Le vio y se echó a temblar. ¿Le dice algo? ¿No? ¿Sale corriendo del vagón? ¿Esconde la cabeza bajo el bolso? El hombre levanta la mirada cuando el tren frena. Sus ojos se cruzan en el tránsito, sonríen azorados. ¡Cómo es posible que nos encontremos a este lado del mundo, en este tren de Cercanías! ¿Cuánto hace que viniste? ¿Tanto? Yo hace apenas un año. ¿Cómo te va? ¿Trabajas? Soy enfermera, dice ella, escondiendo en las mangas sus manos comidas de lejía. ¿Y tú? Yo, periodista, contesta él, tapándose con el periódico los rastros de cemento del jersey.
jueves, 31 de diciembre de 2020
miércoles, 30 de diciembre de 2020
Servandín. Francisco García Pavón.
Cuando me pusieron en el colegio de segunda enseñanza, alguien me
dijo señalándome a Servandín:
—El papá de este
niño tiene un bulto muy gordo en el cuello.
Y Servandín bajó
los ojos, como si a él mismo le pesase aquel bulto.
En el primer curso
no se hablaba del papá de ningún niño. Sólo del de Servandín.
Después de conocer
a Servandín, a uno le entraban ganas de conocer a su papá.
A algunos niños les
costó mucho trabajo ver al señor que tenía el bulto gordo en el
cuello. Y cuando lo conseguían, venían haciéndose lenguas de lo
gordo que era aquello.
A mí también me
dieron ganas muy grandes de verle el bulto al papá de Servandín,
pero no me atrevía a decírselo a su hijo, no fuera a enfadarse.
Me contentaba con
imaginarlo y preguntaba a otros. Pero por más que me decían, no
acertaba a formarme una imagen cabal.
Le dije a papá que
me dibujase hombres con bultos en el cuello. Y me pintó muchos en el
margen de un periódico, pero ninguno me acababa de convencer… Me
resultaban unos bultos muy poco naturales.
Un día Servandín
me dijo:
—¿Por qué no me
invitas a jugar con tu balón nuevo en el patio de tu fábrica?
—¿Y tú qué me
das?
—No sé. Como no
te dé una caja vacía de Laxén Busto.
Le dije que no.
—¿Por qué no me
das tu cinturón de lona con la bandera republicana?
Me respondió que no
tenía otro para sujetarse los pantalones.
Fue entonces cuando
se me ocurrió la gran idea. Le di muchas vueltas antes de decidirme,
pero por fin se lo dije cuando hacíamos «pis» juntos en la tapia
del Pósito Viejo, donde casi no hay luz.
—Si me llevas a
que vea el bulto que tiene tu papá en el cuello, juegas con mi
balón.
Servandín me miró
con ojos de mucha lástima y se calló.
Estaba tan molesto
por lo dicho, que decidí marcharme a casa sin añadir palabra. Pero
él, de pronto, me tomó del brazo y me dijo mirando al suelo:
—Anda, vente.
—¿Dónde?
—A que te enseñe…
eso.
Y fuimos andando y
en silencio por una calle, por otra y por otra, hasta llegar al final
de la calle del Conejo, donde el papá de Servandín tenía un
comercio de ultramarinos muy chiquitín.
—Anda, pasa.
Entré con mucho
respeto. Menos mal que había bastante gente. Vi un hombre que estaba
despachando velas, pero no tenía ningún bulto en el cuello.
Interrogué a Servandín con los ojos.
—Ahora saldrá.
—¿Por dónde?
—Por aquella
puerta de la trastienda.
Miré hacia ella sin
pestañear.
Y al cabo de un
ratito salió un hombre que parecía muy gordo, con guardapolvos
amarillo y gorra de visera gris… Tenía la cara como descentrada,
con todas las facciones a un lado, porque todo el otro lado era un
gran bulto rosáceo, un pedazo de cara nuevo, sin nada de facciones.
No sabía quitar los
ojos de aquel sitio… Servandín me miraba a mí.
Cuando el padre
reparó en nosotros, me miró fijo, luego a su hijo, que estaba con
los párpados caídos, y en seguida comprendió.
Servandín me dio un
codazo y me dijo:
—¿Ya?
—Sí, ya.
—Adiós, papá
—dijo Servandín.
Pero el papá no
contestó.
—Lo van a operar,
¿sabes?
Cuentos Republicanos, 1961.
martes, 29 de diciembre de 2020
Protesta. Mónica Lavín.
Los padres hacen todo lo posible por envejecer. Merodean los ochenta y se empeñan en dejar de caminar, en ver muy mal, en escuchar poco. Su esfuerzo es grande: él simula aguantar el paso no más de una calle; ella finge que las letras se le empalman en la página. Quieren que sus hijos los visiten, los lleven, los escuchen, les lean, les descifren los letreros, los sonidos. Pero los hijos se han vuelto unos niños: se tropiezan y se rompen un pie; se esconden bajo las sábanas llenos de lágrimas; se deshacen del perro y la mujer. Quieren que sus padres les den la mano al caminar, que les adviertan de las esquinas de los muebles y los enchufes descubiertos, que los cobijen en las noches y que les den palmadas asegurándoles que todo está bien.
lunes, 28 de diciembre de 2020
Los sonidos del habla. Octavia Butler.
Había problemas a bordo del autobús del Bulevar Washington. Rye
había esperado problemas en algún momento de su viaje. Había
evitado salir hasta que la soledad y la desesperanza la obligaron.
Creía tener un grupo de parientes todavía con vida: un hermano y
sus dos hijos en Pasadena, a 32 kilómetros de distancia. Era un
viaje de un día, si tenía suerte. La inesperada llegada del autobús
justo cuando salía de su casa de la calle Virginia había parecido
un golpe de suerte, hasta que empezaron los problemas.
Dos jóvenes estaban
involucrados en una suerte de altercado, o más probablemente, en un
malentendido. Parados en el pasillo, gruñendo y gesticulando entre
sí, cada uno en su posición de incertidumbre mientras el autobús
se las veía con los baches. El conductor parecía esforzarse por
mantenerlos desequilibrados. Aún así, sus gestos se detenían justo
antes del contacto, golpes falsos intimidantes juegos de manos que
reemplazaban a las groserías perdidas.
La gente los miraba,
y luego se miraban entre sí y hacían pequeños sonidos ansiosos.
Dos niños gimieron.
Rye estaba sentada a
unos cuantos metros detrás de los peleadores y al frente de la
puerta trasera. Los miraba cuidadosamente, a sabiendas de que la
pelea empezaría cuando el temple de alguno se rompiera o la mano de
alguien se deslizara o alguien llegara al fin de su limitada
habilidad para comunicarse. Estas cosas podían suceder en cualquier
momento.
Una de ellas sucedió
cuando el autobús dio con un bache especialmente grande y uno de los
hombres, alto, delgado y burlón, fue empujado sobre su oponente más
pequeño.
Instantáneamente,
el hombre pequeño llevó su puño izquierdo hacia la cara burlona
del otro. Martilló a su oponente como si no tuviera ni necesitara
ninguna otra arma que su puño izquierdo. Golpeó lo suficientemente
rápido, suficientemente fuerte para derribar a su oponente antes de
que el hombre alto pudiera recuperar su equilibrio o devolver el
golpe al menos una vez.
Las personas
gritaban o chillaban asustadas. Aquellos que estaban cerca se
esforzaban por salir de en medio. Otros tres jóvenes rugieron de
emoción y gesticularon salvajemente. Entonces, de alguna manera, una
segunda disputa empezó entre dos de estos tres, probablemente debido
a que uno había tocado o golpeado a otro sin darse cuenta.
A la vez que la
segunda pelea dispersaba a los pasajeros asustados, una mujer sacudía
el hombro del conductor mientras hacía gestos en dirección a la
pelea.
El conductor gruñó
con sus dientes expuestos. Asustada, la mujer se alejó.
Rye, conociendo los
métodos de los conductores de autobús, se aprestó y agarró de la
barra del enfrente de ella. Cuando el conductor pisó el freno, ella
estaba lista y los combatientes no. Se tropezaron con los asientos,
cayendo sobre pasajeros que gritaban, añadiéndose a la confusión.
Empezó al menos otra pelea más.
Al momento que el
autobús se detuvo, Rye se había parado, y estaba empujando la
puerta trasera. Al segundo empujón, se abrió y ella saltó fuera,
agarrando su paquete en un brazo. Varios otros pasajeros la
siguieron, pero algunos se quedaron en el autobús. Los autobuses
eran tan pocos e irregulares ahora, la gente montaba en lo que podía,
sin importar qué. Puede que no pasara otro autobús hoy o mañana.
La gente empezaba a caminar, y si veían un autobús lo abordaban. La
gente que hace viajes interurbanos como Rye, de Los Ángeles a
Pasadena, hacía planes para acampar, o se arriesgaban a buscar
refugio con personas que podrían robarlos o asesinarlos.
El autobús no se
movió, pero Rye se alejó de él. Iba a esperar a que se acabaran
los problemas y luego se montaría de nuevo, pero si había tiros,
quería la protección de un árbol. Así, ella estaba cerca de la
acera cuando un Ford azul destartalado del otro lado de la calle dio
una vuelta en U y se aparcó delante del autobús. Los autos eran
escasos en estos días, escasez que se explicaba por una falta severa
de combustible y de mecánicos relativamente no impedidos. Los autos
que todavía circulaban tenían igual oportunidad de ser usados tanto
como armas como de transporte. Por ello, cuando el conductor del Ford
le hizo señas a Rye, ella se alejó cautelosamente. El conductor se
bajó, un hombre grande, joven, de pulcra barba y cabello oscuro y
grueso. Llevaba un abrigo largo y una mirada de cautela que hacía
juego con la de Rye. Se quedó parada a unos cuantos metros de él,
esperando a ver qué iba a hacer. Miró el autobús, ahora meciéndose
con el combate en su interior, luego al pequeño grupo de pasajeros
que se habían bajado. Finalmente miró a Rye de nuevo.
Ella devolvió su
mirada, muy consciente de su vieja automática calibre cuarenta y
cinco. Observó sus manos.
Él apuntó al
autobús con su mano izquierda. Las ventanas de color oscuro le
impedían ver lo que sucedía dentro.
El uso de la mano
izquierda le interesó más a Rye que su obvia pregunta. Los zurdos
solían estar menos impedidos, ser más razonables y comprensivos,
menos llevados por la frustración, confusión y rabia.
Ella imitó su
gesto, apuntando al autobús con su mano izquierda, luego dio golpes
al aire con ambos puños.
El hombre se quitó
su abrigo dejando ver un uniforme completo del Departamento de
Policía de Los Ángeles con bastón y revólver de servicio.
Rye dio otro paso
atrás. Ya no existía el DPLA, no había más una gran organización,
gubernamental o privada. Había patrullas barriales e individuos
armados. Eso era todo.
El hombre tomó algo
del bolsillo de su abrigo, luego arrojó el abrigo dentro del auto.
Hizo un gesto a Rye para que volviera a la parte trasera del autobús.
Tenía algo de plástico en su mano. Rye no entendía que quería
hasta que él mismo fue a la puerta trasera del autobús y le señaló
para que se quedara parada allí. Ella le obedeció principalmente
por curiosidad. Policía o no, quizás él podría hacer algo para
detener la estúpida pelea.
Él se dirigió al
frente del autobús, al lado del conductor, donde la ventana estaba
abierta. Creyó que él arrojaba algo dentro del autobús. Estaba
tratando de mirar a través de los vidrios oscuros cuando las
personas empezaron a salir a tropezones de la puerta trasera,
ahogándose y lagrimeando. Gas.
Rye atrapó a una
mujer anciana que se habría caído, levantó a dos niños pequeños
cuando estaban en peligro de ser golpeados y pisoteados. Podía ver
cómo el hombre de barba ayudaba a la gente por la puerta de
enfrente. Ella atrapó a un hombre delgado y viejo que fue empujado
por uno de los combatientes. Abrumada por el peso del anciano, casi
no fue capaz de quitarse de en medio cuando el último de los jóvenes
se abrió camino a empujones. Éste, sangrando por la nariz y boca,
se tropezó con otro y empezaron a golpear ciegamente, todavía
sollozando por el gas.
El hombre de barba
ayudó al conductor del autobús a bajar por la puerta de enfrente,
aunque el conductor no parecía apreciar su ayuda. Por un momento,
Rye pensó que habría otra pelea. El hombre de barba dio un paso
atrás y observó al conductor gesticular amenazadoramente, gritar
con rabia sin palabras.
El hombre de barba
se quedó quieto, sin emitir sonido, rehusándose a responder los
gestos claramente obscenos. Los menos impedidos tendían a hacer eso,
quedarse atrás a menos que fueron amenazados físicamente y dejar a
aquellos con menor control que gritaran y saltaran. Era como si les
pareciera indigno el ser tan sensibles como aquellos que comprendían
menos. Ésta era una actitud de superioridad y esa era la manera en
que personas como el conductor la percibían. Aquella "superioridad"
era frecuentemente castigada con golpizas, incluso con la muerte. Rye
había tenido encuentros de los que apenas se había salvado. Como
resultado, ella nunca salía sin estar armada. Y en este mundo donde
el único lenguaje común era el corporal, estar armada era a menudo
suficiente. Casi nunca había tenido que desenfundar su pistola o
incluso mostrarla.
El revólver del
hombre de barba estaba en constante exhibición. Aparentemente eso
era suficiente para el conductor del autobús. El conductor escupió
con asco, miró un momento más al hombre de barba, y luego regresó
a su autobús lleno de gas. Lo observó por un momento, deseando
volver a entrar, pero el gas era todavía demasiado fuerte. De las
ventanas, sólo estaba abierta la pequeña ventana del conductor. La
puerta delantera estaba abierta, pero la trasera necesitaba que
alguien la sostuviera para mantenerse así. Por supuesto, el aire
acondicionado se había dañado hacía mucho tiempo. El autobús
tardaría un tiempo en airearse. Era propiedad del conductor, su
sustento. Había pegado fotos de revistas viejas de artículos que
aceptaría como pago a los lados. Luego usaría lo que recolectaba
para alimentar a su familia o para hacer trueque. Si su autobús no
funcionaba, él no comía. Por otra parte, si el interior de su
autobús era desgarrado por una lucha sin sentido, tampoco comería
muy bien que digamos. Aparentemente no era capaz de comprender esto.
Todo lo que podía ver era que pasaría algún tiempo antes de
pudiera usar su autobús de nuevo. Sacudía su puño hacia el hombre
de la barba y gritaba. Parecía haber palabras en sus gritos, pero
Rye no podía entenderlas. No sabía si esto era culpa de él o de
ella. Ella había escuchado tan pocas palabras coherentes durante los
últimos tres años, ya no estaba segura de lo bien que lo reconocía,
ya no está segura del grado de su propio deterioro.
El hombre con barba
suspiró. Miró hacia su coche, y luego hizo una seña a Rye. Él
estaba listo para irse, pero quería algo de ella primero. No. No, él
quería que ella se fuera con él. Arriesgarse a subirse a su coche
cuando, a pesar de su uniforme, la ley y el orden ya no era nada, ni
siquiera palabras.
Ella sacudió su
cabeza en una negativa universalmente comprendida, pero el hombre
continuó haciendo señas.
Ella le hizo señas
para que se fuera. Él estaba haciendo lo que aquellos menos
discapacitados rara vez hacían: atraer la atención negativa a otro
de su propia clase. La gente del autobús había empezado a mirarla.
Uno de los hombres
que había estado peleando tocó a otro en el brazo, y luego señaló
del hombre con barba a Rye, y finalmente levantó los primeros dos
dedos de su mano derecha como si estuviera dando dos tercios de un
saludo de Boy Scout. El gesto fue muy rápido, su significado era
obvio incluso a distancia. Había sido agrupada con el hombre de la
barba. ¿Y ahora qué?
El hombre que había
hecho el gesto se dirigió hacia ella.
Ella no tenía ni
idea de lo que se proponía, pero se mantuvo firme. El hombre le
llevaba quince centímetros de altura y era quizás diez años más
joven. No se imaginaba que ella podría escapársele corriendo.
Tampoco esperaba que alguien la ayudara si necesitaba ayuda. Las
personas a su alrededor eran todos extraños.
Ella gesticuló una
vez, una indicación clara para que el hombre se detuviera. Ella no
pretendía repetir el gesto. Afortunadamente, el hombre obedeció.
Gesticuló obscenamente y varios otros hombres se rieron. La pérdida
del lenguaje hablado había generado toda una nueva serie de gestos
obscenos. El hombre, con escueta simplicidad, la había acusado de
tener sexo con el hombre con barba y había sugerido que continuara
con los otros hombres comenzando con él.
Rye lo miró
fatigada. La gente probablemente se quedaría parada observando si él
intentara violarla. También se quedaría parada mirando cuando ella
le disparara. ¿Llevaría él las cosas tan lejos?
No lo hizo. Después
de varios gestos obscenos que no lo acercaron más, se volteó con
desprecio y se alejó.
Y el hombre con
barba seguía esperando. Se había quitado su revólver de servicio,
la funda y todo eso. Hizo un gesto de nuevo, ambas manos vacías. Sin
duda su arma estaba en el coche y al alcance de la mano, pero el
habérsela quitado la impresionó. Tal vez él estaba bien. Quizás
él estaba solo. Ella misma había estado sola durante tres años. La
enfermedad la había despojado, matando a sus hijos uno por uno,
matando a su marido, a su hermana, a sus padres...
La enfermedad, si es
que era una enfermedad, había incluso cortado los lazos entre los
que seguían vivos. A medida que se esparcía por el país, la gente
apenas si tuvo tiempo de culpar a los soviéticos (aunque ellos
estaban siendo silenciados como el resto del mundo), a un nuevo
virus, un nuevo contaminante, la radiación, castigo divino... La
enfermedad asestaba fulminantemente, y era parecida a un derrame
cerebral en algunos de sus efectos. Pero era altamente específica.
El lenguaje siempre
se perdía o se deterioraba gravemente. Nunca se recuperaba. A menudo
también se presentaba parálisis, deterioro intelectual, la muerte.
Rye caminó hacia el
hombre con barba, ignorando los silbidos y aplausos de dos de los
jóvenes, y sus señas de aprobación al hombre con barba. Si les
hubiera sonreído o los hubiera reconocido de alguna manera, ella
ciertamente hubiera cambiado de opinión. Si se hubiera permitido
pensar en las posibles consecuencias fatales de subir al auto de un
desconocido, habría cambiado de opinión. En vez de eso, pensó en
el hombre que vivía al frente de su casa. Pocas veces se había
bañado desde su lucha contra la enfermedad. Y había adquirido el
hábito de orinar dondequiera que estuviera. Ya tenía dos mujeres,
cuidando de sus dos grandes jardines. Ellas lo aguantaban a cambio de
su protección. Había dejado claro que él quería que Rye se
convirtiera en su tercera mujer.
Ella se subió al
auto y el hombre barbado cerró la puerta. Ella observó como él se
dirigía hasta la puerta del conductor, lo observó por su bien
porque su arma estaba el asiento a su lado. Y el conductor del
autobús y la pareja de jóvenes se habían acercado un poco. No
hicieron nada, sin embargo, hasta que el hombre con barba estuvo en
el coche. Entonces uno de ellos arrojó una piedra. Otros siguieron
su ejemplo, y mientras el auto se alejaba, varias rocas rebotaron
sin hacer daño.
Cuando el autobús
ya estaba a cierta distancia detrás de ellos, Rye se secó el sudor
de su frente y añoró el poder relajarse. El autobús la habría
llevado más de la mitad del camino a Pasadena. Sólo habría tenido
que caminar unos 16 kilómetros. Ella se preguntó cuánto tendría
que caminar ahora, y si caminar una larga distancia sería su único
problema.
En Figueroa y
Washington, donde el autobús normalmente giraba a la izquierda, el
hombre con barba se detuvo, la miró, y le indicó que debería
elegir una dirección. Cuando ella lo dirigió hacia la izquierda y
él realmente giró a la izquierda, se empezó a relajarse. Si él
estaba dispuesto a ir a donde ella le indicara, quizá era seguro.
A medida que pasaban
por cuadras de edificios quemados y abandonados, lotes baldíos, y
autos destruidos o deshuesados, él se quitó un collar de oro y se
lo entregó. El dije que colgaba era una roca negra, pulida y
vidriosa. Obsidiana. Su nombre podría ser Roca o Pedro o Negro, pero
decidió pensar en él como Obsidiana. Incluso su a veces inútil
memoria conservaba un nombre como Obsidiana.
Ella le entregó el
símbolo de su propio nombre: un prendedor con la forma de un gran
tallo dorado de trigo. Lo había comprado mucho antes de que empezara
la enfermedad y el silencio. Ahora ella lo usaba, pensando que era lo
más cercano a Rye que probablemente llegaría. A la gente como
Obsidiana, que no la conocía antes, probablemente pensaban en ella
como Trigo. Eso no importaba. Nunca más volvería a escuchar su
nombre.
Obsidiana le
devolvió el prendedor. Él tomó su mano mientras ella la alcanzaba
y frotó su pulgar sobre sus callos.
Él se detuvo en
First Street y volvió a preguntar hacia dónde. Luego, después de
girar a la derecha como ella le había indicado, estacionó cerca del
Music Center. Allí, tomó un papel doblado del tablero y lo
desdobló. Rye lo reconoció como un mapa de calles, aunque lo
escrito no significaba nada para ella. Él alisó el mapa, volvió a
tomarle la mano y le puso el dedo índice en un punto. La tocó, se
tocó a sí mismo, señaló hacia el suelo. En efecto, "Estamos
aquí". Ella sabía que él quería saber hacia dónde iban.
Ella quería decírselo, pero negó con la cabeza tristemente. Ya no
sabía leer ni escribir. Ese era su impedimento más grave y el más
doloroso. Ella había enseñado historia en UCLA. Ella había sido
escritora por su cuenta. Ahora ni siquiera podía leer sus propios
manuscritos. Tenía una casa llena de libros que no podía ni leer ni
se atrevía a usar para calentarse. Y tenía una memoria que no le
recordaba mucho de lo que había leído antes.
Ella miró el mapa,
tratando de calcular. Ella había nacido en Pasadena, había vivido
durante quince años en Los Ángeles. Ahora estaba cerca del L.A.
Civic Center. Ella conocía las posiciones relativas de las dos
ciudades, conocía las calles, direcciones, incluso sabía mantenerse
alejada de las autopistas que podrían estar bloqueadas por
automóviles destrozados y puentes derrumbados. Debería saber cómo
localizar a Pasadena aun cuando no podía reconocer la palabra.
Titubeando, colocó
su mano sobre una mancha naranja pálido en la esquina superior
derecha del mapa. Debía de ser Pasadena.
Obsidiana levantó
su mano y miró debajo de ella, luego dobló el mapa y lo volvió a
colocar en el tablero. Él podía leer, se dio cuenta finalmente.
Probablemente podía escribir también. Abruptamente, ella lo odió,
con un odio profundo y amargo. ¿Qué significaba para él ser
alfabeto?, ¿un hombre adulto que jugaba a policías y ladrones? Pero
él sabía leer y escribir y ella no. Ella nunca sabría. Se sentía
enferma de odio, frustración y celos. Y a solo unos centímetros de
su mano estaba un arma cargada.
Se mantuvo quieta,
observándolo, casi viendo su sangre. Pero su rabia subió y bajó
como una ola y volvió a menguar. Ella no hizo nada.
Obsidiana se acercó
a su mano con titubeante familiaridad. Ella lo miró. Su cara ya
había revelado demasiado. Ninguna persona que todavía viviera en lo
que quedaba de la sociedad humana se equivocaría al reconocer esa
expresión, esos celos.
Ella cerró sus ojos
cansinamente, respiró profundo. Había experimentado añoranza por
el pasado, odio al presente, creciente desesperanza, falta de
propósito, pero nunca un impulso tan poderoso de matar a otra
persona. Había dejado su casa al encontrarse cerca del suicidio. No
había encontrado razón para seguir viva. Quizás fue por eso que
había subido al auto de Obsidiana. Nunca antes había hecho algo
parecido.
Él se tocó la boca
e hizo movimientos de habla con sus dedos. ¿Podría ella hablar?
Ella asintió y vio
como una leve envidia llegaba y se iba. Ahora los dos habían
admitido aquello que no era seguro admitir, y no se había presentado
violencia. Él tocó su boca y la frente y sacudió la cabeza. No
podía hablar ni comprender el lenguaje hablado. La enfermedad había
jugado con ellos, llevándose, ella sospechaba, lo que cada uno
valoraba más.
Ella tiró de su
manga, preguntándose por qué había decidido mantener vivo al DPLA
por sí solo, con todo lo demás que tenía. Aparte de eso, era lo
suficientemente cuerdo. ¿Por qué no estaba en casa sembrando maíz,
criando conejos y niños? Pero ella no sabía cómo preguntar. Y
entonces él puso su mano sobre su muslo y ella tuvo que lidiar con
otra pregunta. Ella sacudió su cabeza. Enfermedad, embarazo, una
agonía solitaria y sin ayuda… no.
Él masajeó su
muslo gentilmente y sonrió con obvia incredulidad.
Nadie la había
tocado en tres años. Ella no había querido que nadie la tocara.
¿Qué clase de mundo era este para traer a un niño incluso si el
padre estuviera dispuesto a quedarse y ayudar a criarlo? Era una
pena. Obsidiana no podía saber lo atractivo que él era para ella:
joven, probablemente más joven que ella, limpio, pidiendo lo que
quería en vez de exigirlo. Pero nada de eso importaba. ¿Que eran
unos cuantos momentos de placer en comparación con una vida entera
de consecuencias?
La atrajo hacia él
y por un momento ella se permitió disfrutar de la cercanía. Olía
bien, masculino y bueno. Ella se apartó de mala gana.
Él suspiró y
alargó su mano hacia la guantera. Ella se puso rígida, sin saber
qué esperar, pero él simplemente sacó una pequeña caja. Las
letras no significaban nada para ella. Ella no entendió hasta que
rompió el sello, abrió la caja y sacó un condón. Él la miró y
al principio ella desvió la mirada sorprendida. Luego soltó una
risita. No podía recordar cuándo se había reído por última vez.
Él sonrió, señaló
el asiento de atrás, y ella rió con fuerza. Incluso en su juventud,
le habían disgustado los asientos traseros de los autos. Pero ella
miró alrededor a las calles desiertas y los edificios arruinados, se
bajó y pasó al asiento de atrás. Él dejó que ella le pusiera el
condón, luego pareció sorprendido por su entusiasmo.
Más tarde, se
sentaron juntos, cubiertos por su abrigo, sin querer todavía volver
a ser casi desconocidos separados por sus ropas. Él hizo el gesto de
acunar un bebé y la miró inquisitivamente.
Ella tragó. No
sabía cómo decirle que sus hijos estaban muertos. Él tomó su mano
y dibujó una cruz
sobre ella con su
dedo índice, luego hizo el gesto de acunar el bebé de nuevo.
Ella asintió,
levantó tres dedos, y desvió la mirada, tratando abatir la llegada
de los recuerdos. Se había dicho a sí misma que los niños que
crecían hoy en día merecían lástima. Correrían entre los cañones
de la ciudad sin memoria de lo que habían sido esos edificios o
siquiera de cómo habían llegado a ser. Los niños de hoy recogían
libros, al igual que leña para quemar. Corrían a través de las
calles persiguiéndose y aullando como chimpancés. No tenían
futuro. Ya eran todo lo que podían llegar a ser.
Él le puso su mano
en su hombro y ella volteó súbitamente, buscando la pequeña caja,
y urgiéndole para que le hiciera de nuevo el amor. Él podía darle
olvido y placer. Hasta ahora, nada había sido capaz de hacer eso.
Hasta ahora, cada día la había llevado cada vez más y más cerca
al momento en el que haría lo que había evitado al dejar su casa:
poner la pistola en su boca y tirar del gatillo.
Le preguntó a
Obsidiana si él quería volver a casa con ella, quedarse ahí.
Él se mostró
sorprendido y alegre una vez que entendió. Pero no respondió
inmediatamente. Al fin, sacudió su cabeza, tal y como ella había
temido que lo haría. Probablemente se divertía mucho jugando a
policías y ladrones y encontrando mujeres.
Ella se vistió con
silenciosa desilusión, incapaz de sentirse enfurecida hacia él.
Quizás ya tenía una esposa y un hogar. Eso era probable. La
enfermedad había sido más dura con los hombres que con las mujeres:
había matado a más hombres, y los que quedaban estaban más
severamente impedidos. Los hombres como Obsidiana eran raros. Las
mujeres o bien se conformaban o se quedaban solas. Si encontraban a
un Obsidiana, hacían lo necesario para quedarse con él. Rye
sospechaba que él tenía a alguien más joven, más bonita
brindándole compañía.
Él la tocó
mientras ella se ajustaba el arma y le preguntó mediante una serie
complicada de gestos si estaba cargada.
Ella asintió con
tristeza.
Él acarició su
brazo.
Ella le preguntó
una vez más si volvería a casa con ella, esta vez usando una serie
de gestos. Él pareció dudarlo. Quizás podía ser cortejado.
Él se bajó y subió
de nuevo al asiento del conductor sin responder.
Ella volvió a su
puesto de nuevo, observándolo. Él tiró de su uniforme y la miró.
Ella creía que le estaba preguntando algo, pero no sabía qué era.
Él se quitó su
placa de policía, la tocó con un dedo y luego tocó su propio
pecho. Por supuesto.
Ella tomó la placa
y le puso su prendedor de trigo. Si jugar a policías y ladrones era
su única locura, dejémosle jugar. Ella lo aceptaría, con todo y
uniforme. Se le ocurrió que algún día lo podría perder por
alguien que él conocería de la misma manera que la había conocido
a ella. Pero lo tendría por un tiempo.
Tomó el mapa de
nuevo, le dio un golpecito y apuntó vagamente en dirección nordeste
hacia Pasadena, y luego la miró.
Ella encogió sus
hombros, tocó el de él, luego el de ella, y levantó sus dedos
índice y corazón juntos, solo para estar segura.
Él agarró los dos
dedos y asintió. Él estaba con ella.
Ella tomó el mapa y
lo arrojó sobre el tablero. Apuntó hacia atrás en dirección al
sudeste — hacia su casa. Ahora no tenía que ir a Pasadena. Ahora
podría seguir teniendo un hermano y dos sobrinos allí, tres hombres
diestros. Ahora no tenía que averiguar con certeza si estaba tan
sola como temía. Ahora no estaba sola.
Obsidiana tomó Hill
Street hacia el sur, luego Washington al oeste, y ella se reclinó,
preguntándose qué tal sería el tener de nuevo a alguien. Con lo
que ella había recogido, lo que había conservado, y lo que había
sembrado, fácilmente tendrían comida para los dos. Ciertamente
había espacio suficiente en una casa de cuatro habitaciones. Él
podría llevar sus pertenencias. Lo mejor de todo, el animal que
habitaba cruzando la calle se amedrentaría y posiblemente no la
obligaría a matarlo.
Obsidiana la abrazó
acercándola, y ella descansó su cabeza en el hombro de él, cuando
de repente él frenó con fuerza, casi tirándola del asiento. Del
rabillo del ojo, ella se percató que alguien había cruzado la calle
corriendo justo delante del coche. Justo un auto en toda la calle y
alguien tuvo que habérsele atravesado.
Enderezándose, Rye
vio que la persona era una mujer, huyendo de una vieja casa de madera
en dirección a una tienda tapiada con tablones. Corría
silenciosamente, pero el hombre que la seguía vociferaba lo que
parecían palabras confusas mientras la alcanzaba. Él tenía algo en
su mano. No una pistola. Tal vez un cuchillo.
La mujer probó una
puerta, la encontró cerrada, miró a su alrededor desesperada,
finalmente agarró un pedazo de vidrio roto de la ventana de la
tienda. Con esto se volvió para enfrentar a su perseguidor. Rye
pensó que la mujer tendría más oportunidad de cortarse a sí misma
que de herir a alguien más con ese vidrio.
Obsidiana salió
saltando del coche, gritando. Era la primera vez que Rye escuchaba su
voz: profunda y ronca por falta de uso. Emitía el mismo sonido una y
otra vez de la manera que algunas personas sin palabras lo hacían,
"¡Da, da, da!".
Rye se bajó del
auto mientras Obsidiana corría hacia la pareja. Había desenfundado
su arma. Temerosa, ella desenfundó la propia y le quitó el seguro.
Ella miró a su alrededor para ver si alguien más se veía atraído
por la escena. Vio que el hombre miraba a Obsidiana, luego se
abalanzaba contra la mujer. La mujer le arañó la cara con el
vidrio, pero él le agarró el brazo y logró apuñalarla dos veces
antes de que Obsidiana le disparara.
El hombre se arqueó,
luego se derrumbó, agarrándose el abdomen. Obsidiana gritó, y
luego le hizo señas a Rye para que ayudara a la mujer.
Rye se acercó a la
mujer, recordando que tenía sólo unas vendas y antiséptico en su
bolsa. Pero a la mujer ninguna ayuda le serviría. Había sido
apuñalada con un cuchillo largo de carnicero.
Ella tocó a
Obsidiana para hacerle saber que la mujer estaba muerta. Él se había
agachado para revisar al hombre quien también parecía muerto. Pero
cuando Obsidiana se volteó para ver lo que Rye le decía, el hombre
abrió los ojos. Su cara vuelta una mueca, agarró el arma de
Obsidiana de su funda y disparó. La bala le dio a Obsidiana en la
sien y se derrumbó.
Sucedió así de
simple, así de rápido. Un instante después, Rye le disparó al
hombre herido mientras éste la empezaba a apuntar.
Y Rye quedó sola,
con tres cadáveres.
Se arrodilló junto
a Obsidiana, con los ojos secos, frunciendo el ceño, tratando de
entender por qué todo había cambiado de repente. Obsidiana se había
ido. Él había muerto y la había abandonado, igual que todo lo
demás.
Dos niños muy
pequeños salieron de la casa de la cual habían emergido el hombre y
la mujer, un niño y una niña de quizás tres años de edad. Tomados
de la mano, cruzaron la calle en dirección a Rye. La miraron, luego
pasaron junto a ella y fueron hacia la mujer muerta. La niña sacudió
la mano de la mujer como si intentara despertarla.
Eso era demasiado.
Rye se levantó, sintiéndose mareada por el dolor y la rabia. Si los
niños comenzaban a llorar, pensó que vomitaría.
Estaban por su
cuenta, esos dos niños. Tenían la edad suficiente para escarbar en
busca de comida. Ella no necesitaba más dolor. Ella no necesitaba a
los hijos de una extraña que llegarían a ser chimpancés lampiños.
Regresó al auto. Al
menos, podría conducir a casa. Recordó cómo manejar.
La idea de que
Obsidiana debería ser enterrado se le ocurrió antes de llegar el
auto, y entonces sí vomitó.
Había encontrado y
perdido al hombre tan rápidamente. Era como si la hubieran sacado de
la comodidad y seguridad y le hubieran propinado una paliza repentina
e inexplicable. Su cabeza no se aclaraba. No podía pensar.
De alguna manera,
regresó a su lado. Se dio cuenta de que estaba arrodillada junto a
él, sin recordar el haberse arrodillado. Acarició su cara, su
barba. Uno de los niños hizo un ruido y ella los miró, y miró a la
mujer que probablemente era su madre. Los niños la miraron,
obviamente asustados. Quizás fue el miedo de ellos lo que finalmente
la sacudió.
Había estado a
punto de irse y abandonarlos. Casi lo había hecho, casi había
dejado morir a dos niños pequeños. Ya había habido suficiente
muerte. Tendría que llevarse a los niños a casa con ella. No sería
capaz de vivir con ninguna otra decisión. Buscó a su alrededor un
lugar para enterrar tres cuerpos. O dos. Se preguntó si el asesino
sería el padre de los niños. Antes del silencio, la policía
siempre afirmaba que las llamadas más peligrosas que recibían eran
las de violencia doméstica. Obsidiana debería de haber sabido eso,
no que el saberlo le hubiera obligado a permanecer en el auto.
Tampoco la hubiera detenido a ella. No podría haber observado a la
mujer asesinada sin hacer nada.
Arrastró a
Obsidiana hacia el coche. No tenía con qué cavar, y a nadie que
vigilara mientras cavaba. Mejor llevarse los cuerpos con ella y
enterrarlos junto a su marido y sus hijos. Obsidiana volvería a casa
con ella después de todo.
Cuando lo hubo
dejado en el piso de la parte de atrás, regresó por la mujer. La
niña, delgada, sucia, solemne, se puso de pie y sin saberlo le dio
un regalo a Rye. Cuando Rye comenzó a arrastrar a la mujer, la niña
gritó: "¡No!"
Rye dejó caer a la
mujer y miró fijamente a la niña.
"¡No!",
repitió la niña. Se acercó y se quedó parada junto a la mujer.
"¡Vete!", le dijo a Rye.
"No hables",
le dijo el niño. No había ni tartamudeo ni confusión en los
sonidos. Ambos niños habían hablado y Rye les había entendido. El
niño miró al asesino muerto y se alejó de él. Tomó la mano de la
niña. "Quédate callada", susurró.
¡Habla con fluidez!
¿Acaso había muerto la mujer debido a que podía hablar y les había
enseñado a sus hijos lo mismo? ¿Había sido asesinada por la rabia
creciente de un esposo o por la rabia celosa de un extraño? Y los
niños... debieron haber nacido después del silencio. ¿Es que la
enfermedad ya había pasado? ¿O estos niños eran simplemente
inmunes? Habían tenido el tiempo de enfermarse y quedarse callados.
La mente de Rye dio saltos. ¿Y si los niños de menos de tres años
que estuvieran a salvo eran capaces de aprender el lenguaje? ¿Y si
lo único que necesitaban eran maestros? Maestros y protectores.
Rye miró al asesino
muerto. Avergonzada, creyó poder comprender algunas de las pasiones
que podían haberlo servido de impulso, quien quiera que fuera. Ira,
frustración, desesperanza, celos locos... ¿Cuántos habían como
él? Gente dispuesta a destruir aquello que no podían tener.
Obsidiana había
sido un protector, había elegido ese papel, quién sabía porqué.
Quizás ponerse un uniforme obsoleto y patrullar las calles vacías
era lo que había hecho para no meterse una pistola en la boca. Y
ahora que existía algo que valiera la pena proteger, se había ido.
Ella había sido
maestra. Una buena profesora. Había sido una protectora también,
aunque sólo de sí misma. Se había mantenido viva sin tener ninguna
razón para hacerlo. Si la enfermedad había perdonado a estos niños,
ella podía mantenerlos con vida.
De alguna manera,
levantó a la mujer muerta y la colocó en el asiento trasero del
coche. Los niños empezaron a llorar, pero ella se arrodilló en el
agrietado pavimento y les susurró, temerosa de asustarlos con la
rudeza de su voz no utilizada hacía mucho.
"Está bien",
les dijo. "Ustedes también vendrán con nosotros. Vamos".
Los levantó, uno en cada brazo. Eran tan livianos. ¿Estarían
comiendo suficiente?
El niño le tapó la
boca con las manos, pero ella apartó la cara.
"Está bien que
yo hable", le dijo. "Mientras no haya nadie cerca, está
bien". Colocó al niño en el asiento del pasajero y éste se
movió sin que tuviera que decírselo, para acomodar a la niña.
Cuando ambos estuvieron en el auto, Rye se apoyó en la ventana,
observándolos, percatándose de que ahora estaban menos asustados, y
la miraban con al menos tanta curiosidad como miedo.
"Yo soy Valerie
Rye", dijo, saboreando las palabras. "Está bien que
ustedes me hablen a mí."
La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov, 1983.
sábado, 26 de diciembre de 2020
Historia de la resurrección del papagayo. Eduardo Galeano.
El papagayo cayó en la olla que
humeaba. Se asomó, se mareó y cayó. Cayó por curioso, y se ahogó
en la sopa caliente. La niña, que era su amiga, lloró. La naranja
se desnudó de su cáscara y se le ofreció de consuelo.
El
fuego que ardía bajo la olla se arrepintió y se apagó. Del muro se
desprendió una piedra.
El
árbol, inclinado sobre el muro, se estremeció de pena, y todas sus
hojas se fueron al suelo.
Como
todos los días llegó el viento a peinar el árbol frondoso, y lo
encontró pelado. Cuando el viento supo lo que había ocurrido,
perdió una ráfaga.
La
ráfaga abrió la ventana, anduvo sin rumbo por el mundo y se fue al
cielo.
Cuando
el cielo se enteró de la mala noticia, se puso pálido.
Y
viendo al cielo blanco, el hombre se quedó sin palabras.
El
alfarero de Ceará quiso saber. Por fin el hombre recuperó el habla,
y contó que el papagayo se había ahogado
y
la niña había llorado
y
la naranja se había desnudado
y
el fuego se había apagado
y
el muro había perdido una piedra
y
el árbol había perdido las hojas
y
el viento había perdido una ráfaga
y
la ventana se había abierto
y
el cielo había quedado sin color
y
el hombre sin palabras.
Entonces
el alfarero reunió toda la tristeza. Y con esos materiales, sus
manos pudieron renacer al muerto.
El
papagayo que brotó de la pena tuvo plumas rojas del fuego
y
plumas azules del cielo
y
plumas verdes de las hojas del árbol
y
un pico duro de piedra y dorado de naranja
y
tuvo palabras humanas para decir
y
agua de lágrimas para beber y refrescarse
y
tuvo una ventana abierta para escaparse
y
voló en la ráfaga del viento.
Las palabras andantes, 1994.
jueves, 24 de diciembre de 2020
La flauta. Marcel Schwob.
La tempestad nos había lanzado muy lejos de las costas que solíamos
recorrer. Durante largas jornadas sombrías el navío embistió, con
el morro por delante, a través de masas de agua verde coronada de
espuma. El cielo negro parecía querer acercarse al océano por
encima de nuestras cabezas, el horizonte vacío estaba cercado por
una marca lívida y vagábamos como sombras por el puente. De cada
verga colgaban fanales y las gotas de lluvia resbalaban perpetuamente
a lo largo de sus vidrios en tal cantidad que la luz era incierta. A
popa, los ojos de buey de la cabina del timonel relucían con un rojo
húmedo y transparente. Las cofas eran semicírculos de oscuridad y,
en la negrura de arriba, emergían las velas lívidas a cada salto
del viento. A veces, cuando se balanceaban las linternas, reflejaban
resplandores de cobre en los charcos formados sobre las lonas
enceradas que protegían los cañones.
Nos deslizábamos a
favor del viento después de nuestra última presa. Los garfios de
abordaje aún colgaban por la carena y el agua del cielo, al correr,
había lavado y amontonado todos los restos del combate. Todavía
yacían en confuso montón cadáveres vestidos de lienzo con botones
de metal, hachas, silbato, trozos de cadena y de cordaje junto a las
palanquetas; pálidas manos apretaban todavía las culatas de las
pistolas y los puños de las espadas; caras ametralladas y a medias
cubiertas por los chubasqueros se bamboleaban en las maniobras y nos
deslizábamos por entre los muertos empapados.
El siniestro huracán
nos había quitado las ganas de poner orden. Esperábamos que se
hiciera de día para recoger a nuestros compañeros y coserlos en sus
petates. El barco apresado iba cargado de ron. Atamos varias barricas
al pie del palo de mesana y del trinquete, y muchos de los nuestros,
agarrados a su alrededor, alargaban los cubiletes o las bocas a los
oscuros chorros que brotaban a cada cabeceo del barco entre líquidos
ronquidos.
Si no nos engañaba
la brújula, el navío corría hacia el sur, pero la oscuridad y el
desierto horizonte no nos daban ningún punto de referencia para
consultar la carta marina. Unas veces creíamos ver oscuras
elevaciones por el oeste, otras veces pálidas playas; pero no
sabíamos si las alturas eran montañas o acantilados, o si la
palidez de las playas podía ser el mar lívido estrellándose contra
los escollos.
En cierto momento
recibimos fuegos de un rojo brumoso a través de la fina lluvia y el
capitán gritó al timonel que los evitara. Sabíamos que estábamos
señalados y perseguidos, y los fuegos eran, quizá, brulotes. O si
bordeábamos costas inhóspitas sin verlas, debíamos temer las
señales traidoras de los raqueros.
Atravesamos la
corriente de agua cálida que recorre el océano, y durante algún
tiempo las salpicaduras fueron tibias. Después volvimos a entrar en
lo desconocido.
Fue entonces cuando
el capitán nos hizo formar, ignorando lo que nos reservaba el
porvenir. En mitad de la noche, nuestra tropa se reunió en la
toldilla mientras varios hombres sostenían linternas; el capitán de
equipo nos dividió en grupos y se oyeron susurros tenebrosos. Cada
uno recibió la parte que le correspondía del botín de nuestra
expedición, tanto en vestidos como en provisiones, oro, plata y
joyas encontradas en las manos, cuellos y bolsillos de hombres y
mujeres de los barcos saqueados.
Luego nos hicieron
romper filas y nos separamos en silencio. Normalmente, el reparto no
se hacía así, sino cerca de nuestro refugio en el islote, al final
de la expedición, con el navío abarrotado de riquezas y entre
juramentos y querellas sangrientas. Por primera vez no hubo ni una
cuchillada ni un pistoletazo.
Después del reparto
el cielo se aclaró poco a poco y la oscuridad comenzó a abrirse.
Primero rodaron las nubes y se desgarró la bruma; después, el cerco
lívido del horizonte se tiñó de un amarillo más resplandeciente y
el océano reflejó las cosas con colores menos sombríos. Una mancha
luminosa señaló el lugar del sol y algunos rayos se expandieron a
lo lejos en abanico. El oleaje se volvió anaranjado, violeta y
púrpura, y los hombres gritaron de alegría porque veían algas
flotantes.
Cayó la tarde con
un pesado abrazo y nos despertó la blanca y pálida luz de la mañana
en los mares australes. Los ojos desacostumbrados a la cálida
blancura nos hacían daño, y cuando el vigía anunció:
“Tierra ante
nosotros”, nos precipitamos a las bordas sin ver nada. Una hora más
tarde, cuando el cielo estaba densamente azul, percibimos una línea
oscura orla de espuma al fondo del océano.
Pusimos proa hacia
allí. Pájaros blancos y rojos rozaron el aparejo. Las olas
arrastraban maderas multicolores. Después apareció un punto móvil.
Parecía rosa en el mar opaco, bajo el sol incandescente, y cuando se
acercó vimos que era una canoa o una piragua. La embarcación no
tenía vela y parecía desprovista de remos.
No obstante, venía
derecha hacia nosotros, pero aunque llamábamos no había nada
visible en ella. A medida que avanzábamos, sólo oíamos un son
apacible y dulce que llegaba a favor de la brisa, tan bien modulado
que no se podía confundir con el lamento del mar o con la vibración
de las cuerdas tirantes de nuestras velas. El son, de una tristeza
tranquila, atrajo a nuestros compañeros a los dos flancos del barco
y miramos a la piragua con curiosidad,.
Cuando el castillo
de proa mordía el fondo de una gruesa ola se aclaró el misterio de
la embarcación. Era de madera coloreada; los remos parecían haberse
ido a la deriva y había un viejo tumbado en el fondo, con un pie
desnudo apoyado en la barra del timón. La barba y los cabellos
blancos le enmarcaban toda la cara. No llevaba ninguna ropa salvo una
túnica a rayas cuyos faldones estaban doblados sobre él, y soplaba
en una flauta que sostenía con ambas manos.
Amarramos la piragua
sin que él se dignara molestarse; tenía los ojos vacuos y quizá
era ciego. Debía ser muy viejo, porque los tendones de sus miembros
se le transparentaban bajo la piel. Lo izamos hasta el puente y lo
tendimos al pie del palo mayor encima de una lona alquitranada.
Entonces, sin dejar
de sostener la flauta en la boca con una mano, alargó un brazo y
palpó a su alrededor buscando a tientas.
Puso la mano sobre
el revoltijo de armas, mazas y cadáveres que se entibiaban al sol,
paseó los dedos por el filo de las hachas y acarició la martirizada
carne de los rostros. Después retiró la mano y sopló en la flauta
con ojos pálidos y vacíos, y la cara vuelta hacia el cielo.
La flauta era blanca
y negra y, en cuanto sonó para nosotros, pareció un pájaro de
ébano pulido moteado de marfil; las manos revoloteaban a su
alrededor como alas.
El primer son fue
tenue y frágil, tembloroso como la voz que el viejo hubiera podido
tener, y el pasado penetró en nuestros corazones, el recuerdo de las
ancianas que fueron nuestras abuelas y del tiempo de inocencia en que
éramos niños. Todo el presente se esfumó a nuestro alrededor,
movíamos la cabeza sonriendo, nuestros dedos querían manejar
juguetes y nuestros labios estaban medio cerrados como para besos
infantiles.
Después, el son de
la flauta aumentó y fue como un grito de tumultuosa pasión. Ante
nuestros ojos pasaron objetos amarillos y rojos, el color de la
carne, el color del oro y el color de la sangre. Nuestros ojos se
entusiasmaron para responder al unísono y en nuestras cabezas se
arremolinó la locura de los días que nos habían arrastrado al
crimen. El son de la flauta creció hasta ser la voz sonora de la
tempestades, la llamada del viento cuando choca con las olas, el
estrépito de los cascos reventados, el aullido de los hombres
degollados, el terror de las caras ennegrecidas de hollín cuando van
al abordaje con el sable entre los dientes, la queja de las
palanquetas y la explosión de aire que producen los cascos de los
buques cuando se hunden. Escuchábamos en silencio, inmersos en
nuestra propia vida.
De pronto, el son de
la flauta se convirtió en un vagido y se oyó el lamento de los
niños que vienen al mundo, un grito tan débil y tan quejoso que
estalló un aullido de horror. Pues en ese momento, con los ojos
abiertos al porvenir, veíamos lo que ya no podíamos poseer y lo que
destruíamos eternamente, la muerte de la esperanza para los
vagabundos del mar y las existencias futuras que habíamos
aniquilado. Nosotros mismos, sin esposa, rojos de asesinatos y ahítos
de oro, no podríamos oír jamás la voz de los recién nacidos
porque estábamos condenados al balanceo de las olas, bien cuando el
puente baila a nuestro alrededor, bien cuando nuestra cabeza,
cubierta con un bonete negro, baila en la cuerda de la verga; nuestra
vida perdida sin esperanza de crear otras.
Hubert, el capitán
de equipo, juró a muerte y arrebató al anciano el pájaro de ébano
moteado de blanco. El son murió y Hubert arrojó la flauta al mar.
Los vacuos ojos del viejo se estremecieron y sus gastados miembros se
pusieron rígidos sin que pudiéramos oír nada. Cuando lo tocamos,
estaba frío.
No sé si el extraño
hombre pertenecía al océano, pero en cuanto llego a él, cuando le
enviamos a reunirse con su flauta, se hundió y desapareció con su
túnica y su piragua; y el grito de un niño que nace no llegó nunca
a nuestros oídos ni en la tierra ni en el mar.
El rey de la máscara de oro, 1892.
miércoles, 23 de diciembre de 2020
Surrealismo cotidiano. Juan José Millás.
Vi una pegatina en un farol: “Señora
muy seria se ofrece para cuidar niños y planchar.” Me pareció
extraña la especialización: cuidar niños y planchar. Nada de
quitar el polvo, hacer camas, preparar la comida, atender las
llamadas… Sólo planchar y cuidar niños. Y la señora era muy
seria. ¿Qué se entiende por señora muy seria, una mujer
antipática, sin sentido del humor muy, cumplidora? Cuando había
dejado el farol atrás regresé a él, por si no hubiera leído bien.
Pero ponía lo mismo. Me pareció una de esas pequeñas muestras de
surrealismo que ofrece la vida cotidiana y que se nos escapan por no
estar atentos. De modo que cuidar niños y planchar. ¿Todo al mismo
tiempo o una cosa después de la otra? De otro lado, decía planchar,
pero no decía qué. La ropa, dirán algunos. ¿Y por qué una mujer
tan quisquillosa no lo especificaba?
Total
que arranqué el número de teléfono y continué andando hasta el
quiosco, donde compré el periódico. Ya en el bar, con el café
delante, saqué el móvil y telefoneé a la señora muy seria.
-¿Hace
usted otras cosas, además de planchar y cuidar niños?
-No,
señor.
-¿Y
cuida a los niños mientras plancha?
-Tampoco,
una cosa después de la otra, pues la plancha provoca muchos
accidentes.
Le
di las gracias, colgué y hojeé el periódico por encima, sin
prestarle mucha atención, enganchado como estaba al asunto de la
señora seria. Esa tarde, en casa preparé unos cartelitos en los que
escribí: “Señor serio escribe necrológicas y da de comer a las
palomas.” Anoté mi móvil y pegué diez o doce por los faroles de
mi barrio. Lo curioso es que no han dejado de llamarme, unas personas
para que les escriba la necrológica, otras para que dé de comerá a
las palomas, y unas terceras para que haga las dos cosas a la vez.
Pido 12 euros la hora, lo que no sabía si era caro o barato hasta
que volví a llamar a la señora seria, que cobraba 20 euros por
planchar y quince por cuidar niños. O sea, que pone más atención a
la ropa que a los niños. El mundo es un lugar hermoso y extraño,
pero sobre todo terrorífico.
Articuentos escogidos, 2012.
lunes, 21 de diciembre de 2020
Me pedías que te rematara. Svetlana Alexiévich.
Vasia Baikáchev, doce años
Actualmente es
profesor de formación industrial
A menudo recuerdo
aquellos días… Los últimos días de mi infancia…
Durante las
vacaciones de invierno, nuestra escuela participó en un juego de
guerra. Ya habíamos participado antes en entrenamientos de
instrucción de orden cerrado, habíamos confeccionado fusiles de
madera, capas de camuflaje, uniformes para los auxiliares médicos.
Nuestros padrinos de la unidad militar vinieron a vernos, llegaron en
un biplano. ¡Estábamos emocionados!
Pero en junio ya nos
sobrevolaban los aviones alemanes y lanzaban a los espías en
paracaídas. Eran hombres jóvenes que vestían americanas y viseras
de cuadros. Ayudábamos a los adultos; juntos detuvimos a unos
cuantos y los entregamos al sóviet rural. Nos sentíamos orgullosos
de participar en una operación militar, nos recordaba a aquel juego
de guerra. Pero pronto aparecieron otros alemanes… Esos ya no
vestían americanas y viseras de cuadros sino un uniforme verde con
camisas arremangadas, botas de caña ancha y tacones reforzados con
hierro; llevaban a cuestas sus macutos de piel de ternero, con los
largos cilindros de las máscaras antigás colgando de los costados y
empuñaban fusiles de asalto. Eran corpulentos, estaban bien
alimentados. Cantaban a grito pelado: Zwei Monate, Moskau kaput.
Mi padre me explicó que Zwei Monate significaba «Dos meses».
¿Tan solo dos meses? ¿Y ya está? Esa guerra no se parecía en
absoluto a aquella a la que habíamos jugado hacía tan poco y con la
que tanto había disfrutado.
Los primeros días,
los alemanes no se detenían en nuestra aldea, Malévichi, sino que
pasaban de largo hacia la estación de tren de Zhlobin. Allí
trabajaba mi padre. Pero él había dejado de ir a la estación;
esperaba que de un momento a otro llegaran nuestros soldados,
expulsaran a los alemanes y los hicieran retroceder. Nosotros
confiábamos en nuestro padre y también esperábamos a los nuestros.
Los esperábamos todos los días… Pero ellos… Nuestros soldados…
Ellos yacían muertos en los alrededores: en las carreteras, en el
bosque, en las cunetas, en los campos…, en los huertos…, en los
turbales… Muertos. Yacían con sus fusiles. Con sus granadas de
mano. Hacía calor y los cuerpos se hinchaban, parecía que cada día
su número aumentaba. Un ejército entero. Nadie los enterraba…
Mi padre enganchó
el caballo y nos fuimos al bosque. Empezamos a recoger a los muertos.
Cavábamos hoyos… Poníamos los cadáveres en filas de diez o doce…
Mi cartera se llenaba de documentos. Recuerdo que las direcciones
eran de la ciudad de Uliánovsk, en la región de Kúibishev.
Unos días más
tarde encontré en las afueras de la aldea los cuerpos sin vida de mi
padre y de mi buen amigo Vasia Shevtsov, de catorce años. Llevé
allí a mi abuelo… Nos empezaron a bombardear… Enterramos a
Vasia, pero no nos dio tiempo de enterrar a mi padre. Después del
bombardeo no quedó ni rastro de él. Pusimos una cruz en el
cementerio y ya está. Solo una cruz. Bajo ella enterramos el traje
de gala de mi padre…
Al cabo de una
semana ya era imposible recoger los cadáveres de los soldados… No
había manera de levantarlos… Bajo sus camisas militares todo
estaba lleno de líquido… Recogíamos sus fusiles. Sus carnets de
soldados.
En otro bombardeo
murió mi abuelo…
¿Cómo íbamos a
vivir? ¿Cómo viviríamos sin mi padre? ¿Sin el abuelo? Mi madre
lloraba sin parar. ¿Qué íbamos a hacer con todas esas armas que
habíamos ido acumulando y que teníamos enterradas en un lugar
seguro? ¿A quién entregárselas? No había nadie a quien pedirle
consejo. Mi madre lloraba.
En invierno conseguí
contactar con los de la organización clandestina. Mi regalo les dio
una alegría. Las armas fueron para los guerrilleros…
Transcurrió un
tiempo, no sabría decir cuánto… A lo mejor unos cuatro meses.
Recuerdo que aquel día había estado recogiendo patatas congeladas
en el campo. Volví a casa hecho una sopa, hambriento, pero con un
cubo lleno. En cuanto me quité los lapti mojados oí que golpeaban
el postigo de la bodega donde vivíamos. Alguien preguntó: «¿Está
aquí Baikáchev?». Me asomé por el orificio y me ordenaron salir
inmediatamente. Con las prisas me equivoqué y me puse el gorro
militar en vez de uno normal; enseguida me propinaron un latigazo.
En el patio había
tres caballos, los montaban alemanes y policías lugareños,
colaboracionistas. Uno de ellos se apeó, me echó el cinturón
alrededor del cuello y lo ató a la silla de montar. Mamá les rogó:
«Dejen que le dé algo de comer», y se metió en la bodega para
sacar una tortita de patata congelada, pero ellos arrearon los
caballos y se marcharon al trote. Me arrastraron a lo largo de unos
cinco kilómetros, hasta el pueblo de Vesioloe.
En el primer
interrogatorio el oficial nazi me preguntó cosas sencillas: mi
apellido, mi nombre, el año en que nací… Quiénes eran mis
padres. Había un policía joven haciendo de intérprete. Al acabar
el interrogatorio me dijo: «Ahora irás a poner un poco de orden en
el cuarto de las torturas. Fíjate bien en el banco». Me dieron un
cubo, una escoba, unos trapos… y me llevaron…
Lo que vi allí era
espantoso: en medio de la habitación había un banco con unas
correas clavadas a la madera. Tres cinturones: uno a la altura del
cuello, otro a la de la cintura y otro a la de los pies. En un rincón
había unos palos gruesos de abedul y un cubo con agua; el agua
estaba roja. En el suelo se veían charcos de sangre…, de orina…,
de excrementos…
Tuve que llevar más
agua, más agua. El trapo con el que fregaba el suelo se teñía de
sangre.
A la mañana
siguiente me llamó el oficial.
—¿Dónde están
las armas? ¿Quién es tu contacto en la organización clandestina?
¿Qué misiones te han encomendado? —Las preguntas caían una tras
otra.
Yo le decía que no
sabía nada, que era pequeño y que en el campo no recogía armas,
sino patatas congeladas.
—Al sótano
—ordenó el oficial al soldado.
Me bajaron a un
pequeño sótano lleno de agua helada casi hasta arriba. Antes me
enseñaron al guerrillero que acababan de sacar de allí. No había
aguantado la tortura y… se había ahogado… Lo lanzaron afuera, a
la calle…
El agua me llegaba
hasta el cuello… Sentía cómo me latía el corazón y la sangre me
corría por las arterias, cómo mi sangre calentaba el agua a mi
alrededor. Tenía miedo: ojalá no perdiese el conocimiento. Ojalá
no empezase a tragar agua.
El siguiente
interrogatorio: un cañón de pistola apuntándome al oído, y un
disparo. Oigo el chasquido de la madera seca… ¡Han disparado al
suelo! Un golpe de palo en una vértebra cervical, me desplomo…
Encima de mí, de pie, tengo a alguien robusto y pesado, huele a
carne y a aguardiente. Siento ganas de vomitar, pero mi estómago
está completamente vacío. Oigo: «Ahora lamerás con la lengua lo
que ha quedado de ti en el suelo… Con la lengua, ¿entendido? ¡¿Lo
has entendido, bastardo rojo?!».
En la celda no
dormía, perdía el conocimiento por el dolor. A veces me parecía
que estaba en la escuela, haciendo fila con los demás, y la maestra
Liubov Ivánovna Lashkévich nos decía: «En otoño empezaréis el
quinto curso. Hasta entonces, adiós, chicos. En verano creceréis.
Ahora Vasia Baikáchev es el más pequeño, pero pronto será el más
alto de todos». Liubov Ivánovna me sonreía…
A veces me veía
caminando junto a mi padre por un campo, buscando soldados muertos.
Mi padre se adelantaba, yo encontraba a un hombre debajo de un pino…
No era un hombre, era lo que quedaba de un hombre. No tenía brazos
ni piernas… Aún estaba vivo, me pedía: «Remátame, por favor…».
El anciano con quien
compartía celda me despertaba.
—No grites, hijo.
—¿Estaba
gritando?
—Me pedías que te
rematara…
Han pasado décadas,
pero aún no he dejado de sorprenderme: ¡¿sigo vivo?!
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.
domingo, 20 de diciembre de 2020
Historia de los dos que soñaron. Jorge Luis Borges.
«Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y
poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en El Cairo un hombre
poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió
menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse
el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una
higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de
la boca una moneda de oro y le dijo: “Tu fortuna está en Persia, en
Isfaján; vete a buscarla”.
A la madrugada siguiente se despertó y
emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las
naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y
de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad
lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una
mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios
Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió
en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo
de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta
que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y
los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la
mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon
tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte.
A los dos
días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le
dijo: “¿Quién eres y cuál es tu patria?” El otro declaró: “Soy de la
ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí”. El capitán
le preguntó: “¿Qué te trajo a Persia?” El otro optó por la verdad y le
dijo: “Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí
estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que
prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste.”
Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas
del juicio y acabó por decirle: “Hombre desatinado y crédulo, tres veces
he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un
jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una
higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No
he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de
una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la
sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas
monedas y vete.”
»El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su
jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios
le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el
Oculto.»
Historia universal de la infamia, 1935.
sábado, 19 de diciembre de 2020
La venganza de los hombres. Lord Dunsany.
Antes del Comienzo,
los dioses dividieron la tierra en pasto y yermo.
Crearon pastos
agradables que cubriesen la faz de la tierra, hicieron huertos en los
valles, y parajes pelados en lo alto de los montes; pero a Harza la
condenaron, sentenciaron y predestinaron a ser eternamente erial.
Cuando, al
atardecer, el mundo rezaba a los dioses, los dioses escuchaban sus
plegarias; pero se olvidaban de las oraciones de las tribus de Arim.
Así que los hombres de Arim eran agobiados por las guerras, y
arrojados de una tierra a otra, aunque no se dejaban aplastar. Y el
pueblo de Arim se dio sus propios dioses, erigiendo en dioses a sus
hombres, hasta que los dioses de Pegana volviesen a acordarse de
ellos. Y sus jefes Yoth y Haneth, haciendo de dioses, siguieron
guiando a su pueblo aunque eran acosados por todas las tribus. Por
último, llegaron a Harza, donde no había tribus, y descansaron al
fin de la guerra; y dijeron Yoth y Haneth: «La tarea ha concluido;
ahora, sin duda, los dioses de Pegana se acordarán de nosotros» . Y
construyeron una ciudad en Harza, y cultivaron el suelo, y el verdor
se propagó por el erial como se propaga el viento en el mar; y
entonces hubo frutos y ganado en Harza, y rumor de miles de ovejas.
Allí descansaron de su constante huir de todas las tribus, y
elaboraron fábulas sobre sus sufrimientos, hasta que todos los
hombres sonrieron en Harza, y los niños rieron con alegría.
Entonces dijeron los
dioses: «No es la tierra lugar para reír» . Tras lo cual salieron
a las puertas de Pegana, donde dormía encogida la Pestilencia; y
despertándola, le señalaron hacia Harza. Y la Pestilencia cruzó el
cielo a saltos entre aullidos.
Esa noche llegó a
los campos cercanos a Harza; se internó en la yerba, se tumbó, miró
airadamente las luces, se lamió las zarpas, y volvió a quedarse
mirando las luces.
Pero a la noche
siguiente, invisible, recorrió la ciudad entre la alegre
muchedumbre, entró solapadamente en las casas, una tras otra, y se
asomó a los ojos de los hombres, penetrando incluso sus párpados;
de manera que cuando llegó la mañana siguiente, los hombres miraron
ante sí, y exclamaron que veían la Pestilencia, aunque otros no, y
murieron a continuación; porque los ojos verdes de la Pestilencia se
habían asomado a sus almas. Fría y húmeda era; aunque brotaba un
calor de sus ojos que abrasaba las almas de los hombres.
Entonces vinieron
los físicos y los hombres versados en artes mágicas, e hicieron el
signo de los físicos y el signo de los magos; asperjaron agua azul
sobre yerbas medicinales, y salodiaron conjuros; pero la Pestilencia
siguió visitando casa tras casa, y asomándose a las almas de los
hombres. Y las vidas de las gentes escapaban en bandada de Harza; y
en muchos libros se consigna adónde iban. Sin embargo, la
Pestilencia seguía cebándose en la luz que irradian los ojos de los
hombres, y nunca acababa de saciar su hambre; y se volvía más fría
y húmeda, y el calor de sus ojos aumentaba mientras, noche tras
noche, galopaba por la ciudad sin cuidarse ya de disimulos.
Entonces los hom
bres de Harza rezaron a los dioses, diciendo:
—¡Altos dioses!
Sed clementes con Harza.
Y los dioses
escucharon sus plegarias; pero a la vez que escuchaban, señalaron
con el dedo y animaron a la Pestilencia a seguir. Y, a las voces de
sus amos, la Pestilencia se volvía más osada, y acercaba el hocico
a los ojos de los hombres.
Nadie podía verla,
sino aquellos a quienes atacaba. Al principio dormía de día
acurrucada en oscuras cavidades; pero cuando su hambre aumentó,
empezó a salir incluso a la luz del sol; y se agarraba al pecho de
los hombres, y les hundía su mirada en los ojos hasta secarles el
alma, al extremo de que casi la podían ver confusamente los que no
eran golpeados por ella.
Hallábase Adro, el
físico, en su aposento, confeccionando en un cuenco, a la luz de una
vela, una mixtura que ahuyentase a la Pestilencia, cuando entró por
la puerta un soplo que hizo parpadear la llama.
Dado que el aire era
frío, el físico se estremeció, se levantó y cerró la puerta;
pero al volverse para regresar a su silla, vio a la Pestilencia dando
lengüetadas en la mixtura; a continuación saltó y echó una zarpa
al hombro de Adro y otra a su capa, al tiempo que con las otras dos
le agarraba por la cintura; y así, le miró intensamente a los ojos.
Pasaban dos hombres
por la calle; y uno le dijo al otro: « Mañana cenaré contigo».
Y la Pestilencia
esbozó una sonrisa que nadie llegó a ver, enseñando sus dientes
goteantes, y corrió a ver si al día siguiente cenaban juntos
aquellos dos hombres.
Y dijo un viajero al
llegar: «Esto es Harza. Aquí descansaré» .
Pero esa jornada, su
vida viajó más allá de Harza.
A todos tenía
amedrentados la Pestilencia; y aquéllos a quienes hería, la veían.
Pero nadie veía las grandes figuras de los dioses, a la luz de las
estrellas, azuzando a Su Pestilencia…
Entonces los hombres
abandonaron Harza; y la Pestilencia acosó a los perros y las ratas,
y saltó sobre los murciélagos al pasar por encima de ella, todos
los cuales morían y quedaban esparcidos por las calles. Pero no
tardó en dar la vuelta, y perseguir a los hombres que huían de
Harza; y se apostó junto a los ríos donde se acercaban a beber,
lejos de la ciudad. Entonces regresó a Harza el pueblo de Harza,
todavía perseguido por la Pestilencia, y se congregó en el Templo
de Todos los dioses excepto Uno; y dijo el pueblo al Sumo Profeta:
«¿Qué podemos
hacer ahora?» A lo que éste respondió:
—Todos los dioses
se han burlado de las plegarias. Este pecado debe ser castigado para
venganza de los hombres.
Y el pueblo se
sintió aterrado.
El Sumo Profeta
subió a la Torre bajo el cielo donde convergían las miradas de
todos los dioses a la luz de las estrellas. Allí, a la vista de los
dioses, alzó la voz para que le oyesen, y dijo: « ¡Altos dioses!
Os habéis mofado de los hombres.
Sabed, pues, que
está escrito en la tradición antigua, y bien fundado en la
profecía, que hay un FIN que aguarda a los dioses, los cuales
saldrán de Pegana en galeras de oro, y bajarán por el Río Silente
hasta el Mar del Silencio, donde Sus galeras se elevarán en la
niebla, y dejarán de ser dioses. Y los hombres encontrarán
finalmente protección de las burlas de los dioses en la tierra
húmeda y cálida; en cuanto a los dioses, jamás dejarán de ser
Seres que fueron dioses.
Cuando el Tiempo y
los mundos y la muerte se hayan ido, nada quedará, sino cansados
remordimientos y Seres que en un tiempo fueron dioses.» Digo esto a
la vista de los dioses.» Para que lo oigan los dioses» .
Entonces los dioses
gritaron al unísono, señalaron con la mano la garganta del Profeta,
y la Pestilencia se abalanzó sobre él.
Hace mucho que ha
muerto el Sumo Profeta, y los hombres han olvidado sus palabras; y
los dioses no saben si es cierto que EL FIN está esperando a los
dioses, pues han dado muerte a quien podía habérselo dicho. Y los
Dioses de Pegana sienten que el miedo ha caído sobre Ellos para
venganza de los hombres; pues no saben cuándo vendrá ese FIN, ni si
es cierto que llegará.
Los dioses de Pegana. 1905.
martes, 15 de diciembre de 2020
Tú. Magda Hollander-Lafon.
Mi origen eres Tú. Mi nacimiento a
Ti se lleva a cabo día a día.
Mi
padre era judío, mi madre era judía. La vida cortó el cordón; me
empapó en un mar de cenizas, en un océano de lágrimas, de gritos,
de sangre.
Nadie
vino a lavarme, a levantarme, a envolverme en su mirada. Nadie se
inclinó sobre mí, sobre nosotros, cuando caíamos en la hoguera del
infierno, encendido por Tus criaturas enfurecidas, ángeles de alas
negras.
Nos
arrojamos a la tierra, al agua, al olvido, para que nadie se acordase
de nosotros.
La
tierra nos absorbía, el agua nos arrastraba.
En
silencio observaste cómo Tu pueblo quedaba reducido a polvo.
Mi
corazón se cerró como una lápida.
Me
rebelé contra Ti, sin conocerte, ante Tu ceguera, ante Tu sordera,
ante Tu creación del revés.
Aún
hoy sigo oyendo el tornado de gemidos que Te alababan, Te imploraban,
Te llamaban por Tu nombre antes de dejarse consumir.
A
los veinticuatro años, me invitas a acoger a esos millones de
inocentes que hoy comparten Tu gloria.
Busco
Tu mirada, Dios del día y de la noche.
En
ella poso esos millares de soles quemados.
¡Ah,
poder ofrecer esas brasas ardientes, por fin liberadas!
Cuatro mendrugos de pan, 2012.
lunes, 14 de diciembre de 2020
1839. Opio o plomo. Nieves Concostrina.
Agosto de 1839. El político chino Lin Zexu envía una carta a la
reina Victoria de Inglaterra exigiendo que los británicos dejen de
introducir el opio en su país. La carta a la poderosa soberana
europea decía en uno de sus párrafos: «Sé que en vuestro país
está prohibido fumar opio. Ello significa que no ignoráis hasta qué
punto resulta nocivo. Pero en lugar de prohibir el consumo de opio,
valdría más que prohibieseis su venta; o mejor aún, su
producción». Fin de la cita.
A doña Victoria,
con todo su golpe finolis y su estricta moral, no se le movió una
pestaña cuando terminó de leer la carta. Y es que, casi con total
seguridad, el mayor narcotraficante de la historia no ha sido
Colombia, ha sido Reino Unido. El cártel de Medellín no ha sido la
más eficaz organización delictiva, lo fue la Compañía Británica
de las Indias Orientales. Y si se trata de capos, Pablo Escobar no le
llegaba a la reina Victoria ni a la suela del zapato.
La estrategia de
cualquiera para hacerse de oro con el narcotráfico no ha cambiado en
los últimos dos siglos. Consiste en introducir la droga, crear
adicción y dejar que el negocio crezca solo. Cuanta más adicción,
más demanda. Cuanta más demanda, más negocio. Y cuando Gran
Bretaña decidió convertir en drogodependientes a cuantos más
chinos mejor, lo hizo por venganza, por intereses económicos y por
soberbia. Porque fue una época en la que los británicos no
permitían que nadie les tosiera. Mucho menos ese imperio hermético
y tradicional repleto de gentes con ojos rasgados.
El opio es más
antiguo que el hilo negro. Se extrae de la adormidera, cultivada
sobre todo en Oriente, una amapola muy bonica que guarda un juguillo
blanco y lechoso. Esto luego se seca, se procesa y de ahí sale el
opio. En Mesopotamia y Egipto se usaba como analgésico; en Persia,
como anestésico; romanos y griegos le daban un uso medicinal, pero
si querían tener una charla con algún dios, pues también le daban.
Y en muchos otros lugares el opio servía a soldados y ciudadanos
para mitigar el miedo a la guerra.
Con el paso de los
siglos, con el avance de la investigación, se fue descubriendo que
todo lo que tuviera que ver con el opio, ya fuera en plan jarabe, en
grageas, como linimento o en enemas, ayudaba a los enfermos. Aunque
intentaban vender que lo curaba prácticamente todo, en realidad no
curaba absolutamente nada.
El opio ayudaba a
sobrellevar el dolor, suministraba placer, relajaba, quitaba la
angustia, serenaba el ánimo… muy bonito todo. Sí, ya.
Hasta que empezó a
ser palpable que aquello generaba una dependencia del copón.
Los enfermos ya no
buscaban opio para el alivio de su mal. Se hacían los enfermos para
conseguir la droga y provocaron la peor de las enfermedades, la
adicción.
Los que empezaron a
fumarse el opio fueron los chinos, que se inventaron un aparatejo con
una pipa larga. Al principio fumaban con moderación, sin pasarse, y
buscando un supuesto beneficio medicinal.
Hasta que llegaron
los británicos y pensaron que sería muy fácil desestabilizar el
país si convertían a los chinos en adictos. Exactamente lo mismo
que hizo Pablo Escobar en Estados Unidos: inundar el mercado
estadounidense con cocaína y convertir a los yanquis en adictos.
Pues Pablito no inventó nada. Estaba inventado. Eso ya lo hicieron
los británicos con los chinos en el siglo XVIII.
Allá por 1773, Gran
Bretaña tenía el monopolio del opio que se cultivaba en la India.
Los británicos controlaban las plantaciones, el procesamiento, el
almacenaje, la venta… o sea, unos narcos en toda regla. Y resulta
que ya a finales de aquel siglo XVIII la economía británica pasaba
por serias dificultades, por no decir que el país estaba
prácticamente en bancarrota. La razón era que Gran Bretaña había
perdido un lucrativo negocio en América porque se acababan de
independizar las famosas trece colonias.
Estados Unidos
empezó a andar solito y la corona británica perdió aquel gran
pedazo de pastel que sustentaba su economía. Por ejemplo, ya no se
podían llevar a Reino Unido tan alegremente el algodón americano.
Ahora tenían que comprarlo. ¿Qué hicieron? Volcarse en el comercio
con China, pero dieron con la horma de su zapato. Los británicos
quisieron imponer sus reglas de juego comerciales, y los chinos les
dijeron que tararí que te vi, que en China se jugaba con las reglas
de los chinos.
Gran Bretaña
necesitaba de ellos mucho té, mucha seda, mucha porcelana y mucho
algodón. Los chinos querían que les pagaran con oro y plata, sobre
todo plata, pero eso no les venía bien a los británicos porque les
desequilibraba su balanza comercial. Los ingleses no querían estar
soltando plata y más plata, sobre todo porque no la tenían. Querían
conseguir que el gigante asiático se abriera al comercio, que los
chinos no solo les vendieran, que también compraran productos a
Reino Unido. Y los chinos, que no; que no compraban, que solo
vendían.
Muy bien, dijeron
los británicos ya metidos en el siglo XIX. Pues si no queréis por
las buenas, lo haremos por las malas. Y tenían tanta producción de
opio en la India, que empezaron a introducirlo en el mercado chino.
Nadie pudo imaginar la velocidad a la que se iba a extender el
contrabando y el consumo del opio. Empezaron a proliferar los
fumaderos y millones de chinos acabaron colgados. Ya les importaban
un pito las supuestas bondades medicinales. Ya fumaban por fumar.
Había tanta demanda
de opio, y se convirtió en un producto tan competitivo, que lo que
no habían conseguido los encuentros diplomáticos para equilibrar la
balanza comercial lo estaba consiguiendo la adicción. China estaba
hincando la rodilla económicamente, no solo porque estaba entrando
el opio británico a espuertas sin tenerlo previsto, también estaba
arruinándose socialmente por un número imparable de adictos que
andaban tirados por las esquinas, y con la economía familiar
arruinada porque el opio se llevaba dos tercios del jornal.
A las autoridades
chinas el asunto se les fue de las manos. No sabían cómo atajar
aquel desorden moral, y tenían una tremenda bronca interna porque
unos apostaban por prohibir totalmente el consumo y perseguir a los
narcotraficantes sin tregua, mientras otros apostaban por la
legalización para acabar con el mercado negro. Y hablamos de 1834.
Resulta que llevamos doscientos años discutiendo sobre lo mismo.
Al final optaron por
prohibir el consumo, perseguir a los traficantes de opio y plantar
cara a los británicos. Ahí fue cuando el comisario imperial Lin
Zexu escribió a la reina Victoria de Inglaterra la carta que abría
este texto, exigiendo que sus chicos dejaran de introducir opio en
China y amenazando con tomar medidas si no cesaba el narcotráfico.
No hace falta insistir por dónde se pasó la soberana el ultimátum.
El comisario Lin
cumplió. Bloqueó el puerto de Cantón, confiscó veinte mil cajas
de opio valorado en 5 millones de libras que aguardaban a ser
desembarcadas y las destruyó. ¿¡Cómo!? Se sorprendieron en
Londres. ¿¡Que han hecho qué!? ¿¡Que han destruido nuestra
droga!? Y enviaron a China cuatro mil hombres en unos cuantos barcos
de guerra para exigir por las bravas que se legalizara el comercio
del opio y que les indemnizaran por la droga destruida.
Así fue como empezó
la primera guerra del opio en 1840. Británicos y chinos no se
pusieron de acuerdo y acabaron intercambiando plomo. Un año
estuvieron a tiros, hasta que China capituló, y esta rendición les
trajo pésimas consecuencias: no solo que los británicos siguieron
metiendo opio a espuertas y enganchando a los chinos a la droga,
también China tuvo que pagar una factura de guerra tremenda y abrir
cinco de sus grandes puertos para que Gran Bretaña comerciara
libremente con los productos que le vinieran bien.
Y una consecuencia
más: China tuvo que dar pleno dominio a los británicos de la isla
de Hong Kong durante 155 años. Seguro que muchos recuerdan aquel año
de 1997, con infinidad de actos que ofrecieron todos los informativos
cuando los británicos tuvieron que devolver Hong Kong a China. Ya
habían pasado los 155 años y muchos, la inmensa mayoría, no tenía
ni idea de que Reino Unido se hubiera quedado con la isla durante
siglo y medio gracias a la droga; gracias al opio.
Pero si estamos
hablando de la primera guerra del opio entre Gran Bretaña y China,
está claro que, como mínimo, hubo otra más. Y es que en China se
juntaron el hambre con las ganas de comer. Tras la primera guerra del
opio, con la mitad de los chinos fumados, con la economía maltrecha,
con el ejército deprimido porque no estaban acostumbrados a perder,
con protestas sociales por todo el imperio, y con una tremenda crisis
política porque el mundo había cambiado y los chinos andaban
estancados en una maquinaria estatal tradicional y antigua, los
británicos vieron la oportunidad de seguir apretando las tuercas
para sacar más rendimiento.
Y como el resto del
mundo estaba ojo avizor a ver qué pasaba, en cuanto vieron a China
debilitada, también se presentaron en sus puertos diciendo ¿qué
hay de lo mío? Estados Unidos y Francia fueron dos de las potencias
que quisieron meter cuchara en el mercado chino.
China que no, y los
demás que sí, y en 1856 se lio la segunda guerra del opio, quince
años después de que hubiera terminado la primera.
Y también perdió
China. Tuvo que firmar otro tratado con tan pésimas consecuencias
como el primero. China era un perro flaco, y todo eran pulgas.
El país quedó tan
debilitado que todo el que pasaba por ahí pegaba un mordisco. Japón,
España, Portugal se unieron a franceses, estadounidenses y
británicos para sacar tajada. Y todo gracias al opio.
Tiene guasa la cosa.
Lo de plata o plomo no lo inventó Pablo Escobar. Antes ya dijeron
los británicos eso de opio o plomo.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.