Por fin. La desconocida subía
siempre en aquella parada. «Amplia sonrisa, caderas anchas… una
madre excelente para mis hijos», pensó. La saludó; ella respondió
y retomó su lectura: culta, moderna.
Él
se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su
saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó.
Ella bajó.
Se
sintió divorciado: «¿Y los niños, con quién van a quedarse?»
miércoles, 31 de enero de 2024
Tranvía. Andrea Bocconi.
martes, 30 de enero de 2024
La esfinge. Edgar Allan Poe.
Durante el espantoso reinado del
cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar
quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del
Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión
veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de
diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los
libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las
temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa
ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la
muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad
aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún
amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El
mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este
paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía
hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento
menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se
esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario
afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba
suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no
lo atemorizaban.
Sus
intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me
hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes
que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían
fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de
superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había
estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto,
le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones
que habían hecho en mi fantasía.
Uno
de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios,
creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto
a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto,
en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en
tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con
absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de
sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y
es digno de mucho respeto.
El
hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un
incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de
ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un
presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan
perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera
a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi
al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un
libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual
dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas
del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana
había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus
árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el
volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina
ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la
desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de
monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se
abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en
el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura
apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la
evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de
lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo,
cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo
el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más
difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando
el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes
árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque
que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que
era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo
paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno
de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar
una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal
estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta
pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común.
Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro
pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de
veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente
surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero
de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la
trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de
treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en
forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los
rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la
cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de
casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas
espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía
aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras
superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena.
Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura
de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y
estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro
del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista.
Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con
una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente
calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí
que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban
de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre
que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el
monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado,
en el suelo.
Al
recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo
de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué
sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por
fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido,
estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo
ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en
un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me
impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al
principio rió cordialmente y luego adoptó un continente
excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda.
En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual,
con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró
ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé
con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda
ladera de la colina.
Entonces
me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio
de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me
eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la
cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no
era visible.
Mi
huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su
continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la
bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto,
suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y
siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios
puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema
de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy
especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal
fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en
el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar
la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
—Para
estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga
sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la
distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente
realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en
cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que,
tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta
particular rama del asunto?
Aquí
se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las
comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que
intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los
menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la
ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono
que antes.
—De
no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción
del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de
mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea
una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia
Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o
insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas
membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia
metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una
prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran
rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores
unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de
garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera
ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una
especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de
muerte que lleva en el corselete».
Aquí
cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma
posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».
—¡Ah,
aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la
colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De
todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo
imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por
este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la
ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un
pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se
encuentra de mis pupilas.
lunes, 29 de enero de 2024
Ciudad sin sueño. Federico García Lorca.
No duerme nadie por el cielo. Nadie,
nadie.
No
duerme nadie.
Las
criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán
las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y
el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al
increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
No
duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No
duerme nadie.
Hay
un muerto en el cementerio más lejano
que
se queja tres años
porque
tiene un paisaje seco en la rodilla;
y
el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que
hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
No
es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos
caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o
subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero
no hay olvido, ni sueño:
carne
viva. Los besos atan las bocas
en
una maraña de venas recientes
y
al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y
al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.
Un
día
los
caballos vivirán en las tabernas
y
las hormigas furiosas
atacarán
los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.
Otro
día
veremos
la resurrección de las mariposas disecadas
y
aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos
brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta!
¡Alerta! ¡Alerta!
A
los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a
aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o
a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay
que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde
espera la dentadura del oso,
donde
espera la mano momificada del niño
y
la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.
No
duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No
duerme nadie.
Pero
si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo,
hijos míos, azotadlo!
Haya
un panorama de ojos abiertos
y
amargas llagas encendidas.
No
duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya
lo he dicho.
No
duerme nadie.
Pero
si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid
los escotillones para que vea bajo la luna
las
copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.
Poeta en Nueva York, 1940
domingo, 28 de enero de 2024
sábado, 27 de enero de 2024
Parábola de los buscadores de diamantes. Pedro Ugarte.
El dios convocó a los
buscadores. A cada uno de ellos le asignó un diamante diminuto, un
mínimo diamante del tamaño de un grano de arena. Antes, el dios
había esparcido esos diamantes en parajes infinitos.
Un
buscador tenía que encontrar el suyo en los limos del fondo de un
riachuelo; otro, en la extensión de una larga playa. Un tercero supo
que su diamante estaba oculto en los vastos arenales de un desierto.
Para todos ellos la labor era la misma: algo que nunca podrían
alcanzar, algo absolutamente imposible.
Pero
el buscador del riachuelo se dio cuenta de que tenía cierta ventaja
sobre los demás y durante años revolvió, aunque sin éxito, los
barros donde se escondía su diamante. El buscador de la playa, más
desanimado por la extensión que debía registrar, se contentó con
vagar entre las dunas, y sólo a veces movía distraídamente con el
pie la arena, en espera de ese golpe de fortuna que nunca se produjo.
El
buscador del desierto, en fin, se sintió abrumado. Estaba igualmente
condenado a la derrota, pero de forma más desoladora que los otros.
Reflexionó durante tres días, buscó la sombra de una palmera y se
sentó a escribir la parábola de los buscadores de diamantes.
jueves, 25 de enero de 2024
El tiempo de la ciénaga. Andrés Caicedo.
A las seis me despertó la sirvienta,
y yo estaba soñando uno de esos sueños que hacen que primero me
levante sobre un codo y me ubique, no es que pregunte dónde estoy,
quién soy, ni ninguna de esas tonterías, lo que pasa es que tengo
que acomodarme a la tristeza, o aceptar que la desesperación es la
única vía de acceso a todo en este nuevo día, y decirme que son
las seis, que hay colegio, que a las ocho tocan la campana y cierran
la puerta, que estoy empezando quinto y sólo me falta lo que queda
de este año y otro, que podría decir renuncio e irme a vivir al
campo con las cabras, pero entonces quién se queda cuidando a mi
madre que no tiene ni cuarenta años y ya se está muriendo (y
todavía bonita), en eso pensaba yo y la sirvienta mirándome, no
sale hasta que no me vea bien despierto, parado, listo a quitarme la
piyama y a agarrar una toalla, ella siempre me prometía que había
agua caliente, después de bañarme pasaba por el cuarto de mi madre
a darle los buenos días y a llenarla de besos, ese día era un
martes después de un puente que abarcó viernes, sábado, domingo y
lunes, y a mí siempre me pasa que después de los puentes estoy
creyendo que es lunes, así que sin saber que era martes cogí fue el
horario del lunes: Religión, Química, Literatura, Historia y dos
horas de Física inmediatamente después del almuerzo porque este año
ya nos instalaron la jornada continua, pero no fue sino después que
me di cuenta que era martes, menos mal que los lunes y los martes
coinciden Religión y Física, pero había un trabajo de Civismo que
no llevé y el cura me puso cero, y yo ya quería aplastar mi cara,
golpearme la frente contra el pupitre para que vieran mi angustia,
había salido de mi casa a las siete y cuarenta y cinco porque tuve
un problema con la sirvienta que me sirvió el café frío y yo me le
entré a la cocina pisando duro y traté de regañarla pero ella no
se me dejó, tuve que tomarme el café frío sintiendo que se me
volvía un ocho el estómago de la rabia que tenía, cómo poder
decirle que no se metiera conmigo, que yo vivía atormentado por
problemas que ella ni imaginar podía pues no contaba con la
capacidad intelectual para hacerlo, que el que me lavara la ropa, me
tendiera la cama y me hiciera la comida eran puros accidentes, una
situación que ni ella ni yo podíamos modificar, que se limitara a
trabajar callada y a cobrar su sueldo, y sin necesidad de
comunicárselo que se diera cuenta de mi profundo desprecio por su
debilidad, por su corrupción, qué es eso de dejar su tierra, el
campo, y bajar acá a convertirse en sirvienta de esta sociedad para
que yo pueda llegar temprano al colegio y bien alimentado para rendir
en el estudio, y había días que ni siquiera me tenía agua caliente
y yo me ponía furioso, golpiaba los azulejos del baño, me daba
contra las paredes, tendía a enterrarme las uñas en las palmas de
las manos, y el agua fría cayéndome inmisericorde en mi espalda, yo
nunca entendí por qué era que me hacía todo eso, podemos hacernos
la vida soportable, era lo que yo le decía, no es sino cuestión de
mutuo entendimiento, ahora que mi madre está enferma a cada rato se
le pierden los vestidos y yo sé que se los roba la sirvienta, lo
digo porque me he metido a su cuarto y le he esculcado el clóset y
se los he visto, es decir me consta, pero no le digo nada a mi mamá
y yo, bueno, trato de hacerme como el que si nada, además mi mamá
ya para qué vestidos, se mantiene todo el día en la cama con la
piyama que era de mi papá, antes hablaba de las ventajas que traía
el decidir no salir más de la cama, no más problemas, pero ya ni
siquiera habla, yo salí de mi casa un poco preocupado, crucé el
alambre de púas que marca los límites de mi propiedad y tuve que
coger un Rojo Crema que caminó despacio y claro, ya eran las ocho
cuando llegué al San Juan Berchmans, ni un alma en los alrededores,
la puerta ya cerrada, tuve que tocar y tocar de la manera más triste
hasta que el portero se asomó por la rejilla y yo le pedí el favor
que me abriera y me dijo que no, entonces le supliqué que me abriera
y seguía diciendo que no, primero que no podía, luego que no le
daba la gana porque yo le caía gordo y que no me abría, entonces le
dije que si me abría me dejaba pirobear, y él me abrió pero
todavía mirándome con odio, cuánto hace que tocaron, le pregunté
yo pero no me contestó, yo apreté bien los libros contra mi pecho y
me doblé, él primero me puso las manos en las nalgas y me las sobó
un rato y luego con una sola mano me tocó por el medio hasta que yo
me voltié y le dije ya está y él ni protestó siquiera y yo salí
corriendo de allí, todavía pensaba alcanzar a responder lista, cómo
me quedaría cuando entré a la clase y era martes, me encuentro no
al cura de Religión sino al cura de Civismo y apenas me estoy
sentando me pide el trabajo que no he traído, esta mente lenta que
tengo, me pusieron un cero en Civismo, comí tanto a la hora de
almuerzo que en las dos horas de Física me la pasé con una bola en
el estómago y unas ganas de echarme y conciliar el sueño, además
que no entiendo nada de Física, desde hace un año la gente se ha
estado sospechando que soy un poco bruto, al principio me aterré y
daba berridos por toda la casa, pero ahora me limito a subir los
hombros: no es más que una indiferencia por todo, no emocionarme
desde que estaba chiquito, saber que hay cosas que uno no entiende y
es como si no existieran porque mi mente no da para más sencillo,
cuando tocaron la campana para salida yo pedí al cielo que nadie se
me acercara, que nadie me conversara, poder salir como soy de solo,
me pegué a una pared y logré cruzar la puerta con cierta facilidad,
entre los primeros, afuera me puse contento por el sol que hacía y
que a nadie le gusta, todo el mundo salía protestando por el calor
maldito, pero a mí el calor me llena de ánimos, a lo que le tengo
terror es al frío, también le tengo terror a encontrarme al papá
de una novia que yo tuve de mentiras y ella creyendo que era de
verdad, no me gustan las mujeres, que se la quité a un amigo y mi
amigo de la pura desesperación se fue de Cali buscando el mar, y
ahora al que le tengo miedo es al papá de ella porque sé que está
loco y que es ubicuo, me lo encuentro en el norte y en el sur, una
vez en mi vida he viajado a Bogotá y allá me lo encuentro, me fui
caminando por la orilla del río, bien despacio, mirando el agua, las
piedras negras, le tiré piedras a las vacas, como hago siempre, y ya
casi llegando a mi casa me metí por el último lote para acortar
camino y además porque me gusta caminar en medio de la maleza,
cruzar los montes, y resulta que me encuentro con una muchacha de mi
edad, de pelo largo, camiseta de rayas y bluyines americanos, yo
nunca la había visto por el barrio, cuando yo me le acerqué me
sonrió porque la camiseta mía era igual a la de ella, qué bruto,
fue una sonrisa tan linda, tan limpia, que yo no tuve ningún
problema en decirle hola y en preguntarle su nombre, se llamaba
Angelita, me quedé toda la tarde con ella allí en ese lote,
estuvimos arrancando hojas para un herbario que ella tenía, al
final, de pura aposta, nos rayamos los brazos con esas hojas largas y
filudas que tanto abundan en los lotes, que también sirven para
hacer zepelines, y ya haciéndose de nochecita salimos del lote
cogidos de la mano, al otro día yo fui a verla en el esperadero y me
contó que lo que más le gustaba era leer poesía, «El más noble
de los oficios», así me dijo, y yo quedé muy impresionado, tanto
que esa noche traté de escribirle un poema pero no pude y
desesperado, tumbando sillas, rebusqué entre las cosas de mi madre y
encontré este poema que se lo hice a ella en un Día de la Madre
cuando yo estaba muy chiquito, tanto que no tengo memoria de si lo
inventé yo o lo copié de algún libro, el poema, adaptado para
Angelita, dice así:
Angelita,
Angelita tú me besas
pero
yo te beso más
como
el agua en los cristales
son
mis besos en tu faz
te
he besado tanto, ¡tanto!
que
de mí cubierta estás
y
el enjambre de mis besos
no
te deja respirar, fue por allí que fui descubriendo que yo también
amaba la poesía, fui aprendiendo a escribir, ella me daba un mensaje
cerrado y yo le daba otro para que lo abriéramos al mismo minuto de
la segunda hora de la mañana, a cuántas millas de distancia, ella
en el Sagrado Corazón, yo en el San Juan Berchmans, ella me decía
que estaba igual de sola que yo, igual de aburrida estudiando
bachillerato, y a ella también le parecía una mierda la sociedad,
procuramos dejar de ir todos los sábados al Club, sólo íbamos
cuando había una fiesta importante como la del 28 de diciembre o una
competencia de natación que a ella le gustaban mucho, y yo sufría
porque nunca he podido nadar bien, no es que no nade bonito sino que
nado una piscina y me ahogo, también nos aficionamos al cine, íbamos
todos los días a las tres y media, ella decía en su casa que era
que estaba estudiando más que nunca, yo sí no tenía que inventar
nada porque mi mamá nunca me pregunta, al final creo yo que nos
comprendíamos mucho, y cuando a ella le daban las locuras que le
daban con la luna yo la calmaba, me le portaba fresco, mejor dicho la
pasábamos bien, y de tanto leer poesía y de tanto ver cine nos
fuimos volviendo muy progresistas, por ejemplo dejamos de ver con
buenos ojos, como cosa normal, que para todas las fiestas tuvieran
que alquilar policía para defendernos de la gente del Sureste, y
tanta pelea en la calle y la policía en toda parte, que al final era
que me estaba poniendo nervioso andar en medio de tanta policía, se
vinieron a destapar crímenes horribles, a Danielito Bang, uno del
San Juan Berchmans, lo descubrieron cómplice de antropofagia en
pleno siglo XX, pusieron una bomba en el Colegio Bolívar que es todo
de gringos, bombas en el Dari Frost y en la Librería Nacional que
también es manejada por gringos, y los de mi clase que tienen a los
papás o los hermanos en la Guardia Civil me decían que ya habían
agarrado culpables y que los estaban metiendo en celdas con una fosa
y un péndulo, ante toda esa violencia, que no comprendíamos y nos
sentíamos extraños, pensábamos irnos a vivir al campo una vez
termináramos bachillerato, hasta que ella me vino con el cuento de
que las islas Encantadas, y por allí derecho leímos todo Melville y
aprendimos a temer al mar aún sin conocerlo, ella sí había estado
una vez en Santa Marta pero yo sí nunca, en esa época fue que
concebí la idea de un cuento que nunca llegué a escribirlo: un
hombre se confunde por el mar de tanto leer a Melville y se echa a la
mar en busca de Las Encantadas creyendo encontrarse con aquel
territorio desierto mágico que leyó en los libros, cómo se
quedaría al ver que allí donde leyó una gruta, un albatros, hay
ahora un hotel, un aeropuerto, un casino, eso también hacía parte
de mis terrores, porque mis terrores seguían siendo encontrarme con
el padre de aquella novia lejana, son muchas las veces que he tenido
que bajarme de un bus cuando él se sube, cojo a Angelita de la mano
y le digo bajémonos y ella obedece sin preguntar porque aunque le
pudiera explicar no entendería, otro terror mío es soñar con un
hombre que se pasa la mano por los dientes y es como si se pasara la
mano por el mentón y seres sin mentón, tampoco puedo tratar de
explicárselo porque hay cosas que dejan de significar apenas
tratamos de encontrar un signo, un código que les dé expresión,
así que ella tiene que soportar su ignorancia de mí si vamos por la
calle y yo pego un grito en mitad de la calle o me jalo los pelos, y
es porque tengo que estar en guardia desalojando pensamientos
impensables, innominables, o si no me muero, debo decir que al final
nuestro progresismo tenía como meta, como autoconfirmación,
internarnos en un barrio del Sureste y meternos a un teatro de
segunda, digo, sobre todo cuando nos cogió un aburrimiento mortal
por los teatros de estreno, tanto que se vio en peligro nuestra
afición por el cine, un viernes vimos que daban Más corazón que
odio en el teatro Libia, y ese día estaba lloviendo, seguro fue
la lluvia la que nos animó y averiguamos qué bus coger, el Rojo
Crema que también pasa por Santa Teresita que es donde vivimos, para
llegar al teatro tuvimos que atravesar a pie una calle despavimentada
en medio de la lluvia, es decir caminar con el barro hasta los
talones, recuerdo un caño de aguas negras y en las puertas de las
casas hombres sin camisa que miraban la lluvia y nos miraban con
curiosidad pero sin malicia, ¿o entonces fue que entendí mal
aquellas miradas?, había niños que jugaban en el caño y perros
criollos, el teatro Libia era blanco, blanquísimo, de granito
lustrado, me sorprendió encontrar un teatro tan elegante en un
barrio así de pobre, la entrada valía cinco pesos, en el fondo de
la taquilla había un retrato del general Rojas Pinilla, nos dejamos
escurrir un poco antes de entrar, el doble era otra de vaqueros:
Shane el desconocido, adentro se estaba bien porque era
calientico y de oscuridad pasable y contentos, contentísimos,
tanteamos un puesto entre las primeras filas del lado izquierdo y
allí comenzamos a ver cine, sólo que cuando me acostumbré a la
oscuridad me voltiaba a mirar para atrás, y vi que el teatro estaba
casi vacío, arriba habría unas quince personas pero abajo sólo
estábamos nosotros, me dio una no sé qué sensación desagradable,
pero la lluvia tamborileaba en el techo y era bueno estar bajo cobijo
en un mundo nuevo y de pronto me sentí muy protegido, Angelita
tiritaba un poquito pero yo le apretaba un brazo con todas mis
fuerzas y le transmitía fácil el calor que yo tenía por dentro,
cuando se acabó Shane y siguieron con la otra de una sin
siquiera prender las luces fue cuando entraron tres jóvenes diciendo
«Buenas tardes, pueblo», y se sentaron en la fila de atrás, cuando
se acostumbraron a la oscuridad nos vieron y yo no sé si se dieron
cuenta de dónde era que veníamos, pero me parece a mí que
comenzaron a decir cosas de la película para que nosotros las
oyéramos y nos riéramos, eso fue lo que pensé todo el tiempo, yo
voltié una vez muy rápido y los vi, ellos se dieron cuenta sin
tener que mirarme, seguían la película con interés, uno de ellos
dijo: «Estas son las buenas de vaqueros, las que no me gustan son
esas italianas», y a mí me comenzaron a entrar ciertas ganas de
decirle que estábamos de acuerdo, que la vida se llevaba mejor si
había mutuo entendimiento, sé que Angelita también hubiera querido
hablarles, cómo hacíamos, me voltié hacia ellos y con mucha
habilidad pedí el primer cigarrillo de mi vida, donde no se den
cuenta que éramos del Norte me dicen no joda, compre, pero sabían
con quién estaban hablando y me lo dieron y no sólo eso sino que me
dijeron: «¿La pelada fuma?», sí, por favor, dijo Angelita, que
tampoco había fumado nunca, yo me atranqué y tosí dos veces, es
que tengo la garganta irritada con tanta llovedera, dije, Angelita en
cambio fumó su cigarrillo en silencio, serena, cuando yo terminé
todavía fumaba, yo esperé a que terminara y botara el cigarrillo
para acercármele y pegarle mi cabeza en su hombro, no me gustó el
olor a tabaco que despedía Angelita, mejor dicho me repugnó a tal
grado que me le separé de una y alarmado, me puse a olerme todo, el
aliento, las manos, para ver si olía a lo mismo pero no, la que olía
era ella, no vuelvo a fumar más me dije, y cuando se terminó la
película, la puerta que se cierra en toda la mitad del cinema Scope
y prendieron las luces, yo me voltié y los vi: había uno lleno de
granos y otro mueco, el tercero sí tenía la piel lisa y la
dentadura completa, era moreno y cuajado, hasta buen mozo, se quedó
mirándome y me preguntó: «¿Ustedes son del Norte, verdad?», sí,
por qué, le respondí yo, «Se les nota nomás», dijo el
granujiento y yo me reí, Angelita fue la que dijo pero nos gusta más
ver cine por acá, y ellos se rieron y nos ofrecieron cigarrillos, yo
dije que no gracias, pero Angelita dijo que sí, dejó que muy
tranquila se lo encendieran y se puso a fumarlo con cara de experta,
cuando salimos del teatro éramos casi amigos, ya no llovía y la
gente estaba en la calle salvando charcos, al mueco le decían Indio,
al buen mozo Mico y al granoso Marucaco, nunca nos conversaron de
política, ni que viéramos en qué estado estaban las calles de su
barrio, ni que los niños jugaban en las aguas negras, nada, sólo un
chiste, cuando nos vieron resentidos por el olor del ambiente: «A
esto por acá le llaman buenos aires», lo que nos contaban eran
cosas de las fiestas de ellos, del Santa Librada donde estudiaban, de
Salsa, una música que no me gusta, y usaban palabras que todavía no
entiendo y Angelita escuchaba con atención, los ojos le brillaban,
cuando llegamos a la 25 se querían despedir pero no los dejamos,
Angelita les pidió que no, que por qué no caminábamos un rato, a
mí me pareció bien, por qué no caminamos hasta el Centro, les
dije, les parece muy lejos, ¿o qué?, no, a ellos les pareció
perfecto, era viernes y no tenían nada que hacer, Marucaco me
preguntó que adónde había comprado esos zapatos y yo le dije,
frotándolos contra el pantalón, son Florsheim, me los trajeron de
Estados Unidos, y Marucaco se quedó callado, nos reímos todo el
tiempo de las cosas que nos contaban, eran simpatiquísimos, ahora en
el San Juan Berchmans yo iba a portarme distinto a todos los alumnos
luego de tener esta experiencia, de verlos a ellos tan distintos,
digo, tan felices, los tres con camisas de etamina. «Son lo último
para tirar boletería», decían, yo les hablé de Herman Melville y
de libros bien famosos, pero ¿cómo hacía si ellos nunca habían
oído hablar de eso?, se hacían los interesados, me escucharon con
atención como quien desea aprender, pero qué va, se distraían
completamente cuando uno cantaba un pedazo de esa música que no me
gusta y otro que le hacía coro, al final teníamos que esperarlos
porque se quedaban atrás, Marucaco y el Indio cantando y el Mico
bailando que era el que mejor bailaba porque los vi bailar a todos,
porque me consta, en el Centro los invité a tomarse un refresco y
ellos quedaron agradecidísimos, dijeron que si nos parecía nos
acompañaban hasta la casa y a mí me pareció bien, se les veía que
estaban igual de interesados que nosotros, ya que nosotros nos
metimos en su mundo ellos se iban a meter en el nuestro, por qué no,
todo se puede lograr si hay mutuo entendimiento, les dije, uno puede
vivir en paz, ellos me oyeron pero no me dijeron nada, y yo quedé un
poco desconcertado ante ese silencio, caminamos por la orilla del río
y Angelita se quedó atrás cogiendo hojas, ayudada por el Mico
mientras yo conversaba con Marucaco y el Indio de lo aburrido que yo
estaba estudiando bachillerato; pero el Indio me dijo que en cambio
ellos la pasaban «Soda, diga si no viejo Marucaco que la pasamos
chévere», y Marucaco dijo que sí, que «Muy soda, debe ser porque
usted estudia con los curas», me dijo, y yo voltié a ver qué era
lo que hacía Angelita, estaba viendo con el Mico una hoja rara que
me mostró después aunque estuvieron conversando mucho rato porque
el Mico se interesaba mucho por la Botánica, no es que supiera, no
es que supiera nada de Botánica sino que se interesaba por lo que
decía Angelita, caminamos y más adelante los invité a cono y ellos
de nuevo quedaron muy agradecidos, al rato todos estaban muy
interesados en la Botánica, caminaban al lado de Angelita
escuchándola con cuidado, de vez en cuando hacían chistes y
Angelita se reía con esa risa linda, limpia, comprendo yo que ellos
estuvieron maravillados con su belleza porque cuándo iban a poder
ver una muchacha así en su barrio, y por eso yo también estaba algo
contento, ya casi llegando al Charco del Burro ella se les adelantó
un poquito y me cogió la mano, serían las ocho de la noche, el
cielo se había despejado y con inquietud vi la luna llena, además
de los buses que pasan sin ver no había nadie por allí, Angelita ya
no se preocupaba de llegar tarde a la casa, sus papás se la pasaban
peliando todo el día y ya no les importaba ella, nosotros caminamos
cogidos de la mano, adelante entre la oscuridad resaltaba la blancura
de un aviso que decía: 10 AÑOS DE ARTE COLOMBIANO, hacia allá
caminábamos nosotros, hacia la montaña porque nos gusta el pasto,
el monte, eso fue lo que yo le dije al Indio y al Mico y a Marucaco,
que nos gustaba quedarnos aquí las tardes y ver pasar la gente, y
ellos se reían, el granoso tenía una risa linda, yo puedo descubrir
la belleza donde me la pongan, que nos gustaba oír las chicharras
por la mañana, ahora que no pasaba gente que viéramos la luna,
ellos decían que sí a todo lo que nosotros proponíamos, así me
gusta, de pie hicimos un círculo, el llamado para el diablo, todos
frente a frente, yo sé bien cómo actúa la luna en Angelita,
comenzó a apretarme la mano y yo podía sentir palpar el latido de
sus venas, el torrente que tenía adentro, me estrujaba la mano,
quería pegarse a mi cuerpo, yo la sentía caliente, pero el cielo
sólo sabe qué era lo que realmente estaba sintiendo, hubiera
tratado de hablarme, se quitó las sandalias que tenía todas
embarradas, qué barro bien inmundo, se puso a sentir la hierba,
movía un pie en círculo continuamente, luego en torno a una de mis
piernas, había noches en las que le daba por bajar y subir los
hombros sin ningún ritmo, luego comenzó a decir cosas que para
ellos sonarían incoherentes y a gemir por debajito, digo que sólo
yo la oía y eso que tenía que pegármele bastante, fue que me
comenzó a entrar un poco de vergüenza con ellos que ya estaban
viendo todo lo que pasaba y qué podían decir, qué podían pensar,
inútil fue que el Mico se adelantara y le preguntara algo sobre la
Adormidera, Mimosa pudica, confundido, fustigado ante esa anormalidad
que estaba sucediendo frente a él, porque ella no le oyó o no quiso
contestarle, ella lanzó un bufido y me enchapotió la boca en mi
cuello, qué luna la que tenía adentro, cuando anunciaron que los
gringos habían conquistado la luna ella se estuvo riendo y que no
creía, olvídate, allá no sube nadie, las luces de los carros me
encandelillaron, luego Angelita comenzó a quejarse como si
suplicara, pero digo que esto sólo lo oía yo, ellos han debido
suponer nada más que estaba cansada y que me quería con toda el
alma, entonces no sé quién, Marucaco, con los granos empustulados
ante la luna dijo, muy tieso, mirándome: «Qué novia tan linda la
que tiene usted», yo no le dije nada, tal vez por eso fue que él
tuvo que mirar a sus amigos, y les dijo: «Diga si no viejo Indio,
dígalo viejo Miquín, qué pelada tan linda la que tiene este man»,
«Muy chévere», dijo el Indio, y el Mico se quedó callado, miraba
a Angelita como con una cara de sufrimiento, como si no comprendiera
el mundo, comenzó a arrastrar los zapatos en la hierba, penosamente
me pareció a mí, y después dijo: «Mejor vámonos», y yo le dije
no quieren acompañarnos hasta la casa ¿o qué?, «¿Es muy lejos?»,
preguntó el Mico, no, apenas cuatro cuadras, qué les pasa, ya están
cansados o qué, en son de burla, «¿Los acompañamos?», le
preguntó a sus amigos, con la misma cara de angustia, ellos dijeron:
«Acompañémolos», yo logré que Angelita se pusiera las sandalias
y caminamos todo el tiempo de nuca a la luna, así que ella se iba
poniendo peor, yo consideré prudente dejar el río, subirnos por una
de las calles laterales hasta Santa Teresita, subimos, ellos se la
pasaron mirando las casas, los carros ante las casas, el alumbrado
público, caminaban detrás de nosotros pero después el Mico se
adelantó y caminó junto a Angelita, insistió en el tema del
Herbario, ella lo miró y se le rio en la cara y se pegó más a mí
y yo le sobé su cabecita, comprendiéndola, ahora es que sé la
soledad en que estaba, lo que yo significaba para ella y soy humilde
cuando lo digo, acercó su boca a mi oreja y me dijo decíles que se
vayan, aquellas palabras han debido llegar a ellos como resuello,
pero aun así yo temí que fueran a interpretar mal la situación
pero cómo hacía, estaba sintiendo un apremiante, desagradable deseo
de llegar rápido a mi casa, Angelita se me ponía muy mal, quería
seguirles conversando para que la situación no se volviera tensa,
qué absurdo estar acompañados en ese momento, cuando no somos más
que nosotros, cuando no podemos comunicar nada, ella me decía en
susurros toda la historia de su angustia, lo desgraciada que
eternamente era, desde chiquita había reconocido un malestar, una
tarde en la finca (lloviendo) había creído comprender el acto de su
vida, una ciénaga, y yo no sé, yo puede que me niegue a comprender
esto, porque desde que la conocí yo alcancé cierta tranquilidad,
cierta armonía, ella me decía cosas del mar, y yo cómo hacía para
decirle que en el nombre del cielo se callara, que no quería que sus
palabras se entendieran más allá de mí, ella tampoco lo quería y
entonces era por eso que se me pegaba, ver a alguien así pegado a
otro es como para sentirse la persona más sola del mundo, yo no es
que me niegue a comprenderlos, ellos ya no miraban más estas casas
de ricos, nos miraban era a nosotros, Angelita se me quejaba a mi
cuerpo y yo trataba de caminar derecho, de avanzar, y me era difícil,
faltaban dos cuadras para llegar a mi casa, me aterró voltiar a
verle la cara al Mico: era un hombre perdido en un delirio sin
nombre, sé que no lograba enfocar bien las imágenes, pero su vista
se bastaba en Angelita, estiró una mano y avanzó hacia ella, yo me
detuve, yo habría dejado que la tocara, cuestión de mutuo
entendimiento, Angelita se quedó mirándolo sin ningún interés,
todo el cuerpo del Mico comenzó a temblar con espasmos como de
fiebre, sé que tenía el infierno adentro, ¿a qué olerá el beso
de un hombre que tiene el infierno adentro?, eso es lo que yo digo,
el Mico se le lanzó, la agarró de la boca y posó su boca en su
boca como si fuera lo último que haría en la vida, recuerdo un
horripilante chillido, un manoteo como de gallina clueca, Angelita
logró zafársele y se puso a dar berridos de asco y de pena, de lo
insoportable que fue su aliento, el Mico se comenzó a doblar como
quien pide clemencia, Angelita se limpió la boca con un brazo, raspó
hasta la última humedad intentando quitarse de sí ese olor, esa
ofensa (si vomita ya es pura exageración, pensé), y entonces vino
hacia mí, por qué no, digo, si yo no era sabio pero sí limpio, si
era bello, si se embelesaba con mis besos, yo estaba a cuatro pasos
de ella y ella venía hacia mí, nos íbamos a ir, se acabó la
amistad, hicimos todo lo posible pero no se pudo, el Mico quedó
atrás, vedado para el mundo, recluido en azufre, en gelatina y
empanada mal digerida, ¿fue que no pudo soportarlo?, entonces fue
que se negó, me parece a mí haber perdido un movimiento, mi memoria
falla, sólo tengo conciencia de él detrás de ella sin saberlo y él
con el cuchillo la navaja automática en la mano, sólo se la hundió
una vez y yo le vi la cara, y luego se metieron el Indio y Marucaco,
dónde mierda era que guardaban los cuchillos, también la
acuchillaron. Angelita forzó el cuello para tratar de verme. ¿Adónde
era que estaba yo?, ¿qué era lo que hacía? Eso es lo que pienso,
pero antes cayó al suelo y allí quedó, y yo quedé allí parado
frente a ellos, frente a frente, para huir tuve que pasar patiar por
encima de su cuerpo. Borges que decía: «Ningún hombre deja de ser
cobarde hasta que no demuestre lo contrario», pero eso es
literatura, creo que me persiguieron, yo huía hecho una furia, crucé
el alambre de púas, abrí la puerta de mi casa, atravesé corredores
y en la cocina me detuve y miré, olfatié con astucia, la sirvienta
sintió a alguien, salió y ha tenido que adivinar mis intenciones
viendo mi cara, primero quiso huir pero la huida era inútil yo había
cerrado la puerta del fondo, entonces se armó de una olla en una
mano y un cuchillo en la otra y arremetió contra mí y yo arremetí
contra ella, pero yo fui quien quedó de pie, le patié muchas veces
la barriga, ella trataba de alcanzarme con el cuchillo, en una de
esas me hizo una cortada en el brazo izquierdo y gritaba, yo le rompí
la cara, la estrellé contra el azulejo, cuando tuvo que soltar el
cuchillo la acuchillé una y mil veces porque yo también tengo mi
furia (no tener ninguna dama bella, enferma antes de tiempo para yo
adelantarme a la muerte y matarla como Edgar Allan, tener que matar a
una vil sirvienta para darle cumplimiento a mi destino fatal), mi
madre estaba dormida, yo saqué una sábana limpia, en ella envolví
el cuerpo de la sirvienta que pesaba de tanto pasársela comiendo
todo el día, antes de que se secara la sangre limpié con Fab y
fregué y dejé todo inmaculado, le di esponjilla al cuchillo y a la
olla, dejé todo en su sitio, la enterré debajo del mango más
viejo, cuando fui al cuarto de mi madre ella ya estaba despierta, me
reclamó a su lado, le dije he venido a hacerte compañía, no salgo
más, fui al cuarto de la sirvienta y le traje todos sus vestidos,
toda esa noche me la pasé condenando puertas y ventanas, enmallando
las ventanas y cubriendo la malla con papelillo rojo, para que cuando
yo me mueva, corra por los corredores, la gente que se asoma vea sólo
resplandores rojos, al otro día me levanté temprano a prepararle el
desayuno a mi madre, el café lo supe hacer pero no los pericos, tuve
que darle sólo café con pan, al mediodía intenté hacer el
almuerzo pero no pude, la basura se está amontonando porque si
intento barrer me da una alergia horrible, estornudo todo el día,
afortunadamente tenemos enlatados, mi mamá dice que no importa, que
le gustan las sardinas en lata, yo procuro arreglárselas lo mejor
posible, unas veces con mayonesa, con pan rociado, mostaza o
mantequilla, siempre distintas, ayer por la mañana intenté hacer
arroz pero se me incendió la olla, ya hay cuartos en los que no se
puede entrar porque el olor de la basura me enferma, el inodoro se
descompuso, he destinado uno de los cuartos del fondo para
excrementos, pero aún está limpio mi puesto ante la ventana, barrer
y trapiar dos metros cuadrados todos los días no es ningún
problema, me he conseguido unos binóculos viejos, y con ellos miro
todo el día el mundo de afuera, a Angelita la encontró un
barrendero al otro día, tal como yo la dejé, y su foto salió en la
primera página de todos los periódicos, todos nuestros amigos
fueron al entierro, todo el Sagrado Corazón, todo el Liceo
Belalcázar, todo el San Juan Berchmans, todo el mundo supo que
habían sido los del Sureste y cogieron a muchos del Sureste y no sé
si los mataron, en todo caso los deben haber golpiado feo, y que
dijeran quién había sido, pero quién iba a poder decir, quién iba
a saber, de todos modos la nación se vistió de luto, hay que ver
que su papá, don Luis Carlos Rodante, es uno de los más poderosos
azucareros del Valle del Cauca y el más grande sembrador de ají en
Colombia. «El Rey del Ají» enloquecido de dolor exhortó al
ejército, policía civil y policía militar, fuerzas especiales y a
la sociedad en general a ponerse a la búsqueda de los asesinos de su
hija, pero todo intento de esclarecimiento resultó vano, en el colmo
de la desesperación viajó a Bogotá y se entrevistó con el
Presidente de la República acordando conceder una recompensa de
quinientos mil pesos a quien dé informes del culpable o los
culpables, no importa que el informante haya tenido relación directa
o indirecta con el asesinato, esto fue lo que se informó por radio,
prensa y personalmente el Presidente por la televisión el día 16 de
mayo de los corrientes, entonces les empezó su infierno: los tres
recibieron la noticia el mismo día a las siete de la noche, como la
familia del Mico acababa de comprar televisión, le tocó ver y oír
la noticia de la fabulosa recompensa, ¿puede alguien imaginar todo
lo que pasó por su cabeza?, de primero, claro, lo que podían
comprar con quinientos mil pesos, ¿adónde se irían una vez que
delataran, podrían vivir en paz, ricos?, en esto pensaron un día y
medio sin salir a la calle, retorciéndose en la cama, sin comer, al
mediodía del 18 la opresión se hizo insoportable, el Mico
comprendió que si no denunciaba rápido lo iban a denunciar a él,
se maldijo por no decidirse rápido, fue él el que comenzó a
matarla, ¿no?, arrepentimiento lo que se dice arrepentimiento no
había sentido nunca, había tirado el aliento una y otra vez sobre
el rostro de su madre y ella le había dicho que no, que no olía
feo, viendo mal, desenfocando todo se puso la camisa de etamina y
salió a la calle, el sitio de delación era el Permanente Norte, en
la Primera con 21, preguntar por el coronel Patiño que ha estado en
guardia las veinticuatro, las cuarenta y ocho horas, el Mico cogió
el bus Papagayo y trató de no pensar en nada, iba pensando en sus
amigos, en lo que habían aprendido juntos, no he aprendido nada, se
dijo, todo hombre tiene su precio, son capaces de delatarme, se
imaginó un estado de cosas en donde la gente fuera invulnerable al
dinero, en donde la gente no tuviera dinero para derrochar, para
ofrecer semejante recompensa para que la gente buena pierda por ella
su valor, su dignidad, qué calor el que hacía, menos mal que en el
bus no iba recibiendo viento, ¿qué se podría comprar en este mundo
con quinientos mil pesos?, compraría el mundo entero, pensó, él no
quería morir linchado, iban a denunciarlo y entregarlo a la gente
del Norte, se bajó en la Primera y corrió hacia el Permanente,
hacia allá también corrían el Indio y Marucaco, todo ese tiempo
habían llevado el mismo itinerario, fue cuando se vieron allí
corriendo que en lugar de chocar se abrazaron, habían estudiado
juntos desde primaria en el Marco Fidel Suárez, todos habían
experimentado la misma ansiedad por terminar quinto y pasar a Santa
Librada que no era sino cruzar la calle, habían aprendido a nadar en
Pance, aunque el Indio casi que se ahoga en una crecida y siempre fue
flojo para el agua, una vez se agarraron los tres por una hembrita
llamada Teresa que al final resultó casándose con Armando Toro, un
man que estudia dibujo arquitectónico en el Sena, el otro día se la
encontraron y hablaron de los viejos tiempos (¿cuáles viejos
tiempos?), que se guardaran los quinientos mil pesos, que se los
metieran por donde les cupiera, esa noche se pegaron la borrachera
más tiesa de sus vidas y allí en esa borrachera fue que decidieron
ir hasta mi casa (que ya conocían) y matarme a mí también, yo que
me la paso viendo todo el día con binóculos los vi venir, cruzaron
el alambre de púas en una de tantas mañanas luminosas y entraron en
mi propiedad, yo corrí a esconderme incapaz de luchar, encontraron
una ventana fácil de romper, cortaron la malla y el papelito rojo,
me encontraron rápido entre tanta basura, yo traté de recordarles
que algún día, en algún tiempo, había florecido nuestra amistad
porque aportamos mutuo entendimiento (sé que el Mico vaciló), les
dije: «Igual que ustedes yo también he pensado mucho en la muerte
en todos estos días, entonces concédanme la gracia de decidir yo
mismo el momento, pues estoy dispuesto a trabajar por la felicidad y
entiendo la muerte como la consecuencia del advenimiento de la
felicidad», mi error fue utilizar términos complicados porque
creyeron que estaba hablando era literatura, en ellos no existía la
clemencia, raza de perdedores, siendo tan jóvenes me mataron con
unos pocos golpes dados inclusive sin furia, no hace falta golpiar
mucho ni muy fuerte para que caiga este pobre cuerpo, Marucaco se
llevó un radio transistor, fue lo único que robaron, mi madre ni se
enteró, debe haber creído que yo decidí dejarla, sé que todavía
quedaban latas de sardinas, de modo que se pare y las busque, pero es
que ella me llama y me llama y yo así no encuentro la paz nunca, esa
noche ellos volvieron a emborracharse y el Mico consiguió novia, el
otro año salen graduados nítidos, cada vez que aquí en Cali hay
tropeles ellos meten es de una, en cuántos tropeles habrán estado
juntos, en los últimos meses se han aficionado al cine y no se
pierden ninguna de Charles Bronson.
Fue
así como el crimen de Angelita Rodante quedó en el más completo
misterio.
1972
Angelitos empantanados (o historias para jovencitos), 2013.
martes, 23 de enero de 2024
Persecuta. Mario Benedetti.
Como en tantas y tantas de sus
pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus
perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las
omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y
enloquecedor.
Hasta
no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación
había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores
habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Sin
embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante
en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente,
soñó que se dormía.
domingo, 21 de enero de 2024
Repparación. Etgar Keret.
Creo que se me ha estroppeado
algo en el ordenador. Aunque ppor lo visto ni siquiera es el
ordenador, sino simpplemente el teclado. Ppues no hace tanto que lo
he compprado, de segunda mano, a alguien que ppuso un anuncio en el
pperiódico. Un tippo raro que em abrió la ppuerta vestido con una
bata de seda, como la pputa de lujo de una ppelícula en blanco y
negro. Me ppreparó un té y le ppuso unas hojitas de menta que él
mismo cultivaba en una jardinera.
-Este
ordenador es una ganga -me dijo-, te conviene compprarlo, ya verás
como no te arreppientes.
Así
que le extendí un talón y ahora la verdad es que sí me
arreppiento. En el anuncio del pperiódico pponía que el ordenador
se vendía con el resto de contenido de la casa, pporque el
ppropietario se iba a vivir al extranjero, ppero el hombre de la bata
me dijo que la verdad era que lo vendía pporque, tachán, tachán...
se iba a morir de una enfermedad, solo que eso es algo que no ppuedes
pponer en un anuncio del pperiódico si ppretendes que alguein acuda.
-En
realidad -dijo- la muerte también es un ppoco como un viaje a algún
lugar, así que no es del todo mentira.
Mientras
lo decía hubo algo así como un ligero temblor en su voz, cierto
opptimismo, como si ppor un instante hubiera ppodido imaginarse la
muerte como un agradable viaje a un lugar nuevo y no como un simple
ppedazo de nada oscuro que te soppla en el cuello.
-¿Tiene
garantía? -le ppegunté, y él se rió. Aunque yo se lo había
ppreguntado en serio, al ver que él se reía de corazón fingí que
lo había dicho en broma.
sábado, 20 de enero de 2024
Tu nombre. Karmelo C. Iribarren.
Te quiero desaforada,
torrencialmente,
igual que si lloviese
en todas las ciudades del mundo
a la vez,
y cada gota llevase escrito
tu nombre.
miércoles, 17 de enero de 2024
Papá es de goma. Sara Mesa.
Con sus zapatillas de fieltro rosa y
el pelo húmedo y desmadejado, la vecina abre con estruendo la puerta
del 3.ºA y sale al distribuidor en penumbra. Tiene las mejillas
salpicadas de pequeñas manchitas violáceas y las aletas de la nariz
inflamadas por la ira.
—¡Prefiero
que me llamen entrometida a no hacer nada! —dice.
A
través de la puerta entreabierta se desliza la voz de un hombre que
trasluce más agotamiento que resignación.
—Haz
lo que quieras. De todos modos, siempre haces lo que quieres.
La
mujer se dirige con paso firme al final del distribuidor y se detiene
frente al 3.ºB. Alza la mano para pulsar el timbre, pero después la
baja lentamente y mira hacia atrás. El murmullo del televisor recién
encendido le indica que su marido ha dado por zanjada la discusión.
Suspira, se vuelve de nuevo y llama. Primero, un rápido toque;
después, tras unos segundos sin respuesta, pulsa más largamente.
Aunque aguza el oído no alcanza a oír a nadie detrás, ninguna
reacción, ningún movimiento: nada.
Cuando
está a punto de abandonar, la puerta se abre con brusquedad, como si
alguien hubiese estado esperando detrás desde el principio. Un niño
de unos once años clava sus enormes ojos oscuros en la vecina, que,
un poco desconcertada, balbucea una pregunta.
—Hola,
Dani. Dime…, ¿puedo hablar con tus padres?
—Mi
madre no está ahora —comenta él, como distraído. Su voz, aún
infantil, está modulada con una gravedad impropia de su estatura—.
Voy a ver si mi padre quiere salir —añade—. Si se espera un
momento…
Daniel
desaparece entre las sombras de la casa. La vecina observa, tras la
puerta que separa el recibidor de la entrada, un largo pasillo por el
que se esparcen bultos inidentificables. Cuando los ojos se le
amoldan a la oscuridad, descubre que se trata de juguetes, papeles,
pequeñas montañas de ropa desperdigadas por las esquinas. Sólo
entonces, al final del pasillo, distingue al otro niño. Aunque no
puede verlo con claridad, entiende que debe de ser Andrés, el
mediano. Absorto, el niño tararea una canción y arrastra por el
suelo lo que parece ser algún artilugio con ruedas. A pesar de la
suciedad y del caos, huele bien, como a pan tostado y a paté
caliente, un aroma de merienda escolar que le hace dudar por un
momento. Entonces reaparece Daniel, con el gesto serio del niño que
se sabe el primogénito.
—Papá
dice que más tarde hablará con usted. Ahora no puede interrumpir lo
que está haciendo. Eso me ha dicho. —El niño se rasca una oreja y
mira al suelo—. No puede.
—Bien,
de acuerdo. —Ella vacila antes de seguir—. Dani, ¿estáis todos
bien?
Mientras
Daniel asiente, educado y correcto, Andrés se acerca en silencio,
arrastrando los pies, con un dedo metido en la nariz y los calcetines
arrugados. La vecina lo mira y ve que lo que ha estado frotando
contra el suelo no era un tren ni un coche ni ningún otro tipo de
juguete, sino un pequeño hámster de ojos saltones que aprieta entre
su pequeño puño sucio. Andrés se lo muestra y ella puede ver que
el animal tiene una marca de sangre que le recorre el vientre
desollado. Venciendo una arcada, se vuelve violentamente y regresa a
su seguro y confortable hogar cerrando de un portazo.
Apoyado
en el quicio de la puerta, con el bebé sujeto entre un brazo y la
cadera, Daniel observa a Andrés mientras prepara sus cosas del
colegio. Andrés es lento, se distrae a cada momento, deja abiertas
las cremalleras de la mochila, no atina a atarse bien los cordones de
los zapatos. Daniel lo mira en silencio, acunando al bebé, hasta que
Andrés levanta los ojos y se encuentran el uno con el otro.
—Vas
a llegar tarde otra vez.
—¿Y
tú por qué no vienes?
Enfurruñado,
Andrés se tiende sobre la cama deshecha y le da la espalda, mirando
a la pared. Con su uñita mordida, levanta los bordes raídos de la
cinta adhesiva de un póster de Pokémon.
—Ya
lo sabes. Alguien tiene que quedarse para cuidar de Luca.
El
bebé protesta y Daniel lo cambia de postura, susurrándole algo en
el cuello. Arañando en el póster, Andrés vuelve a hablar.
—Podríamos
turnarnos. Un día cada uno. Yo también puedo cuidarlo. Ya tengo
siete años.
—Vamos
—repite Daniel con firmeza—. Vas a llegar tarde.
Andrés
se sienta en la cama y sigue con sus cordones. Daniel se marcha con
el bebé a la cocina. Allí lo coloca en una trona y le acaricia
distraído la cabeza. Después busca el biberón entre los cacharros
que se amontonan en el fregadero, lo enjuaga y pone a calentar agua
en un cazo. Recién ha amanecido y la luz que entra por el lavadero
es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. Una hilera de hormigas
recorre con disciplina el borde de la encimera. Daniel las va matando
una a una con los dedos mientras escucha la puerta abrirse y
cerrarse, el ruido de las ruedas de la mochila pegando tumbos por la
escalera y los pequeños pasos que se alejan.
De
pronto sale corriendo hacia el salón. Ha agarrado de la mesita un
paquete irregular envuelto en papel de aluminio. Se asoma a la
ventana y llama a Andrés a gritos. Desde abajo, su hermano levanta
la cabeza desganado.
—¡Has
olvidado la merienda!
Arroja
el bocadillo hacia la calle, pero Andrés no consigue atraparlo y el
paquete cae rodando por la acera. Daniel lo ve golpearse y girar
hasta que Andrés lo frena con un zapato. Entonces oye al bebé que
llora solo en la cocina.
Sin
atravesar la puerta del dormitorio, Andrés mira a su padre acostado.
Daniel insiste en que está muy enfermo. Sólo es posible verlo desde
allí, dice, para no fatigarlo. El padre no habla, no se mueve, ni
siquiera hace un gesto de saludo. Su rigidez parece inhumana; su piel
es macilenta, apagada. Lleva puesta una gorra con un eslogan
publicitario. Daniel, que sí está autorizado a sentarse a su lado,
le agarra la mano sin uñas y le habla en voz baja. La habitación
permanece a oscuras. Apenas se distinguen las formas de la cama, el
armario, la mesita de noche, la bici estática en la que, en otros
tiempos, la madre ponía en forma sus piernas.
—¿Cuándo
se curará? —pregunta Andrés.
—Todavía
le queda un poco —dice Daniel—. Pero ya está mejor. Esta mañana
se levantó un rato. Estuvo en el salón jugando con Luca.
—Siempre
se levanta cuando yo estoy en el colegio. Nunca lo veo.
—Pronto
lo verás.
Daniel
se pone en pie y cubre la figura con la sábana. El padre continúa
inmutable. A Andrés se le humedecen los ojos y empieza a dar
pataditas en el suelo.
—¿Por
qué cierras la habitación con llave?
—No
es una llave. Es sólo un alambre para echar el pestillo desde fuera.
Papá me lo ha pedido así.
—¿Por
qué?
—No
quiere que entre nadie sin su permiso.
—¿Nadie
puede entrar? ¿Por qué yo no puedo entrar y tú sí?
—No
sé…, no puede entrar nadie. Eso es lo que él quiere, y ya está.
Andrés
sigue a Daniel hasta el salón. Se sientan junto a la cuna donde el
bebé duerme. En el suelo hay pañales sucios, muñecos de Playmobil,
restos de comida. En la esquina, una planta se seca y otra está ya
completamente mustia. Andrés abre la jaula del hámster y le vierte
en el comedero un poco de agua del biberón. Después, con el roedor
en la mano y sin levantar los ojos, murmura.
—Ayer,
cuando estabas comprando, vino otra vez la vecina. Pero le dije que
papá estaba en la ducha y que mamá había salido contigo de paseo.
Daniel
levanta la cabeza y lo mira.
—Bien,
bien. Hiciste bien.
Después
añade:
—Pero
mejor no abras la próxima vez.
Daniel
va al supermercado por las tardes, cuando Andrés puede encargarse de
Luca y no corre el riesgo de que nadie le pregunte por qué a esas
horas no está en el colegio. Aunque sabe que no debe entretenerse
demasiado, merodea entre los anaqueles como si estuviese paseando.
Conoce dónde está cada una de las cámaras de videovigilancia y
cómo brilla la lente si hay alguien tras ellas controlando. Sabe
también que detrás de la mayoría de las cámaras no hay nadie,
pero aun así no se arriesga. Cuando algo le interesa, si está en
zona de peligro, lo coloca en la cesta y después, fuera ya del
alcance del ojo escrutador, se lo mete en los bolsillos interiores de
su gran abrigo. Previamente se asegura de que el artículo en
cuestión no tenga alarma y, si la tiene, la arranca con las uñas.
En la cesta introduce los productos baratos; en el abrigo, los más
caros, aunque esto no siempre es una regla fácil de cumplir. En
cualquier caso, sabe que debe ahorrar. Ya no les queda mucho dinero.
Hoy
ha guardado entre su ropa un pedazo de queso, dos latitas de atún,
un paquete de gominolas y una tableta de chocolate. En la cesta lleva
batidos, magdalenas y pan. Ensimismado, sostiene entre las manos un
bote de leche en polvo para bebés. Es demasiado caro para echarlo en
la cesta, pero demasiado grande para intentar ocultarlo en el abrigo.
Lo coge y lo suelta varias veces; se aleja y se detiene a pensar en
la calle trasera, donde se apilan los rollos de papel higiénico y
los pañales. Allí no hay vigilancia. Daniel vuelve por el bote y,
mientras finge atarse los cordones de las botas, saca el sobre
plateado de la leche y se lo mete a presión en un bolsillo. En ese
momento siente tras él el reflejo de un uniforme azul. Se vuelve con
lentitud; es sólo un reponedor que ni siquiera ha reparado en su
presencia. La voz de una cajera que llama a alguien por megafonía le
hace sentirse bien. El estruendo, piensa, le protege de ser
descubierto.
Daniel
ha escogido la caja con más cola, en la que una cajera menuda, con
brazos largos y delgados, pasa los productos con velocidad y los mete
en bolsas con la precisión de una máquina. Normalmente la gente lo
mira con simpatía —¡un niño haciendo la compra!—, pero esto no
le beneficia en absoluto. Él preferiría pasar desapercibido. Siente
su corazón latir como si fuera a explotarle y cruza las manos sobre
el pecho para sujetárselo. Cuando llega su turno, la cajera le
sonríe y empieza a pasar su compra por la cinta. Daniel paga rápido
y sale de la tienda sin poder reprimir una risa nerviosa. Por mucho
menos dinero de lo normal, se está llevando a casa comida para al
menos tres o cuatro días.
En
el portal se encuentra con el repartidor de butano llamando al
timbre. El hombre está sudando y tiene prisa. Ni siquiera se extraña
cuando Daniel se mete en la casa y sale él solo con el dinero.
—No
hace falta que suba la bombona —le dice—. Mi padre bajará ahora
por ella.
Al
repartidor le parece bien y se marcha sin dar las gracias. Daniel
resopla. Se siente cansado, pero también satisfecho de sí mismo:
igual que pudo cargar con el maniquí del contenedor, tendrá que
cargar ahora con el butano. Sube primero las bolsas de la compra y
después, tenazmente, arrastra la bombona hasta el ascensor. Está
agitado, jadeando, cuando al fin consigue meterla en la cocina. Se
apoya en la encimera a descansar y sonríe a Andrés, que aparece
recorriendo el pasillo para saludarle, con un Action Man descabezado
en la mano.
Es
la hora de la siesta. A través de la persiana cerrada se filtran
motas de luz en el salón oscuro, únicamente iluminado por los
reflejos de colores del televisor. Los niños, tirados sobre la
alfombra, ven los dibujos animados de la tarde. Hasta el bebé parece
fijar la vista con atención y da palmotadas de alegría en el suelo,
balbuceando sonidos a borbotones y girando su cabecita a uno y otro
lado cuando las paredes blancas reverberan las luces verdes y azules
de la pantalla. Delante de Andrés, esparcidos, se extienden varios
cuadernos, un libro con los filos arrugados, lápices mordidos, un
compás y una regla. Incluso en el desorden, hay algo estable en la
escena. Los hermanos ríen y callan alternativamente, guiados por las
aventuras de unos pingüinos de plastilina que gesticulan en la
pantalla. Todo parece firme.
Entonces
suena el timbre. Es un toque amenazador, estridente. Daniel agarra el
mando y baja poco a poco el volumen del televisor hasta que quedan
envueltos en un espeso silencio. Pasan unos segundos más y el timbre
vuelve a sonar, con una persistencia que mantiene a los tres niños
fijados en el suelo. El bebé protesta y Andrés se acerca a taparle
la boca. Mientras tanto Daniel avanza a gatas por el pasillo,
sigiloso. A mitad del camino se sobresalta por un tercer timbrazo. Se
detiene un momento y luego continúa hasta llegar tras la puerta,
donde permanece sentado, con la oreja pegada en la madera. Sabe que
no puede asomarse por la mirilla, porque ellos sabrían que están
dentro. Piensa que, de cualquier forma, ya saben que están dentro.
Oye cómo lo dicen. Oye sus especulaciones acerca de cuándo podrán
forzar la puerta. Alguien afirma haber oído la televisión; otro
asegura que hace demasiado tiempo que no han visto por allí a ningún
adulto; un tercero murmura que quizá están abandonados. Daniel
reconoce la voz temblorosa de la vecina, que sostiene que primero
desapareció la madre y luego el padre. Quizá ella tenía un amante
y él perdió la cabeza, dice. Luego, Daniel los oye alejarse. Apoya
la frente en la puerta y permanece ahí un poco más, sujetándose
las rodillas, que le tiemblan.
Cuando
regresa al salón, ve al bebé con un pañuelo atado en torno a la
boca. Corre hacia él, se lo quita de un tirón y le pega a Andrés
con el puño cerrado en el pecho.
—¿Estás
loco? —le susurra—. ¿No ves que puede asfixiarse?
Los
dos hermanos se pelean en silencio, mientras el bebé lloriquea de
cansancio.
Daniel
se alza de puntillas y palpa el último estante de la estantería de
la cocina. Lo recorre a todo lo largo, en un sentido y en otro, y
sólo consigue mancharse los dedos de polvo, de azúcar y de migas de
pan desparramadas. Estremecido, se sube a un taburete para mirar
mejor. El alambre no está donde debiera estar. Maldice en voz baja y
lo busca por toda la cocina. Finalmente lo encuentra sobre un bote de
cristal con restos de harina. Lo agarra y se queda pensativo.
—¿Andrés?
—grita—. Andrés, ¿tú has cogido…?
Andrés
le contesta desde el salón.
—¿Qué
pasa?
—Nada.
—Daniel sacude la cabeza y baja del taburete—. Nada.
Se
hace un silencio hasta que vuelve a oírse la voz de Andrés,
adelgazada por la distancia.
—¿Cuándo
vendrá mamá?
—No
lo sé —dice Daniel—. Pronto —añade tras unos segundos.
—¿Volverá
antes de que vengan por nosotros?
—Nadie
va a venir por nosotros. ¿Por qué dices eso?
—Hoy
en el colegio me han preguntado por ti.
—¿Quién
te ha preguntado por mí?
—Varios
mayores. Me preguntaron por qué ya no ibas a clase.
—¿Y
tú qué les dijiste?
—Les
dije que tenías fiebre.
—Bien.
Eso está bien. —Daniel se sienta en el taburete y se cubre la
cabeza con las manos.
Después
se levanta, avanza hasta el dormitorio y abre la puerta con el
alambre. En la oscuridad, envuelto en la soledad y el vacío, reposa
el cuerpo. Daniel llama a Andrés y le dice que traiga al bebé para
que también pueda verlo. Mientras llegan, se sienta en la cama y
finge creer que esa figura inerte aún puede servirles como padre.
Andrés se asoma a la puerta con el bebé en brazos. Esta vez se
queda callado e impasible, sin ni siquiera hacer el intento de
acercarse. Daniel sube los ojos para mirarlo y lo oye hablar muy
lento, muy tranquilo, como si lo que estuviera diciendo no tuviese en
realidad importancia alguna.
—Papá
es de goma.
Daniel
se levanta, se acerca a él, lo mira a un palmo de sus ojos sin
despegar los labios.
—Papá
es de goma —repite Andrés—. De goma dura. De plástico, de lo
que sea. No es papá de verdad. Yo ya lo he visto.
Esta
vez ni siquiera tienen tiempo de bajar el volumen del televisor. Han
estado comiendo sobre la alfombra y ahora reposan la comida
felizmente. Daniel se ha atrevido a cocinar salchichas y puré y
Andrés está contento, tumbado con las manos sobre la barriga, con
su plato vacío al lado de las piernas. No piensa en el engaño.
Quizá está bien así, se dice, manteniendo la farsa. Si pueden
existir pingüinos de plastilina, por qué no pueden existir papás
de plástico. El bebé chupetea una galleta y sonríe con las
imágenes de la pantalla. Daniel está adormilado y por eso no oye
las voces tras la puerta. Esta vez ni siquiera hay avisos, ni
siquiera una vez llaman al timbre. Les sobresalta, sin anticipos, el
ruido de un golpe seco en la cerradura, la puerta que se astilla, las
voces potentes y viriles de dos o tres hombres que hablan con
decisión. Andrés se levanta, inquieto, buscando con los ojos a su
hermano. Pero Daniel apenas se ha movido. Simplemente, casi ya con
alivio, estira el brazo y pasa sus dedos con suavidad por la nuca del
bebé, que ríe ante el contacto. Todo ha terminado, susurra. Las
voces se acercan por el pasillo y los pingüinos están diciendo algo
sobre una fiesta que han organizado en un iglú. Los pasos se
aceleran y los pingüinos ríen. Hay un gran estruendo, pero Andrés,
Daniel y el bebé ahora guardan silencio. Los pingüinos se tiran en
trineos por la nieve.
Mala letra, 2016.
martes, 16 de enero de 2024
La calle. Octavio Paz.
Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la misma calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.
domingo, 14 de enero de 2024
Señora, ¿puedo sentarme en sus rodillas? Svetlana Alexiévich.
Marina Kariánova, cuatro
años
Actualmente
trabaja en la industria del cine
No
me gusta recordar… No me gusta. Así de simple: no me gusta…
Si
le preguntáramos a todo el mundo qué es la infancia, cada uno
respondería a su manera. Para mí la infancia es mamá, papá y
bombones. Toda mi infancia soñando con mi madre, con mi padre, con
bombones. Durante la guerra no solo no probé ni un bombón, sino que
ni siquiera los había visto nunca. El primer bombón lo comí unos
años después del fin de la guerra… Tres años después… Ya era
una niña mayor. Tenía diez años.
Nunca
he entendido cómo es posible que alguien pueda no querer un bombón
de chocolate. ¿En serio? Es imposible.
Pero
nunca encontré a mis padres. Ni siquiera sé cuál es mi apellido.
Me recogieron en Moscú, en la estación Sévernaia.
—¿Cómo
te llamas? —me preguntaron en el orfanato.
—Marina.
—¿Y
tu apellido?
—No
lo sé…
Me
inscribieron como Marina Sévernaia. En realidad, lo que más ansiaba
era que alguien me abrazara, me acariciara. El cariño escaseaba;
vivíamos envueltos por la guerra, cada uno vivía sus propias
desgracias. Camino por la calle… Delante de mí, una madre pasea
con sus hijos. Coge a uno en brazos y lo lleva unos metros, lo deja
en el suelo y coge a otro. Se paran a descansar en un banco. Ella ha
sentado al más pequeño encima de sus rodillas. Me quedo allí de
pie, mirando y mirando. Al final me acerco a ellos: «Señora, ¿puedo
sentarme en sus rodillas?». Ella me mira, sorprendida.
Se
lo vuelvo a pedir: «Señora, por favor, ¿puedo…?».
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, 1985.