Puestos a elegir oscuridades donde hacer encajar su
alma oscura, eligió la de la biblioteca. Supo adaptarse al silencio de ese
laberinto de pasillos sin fin y recónditas encrucijadas. Allí, entre los
volúmenes polvorientos, construyó su hogar y quedó tan apartado de la vida y de
la gente, que incluso la muerte se olvidó de él. Su piel fue adquiriendo la
palidez cadavérica de un rayo de luna y la textura ajada y arrugada de un
pergamino.
Pasaron años, siglos, en los que su alma oscura le
guió a través de lecturas secretas, misteriosas y prohibidas. Aprendió los
hechizos y las palabras mágicas para doblegar voluntades y consiguió refinar el
ancestral arte de la reducción.
Individuos deambulando perdidos entre los oscuros
corredores se convertían en sus víctimas, menguaban al dictado de esas palabras
enigmáticas y tenebrosas, susurradas en lenguas olvidadas. Pasaban a ser entes
de un palmo, peleles a los que levantaba con sus manos arrugadas y
transparentes para depositarlos, ya inertes y sin consciencia, entre las
páginas cenicientas de los volúmenes. Allí se secaban, aplastados, comprimidos,
como si fueran pétalos de flor o mariposas.
Cuánto disfrutaba, meses después, al abrir los tomos y
descubrir los diminutos cuerpos consumidos, convertidos en finísimas capas de
hilos granates, delicadas siluetas de belleza quebradiza.
Pero llegó una noche en la que los libros, apoyados
uno contra otro, quietos como un millón de búhos polvorientos, decidieron dejar
de ser testigos mudos del horror y se abrieron a la vez para caer y aplastar
con su peso al alma oscura. Las páginas, alas de afilados bordes, rasgaron la
piel de pergamino y deshicieron el hechizo. El cuerpo que encerraba el alma
oscura se quebró dejando escapar un hálito negro y frío que se desvaneció
convertido en nada.
Y los libros quedaron abiertos como ojos asustados, mostrando
en sus páginas el espanto de esos cuerpos diminutos, que se escurrían y caían
al suelo desmenuzándose en una lluvia de delicado polvo.