a atragantarme las tabletas esas de penicilina; me envenené por tomarme todas las que había en el frasco. Fue terrible, doctor psiquiatra, Tor se levantó al alba para afeitarse, lavarse los dientes y partir a dar otra vuelta al mundo; a pie, doctor psiquiatra, las vueltas al mundo las daba a pie, no hacía bulla para no despertarme y yo todavía no me había dormido; ya no sudaba, pero ahora todo estaba mojado y frío en la cama y ya me empezaban las náuseas de tanta penicilina. Tor era perfecto, doctor psiquiatra, estaba sanísimo, y yo no sé para qué me moví: Se dio cuenta de que no dormía y momentos antes de partir se acercó a mi cama a despedirse, dijo cosas en alemán y yo debí ponerle mi cara de náuseas y confraternidad cuando saqué el brazo húmedo de abajo de la frazada y se lo entregué para que se lo llevara a dar la vuelta al mundo, me ahorcó la mano, doctor psiquiatra...
—¿No lograste dormir después que se marchó?
—Sí, doctor psiquiatra, sí logré dormir pero sólo un rato y fue suficiente para que empezaran nuevamente los sueños graciosos; fue increíble porque hasta soñé con las palabras necesarias para que el asunto fuera cómico; sí, sí, la palabra holocausto; soñé que el propietario-recepcionista y yo ofrecíamos un holocausto a Tor, allí, en la entrada de la pensión, los dos con el carnerito, y el otro dale que dale con su «Haben Sie ein Zimmer» y después empezó a regalarme tabletas de penicilina que sacó de un bolsillo numerado de su camisa...
Era domingo y faltaban dos días para el día de la cita. Sebastián fue al comedor y desayunó sin ganas. Había vomitado varias veces pero era mejor empezar el día desayunando, como todo el mundo, y así sentirse también como todo el mundo. Necesitaba sentirse como todo el mundo. Era un día de sol y por la tarde iría a toros. Por el momento se paseaba cerca del mar y se acercaba al puerto. Se sentía aliviado. Sentía que la penicilina lo había salvado de un fuerte resfrío y que vomitar lo había salvado de la penicilina. Se sentía bien. Optimista. Caminaba hacia el puerto y empezaba a gozar de una atmósfera pacifica y tranquila y que el sol lograba alegrar. Sonreía al pensar en el Sigfrido que él había llamado Tor y se lo imaginaba feliz caminando por los caminos de España. En el puerto se unió a un grupo de personas y con ellas caminó hasta llegar al pie de los dos barcos de guerra. Eran dos barcos de guerra norteamericanos y estaban anclados ahí, delante de él. Sebastián los contemplaba. No sabía qué tipo de barcos eran, pero los llamó «destroyers» porque esos cañones podrían destruir lo que les diera la gana. La gente hacía cola; subía y visitaba los «destroyers» mientras los marinos se paseaban por la cubierta y, desde abajo, Sebastián los veía empequeñecidos; entonces decidió marcharse para que los marinos que lo estaban mirando no lo vieran a él empequeñecido. Eran unos barcos enormes y Sebastián ya se estaba olvidando de ellos, pero entonces vio la carabela.
Ahí estaba, nuevecita, impecable, flotando, anclada, trescientos metros más acá de los «destroyers», no a cualquiera le pasa, la carabela, y Sebastián dejó de comprender. Quiso pero ya no pudo sentirse como después del desayuno y ahora se le enfriaban las manos. Ya no se estaba paseando como todo el mundo por Barcelona y ahora sí que ya no se explicaba bien qué diablos pasaba con todo, tal vez no él sino la realidad tenía la culpa, presentía una teoría, sería cojonudo explicársela a un psiquiatra, una contribución al entendimiento, pero no: nada con la que te dije, nada de «recuéstese allí, jovencito», nada con las persianas del consultorio.
Su carabela seguía flotando como un barco de juguete en una tina, pero inmensa, de verdad y muy bien charolada. Sebastián se escapó, se fue cien metros más allá hasta las «golondrinas». Así les llamaban y eran unos barquitos blancos que se llevaban, cada media hora, a los turistas a darse un paseo no muy lejos del puerto. Ahí mismo vendían los boletos; podía subir y esperar que partiera el próximo; podía sentarse y esperar en la cafetería. No compró un boleto; prefirió meterse a la cafetería y poner algún orden a todo aquello que le hubiera gustado decirle a un psiquiatra, a cualquiera.
No pudo, el pobre, porque al sentarse en su mesa se le vino a la cabeza eso de los niveles. Recién lo captó cuando se le acercó el hombre obligándolo a reconocer que tenía los zapatos sucios, él no hubiera querido que se agachara, yo me los limpio, pero estaban sucios y el hombre seguía a su lado, listo para empezar a molestarse y él dijo sí con la cabeza y con el dedo y para terminar y ahora el hombre ya estaba en cuclillas y ya todo lo de los pies y los marineros de los «destroyers» arriba, sobre los taburetes, delante del mostrador, pidiendo y bebiendo más cerveza. «Yo también quiero una cerveza», dijo, cuando lo atendieron. El mozo también estaba a otro nivel.
Después pensaba que el lustrabotas no tenía una cara. Tenía cara pero no tenía una cara, y cuando se inclinaba para comprobar sólo le veía el pelo planchado, luchando por llenarse de rulos y una frente como cualquier otra; nunca la cara; no tenía una cara porque también cuando se deshacía en perfecciones y dominios lanzando la escobilla, plaff plaff, como suaves bofetadas, de palma a palma de la mano, cada vez más rápido, lustrando, puliendo, sacando brillo con maña, técnica, destreza, casi un arte, un artista, pero no, no porque no era importante, era sólo plaff plaff, arrodillado, y los barquitos, «golondrinas», continuaban partiendo, cada media hora, llenos de turistas, a dar una vuelta, un paseo, no muy lejos del puerto, por el mar.
El lustrabotas le dijo que el zapato tenía una rajadura, él ya lo sabía y no miró; entonces el hombre sin cara le dijo que no era profunda y que se la había salvado, le había salvado el zapato, el par de zapatos; entonces él miró y ahí estaba siempre la rajadura, sólo que ahora además brillaba, obligándolo a apartar la mirada y agradecer, a agradecer infinitamente, a encender el cigarrillo, a beber el enorme trago de cerveza, a mirar al mostrador, a volver a pensar en niveles, a hablar de su adorado zapato, le había costado un dineral, obligándolo a pensar ya en la propina, qué le dijo el español sobre las propinas, qué piensan los Linares sobre los lustrabotas, cuántas monedas tenía, plaff plaff plaff, como suaves bofetadas, casi caricias, que es la generosidad.
Todavía por la tarde, fue a los toros.
—La peor corrida del mundo, doctor psiquiatra; no se imagina usted; fue la peor corrida del mundo, con lluvia y todo. Puro marinero americano, puro turista; sólo unos cuantos españoles y todos furiosos; todos mandando al cacho a los toreros, pero desistieron, doctor psiquiatra, desistieron y empezaron a tomarlo todo a la broma, doctor psiquiatra; burlas, insultos, carcajadas, almohadonazos; sólo la pobre sueca sufría, la pobre no resistía la sangre de los toros, se tapaba la cara, veía cogidas por todos lados, lloraba, era para casarse con ella, doctor psiquiatra, pero lloraba sobre el hombro de su novio, doctor psiquiatra, desaparecía en el cuello de un grandazo como Tor, doctor psiquiatra, un grandazo como Tor aunque este no estaba tan sano...
—¿Y tuviste más sueños, Sebastián?
—Ya no tantos, doctor psiquiatra, ya no tantos; sólo soñé con la corrida: Era extraño porque el grandazo de la sueca era y no era Tor al mismo tiempo... Sí, sí, doctor psiquiatra, era y no era porque después yo vi a Tor llegando a una pensión en Egipto y preguntando «Haben Sie ein Zimmer?», aunque eso debió haber sido más tarde, en realidad no recuerdo bien, sólo recuerdo que yo me asusté mucho porque la plaza empezó a balancearse lentamente, se balanceaba como si estuviera flotando y sólo se me quitó el miedo cuando descubrí que las graderías habían adquirido el ritmo de las mandíbulas de los marineros: Eran norteamericanos, doctor psiquiatra, y estaban mascando chicle... Parecían contentos...
No le gustaba jugar a las cartas; no sabía jugar solitario, pero cree que puede hablar de lo que siente un jugador de solitario; cree, por lo que hizo esa mañana, un día antes de la cita con los Linares.
Desayunó como todo el mundo en la pensión, a las nueve de la mañana. Después se sentó en la recepción, conversó con el propietario-recepcionista, evitó los paseos junto al mar y fumó hasta las once de la mañana. Una idea se apoderó entonces de Sebastián: por qué no haberse equivocado en el día de la cita; se habían citado el martes treinta de julio, a la una de la tarde, pero se habían citado con más de un mes de anticipación, y con tanto tiempo de por medio, cualquiera se equivoca en un día. Además le preocupaba no conocer Barcelona; ¿y si se equivocaba de camino y llegaba después de la hora?, ¿y si se perdía y llegaba muy atrasado?, ¿y si ellos se cansaban de esperarlo y decidían marcharse? Bajó corriendo la escalera de la pensión y se volcó a la calle en busca del Café Terminus, esquina del Paseo de Gracia y la calle Aragón. Y ahora caminaba desdoblando ese maldito plano de la ciudad que se le pegaba al cuerpo y se le metía entre las piernas con el viento. «Por aquí a la derecha, por aquí a la izquierda», se decía, y sentía como si ya lo estuvieran esperando en ese maldito café al que nunca llegara. El sol, el calor, el viento, la enormidad del plano que se desdoblaba con dificultad, que nunca jamás se volvería a doblar correctamente, que podía estar equivocado, ser anticuado... No, no; parado en esa esquina, la más calurosa del mundo, sin un heladero a la vista, no, el ya nunca más volvería a ver a los Linares.
Y después no pudo preguntarle al policía ése porque el propietario-recepcionista se había quedado con su pasaporte, su único documento de identidad, ¿y si había vencido ya su certificado de vacuna?, a ese otro sí podía preguntarle: peatón, transeúnte, hágame el favor, señor, y luego lo odió cuando le dijo que el Terminus estaba allá, en la próxima esquina, y él comprobó que faltaba aún una hora para la cita, además la cita era mañana.
Realmente ese mozo del Terminus tenía paciencia, no le preguntaba qué deseaba, aunque no debía seguirlo con la mirada. ¿Qué podía estar haciendo ese señor? ¿Por qué se sentó primero en el interior y después en la terraza? ¿Por qué se trasladó del lado izquierdo de la terraza, al lado derecho? ¿Qué busca ese señor? ¿Está loco? ¿Por qué no cesa de mirarme? Me va a volver loco; ¿no se le ocurre comprender? Y así Sebastián estudiaba todas las posibilidades, se ubicaba en todos los ángulos, estudiaba todos los accesos al café, para que no se le escaparan los Linares. Escogería la mejor mesa, aquella desde donde se dominaban ambas calles, desde donde se dominaban todas las entradas al café. La dejaría señalada y mañana vendría, con horas de anticipación, a esperar a los Linares. Pero ahora también los esperó bastante, por si acaso.
La noche antes de la cita también soñó, pero era diferente. Por la mañana se despertó muy temprano, pero se despertó alegre y desayunó sintiéndose mejor que todo el mundo. También caminó hasta el Café Terminus, pero ahora ya conocía el camino y no traía el plano de la ciudad. Llevó ropa ligera y anteojos de sol, pero el sol estaba agradable y no quemaba demasiado. Una vez en el café, encontró su mesa vacía y el mozo ya no lo miraba desesperantemente; se limitó a traerle la cerveza que él pidió, y luego lo dejó en paz con el cuaderno y el lápiz que había traído para escribir, porque aún faltaban horas para la hora de la cita. Y escribía; escribía velozmente, y durante las primeras dos horas sólo levantaba la cabeza cada diez minutos, para ver si ya llegaban los Linares; luego ya sólo faltaba una hora, y entonces levantaba la cabeza cada cinco minutos, cada tres, cada dos minutos porque ya no tardaban en llegar, pero escribía siempre, escribía y levantaba la cabeza, escribía y miraba... un mes.
—Dices que eran unos sueños diferentes, Sebastián...
—Sí, doctor, completamente diferentes; eran unos sueños alegres, ahí estaban todos mis amigos, todos me hablaban, los Linares llegaban constantemente, no se cansaban de llegar, llegaban y llegaban; eran unos sueños preciosos y si usted me fuera a dar pastillas, yo sólo quisiera pastillas contra los otros sueños, para estos sueños nada, doctor, nada para estos sueños de los amigos y de los Linares llegando...
¿Cuál de los dos está más bronceado? ¿Él o ella? ¿Cuál lleva los anteojos para el sol? ¿Quién sonríe más? Maldito camión que no los deja atravesar. Y el semáforo todavía. Ponte de pie para abrazarlos. No derrames la cerveza. No manches el cuento. No patees la mesa. Luz verde. Cuál de los dos está más bronceado. A quién el primer abrazo. Las sonrisas. Los Linares. Las primeras preguntas. Los primeros comentarios a las primeras respuestas.
—¡Hombre!, ¡Sebastián!, pero si estás estupendo.
—Sí, sí. Y ustedes ¡bronceadísimos! Ya hace más de un mes.
—¡Hombre!, mes y medio bajo el sol; ya es bastante. ¿Y no ves lo guapa que se ha puesto ella?
—Y ahora, Sebastián, a Gerona con nosotros.
—¿Tres cervezas?
—Sí, sí. Asiento, asiento.
—¿Y esto qué es, Sebastián?
—Ah, un cuento; me puse a escribir mientras los esperaba; tendrán que soplárselo.
—¡Vamos!, ¡vamos!, ¡arranca!
—No, ahora no; tendría que corregirlo.
—¿Y el título?
—Aún no lo sé; había pensado llamarlo Doctor psiquiatra, pero dadas las circunstancias, creo que le voy a poner Antes de la cita, con ustedes, con los Linares.
La felicidad ja, ja. 1974.
—No, no, doctor psiquiatra, usted no me logra entender, no se trata de eso, doctor psiquiatra; se trata más bien de insomnios, de sueños raros... rarísimos...
—Pesadillas...
—No me interrumpa, doctor psiquiatra; se trata de los rarísimos pero no de pesadillas; las pesadillas dan miedo y yo no tengo miedo, bueno sí, un poco de miedo pero más bien antes de acostarme y mientras me duermo, después vienen los sueños, esos que usted llama pesadillas, doctor psiquiatra, pero ya le digo que no son pesadillas porque no me asustan, son más bien graciosos, sí, eso exactamente: Sueños graciosos, doctor psiquiatra...
—Sebastián, no me llames doctor psiquiatra; es casi como si me llamaras señor míster Juan Luna; llámame doctor, llámame Juan si te acomoda más...
—Sí, doctor psiquiatra, son unos sueños realmente graciosos, la más vieja de mis tías en calzones, mi abuelita en patinete, y esta noche usted cagando, seguramente, doctor psiquiatra... no puedo prescindir de la palabra psiquiatra, doctor... psiquiatra... ya lo estoy viendo, ya está usted cag...
—Vamos, vamos, Sebastián. Un poco de orden en las ideas; un poco de control; al grano; venga la historia desde atrás... desde el comienzo del viaje...
—Sí, doctor psiquiatra... «cagando».
—Ya te lo había dicho: Un café no es lugar apropiado para una consulta: A cada rato volteas a mirar a los que entran, debió ser en mi consultorio...
—No, no, no— nada en el consultorio; no hay que tomar este asunto tan en serio; entiéndame: Una cita con el psiquiatra en su consultorio y tengo miedo a la que le dije; aquí en el café todo parece menos importante, aquí no puede usted cerrar las persianas ni hacerme recostar en un sofá, aquí entre cafecito y cafecito, doctor psiquiatra, porque si usted no me quita esto, doctor psiquiatra, perdóneme, no puedo dejar de llamarlo así, si usted no me quita esto, es mejor que lo siga viendo cagar, perdóneme... pero es así y todo es así, el otro día, por ejemplo, he aquí un sueño de los graciosos, el otro día un ejército enorme iba a invadir un país, no sé cuál, podría ser cualquiera, y justo antes de llegar todos se pusieron a montar en patinete, como mi abuelita, y a tirarse baldazos de agua como en carnaval, y después arrancó, en el sueño, el carnaval de Río hasta que me desperté casi contento... Lo único malo es que aún eran las cinco mañana... Como ve, no llegan a ser pesadillas o qué sé yo...
—Un poco de orden, Sebastián. Empieza desde que saliste de París.
Había terminado de arreglar su maleta tres días antes del viaje porque era precavido, maniático y metódico. Había alquilado su cuarto del barrio latino durante el verano porque era un estudiante más bien pobre. Había decidido pasar el verano en España porque allá tenía amigos, porque que veneraba al Quijote y porque quería ver vez también por todo lo que allá le iba a pasar.
Le había alquilado su cuarto a un español que venía a preparar una tesis durante el verano. El español llegó dos días antes de lo acordado y tuvieron que dormir juntos. Conversaron. Como el español no lo conocía muy bien aún, le habló de cosas superficiales, sin mayor importancia; o tal vez no:
—Si dices que has perdido seis kilos, ya verás como los recuperas; allá se come bien y barato.
—Odio los trenes. No veo la hora de estar en Barcelona.
—¡Hombre!, un viaje en tren en esta época puede ser muy entretenido. Ya verás: O te toca viajar con algunas suecas o alemanas y en ese caso, como tú hablas español, nada fácil que sacar provecho de la situación; o de lo contrario te encontrarás con obreros españoles que regresan a su vacaciones y entonces pan, vino, chorizo, transistores, una semijuerga que te acorta el viaje; no hay pierde.
El español no lo acompañó a tomar ese maldito tren. Sebastián detestaba los trenes y se había levantado tempranísimo para encontrar su asiento reservado de segunda, para que nadie se le sentara en su sitio, y porque, maniático, él estaba seguro de que el conductor del tren lo odiaba y que para fastidiarlo partiría, sólo ese día, antes de lo establecido por el horario. Fue el primero en subir al tren. El primero en ubicar su asiento, en acomodar su equipaje. Como al cabo de tres minutos el vagón continuaba vacío, Sebastián se puso de pie y salió a comprobar que en ese tren no hubiese ningún otro vagón con el mismo número ni, ya de regreso a su coche, ningún otro asiento con su número. Esto último lo hizo corriendo, porque temía que ya alguien se hubiese sentado en su sitio y entonces tenía que tener tiempo para ir a buscar al hombre de la compañía, uno nunca sabe con quién tendrá que pelear, para que éste desalojara al usurpante. Desocupado. Su asiento continuaba desocupado y Sebastián lo insultó por no estar al lado de la ventana, por estar al centro y por eso de que ahora, como en el cine, nadie sabrá jamás en cuál de los dos brazos le tocaría apoyar el codo y eso podría ser causa de odios en el compartimiento. Pero tal vez no porque ya no tardaban en llegar dos obreros andaluces, con él tres hombres, con el vino, el chorizo y los transistores, y luego las tres suecas, tres contra tres, con sus piernas largas, sus cabelleras rubias, listas a morir de insolación en alguna playa de Málaga. Él empezaría hablando de Ingmar Bergman, los españoles invitando vino, todos hablarían a los diez minutos pero media hora después él ya sólo hablaría con la muchacha sueca con que se iba a casar, ya no volveré más a mi patria, con que se iba a instalar para siempre en Estocolmo, y que era incompatible con la dulce chiquilla vasca que lo haría radicarse en Guipúzcoa, un caserío en el monte y poemas poemas poemas, tan incompatible con los ojos negros inmensos enamorados de Soledad, la guapa andaluza que lo llevó a los toros, tan incompatible con, que lo adoró mientras el Viti les brindaba el toro, tan incompatible con, triunfal Santiago Martín El Viti... Todo, todo le iba a suceder, pero antes, antes, porque después, después volvería a estudiar a París.
Las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Las cinco. No bien partió el tren, las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Él no tenía un revolver para matarlas y además no lograba odiarlas. Iban limpísimas las cinco monjitas y lo habían saludado al entrar al compartimento. Entonces el viaje empezó a durar ocho horas hasta la frontera; sesenta minutos cada hora hasta la frontera; ocho mil horas hasta la frontera y las cinco monjitas viajarían inmóviles hasta la frontera y él cómo haría para no orinar hasta la frontera porque tenia a una limpiecita entre él y la puerta y no le podía decir «madre, por favor, quiero ir al baño», mientras ella a lo mejor estaba rezando por él. Tampoco podía apoyar los codos; tampoco podía leer su libro, cómo iba a leer al marqués de Sade ese que traía en el bolsillo delante de ellas, cómo iba a decirle a la que había puesto su maleta encima de la suya: «Madre, por favor, podría sacar su maleta de encima de la mía? Quisiera buscar un libro que tengo allí adentro». Se sentía tan malo, tan infernal entre las monjitas. «Madrecita regáleme una estampita», pensó, y en ese instante se le vino a la cabeza esa imagen tan absurda, las monjitas contando frijoles negros, luego otra, las monjitas en patinete hasta la frontera, y entonces como que se sacudió para despejar su mente de tales ideas y para ver si algo líquido se movía en sus riñones y comprobar si ya tenía ganas de orinar para empezar a aguantarse hasta la frontera.
—Y cuando me quedé dormido, doctor psiquiatra, no debe haber sido más de media hora, doctor psiquiatra, estoy seguro, tome nota porque ésa fue la primera vez que soñé cosas raras, esos sueños graciosos, las monjitas en patinete, en batalla campal, arrojándose frijoles en la cara. Creo que hasta me desperté porque me cayó un frijolazo en el ojo.
—¿Estas seguro de que esa fue la primera vez, Sebastián?
—Sí, sí, seguro, completamente seguro. Y la segunda vez fue mientras dormitaba en esa banca en Irún, esperando el tren para Barcelona. Llovía a cántaros y se me mojaron los pies; por eso cogí ese maldito resfriado. .. Maldita lluvia.
—¿Y las religiosas? . . . .
—Las monjitas tomaron otro tren con dirección a Madrid. Yo las ayudé a cargar y a subir sus maletas; si supiera usted cómo me lo agradecieron; cuando me despedí de ellas pensé que podría llorar, en fin, que podrían llenárseme los ojos de lágrimas; se fueron con sus rosarios... limpísimas... Si viera usted la meada que pegué en Irún...
—¿Los sueños de Irún fueron los mismos que los del tren?
—Sí, doctor psiquiatra, exactos, ninguna diferencia, sólo que al fin yo las ayudé a cargar sus patinetes hasta el otro tren. En el tren a Barcelona también soñé lo mismo en principio, pero esa vez también estaban las suecas y los obreros andaluces y no nos atrevíamos a hablarles porque uno no le mete letra a una sueca delante de una monja que está rezando el rosario...
Llegó a Barcelona en la noche del veintisiete de julio y llovía. Bajó del tren y al ver en su reloj que eran las once de la noche, se convenció de que tendría que dormir en la calle. Al salir de la estación, empezaron a aparecer ante sus ojos los letreros que anunciaban las pensiones, los hostales, los albergues. Se dijo: «No hay habitación para usted», en la puerta de cuatro pensiones, pero se arrojó valientemente sobre la escalera que conducía a la quinta pensión que encontró. Perdió y volvió a encontrar su pasaporte antes de entrar, y luego avanzó hasta una especie de mostrador donde un recepcionista lo podría estar confundiendo con un contrabandista. Quería, de rodillas, un cuarto para varios días porque en Barcelona se iba a encontrar con los Linares, porque estaba muy resfriado y porque tenía que dormir bien esa noche. El recepcionista le contó que él era el propietario de esa pensión, el dueño de todos los cuartos de esa pensión, de todas las mesas del comedor de esa pensión y después le dijo que no había nada para él, que sólo había un cuarto con dos camas para dos personas. Sebastián inició la más grande requisitoria contra todas las pensiones del mundo: a el que era un estudiante extranjero, a él que estaba enfermo, resfriado, cansado de tanto viajar, a él que tenía su pasaporte en regla (lo perdió y lo volvió a encontrar), a él que venía en busca de descanso, de sol y del Quijote, se le recibía con lluvia y se le obligaba a dormir en la intemperie. «Calma, calma, señor», dijo el propietario-recepcionista, «no se desespere, déjeme terminar: voy a llamar a otra pensión y le voy a conseguir un cuarto».
Pero alguien estaba subiendo la escalera; unos pasos en la escalera, fuertes, optimistas, definitivos, impidieron que el propietario-recepcionista marcara el número de la otra pensión en el teléfono, y desviaron la mirada de Sebastián hacia la puerta de la recepción. Ahí se había detenido y ellos casi lo aplauden porque representaba todas las virtudes de la juventud mundial. Estaba sano, sanísimo, y cuando se sonrió, Sebastián leyó claramente en las letras que se dibujaban en cada uno de sus dientes: «Me los lavo todos los días; tres veces al día». Llevaba puestos unos botines inmensos, una llanta de tractor por suelas, en donde Sebastián sólo lograría meter los pies mediante falsas caricias y engaños y despidiéndose de ellos para siempre. Llevaba, además, colgada a la espalda, una enorme mochila verde oliva, y estaba dispuesto, si alguien se lo pedía, a sacar de adentro una casa de campo y a armarla en el comedor de la pensión (o donde fuera) en exactamente tres minutos y medio. Tenía menos de veinticuatro años y vestía pantalón corto y camisa militar. Era rubio y colorado y sus piernas, cubiertas de vellos rubios y enroscados, podrían causarle un complejo de inferioridad por superioridad.
Hizo una venia y habló: «Haben Sie ein Zimmer?». El propietario-recepcionista sonrió burlonamente y dijo: «Nein». Pero entonces Sebastián decidió que el dios Tor y él podían tomar el cuarto de dos camas por esa noche. Fue una gran idea porque el propietario-recepcionista aceptó y les pidió que mostraran sus documentos y llenaran estos papelitos de reglamento. Sebastián no encontraba su lápiz pero Tor, sonriente, sacó dos, obligándolo a inventar su cara de confraternidad y a decidirse, en monólogo interior, a mostrarle en el mapa que Tor sacaría de la casa de campo que traía en la mochila, dónde exactamente quedaba su país, a lo mejor le interesaba y mañana se iba caminando hasta allá.
Se llamaba Sigfrido, no Tor, y Sebastián, ya con pulmonía, le entregó su mano para que se la hiciera añicos, obligándolo a cargar su maleta con la mano izquierda y a seguirlo mientras desfilaba enorme hasta la habitación bastante buena, con ducha y todo. Sebastián estornudó tres veces mientras se ponía el pijama y, cuando al cabo de unos minutos, vio a Tor desnudo meterse a la ducha fría, luego lo escuchó cantar y dar porrazos, no sabía bien si en la pared o en su pecho vikingo, decidió cubrirse bien con la frazada porque esa noche se iba a morir de pulmonía. «Tara-la-la-la-la-la-la; trra-la-la-la-la-la-la-la; Jijoanito Panano, Jijoanito Panano...»
—Estoy seguro, doctor psiquiatra, de que venía de dar la vuelta al mundo con la mochila en la espalda y los zapatones esos que eran un peligro para la seguridad, para los pies públicos. Y todavía podía cantar con una voz de coro de la armada rusa y bañarse en agua fría, sólo teníamos agua fría y no hubo la menor variación en el tono de voz cuando abrió el caño; nada, absolutamente nada: Siguió cantando como si nada y yo ahí muriéndome de frío y pulmonía en la cama...
—Sebastián, yo creo que exageras un poco; cómo va a ser posible que un simple resfriado se convierta en pulmonía en cosa de minutos; te sentías mal, cansado, deprimido...
—A eso voy, doctor psiquiatra; a eso iba hace un rato cuando lo empecé a ver a usted cag...
—Ya te dije que había sido un error tener la cita en un café; constantemente volteas a mirar a la gente que entra...
—No, doctor psiquiatra; no es eso; los sacudones que doy con la cabeza hacia todos lados son para borrármelo a usted de la mente cag...
—Escucha, Sebastián...
—Escuche usted, doctor psiquiatra, y no se amargue si lo veo en esa postura porque si usted no es capaz de comprender que un resfriado puede transformarse en pulmonía en un segundo por culpa de un tipo como Tor, entonces es mejor que lo vea siempre cagando, doctor psiquiatra...
—...
—¿No comprende, usted? ¿No se da cuenta de que venía de dar la vuelta al mundo como si nada? ¿No se lo imagina usted con la casa de campo en la espalda y luego desnudo y colorado bajo la ducha fría, preparándose para dormir sin pastillas y sin problemas las horas necesarias para partir a dar otra vuelta al mundo?
—¿Cómo acabó todo eso, Sebastián?
—Fue terrible, doctor; fue una noche terrible; se durmió inmediatamente y estoy seguro de que no roncó por cortesía; yo me pasé horas esperando que empezara a roncar, pero nada: No empezó nunca; dormía como un niño mientras yo empapaba todo con el sudor y clamaba por un termómetro; nunca he sudado tanto en mi vida y ¡cómo me ardía la garganta! Empecé a atragantarme las tabletas esas de penicilina; me envenené por tomarme todas las que había en el frasco. Fue terrible, doctor psiquiatra, Tor se levantó al alba para afeitarse, lavarse los dientes y partir a dar otra vuelta al mundo; a pie, doctor psiquiatra, las vueltas al mundo las daba a pie, no hacía bulla para no despertarme y yo todavía no me había dormido; ya no sudaba, pero ahora todo estaba mojado y frío en la cama y ya me empezaban las náuseas de tanta penicilina. Tor era perfecto, doctor psiquiatra, estaba sanísimo, y yo no sé para qué me moví: Se dio cuenta de que no dormía y momentos antes de partir se acercó a mi cama a despedirse, dijo cosas en alemán y yo debí ponerle mi cara de náuseas y confraternidad cuando saqué el brazo húmedo de abajo de la frazada y se lo entregué para que se lo llevara a dar la vuelta al mundo, me ahorcó la mano, doctor psiquiatra...
—¿No lograste dormir después que se marchó?
—Sí, doctor psiquiatra, sí logré dormir pero sólo un rato y fue suficiente para que empezaran nuevamente los sueños graciosos; fue increíble porque hasta soñé con las palabras necesarias para que el asunto fuera cómico; sí, sí, la palabra holocausto; soñé que el propietario-recepcionista y yo ofrecíamos un holocausto a Tor, allí, en la entrada de la pensión, los dos con el carnerito, y el otro dale que dale con su «Haben Sie ein Zimmer» y después empezó a regalarme tabletas de penicilina que sacó de un bolsillo numerado de su camisa...
Era domingo y faltaban dos días para el día de la cita. Sebastián fue al comedor y desayunó sin ganas. Había vomitado varias veces pero era mejor empezar el día desayunando, como todo el mundo, y así sentirse también como todo el mundo. Necesitaba sentirse como todo el mundo. Era un día de sol y por la tarde iría a toros. Por el momento se paseaba cerca del mar y se acercaba al puerto. Se sentía aliviado. Sentía que la penicilina lo había salvado de un fuerte resfrío y que vomitar lo había salvado de la penicilina. Se sentía bien. Optimista. Caminaba hacia el puerto y empezaba a gozar de una atmósfera pacifica y tranquila y que el sol lograba alegrar. Sonreía al pensar en el Sigfrido que él había llamado Tor y se lo imaginaba feliz caminando por los caminos de España. En el puerto se unió a un grupo de personas y con ellas caminó hasta llegar al pie de los dos barcos de guerra. Eran dos barcos de guerra norteamericanos y estaban anclados ahí, delante de él. Sebastián los contemplaba. No sabía qué tipo de barcos eran, pero los llamó «destroyers» porque esos cañones podrían destruir lo que les diera la gana. La gente hacía cola; subía y visitaba los «destroyers» mientras los marinos se paseaban por la cubierta y, desde abajo, Sebastián los veía empequeñecidos; entonces decidió marcharse para que los marinos que lo estaban mirando no lo vieran a él empequeñecido. Eran unos barcos enormes y Sebastián ya se estaba olvidando de ellos, pero entonces vio la carabela.
Ahí estaba, nuevecita, impecable, flotando, anclada, trescientos metros más acá de los «destroyers», no a cualquiera le pasa, la carabela, y Sebastián dejó de comprender. Quiso pero ya no pudo sentirse como después del desayuno y ahora se le enfriaban las manos. Ya no se estaba paseando como todo el mundo por Barcelona y ahora sí que ya no se explicaba bien qué diablos pasaba con todo, tal vez no él sino la realidad tenía la culpa, presentía una teoría, sería cojonudo explicársela a un psiquiatra, una contribución al entendimiento, pero no: nada con la que te dije, nada de «recuéstese allí, jovencito», nada con las persianas del consultorio.
Su carabela seguía flotando como un barco de juguete en una tina, pero inmensa, de verdad y muy bien charolada. Sebastián se escapó, se fue cien metros más allá hasta las «golondrinas». Así les llamaban y eran unos barquitos blancos que se llevaban, cada media hora, a los turistas a darse un paseo no muy lejos del puerto. Ahí mismo vendían los boletos; podía subir y esperar que partiera el próximo; podía sentarse y esperar en la cafetería. No compró un boleto; prefirió meterse a la cafetería y poner algún orden a todo aquello que le hubiera gustado decirle a un psiquiatra, a cualquiera.
No pudo, el pobre, porque al sentarse en su mesa se le vino a la cabeza eso de los niveles. Recién lo captó cuando se le acercó el hombre obligándolo a reconocer que tenía los zapatos sucios, él no hubiera querido que se agachara, yo me los limpio, pero estaban sucios y el hombre seguía a su lado, listo para empezar a molestarse y él dijo sí con la cabeza y con el dedo y para terminar y ahora el hombre ya estaba en cuclillas y ya todo lo de los pies y los marineros de los «destroyers» arriba, sobre los taburetes, delante del mostrador, pidiendo y bebiendo más cerveza. «Yo también quiero una cerveza», dijo, cuando lo atendieron. El mozo también estaba a otro nivel.
Después pensaba que el lustrabotas no tenía una cara. Tenía cara pero no tenía una cara, y cuando se inclinaba para comprobar sólo le veía el pelo planchado, luchando por llenarse de rulos y una frente como cualquier otra; nunca la cara; no tenía una cara porque también cuando se deshacía en perfecciones y dominios lanzando la escobilla, plaff plaff, como suaves bofetadas, de palma a palma de la mano, cada vez más rápido, lustrando, puliendo, sacando brillo con maña, técnica, destreza, casi un arte, un artista, pero no, no porque no era importante, era sólo plaff plaff, arrodillado, y los barquitos, «golondrinas», continuaban partiendo, cada media hora, llenos de turistas, a dar una vuelta, un paseo, no muy lejos del puerto, por el mar.
El lustrabotas le dijo que el zapato tenía una rajadura, él ya lo sabía y no miró; entonces el hombre sin cara le dijo que no era profunda y que se la había salvado, le había salvado el zapato, el par de zapatos; entonces él miró y ahí estaba siempre la rajadura, sólo que ahora además brillaba, obligándolo a apartar la mirada y agradecer, a agradecer infinitamente, a encender el cigarrillo, a beber el enorme trago de cerveza, a mirar al mostrador, a volver a pensar en niveles, a hablar de su adorado zapato, le había costado un dineral, obligándolo a pensar ya en la propina, qué le dijo el español sobre las propinas, qué piensan los Linares sobre los lustrabotas, cuántas monedas tenía, plaff plaff plaff, como suaves bofetadas, casi caricias, que es la generosidad.
Todavía por la tarde, fue a los toros.
—La peor corrida del mundo, doctor psiquiatra; no se imagina usted; fue la peor corrida del mundo, con lluvia y todo. Puro marinero americano, puro turista; sólo unos cuantos españoles y todos furiosos; todos mandando al cacho a los toreros, pero desistieron, doctor psiquiatra, desistieron y empezaron a tomarlo todo a la broma, doctor psiquiatra; burlas, insultos, carcajadas, almohadonazos; sólo la pobre sueca sufría, la pobre no resistía la sangre de los toros, se tapaba la cara, veía cogidas por todos lados, lloraba, era para casarse con ella, doctor psiquiatra, pero lloraba sobre el hombro de su novio, doctor psiquiatra, desaparecía en el cuello de un grandazo como Tor, doctor psiquiatra, un grandazo como Tor aunque este no estaba tan sano...
—¿Y tuviste más sueños, Sebastián?
—Ya no tantos, doctor psiquiatra, ya no tantos; sólo soñé con la corrida: Era extraño porque el grandazo de la sueca era y no era Tor al mismo tiempo... Sí, sí, doctor psiquiatra, era y no era porque después yo vi a Tor llegando a una pensión en Egipto y preguntando «Haben Sie ein Zimmer?», aunque eso debió haber sido más tarde, en realidad no recuerdo bien, sólo recuerdo que yo me asusté mucho porque la plaza empezó a balancearse lentamente, se balanceaba como si estuviera flotando y sólo se me quitó el miedo cuando descubrí que las graderías habían adquirido el ritmo de las mandíbulas de los marineros: Eran norteamericanos, doctor psiquiatra, y estaban mascando chicle... Parecían contentos...
No le gustaba jugar a las cartas; no sabía jugar solitario, pero cree que puede hablar de lo que siente un jugador de solitario; cree, por lo que hizo esa mañana, un día antes de la cita con los Linares.
Desayunó como todo el mundo en la pensión, a las nueve de la mañana. Después se sentó en la recepción, conversó con el propietario-recepcionista, evitó los paseos junto al mar y fumó hasta las once de la mañana. Una idea se apoderó entonces de Sebastián: por qué no haberse equivocado en el día de la cita; se habían citado el martes treinta de julio, a la una de la tarde, pero se habían citado con más de un mes de anticipación, y con tanto tiempo de por medio, cualquiera se equivoca en un día. Además le preocupaba no conocer Barcelona; ¿y si se equivocaba de camino y llegaba después de la hora?, ¿y si se perdía y llegaba muy atrasado?, ¿y si ellos se cansaban de esperarlo y decidían marcharse? Bajó corriendo la escalera de la pensión y se volcó a la calle en busca del Café Terminus, esquina del Paseo de Gracia y la calle Aragón. Y ahora caminaba desdoblando ese maldito plano de la ciudad que se le pegaba al cuerpo y se le metía entre las piernas con el viento. «Por aquí a la derecha, por aquí a la izquierda», se decía, y sentía como si ya lo estuvieran esperando en ese maldito café al que nunca llegara. El sol, el calor, el viento, la enormidad del plano que se desdoblaba con dificultad, que nunca jamás se volvería a doblar correctamente, que podía estar equivocado, ser anticuado... No, no; parado en esa esquina, la más calurosa del mundo, sin un heladero a la vista, no, el ya nunca más volvería a ver a los Linares.
Y después no pudo preguntarle al policía ése porque el propietario-recepcionista se había quedado con su pasaporte, su único documento de identidad, ¿y si había vencido ya su certificado de vacuna?, a ese otro sí podía preguntarle: peatón, transeúnte, hágame el favor, señor, y luego lo odió cuando le dijo que el Terminus estaba allá, en la próxima esquina, y él comprobó que faltaba aún una hora para la cita, además la cita era mañana.
Realmente ese mozo del Terminus tenía paciencia, no le preguntaba qué deseaba, aunque no debía seguirlo con la mirada. ¿Qué podía estar haciendo ese señor? ¿Por qué se sentó primero en el interior y después en la terraza? ¿Por qué se trasladó del lado izquierdo de la terraza, al lado derecho? ¿Qué busca ese señor? ¿Está loco? ¿Por qué no cesa de mirarme? Me va a volver loco; ¿no se le ocurre comprender? Y así Sebastián estudiaba todas las posibilidades, se ubicaba en todos los ángulos, estudiaba todos los accesos al café, para que no se le escaparan los Linares. Escogería la mejor mesa, aquella desde donde se dominaban ambas calles, desde donde se dominaban todas las entradas al café. La dejaría señalada y mañana vendría, con horas de anticipación, a esperar a los Linares. Pero ahora también los esperó bastante, por si acaso.
La noche antes de la cita también soñó, pero era diferente. Por la mañana se despertó muy temprano, pero se despertó alegre y desayunó sintiéndose mejor que todo el mundo. También caminó hasta el Café Terminus, pero ahora ya conocía el camino y no traía el plano de la ciudad. Llevó ropa ligera y anteojos de sol, pero el sol estaba agradable y no quemaba demasiado. Una vez en el café, encontró su mesa vacía y el mozo ya no lo miraba desesperantemente; se limitó a traerle la cerveza que él pidió, y luego lo dejó en paz con el cuaderno y el lápiz que había traído para escribir, porque aún faltaban horas para la hora de la cita. Y escribía; escribía velozmente, y durante las primeras dos horas sólo levantaba la cabeza cada diez minutos, para ver si ya llegaban los Linares; luego ya sólo faltaba una hora, y entonces levantaba la cabeza cada cinco minutos, cada tres, cada dos minutos porque ya no tardaban en llegar, pero escribía siempre, escribía y levantaba la cabeza, escribía y miraba... un mes.
—Dices que eran unos sueños diferentes, Sebastián...
—Sí, doctor, completamente diferentes; eran unos sueños alegres, ahí estaban todos mis amigos, todos me hablaban, los Linares llegaban constantemente, no se cansaban de llegar, llegaban y llegaban; eran unos sueños preciosos y si usted me fuera a dar pastillas, yo sólo quisiera pastillas contra los otros sueños, para estos sueños nada, doctor, nada para estos sueños de los amigos y de los Linares llegando...
¿Cuál de los dos está más bronceado? ¿Él o ella? ¿Cuál lleva los anteojos para el sol? ¿Quién sonríe más? Maldito camión que no los deja atravesar. Y el semáforo todavía. Ponte de pie para abrazarlos. No derrames la cerveza. No manches el cuento. No patees la mesa. Luz verde. Cuál de los dos está más bronceado. A quién el primer abrazo. Las sonrisas. Los Linares. Las primeras preguntas. Los primeros comentarios a las primeras respuestas.
—¡Hombre!, ¡Sebastián!, pero si estás estupendo.
—Sí, sí. Y ustedes ¡bronceadísimos! Ya hace más de un mes.
—¡Hombre!, mes y medio bajo el sol; ya es bastante. ¿Y no ves lo guapa que se ha puesto ella?
—Y ahora, Sebastián, a Gerona con nosotros.
—¿Tres cervezas?
—Sí, sí. Asiento, asiento.
—¿Y esto qué es, Sebastián?
—Ah, un cuento; me puse a escribir mientras los esperaba; tendrán que soplárselo.
—¡Vamos!, ¡vamos!, ¡arranca!
—No, ahora no; tendría que corregirlo.
—¿Y el título?
—Aún no lo sé; había pensado llamarlo Doctor psiquiatra, pero dadas las circunstancias, creo que le voy a poner Antes de la cita, con ustedes, con los Linares.
La felicidad ja, ja. 1974.
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