domingo, 28 de junio de 2020

Una niña perversa. Jehanne Jean-Charles.

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer "gluglú" con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión.
Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: "Elena me ha hecho esto", mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: "¡No vuelvas a hacer una cosa así!" Y cuando llegó papá, ella se lo ha contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oírme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo?
Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.
Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: "No quiero oír hablar nunca más de ella."
Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palmada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.
Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.
Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.

 

sábado, 27 de junio de 2020

El partido de fútbol. Francisco García Pavón.

El primer partido de fútbol que vi fue aquel al que me llevaron el día que bautizaron a mi primo, cuando me daba el sol en los ojos. Pero ése no vale. No vi el fútbol bien hasta que me llevó papá desde el Casino con otros amigos suyos y nos sentamos en preferencia.
A los toros se iba por la calle de la Feria y al fútbol por la calle del Monte. A los toros se iba detrás de la Banda Municipal, con velocidad de pasodoble; al fútbol, como dándose un paseo tranquilo.
Hacía mucho sol. Pasó un coche cargado de señoritas… Laurita, la tía y ésas, que nos saludaron con mucha algarabía.
A los toreros los llevaban vestidos, en coche. Van pálidos, con la cara seria. Los futbolistas —esto me sorprendió— iban de paisano, sin corbata, a pie, seguidos sólo de algunos chiquillos. Piñero, el pescadero, que era el gran delantero centro, iba en bicicleta de carrera por medio de las eras. Ricardo y Blas, que eran señoritos, en automóvil.
La gente iba a los toros congestionada, con los ojos bailando, buscando grandes sangres. Con vino y merienda… Al fútbol iban así como a tomar el sol, con idea de ir luego al cine… «por matar el tiempo». Eran grupos desleídos, calle del Monte arriba, sin mujeres, sin mantones, ni coches, ni caballos. (Cuando no se emplean caballos para ir a las casas, todo es aburrido, ésa es la verdad).
El fútbol hace bostezar a los sanguíneos porque no había caballos. ¿Qué iban a hacer los caballos en el fútbol, si eran hombres los que trotaban? Tampoco había heroica bandera nacional, como en los toros. Y es que, como decía el señor veterinario, que era reaccionario, «el fútbol es natural de los ingleses, que gustan de cansarse corriendo detrás de las cosas inútiles y sin argumento». Los españoles prefieren los toros porque en ellos hay algo «práctico», hay drama.
Ya en el campo, nos sentamos en preferencia, que era primera fila a la sombra, como si fueran palcos de teatro. Detrás de nosotros estaban las gradas (clase media, honrado comercio y empleomanía). Enfrente, en general, al sol, la gente de la calle o vulgo, enracimados, detenidos por los palos que les apretaban la barriga. Era gente que daba lástima, siempre voceando, agarrada a aquellas maderas. Y como condenados, mentaban a cada nada a las madres de los «visitantes».
Me gustó mucho cuando salieron al campo, corriendo en hilera, los dos grandes equipos manchegos. El nuestro, merengue, y el Manzanares, de colorines. Salían con los puños en el pecho, a paso gimnástico, los calcetines muy gordos y los uniformes muy limpios… Parecía que todos tenían las rodillas de madera, menos el portero, que llevaba en ellas unas fajillas… y en la cabeza una gorra de visera. Las botas también parecían de madera, sin desbastar.
En el palco de al lado estaban Laurita, la tía y ésas, que reían mucho y hablaban de que algunos futbolistas eran muy peludos.
También fue bonito cuando echaron la moneda al aire y se dieron la mano. Y la hermana de Pablo, la guapa de la perfumería, le dio una patadita al balón y reía mucho. Le dieron flores y vino tan contenta. (La masa o plebe le dijo muchas cosas de sus cachos y no sé si de sus mamas o mamás, que no entendí). Tocó el pito uno con traje negro —árbitro o refrer, no lo sé bien— y empezó la función, que consistía en correr todos para allá detrás de la pelota. Y de pronto todos para acá. Sólo se miraba hacia un costado del campo cuando había saque de línea, que es muy bonito, porque el que saca hace como si se estirase muchísimo y echa el balón a la cabeza de un camarada.
Sobre nuestras cabezas pasaban las voces de la gente, que parecía mandar mucho sobre los jugadores, aunque éstos yo creo que no hacían caso.
—¡Montero, corre la línea!
—¡Ricardo, que es tuya!
—¡Arréale!
Como corrían para allá y luego para acá, el público lo que tenía que hacer era lo mismo: volver la cabeza para acá y para allá. Y daba gusto verlos a todos como si fueran soldados: «vista a la derecha, vista a la izquierda». Y muchos le daban así a la cabeza mil veces, sin dejar de comer cacahuetes, como monos locos, que masticaban, escupían y siempre se arrepentían de mirar hacia donde estaban mirando.
A los porteros se les veía metidos en el marco grande, como figurillas de un cuadro descomunal, agachados, con las manos en los muslos, mirando los cuarenta pies que corrían detrás del balón…, que es una pelota cubierta con piel de zapato con cordones y todo.
El de negro —árbitro o refrer— corría también para uno y otro lado, pero con carreras muy cortas, sin fuerza. Toda su potencia estaba en el silbato, que cuando se enfadaba por algo lo tocaba muy de prisa y muy fuerte. Y cuando estaba contento daba unas pitadas largas y melancólicas. Cuando pitaba muchísimo y levantaba los brazos porque no le hacían caso, la plebe o vulgo de sol le decía los máximos tacos del diccionario: el que empieza por C, el que empieza por M y el otro de la madre.
Los que me parecieron más inútiles fueron los jueces de línea, que estaban la tarde entera corriendo el campo, sin hacer otra cosa que levantar la banderita cuando la pelota se sale, como si los jugadores no se dieran cuenta de que no había pelota tras la que correr.
Cuando jugaban cerca de nosotros —sombra, sillas de preferencia, señoritos—, se oían muy bien los punterazos que daban al balón, el resollar de los jugadores y el rascar de las botas sobre la arena y, sobre todo, lo que decían:
—¡Aquí, aquí, Muñoz!
—¡Centra!
—¡Maldita sea!
Al final del primer acto los jugadores parecían muy cansados. Llevaban los uniformes empapados en sudor, con refregones de tierra. Unos cojeaban, otros masticaban limón, otros llevaban pañuelos en la frente, y todos las greñas sobre los ojos. Tenían aire de animales muy fatigados, que no miraban a nadie, e iban como hipnotizados, como caballos de noria tras el balón, que parecía pesar más, trazaba curvas más cortas y, sobre todo, se iba fuera a cada instante.
Cuando se hacía gol, y se hizo muchas veces —no me acuerdo quién ganó—, los futbolistas del equipo que metía el gol se abrazaban fuertemente, como si fuera la primera vez que les ocurría aquello en la vida. Los que recibían el gol no se abrazaban, sino que volvían a su línea con la cabeza reclinada y dándole pataditas a las chinas, muy contrariados.
Al acabar el primer acto, todos iban a la caseta descuajaringados, y les daban gaseosas, y se echaban agua, y resollaban.
Todos los hinchas y directivos iban a la caseta, así como el cronista local, Penalty, para mirar a «los chicos», que no hablaban, que sólo hacían que mirar con ojos de carnero y tomar gaseosa.
El segundo acto fue muy aburrido. Todo el mundo estaba ya cansado de mirar a un lado y a otro. El balón, sin fuerza, iba y venía a poca altura; a veces se quedaba solo, se iba fuera y así todo el tiempo.
Los espectadores hablaban más entre ellos, contaban chistes. Los de mi palco hablaban con la tía, Laurita y ésas; les daban caramelos y reían mucho. Y hablaban de ir al cine o hacer baile en una casa, que era lo bueno.
Cuando se puso el sol, los de general parecían más pacíficos.
El árbitro casi no se movía: se limitaba a pitar. A veces hacía unas pitadas largas, tristísimas, como las de las locomotoras a media noche.
Lo único impresionante de aquel segundo acto fue el penalty. Dejaron al pobre portero solo, destapado, y un enemigo, desde muy cerca, le dio una patada tan fuerte al balón, que el pobre portero seguía esperando el tiro cuando ya hacía mucho rato que el esférico descansaba en el fondo de la red. El portero se enfadó mucho y tiró la gorra contra el suelo y echó el balón al centro del campo de mala gana.
Yo estaba tan aburrido, que empecé a pensar en mis cosas: en el colegio, en Palmira, en los bigotes del general Berenguer, que vi en la portada de Crónica —«Un general que va a deshacer lo que hizo el otro general», que dijo mi abuelo—, y el Somatén, que ya no iba a desfilar más por las calles, según me dijeron… También pensaba en no volver al fútbol más en mi vida, porque no le veía argumento.
Cuando salimos, casi anochecía. Hacía fresco. La tía, Laurita y ésas habían decidido no ir a ver la segunda jornada de «Fanfán Rosales» e irse a bailar a la sala del piano de casa del abuelo.
La gente salía con ganas de andar. Los jugadores, derrengados, iban sin corbata, muy colorados. El jugador que cayó al suelo y empezó a retorcerse mucho con las manos en semejante parte y que hizo reír tanto a las señoritas, a pesar de que decían: «¡Qué pena!», salió cojeando, hecho una lástima.
En el automóvil tuvimos que ir muy despacio entre el gran gentío que caminaba con las manos en los bolsillos. Emilita, la hermana de Pablo, repartió las flores del ramo que le dio el capitán entre los hombres, y a mí me dio un beso. Dijo que eso era a mí solo. «Vosotros, claveles, claveles».
A mis amigos del colegio, los que eran tan aficionados al fútbol, los pasamos con el automóvil. Iban tan ofuscados, que no me vieron. Hablaban todos a la vez, y Manolín, delante del grupo, imitaba a un jugador en no sé qué pase… Aunque los llamé, no me oyeron, que así eran de aficionados.
Cuando llegué a casa, rendido, me llevé la gran sorpresa de que el abuelo había vuelto de Valencia y me estaba esperando con un mecano que me había comprado en la plaza de Castelar. Como tardaba, se había hecho ya un puente colgante con muchas varetas rojas y verdes.
Me dieron de merendar y me puse a jugar con el mecano, mientras el abuelo explicaba a papá que en Valencia se respiraba república por todas partes y que en casa de Llavador había visto bordar a las «chiquetas» una bandera tricolor.

Cuentos republicanos. 1961.
 

viernes, 26 de junio de 2020

Facundo. Ricardo Güiraldes.

Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.
Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
-¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
-No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
-Bueno amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensombrecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
-¡General, le doy desquite!
-Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...
-No le hace, general; es justo que también usted talle.
-¿Se empeña?
-¿Cómo ha de ser?
Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó en sus dedos toscos.
-¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!
Y mandó al asistente traer las prendas.
Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:
-Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.
Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.
Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:
-No culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina'el peje... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino...; si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.
-¿Y es, mi general?
-¡Bah!, cualquier cosa.
Volvió a fallar el naipe inconsciente.
Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.
Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:
-Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?
El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.


Cuentos de muerte y de sangre, 1915.
 

jueves, 25 de junio de 2020

Ellos venían desde lejos. Eduardo Galeano.

Si hubieran conocido la lengua de la ciudad, habrían podido preguntar quién hizo al hombre blanco, de dónde salió la fuerza de los automóviles, cómo se sostienen los aviones, por qué los dioses nos negaron el acero.

Pero no conocían la lengua de la ciudad. Hablaban el viejo idioma de los antepasados, que no habían sido pastores ni habían vivido en las alturas de la sierra nevada de Santa Marta. Porque antes de los cuatro siglos de persecución y de despojo, los abuelos de los abuelos de los abuelos habían trabajado las tierras fértiles que los nietos de los nietos de los nietos no habían podido conocer ni siquiera de vista o de oídas.

De modo que ahora ellos no podían hacer otro comentario que el que les nacía, en chispas burlonas, de los ojos: miraban esas manos pequeñitas de los hombres blancos, manos de lagartija, y pensaban: esas manos no saben cazar, y pensaba: sólo pueden regalar regalos hechos por otros.

Estaban parados en una esquina de la capital, el jefe y tres de sus hombres, sin miedo. No los sobresaltaba el vértigo del tráfico de las máquinas y los transeúntes, ni temían que los edificios gigantes pudieran desprenderse de las nubes y derrumbárseles encima. Acariciaban con las yemas de los dedos sus collares de varias vueltas de dientes y semillas, y no se dejaban impresionar por el estrépito de las avenidas. Sus corazones se compadecían de los millones de ciudadanos que les pasaban por encima y por debajo, por los costados y por delante y por detrás, sobre piernas y sobre ruedas, a todo vapor. “¿Qué sería de todos ustedes -preguntaban lentamente sus corazones- si nosotros no hiciéramos salir el sol todos los días?”


 Vagamundo y otros relatos, 1998.

miércoles, 24 de junio de 2020

Cabeza rapada. Jesús Fernández Santos.

Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
-¿Te duele? -le pregunté.
Y contestó:
-Un poco -hablando como con gran trabajo.
-Podemos estar un poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a quejarse.
-¿Te duele ahora?
-Aquí, un poco…
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
-No te apures; ya pasará como ayer.
-¿Y si no pasa?
-¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.
-Ese chico no está bueno…
-¡Qué va! No es más que frío…
El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
-No está bueno…
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
-Va a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
-Vamos -dije-; vámonos.
Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.
Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:
-¡Que no es nada, hombre!
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro:
-¡Le debía ver un médico!
-¡Ya lo vio ayer!

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abría una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.
Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
-¿Es hermano tuyo?
-No.
Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.

Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
-Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.
Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando en él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
-No llores -le dije.
-Me voy a morir.
-No te vas a morir, no te mueres…

Cabeza rapada, 1958.
 

lunes, 22 de junio de 2020

En la consulta del médico. Dino Buzzati.

Fui al médico a hacerme la visita de control semestral: una costumbre que he adquirido desde que llegué a los cuarenta.

Mi médico es un viejo amigo mío, Cario Trattori, que a estas alturas me conoce por dentro y por fuera.

Hace una tarde desapacible y nublada de otoño; dentro de poco será de noche.

Nada más entrar, Trattori me mira de forma peculiar y sonríe:

—Estás estupendamente, sabes. Casi no se te reconoce, si pienso en la cara demacrada que tenías hace apenas dos años.

—Es cierto. No recuerdo haberme encontrado nunca tan bien como ahora.

Normalmente uno va a ver al médico porque se encuentra mal. Hoy he ido al médico porque me encuentro bien, muy bien. Y experimento una sensación nueva, casi vindicativa, frente a Trattori que siempre me ha conocido como un neurótico, un ansioso, aquejado de las principales angustias de nuestro siglo.

Ahora, en cambio, me encuentro bien. Desde hace algunos meses, voy de bien en mejor. Al despertarme por la mañana, mientras se filtra por las rendijas de las persianas la funesta luz gris del alba metropolitana ya no me asaltan propósitos suicidas.

¿Qué necesidad tienes de visitarme? —dice Trattori—. Esta vez me ganaré el pan gratis, a tu salud.

—Bueno, ya que he venido...

Me desnudo, me echo sobre la camilla, él me toma la presión, ausculta corazón y pulmones, comprueba los reflejos. No habla.

—¿Y bien? —pregunto yo.

Trattori levanta los hombros, no se digna siquiera responder. Pero me mira, me observa como si no conociese mi cara de memoria. Por último:

—A ver, dime. ¿Tus extravagancias, tus clásicas extravagancias? ¿Las pesadillas? ¿Las obsesiones? No querrás hacerme creer...

Hago un gesto categórico.

—Ni rastro. ¿Sabes lo que se dice nada? Ni siquiera el recuerdo. Como si fuese otro...

—Como si fuese otro... —repite como un eco Trattori, espaciando las sílabas, pensativo. La neblina, fuera, se ha hecho más espesa. Aunque todavía no son las cinco está oscureciendo lentamente.

—¿Te acuerdas —le digo— cuando a la una, a las dos de la madrugada venía a desahogarme contigo? ¿Y tú me escuchabas aunque te caías de sueño? Cuando lo pienso me avergüenzo. Qué idiota era, sólo ahora me doy cuenta, qué formidable idiota.

—Bueno, quien sabe.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Más bien contéstame sinceramente: ¿cuándo te sentías más feliz, ahora o antes?

—¡Feliz! Qué palabra más gorda.

—Bueno, digamos satisfecho, contento, sereno.

—Sin duda, estoy mucho más sereno ahora.

—Decías siempre que en casa, en el trabajo, entre la gente, te sentías siempre aislado, distanciado. ¿Así pues, ha desaparecido tu alienación?

—Totalmente. Por primera vez, ¿cómo te lo diría?... pues eso, me siento finalmente integrado en la sociedad.

—Caray. Felicidades. Y eso te proporciona un sentimiento de seguridad, ¿no es así?, ¿de conciencia satisfecha?

—¿Me estás tomando el pelo?

—En absoluto. Y dime: ¿llevas una vida más regular que antes?

—No sabría decirte. Tal vez sí.

—¿Ves la televisión?

—Bueno, casi todas las noches. Irma y yo apenas salimos.

—¿Te interesan los deportes?

—Vas a reírte si te digo que me estoy volviendo un hincha.

—¿Y de qué equipo?

—Del Inter, por supuesto.

—¿Y de qué partido eres?

—¿Partido de qué?

—Partido político, ¿no?

Me levanto, me acerco, le susurro una palabra al oído. Él:

—Cuánto misterio. Cómo si no lo supiese todo el mundo.

—¿Por qué? ¿Te escandaliza?

—Por favor. Es una cosa normal entre burgueses. ¿Y el coche? ¿Te gusta conducir?

—No me reconocerías. Ya sabes qué tortuga era antes. Pues bien, la semana pasada, cuatro horas y diez de Roma a Milán. Cronometrado... Pero, ¿puede saberse cuál es el motivo de todo este interrogatorio?

Trattori se quita los lentes. Los codos apoyados sobre el tablero de la escribanía, une las yemas de los dedos de sus dos manos abiertas.

— ¿Quieres saber lo que te ha pasado?

Yo le miro, cortado. ¿Acaso, Trattori, sin aparentarlo, ha descubierto los síntomas de una horrible enfermedad?

—¿Lo que me ha pasado? No entiendo. ¿Me has encontrado algo?

—Una cosa muy sencilla. Estás muerto.

Trattori no es un tipo dado a gastar bromas, y menos en su consulta.

—¿Muerto? —balbuceo yo—. ¿Cómo muerto? ¿Una enfermedad incurable?

—Nada de enfermedad. Yo no he dicho que vayas a morirte. Sólo he dicho que estás muerto.

—Pero ¿qué dices? Si tú mismo hace poco me has dicho que era el vivo retrato de la salud.

—Sano, desde luego. Sanísimo. Pero muerto. Te has adaptado, te has integrado, te has homogeneizado, te has introducido en cuerpo y alma en el tejido social, has encontrado el equilibrio, la tranquilidad, la seguridad. Y eres un cadáver.

—Ah, menos mal. Es una traslación, una metáfora. ¡Por un momento he tenido un pánico terrible!

—No tanta traslación. La muerte física es un fenómeno eterno y a fin de cuentas excesivamente banal. Pero hay otra muerte, que algunas veces es bastante peor. La claudicación de la personalidad, el hábito mimético, la capitulación ante el ambiente, la renuncia a nosotros mismos... Mira a tu alrededor. Habla con la gente. ¿No te das cuenta de que más del sesenta por ciento están muertos? Y a medida que pasan los años su número aumenta. Apagados, achantados, sometidos. Todos deseando las mismas cosas, hablando de lo mismo, pensando las mismas idénticas cosas. Asquerosa civilización de masas.

—Tonterías. Ahora, que ya no tengo aquellas pesadillas de antes, me siento mucho más vivo. Me siento mucho más vivo ahora cuando asisto a un partido de fútbol, o cuando aprieto el acelerador a fondo.

—Pobre Enrico. Ojalá vuelvan tus viejas angustias.

Ya tengo suficiente. Trattori ha conseguido realmente ponerme nervioso.

—Entonces, si estoy muerto, ¿cómo se explica que en este último año haya vendido tantas esculturas mías? Si estuviese acabado como tú dices...

—No he dicho acabado. Muerto. Actualmente hay naciones inmensas, formadas todas de muertos. Cientos de miles de cadáveres. Y trabajan, construyen, inventan, trabajan terriblemente, y están felices y contentos. Pero son pobres muertos. Con la excepción de una microscópica minoría que les hace hacer lo que quiere, amar lo que quiere, creer en lo que quiere. Como los zombis de las Antillas, los cadáveres resucitados por los brujos y mandados a trabajar a los campos. Y en cuanto a tus esculturas, precisamente el éxito que ahora tienes y que antes no tenías, demuestra que estás muerto. Te has conformado, te has reajustado, te has puesto al día, te has decidido a marchar al paso, te has limado las asperezas, has bajado la bandera, has dimitido como loco, como rebelde, como soñador. Y por eso ahora gustas al gran público, al gran público de los muertos.

Me pongo en pie de un salto. No puedo aguantarlo más.

—¿Y tú que te imaginas? —le pregunto hecho una furia—. ¿Por qué no hablamos de ti?

—¿Yo? —sacude la cabeza—. Yo también, naturalmente. Muerto. Desde hace varios años. ¿Cómo resistir, en una ciudad como ésta? Cadáver yo también. Sólo conservo una rendija... por puntillo profesional, tal vez... una rendija por la que todavía alcanzo a ver.

Ahora ya se ha hecho totalmente de noche. Y la hermosa neblina industrial es de color plomizo. A través de los cristales, apenas se alcanza a distinguir la casa de enfrente.

Las noches difíciles, 1971.


sábado, 20 de junio de 2020

La sed. Magda Hollander-Lafon.

Reina tal desorden en la distribución de la sopa y de la bebida en Birkenau que cuando me llega el turno de tender la escudilla ya no queda nada.

Llevo varios días sin beber. Estoy sedienta; tengo los labios cubiertos de grietas, la lengua hinchada, los sentidos entumecidos por completo. Me habría abalanzado sobre cualquier charco de agua si mis compañeras no hubiesen estado allí para impedírmelo. Las pupilas se dilatan, la mirada se extravía, te toman por loco.

Debí de perder el sentido porque no recuerdo más que la sensación de que la vida volvía a mí.

Sentí unas gotas de agua. ¿De dónde venía el agua? Lo supe algo más tarde. Unas compañeras desconocidas vinieron en mi ayuda y obraron a tiempo el milagro de procurarme esas gotas. En mi memoria no tienen nombre ni rostro. No sé si están vivas o muertas. Sólo sé que les debo la vida.

He visto a compañeros agonizar de deshidratación.

Una vez, sin darme cuenta, me choqué contra uno de esos esqueletos no del todo muertos. Sintió el golpe y movió la pierna. Recuerdo doloroso. No pude socorrerlo; era demasiado tarde. Yo, una vez más, tuve suerte.

Cuatro mendrugos de pan. 2012.

viernes, 19 de junio de 2020

Memoria de la Huestia. Agustín Celis Sánchez.

La abuela nos contaba viejas leyendas de la Santa Compaña y mamá se reía de ella y de sus historias. Papá le decía que no nos asustara con las viejas supersticiones del pueblo, que nos iba a convertir en hombres temerosos y cobardes a mis hermanos y a mí, que todo aquello eran patrañas de viejas aburridas, que lo que algunos llamaban la Huestia y otros la Compaña, no existía, y que aunque la muerte nos iba a llegar a todos algún día, no iba a venir primero a prevenirnos con campanillas y teas encendidas y toda una procesión de muertos acompañando a la Muerte.
La abuela la llamaba la Estadía, y contaba que iba envuelta en un hábito negro y no tenía cara, olía a la humedad de los sepulcros y mostraba su presencia sólo a quienes se iba a llevar, y sólo en ese instante, pero que algunas personas especialmente sensibles podían percibirla por una brisa húmeda que entraba en la habitación del moribundo unos segundos antes de morir. Sin embargo a la Huestia sí la conocían muchos, incluso la abuela la había visto, cuando joven, el día que murió su hermano Juan, y le habían hablado algunos de la procesión, y hasta le habían revelado un secreto.
Yo ya sé lo que es la Huestia, y sé el lugar que cada uno ocupa en la comitiva y sé el lugar que ocupo yo. Conozco a diario el cometido de cada noche y adónde se dirige el personaje que nos precede, y sé cómo es Ella y cuál es su olor, porque he andado a su lado demasiadas veces cada vez que he servido de aviso a uno de los míos.
La abuela vivió tantos años sólo para que supiéramos de la Huestia y nunca nos olvidáramos de su existencia. Estaba destinada a devolver el recuerdo a nuestra familia, que lo había perdido hacía tanto tiempo. Cada vez que en nuestra casa había duelo por un familiar la abuela rememoraba viejas historias de aparecidos y siempre, sin excepción, decía haber visto la noche anterior a todo el coro de sus antepasados velando en las cercanías por el alma del moribundo.
Cuando la abuela murió ya nadie habló de la Huestia, y aunque al año siguiente le siguió la Tata Mamen y después el tío Luis, nadie volvió a recordar aquel secreto que nos contó ella tantas veces, y que debía permanecer vivo en nuestra familia, y recordado por todos, y creído, para que algún día dejara de obrar la condena que rige el destino de toda mi estirpe, que cada mujer de la familia ha de penar el castigo de sobrevivir al menos a uno de sus hijos, como escarmiento por una antigua ofensa de un antepasado demasiado soberbio.

Yo debía haber advertido a mis padres la noche antes de mi Primera Comunión, cuando vi a la abuela en el jardín de la casa con todos sus antepasados, velando por nadie y sin embargo llorando. Tuve miedo entonces y callé para que nadie pensara que estaba nervioso por la celebración del día siguiente. Nada dije entonces de lo que había visto y nadie pudo saber que mi muerte estaba destinada a servir de recordatorio de la vieja condena que pesa aún sobre las madres de mi familia.
Todo el pueblo celebró aquel día junto al río una enorme merienda para festejar la Comunión de todos los niños. Había de todo y cuando ya nos habíamos saciado nos metimos en el agua y comenzamos a echar carreras de una orilla a la otra para comprobar nuestra resistencia. Ocurrió a mitad de camino de las dos orillas, se me enfriaron los pies y me quedé sin fuerzas y allí parado. Los brazos no me respondieron y noté un frío extraño en todo el cuerpo. Me fui hundiendo poco a poco y allí en el fondo me esperaba Ella, sin rostro como siempre la he visto y sin embargo tan acogedora.
Me encontraron a los tres días, inflado como un globo, y me enterraron en el panteón familiar junto a la abuela, a quien acompaño con mi tea encendida cada noche, hace ya tantos años, cuando hacemos la ronda que avisa al mundo de que alguien va a morir. Y algunas veces son los míos.
He sabido que la hija de mi hermana está enferma y que los médicos que la han visitado no dan con su mal. He sabido que su mal ya no tiene remedio. Y he sabido también, por mi abuela, que está escrito que esta noche yo acompañe a la Estadía hasta el cuarto de la hija de mi hermana, donde ella la estará cuidando. Ya está escrito que mi hermana me verá y juntos lloraremos la pérdida, mientras la muerte le arrebata a su hija en la cama sin que ella pueda verlo. Luego yo me llevaré a la niña de la mano al lugar donde esperamos todos.
Ojalá que mi hermana comprenda.




jueves, 18 de junio de 2020

Médium. Pío Baroja.

Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa… ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara…

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara…

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella…

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta…, llamaban…, abríamos…, nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida… ; llamaban…, nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó…, y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo… ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.


miércoles, 17 de junio de 2020

Párrafos trocados. Graham Greene.

Una vez estaba tendido en la cama del dormitorio, llorando bajo las sábanas porque era la primera semana del trimestre y todavía faltaban doce infinitas semanas para las vacaciones. Y yo tenía miedo de… de todo. Era invierno y de pronto vi que la ventana de mi cuarto se empañaba con un vapor caliente. Limpié el vapor con la mano y miré hacia abajo. Allí estaba el dragón, echado en la calle húmeda y negra, parecía un cocodrilo en un arroyo. Antes nunca había abandonado el ejido porque todos estaban en contra de él… Como también creía que estaban contra mí. Hasta la policía guardaba rifles en un armario para matarlo si se acercaba a la ciudad. Pero allí estaba, tendido e inmóvil, respirándome cálidas nubes de aliento. Se había enterado de que las clases habían vuelto a empezar y sabía que yo era desdichado y estaba solo.

Quizá tú no necesites la ayuda de un dragón, pero yo la necesitaba. Todo el mundo detestaba a mi dragón y querían matarlo. Temían al humo y a las llamas que salían de su boca cuando estaba enfadado. Por las noches yo solía escabullirme de mi dormitorio y llevarle latas de sardinas de mi caja de provisiones. Él las cocinaba dentro de la lata, con su aliento. Le gustaban calientes.


martes, 16 de junio de 2020

Llorar a orillas del río Mapocho. Augusto Monterroso.

En las entrevistas largas llega siempre el momento de responder a la pregunta de si uno vive de lo que escribe, y las respuestas varían entre lo tajante en que el interpelado dice con toda claridad que no, hasta aquellas en que se embrolla tratando de declarar la verdad (esto es, también que no) pero dejando entrever que sí, que más o menos, que en cierta forma sus libros son un éxito.
Uno vive de muchas cosas, de lo que busca con intención y de lo que las circunstancias van disponiendo, y es evidente que no hay dos experiencias iguales: mientras Shakespeare escribía sus obras y las actuaba en Londres, Cervantes cobraba los impuestos o recolectaba granos para la Armada Invencible (destinada entre otras cosas a acabar, sin proponérselo, con el teatro de Shakespeare). Shakespeare era próspero y Cervantes pobre, cada uno como reflejo de sus respectivos países.
Tal vez por eso la pregunta de si uno vive de sus libros sólo se haga en ciertos lugares. No recuerdo si también en España, pero raramente la he visto formulada en Estados Unidos, Francia o Alemania. En estos últimos o no les interesa de lo que viva el escritor, o sólo se entrevista a aquellos que obviamente han pasado la barrera de esa duda. O de las preguntas tontas.
En cuanto a nosotros, somos como Ginés de Pasamonte, gente de muchos oficios, y nuestra herencia es la picaresca y unas veces estamos presos y otras andamos con un mono adivino o una cabeza parlante, mientras al margen escribimos lo que buenamente podemos.
Para un latinoamericano que un día será escritor las tres cosas más importantes del mundo son: las nubes, escribir y, mientras puede, esconder lo que escribe. Entendemos que escribir es un acto pecaminoso, al principio contra los grandes modelos, en seguida contra nuestros padres, y pronto, indefectiblemente, contra las autoridades.
Sé que está en la mente de todos y que lo que voy a decir es bastante obvio y por eso he querido demorarlo un tanto; pero en fin, tengo que decirlo: el destino de quienquiera que nazca en Honduras, Guatemala, Uruguay o Paraguay y que por cualquier circunstancia, familiar o ambiental, se le ocurra dedicar parte de su tiempo a pensar y de ahí a escribir, está en cualquiera de las tres famosas posibilidades: destierro, encierro o entierro. Así que más tarde o más temprano, si logra evitar el último, llegará el día en que se encuentre con una maleta en la mano y en la maleta un suéter, una camisa de repuesto y un tomo de Montaigne, al otro lado de cualquier frontera y en una ciudad desconocida, oyendo otras voces y viendo otras caras, como quien despierta de un mal sueño para encontrarse con una pesadilla.
Entonces, como por supuesto es pobre, comenzará a ver pasar frente a él los múltiples oficios, y a imaginarse mesero, fotógrafo ambulante, vendedor de libros y, hasta con suerte, lector de una señora rica; todo, menos escritor; y a la tercera semana, y a la cuarta, cuando nada de aquello ocurra, envidiará a los perros callejeros, que no tienen obligaciones, y a las parejas de ancianos que se pasean en los parques, y sobre todo, precisamente sobre todo, a las nubes, las maravillosas nubes.


En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile, procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país (oficio ocasional del que por fortuna lo relevan a uno las revoluciones o los cuartelazos), Guatemala. Al darse cuenta de mi pobreza extrema, cuanta persona encontraba me invitaba a cenar para hacerme ver las posibilidades de desempeñar algún oficio, cualquier oficio: el de escritor quedaba descartado no sólo por improductivo sino porque a mí me horrorizaba (y me sigue horrorizando) la idea de escribir para ganar dinero.
El mejor consejo me lo dio José Santos González Vera, con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda:
-Mire -me dijo un día, quizá el siguiente de mi llegada-; yo nunca doy consejos, pero por ser usted le voy a dar uno. Si para ganarse la vida tiene ahora que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero, y por lo general la gente ya tiene una escoba y una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene ya resuelto el problema suyo y de su esposa para toda la vida.
Por fin alguien me dijo que por qué no traducía algo, y como todos creemos saber poco o mucho de inglés o francés (el latín quedaba descartado), el mismo autor de Cuando era muchacho me dio una tarjeta para el señor Sañartu, gerente o presidente o algo así de la entonces famosa editorial Zig-Zag, a quien fui a ver y quien desde su gran altura la leyó y casi sin oírme, tal vez porque yo casi no dije nada, llamó a una secretaria, quien me llevó ante el escritorio de una señorita (me pareció, y tal vez no lo fuera tanto, pero en ese momento yo no estaba para averiguarlo, no sólo por el tremendo estado nervioso por el que pasaba, sino, sencillamente, pensé, porque no había ido a eso y ya habría, según mi trato con la editorial y la frecuencia con que me presentara a recoger o entregar trabajo, ocasión de saberlo), quien amable me preguntó si prefería el inglés o el francés, a lo que yo le respondí que el inglés, porque ahora en la diplomacia se usaba más el inglés y habiendo sido yo hasta hace poco diplomático, pues sí, prefería el inglés.
Entonces sacó de alguna parte una revista llamada Ellery Queen, de formato parecido al del Reader's Digest pero dedicada al crimen, y me propuso que como prueba tradujera un cuento, el que yo quisiera, y que nos veríamos en una semana, ¿en una semana estaría bien?


Traducir puede ser muy fácil, muy difícil o imposible, según lo que te propongas y el tiempo y el hambre que tengas; y uno nace o, si se deja, se va convirtiendo en traductor y enamorándose de la idea de que eso le servirá para su propio oficio de escritor, y sin sentirlo uno puede llegar a saber si cada frase que logra dejar perfecta es suya o de quién; pero lo que importa es que la frase esté bien y fluida y suene en español y por momentos, al poner el punto en cada párrafo y tomar el papel y verlo a cierta altura, uno puede hasta sentirse con gusto Bertrand Russell o Molière, ¿pero Elerry Queen?
En todo eso pensé cuando en la soledad de mi cuarto comencé a escoger una vez más el cuento que traduciría y el tiempo pasaba y yo no me decidía porque todos eran de gángsters y yo no entendía nada, no sabía nada, y el efecto del vino de la noche anterior me pedía salir a la calle en cuanto fueran las doce del día, hasta que me decidí por uno en que el crimen ocurría entre jugadores de béisbol. De béisbol, que como tantas otras cosas yo creía conocer.
Todas mis pertenencias consistían entonces en una máquina de escribir portátil, una caja vacía de madera sobre la que tenía la máquina, y una de cartón sobre la que puse la revista y un poco de papel.
Y mi diccionario manual inglés-español español-inglés.
Estaba ahí, pues, sentado, dispuesto a releer el cuento que leído un día antes me había parecido el cuento más fácil y divertido, pero que ahora, al tener que pasarlo al español frase por frase, comencé a odiar y a convertir en un enemigo poco dispuesto a dejarse vencer y que se negaba a transformarse en prisionero de un idioma extraño en que las frases eran demasiado largas o explicativas, y en el cual lo que era gracioso o ágil a través de un diálogo increíblemente simple pero lleno de sentido, se troncaba en algo tonto y forzado, y para nada encajaba en lo que yo, de ser el autor, hubiera dicho o pensado.
Pero el autor no era yo sino Ellery Queen, y Ellery quería que las cosas marcharan rápido, sin preocuparse para nada por otro estilo que no fuera directamente al espíritu de sus lectores, si es que alguna vez había supuesto que estos lo tuvieran, o por lo menos a su emoción o interés para que al final, sintiéndose buenos, se identificaran con los buenos, y sintiéndose inteligentes pudieran pensar: "¡Claro!", y pasar a otra cosa.
Y así transcurrieron cuatro o cinco días. Y el cuento comenzó a ser legible en español, gracias, más que a mi pequeño diccionario (ocupado en las exactas equivalencias de perro y dog y mesa y table pero de ninguna manera en los modismos de los campos de béisbol), a la ayuda de mi amigo Darwin (Buda) Flakoll, a quien el sábado y domingo importuné con preguntas. Y el cuento se convirtió en buen ejemplo de precisión y honestidad intelectual logradas después de seis días y sus noches de tormento, para que al final quedara claro que hay lanzadores (pitchers) que a la mitad del juego se derrumban porque tienen el brazo de cristal, como uno tiene techo de cristal y muchas mujeres la virtud; y se supiera que alguien había matado por envidia a otro jugador, o por celos a su esposa, lo que he olvidado, en la forma contraria en que nunca olvidaré mi entrevista con la señorita de Zig-Zag, el lunes, cuando resuelto a morirme de hambre antes que a seguir traduciendo aquello me presenté a devolverle para siempre su revista, y sin importarme más su virginidad, salí a la calle bajo el sol deslumbrante y me encaminé al río Mapocho, que pasa por ahí, y me senté en la orilla y lloré de humillación hasta que , siendo benditamente otra vez las doce, me incorporé y fui a la venta de vino más cercana y una copa de vino tras otra me volvieron a la vida y a la idea de que todo estaba bien, de lo más bien.

La palabra mágica, 1983.

lunes, 15 de junio de 2020

El niño lobo del cine Mari. José María Merino.

La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
–Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos ojos fijos y ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.
–Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto. Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hace treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le acompañaban una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamente. El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame. Al aparecido le llamaron “el niño lobo” desde que ingresó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación, ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera pena.
–Te voy a llevar al cine –dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connotaciones médicas y científicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional (y más como ejercitando un obligado rito colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí) asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante. La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla con una avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está recubierto por una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolores. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga soledad sólo presiden los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor, ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado polizón.
La nave corría rápidamente al espacio oscuro, lleno de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.

Cuentos del reino secreto, 1982.

domingo, 14 de junio de 2020

Mientras dormimos. Juan José Millás.

Una pareja de jóvenes donostiarras tuvo una niña muy deseada a la que, por razones obvias, llamaron Desiré. La noticia fue recibida con enorme alegría por toda la familia y su entorno. Como es habitual en estos casos, Desiré recibió multitud de regalos, unos de carácter práctico y otros de orden inmaterial. La madre la amamantaba mientras el padre observaba con arrobo la escena, etcétera. Por las tardes, abrigaban a la criatura, pues había nacido en pleno invierno, y salían a pasear deteniéndose ante los escaparates y entrando en las tiendas, donde los empleados hacían carantoñas a la criatura.

Un día, al poco del feliz acontecimiento, el padre de Desiré se despertó a medianoche y no vio, junto a la cama de matrimonio, la cunita de la niña. Sorprendido por la ausencia, se dirigió a la habitación de al lado, por si su mujer la hubiera llevado allí por alguna razón que no se alcanzaba. No la halló. Angustiado, volvió al dormitorio principal con la intención de despertar a su mujer. Pero una sospecha interior le detuvo. ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si Desiré no existía? Como tenía complejo de inferioridad, nunca daba crédito a sus certezas, de modo que recorrió toda la casa en busca de los rastros típicos de un bebé sin encontrar ninguno. No había regalos, no había pañales, no había cremas ni colonias, no había patucos, no había en el salón un cochecito para salir de paseo… Tampoco olía a bebé ni a leche materna. Dios mío, se dijo, ¿habría sido todo un delirio?

Sin hacer ruido, para no despertar a su esposa, se metió en la cama e intentó dormir imaginando que la luz del día pondría de nuevo las cosas en su sitio. Al sonar el despertador, dejó que lo apagara su mujer e hizo como que seguía durmiendo. Ella se levantó con naturalidad y no dijo nada pese a que la cuna, como él comprobó entreabriendo un poco los ojos, continuaba desaparecida. Finalmente salió de la cama y se dirigió a la cocina para preparar un café. Al poco, apareció su esposa. Le pareció que había llorado, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Desayunaron en silencio y cada cual se fue a su trabajo. Jamás pudo explicarse aquel misterio que guardó para sí mismo toda la vida.

Articuentos escogidos, 2012.

sábado, 13 de junio de 2020

Mr. Steinway. Robert Bloch.

La primera vez que vi a Leo creí que estaba muerto.
Su cabello eran tan negro y su piel tan blanca… Nunca había visto unas manos tan pálidas y delgadas. Las tenía cruzadas sobre el pecho, moviéndose al ritmo de su respiración. Había algo repelente en todo aquello, en él… Era su delgadez extrema, era su expresión de nada en la cara. Era como una máscara mortuoria hecha al muerto poco después de que se largara para siempre. Miré a Leo un poco más y empecé a moverlo.
Entonces abrió los ojos y de inmediato me enamoré de él.
Se incorporó, estiró las piernas en el enorme sofá, me miró y se puso de pie. O supuse que hizo todo eso, porque en realidad me fijaba en sus pupilas marrones, en el calor que desprendía su mirada; ese calor que hizo que le hiciese de inmediato un lugar en mi corazón.
Sé bien cómo suena todo esto. Pero no soy una colegiala, ni llevo un diario, y hace años que soy una especie de viejo cangrejo loco, muy loco… Hace mucho tiempo que alcancé la madurez emocional.
Pero él abrió los ojos y me enamoré a primera vista.
Harry hizo entonces las oportunas presentaciones.
-… Dorothy Endicott… Te oyó tocar la semana pasada en Detroit y deseaba conocerte… Dorothy, es Leo Winston…
Era muy alto y tenía una especie de tic, una cierta inclinación de la cabeza que hacía sin mover los ojos. No sé si dijo encantado o mucho gusto, da igual… Me miraba.
Lo hice todo mal. Me turbé. Reí como una boba. Dije algo acerca de lo mucho que le admiraba, y encima lo repetí varias veces.
Pero también hice bien una cosa. Miré atrás. Harry dijo que debíamos salir ya para no molestarle en exceso y, como la puerta estaba abierta, hacia allí que me fui… Harry me había prometido, además, entradas para el día siguiente, para asistir al concierto de piano de Leo, encima tenía que arreglar lo de los periódicos, las crónicas, todo eso, así que…
-¿Hay alguna razón por la que deba usted irse tan aprisa, miss Endicott? -me preguntó entonces Leo.
No había ninguna razón, le respondí. Así que quien se fue a hacer lo que tenía que hacer fue Harry, como el buen samaritano que era, y me quedé a charlar un rato con Leo Winston.
No recuerdo de qué hablamos. Es sólo en los cuentos donde la gente puede recordar conversaciones mantenidas mucho tiempo atrás, pura verborrea; es sólo en los cuentos donde la gente observa con total corrección las reglas de la gramática cuando refiere historias de mucho tiempo atrás, aunque sean una pura verborrea.
Sí, me quedé con que su nombre real era el de Leo Weinstein… Y que tenía treinta y un años… Y que estaba soltero… Y que le encantaban los gatos siameses… Y que una vez se había roto una pierna, esquiando en Saranac. Y que le gustaba beberse un Manhattan con vermut seco.
Fue entonces después de eso cuando comencé a hablar de mí misma… Luego (creo que podía leer en mis ojos más cosas de las que le dije) me preguntó si quería conocer a Mr. Steinway.
Dije que sí, claro. Y fuimos a otra habitación, separada por puertas corredizas. Allí estaba Mr. Steinway, todo negro y reluciente, sonriendo con sus dieciocho dientes.
-¿Le gustaría que Mr. Steinway tocara algo para usted? -me preguntó Leo.
Asentí, sintiendo que me subía un calor debido, sin duda, a los dos Manhattans que ya me había tomado acompañando a Leo; puede que fuese aquel calor de la inspiración del que hablaba él; no me había sentido así de bien desde que tenía trece años y estaba enamorada de Bill Prentice, aquel día en que me preguntó si quería verlo dar volatines.
Así que Leo se sentó y acarició a Mr. Steinway igual que acariciaba yo a Angkor, mi gatita siamesa. Y tocaron para mí. Tocaron la Appassionata y algunas cosas más de El Pájaro de Fuego, y cierta rareza exquisita de Prokofieff, y alguna cosa de los Scott, Cyril y Raymond… Supongo que Leo quiso demostrarme su versatilidad, o quizá aquel repertorio fue cosa de Mr. Steinway… En cualquier caso, quedé encantada y lo expresé enfáticamente.
-Me alegra mucho que aprecie usted como es debido a Mr. Setinway -dijo Leo-. Es muy sensible; comprenderá usted que sea para mí tan importante como un miembro de la familia; lleva conmigo mucho tiempo, unos once años… Fue un regalo de mi madre cuando debuté en el Carnegie.
Leo se levantó del piano para sentarse junto a mí; mientras tocaba me había sentado frente a él, de forma que podía verle los ojos. Acarició a Mr. Steinway y le dijo:
-Es hora de que te vayas a descansar un rato, antes de que vengan a buscarte.
-¿Qué ocurre? -pregunté-. ¿Está enfermo Mr. Steinway?
-No exactamente -dijo Leo, que no parecía asustado sino vital, lleno de energía hasta tal punto que me pregunto cómo podía haberme parecido muerto cuando lo vi descansando-. Quiero que esté esta noche en la sala de conciertos, mañana tocará conmigo… ¿Irá usted a vernos?
La única respuesta que se me ocurrió fue “estás loco, muchacho”, pero me reprimí. Aunque no me resultaba fácil reprimirme cuando estaba con Leo… Mucho menos cuando me miraba como en ese momento, con sus ojos hambrientos, repasando la tapa del piano con sus dedos, como antes había acariciado las teclas.
Creo que me he expresado claramente, no hace falta que diga nada más.
Cierto que fui más que clara la noche siguiente. Salimos, tras el concierto, Harry y su esposa, Leo y yo… Y pronto nos quedamos solos Leo y yo, y fuimos a su apartamento, y en aquel salón no había más luz que la de una vela, y ni siquiera estaba allí Mr. Steinway, con lo que el apartamento parecía vacío, él que era el dueño y señor de aquellas habitaciones. Contemplamos las estrellas sobre Central Park y luego nos miramos el reflejo que hacían en nuestras pupilas. No voy a compartir con nadie lo que nos dijimos y lo que hicimos.
Al día siguiente, después de leer los periódicos, salimos a dar un paseo por Central Park. Leo tenía que esperar a que le llevasen a Mr. Steinway al apartamento; se estaba muy bien en el parque a esas horas. Serán millones los que se hayan sentido tan a gusto como yo en el parque, a esas horas; pasear por Central Park en mayo y temprano es como poseerlo enteramente, sus árboles, los rayos del sol que lo bañan, tu propia risa que asciende despacio henchida de gozo por cada latido con que el corazón acoge y celebra cada momento de éxtasis. Pero…
-Creo que estarán a punto de llegar -dijo Leo echando un vistazo a su reloj-. Tengo que estar en el apartamento cuando lo traigan… Mr. Steinway es muy delicado.
Le tomé la mano.
-Vamos -dije.
Lo vi compungido. Era la primera vez que lo veía triste, cosa que me sorprendió, no me cuadraba con su carácter.
-Quizá sea mejor que no subas al apartamento, Dorothy -me dijo-. Tengo algo que hacer ahí arriba; tengo que ensayar un poco… No olvides que el próximo viernes toco en Boston, lo que quiere decir que debo ensayar al menos cuatro horas diarias. Mr. Steinway y yo nos hemos propuesto hacer un programa realmente difícil. Queremos interpretar el Concerto de Ravel, con la Sinfónica de Boston, y a Mr. Steinway se le atraganta un poco Ravel… Además, tiene que salir de viaje entes que yo, el miércoles, con lo que no disponemos de mucho tiempo para ensayar.
-¿Te llevas el piano a todas partes cuando estás de gira?
-Claro; desde que me lo regaló mi madre no toco en otro piano que no sea Mr. Steinway… Creo que a Mr. Steinway se le rompería el corazón si lo hiciera.
El corazón de Mr. Steinway…
Tenía un rival, por lo que parecía… Y me reí; ambos nos reímos de eso, y caminamos juntos hasta el edificio de apartamentos, él para subir al suyo y ensayar, yo para volver a casa desde allí… Y para dormir un rato y acaso soñar…
Le llamé por teléfono hacia las cinco de la tarde. No hubo respuesta. Esperé media hora y volví a marcar. Nada. Me monté en una especie de nube rosa, lo que viene a ser como decir que tomé un taxi, y floté hacia su apartamento.
Como de costumbre, una costumbre que tenía de su madre, que siempre dejaba las puertas de su casa abiertas, Leo no había cerrado con llave la suya. Así que pretendía aprovecharme de tal circunstancia para sorprenderle. Lo imaginé tocando, ensayando, inclinado con fervor sobre las teclas, absorto en su trabajo. Pero Mr. Setinway estaba mudo y la puerta corrediza de la habitación contigua sí que estaba cerrada… Miré a mi alrededor y me llevé un susto.
Leo estaba muerto otra vez.
Allí estaba, tirado en el sofá, con una palidez que se me antojó fosforescente en la penumbra. Tenía los ojos cerrados, tenía igualmente cerradas las orejas, su corazón parecía haberse cerrado definitivamente… Hasta que me incliné sobre él y besé sus labios con los míos, que ardían.
-¡Dorothy!
-El bello durmiente -le dije acariciando su cabello-. ¿Qué te ocurre, cariño? Pareces cansado, ¿has trabajado mucho? No quiero molestarte, teniendo en cuenta que…
Volvió a compungirse de nuevo.
-Perdona, quizá no debí despertarte -dije, y al momento me di cuenta de que aquello parecía una frase de serie B, pero qué importaba, era también una situación de película de serie B: el joven y brillante concertista de piano debatiéndose entre el amor y su carrera, interrumpido en su ensayo por una dulce muchachita…
Sí, estaba compungido; se frotó los ojos, se incorporó en el sofá, me tomó de los hombros como si la cámara se aprestase a recogernos en un primer plano y dijo:
-Doroty, hay algo de lo que tenemos que hablar.
Ahí estaba la parte de diálogo que faltaba, me dije… El discurso sobre qué ha de ir en primer lugar, si el arte o el amor; el discurso acerca de que el trabajo y el amor casan mal, no deben mezclarse… ni siquiera tras una noche tan gloriosa como lo fue la nuestra. Imaginé todo eso; me lo guionicé de golpe. Habia pergeñado unas perfectas líneas de diálogo, pero quedé a la espera de lo que me dijese.
Y habló, en efecto.
-Dorothy, ¿qué opinas acerca de la Ciencia Solar?
-Nunca he oído nada al respecto -respondí asombrada.
-No me extraña, no es algo precisamente popular; la parapsicología no tiene mucha aceptación… Pero es real, créelo… Quizá deba explicártelo todo desde el comienzo, así me comprenderás.
Y empezó a explicarse desde el principio, e hice cuanto me era posible por entenderle. Debió de hablar durante una hora y pico, sin que yo lo interrumpiera, pero la vedad es que de todo aquello que dijo me quedé con muy poco.
Era su madre quien estaba realmente interesada en la Ciencia Solar. Por lo que me pareció, las bases de dicha ciencia eran idénticas a las del yoga, o quizá a las de alguna de esas otras cosas que hay ahora que hablan de la salud mental a través de nuevos sistemas de pensamiento y todo eso, algo así… Su madre había muerto cuatro años atrás y desde entonces Leo se había interesado por esa historieta… Deduje que el estado de trance era algo fundamental en el sistema del que me hablaba, de ahí que se interesara más que nada en la concentración, en el entrenamiento para la mayor concentración y lograr a través de ella un estado de autocontrol perfecto… Según parecía, de acuerdo con los puntos básicos de la Ciencia Solar, a través de la concentración se podía acceder a un estado de anulación práctica de la vida, premisa indispensable para que uno pueda comunicarse en profundidad con los órganos de su cuerpo, hasta con las células, hasta con la estructura molecular atómica del organismo… Todo, porque cada molécula, por lo que parecía, posee una capacidad de vibración, lo que supone una frecuencia, que tiene vida autónoma. Así, la personalidad es un todo integral e integrador, algo por el estilo, que propicia la armonía a través de la cual puede establecerse la comunicación más verdadera.
Leo ensayaba con Mr. Steinway cuatro horas diarias. Y dedicaba otras dos horas a perfeccionar su entrenamiento según los presupuestos de la Ciencia Solar y las tesis del autocontrol. La verdad es que le admiraba. Por su manera de interpretar al piano. Por su carácter relajado. Por su serenidad… Pero en su largo discurso había aludido también a otro tiempo… ¿Qué podía pensar de eso?
¿Qué pensé de todo eso?
Honestamente, debo decir que nada… Admito que soy, como casi todo el mundo, de esas personas que oyen mucho pero escuchan poco, sobre todo cuando les hablan de percepciones extrasensoriales, telepatía, telequinesia y qué sé yo cuántas cosas más… Y admito igualmente que siempre había asociado todo eso, más que con los científicos, con los charlatanes y los cómicos, y con algunas viejas locas que echan las cartas y visten de manera estrafalaria.
Pero resultaba del todo diferente oír hablar a Leo de algo así, percibir la intensidad de sus convicciones, oírle decir con ardorosa fe que la meditación y el autocontrol eran justo lo que había preservado su salud mental después de la muerte de su madre.
Dije que le comprendía perfectamente; y que nunca me interpondría en sus esquemas de vida, y que todo lo que deseaba, sin más, era estar con él y atenderle en cualquier circunstancia y en todo momento en que precisara de mí, pues sólo quería ocupar un cierto lugar en su existencia. Lo dije así porque lo creía.
Lo creía incluso cuando apenas podía verle más de un ahora cada noche, antes de aquel concierto en Boston. Hice algunas intervenciones en televisión -Harry me había apalabrado varias audiciones, pero el cliente pospuso la emisión de las mismas hasta finales de mes- y eso me ayudó a pasar el tiempo.
Bien, fui a Boston, para asistir al concierto de Leo, que estuvo magnífico, imponente; regresamos juntos a Nueva York, sin hablar nada de la Ciencia Solar durante el viaje. En realidad no hablamos de nada, salvo de nosotros mismos.
Pero el domingo por la mañana fuimos tres de nuevo. Llegó Mr. Steinway.
Volví entonces a mi apartamento y allí estuve hasta después de almorzar. Salí a dar un paseo por Central Park, inmenso bajo el sol, y debo admitir que estaba tan radiante como el parque.
Estaba radiante, sí, hasta que subí al apartamento de Leo y oí a Mr. Steinway haciendo escalas, golpear varias notas, y tremolar a veces de manera excesivamente aguda… Pedí a Leo que descansara un poco.
De nuevo pareció compungido. Me pareció que dudaba entonces de su talento, como si no encontrase la manera de hacer una entrada deslumbrante.
-No te esperaba tan pronto -me dijo-. Estoy ensayando algo nuevo.
-Ya lo… oigo… ¿Y el resto?
-No pensemos en eso ahora… ¿Quieres que salgamos?
Lo dijo como si no hubiera reparado en mis zapatos nuevos, en el vestido que me había puesto, en mi sombrero también nuevo que había comprado en Mr. John precisamente para sorprenderle…
-No. La verdad es que lamento haberte interrumpido, cariño -le dije-. Sigue ensayando.
Leo agitó la cabeza en sentido negativo. No apartaba la vista de Mr. Steinway.
-¿Te molesta que esté aquí mientras ensayas? -pregunté.
Leo no levantó la vista.
-Será mejor que me vaya -dije.
-Sí, por favor -dijo Leo-. No es por mí, sino por Mr. Steinway; creo que no le gusta que estés aquí mientras ensaya.
No había más que decir. No había más que hacer.
-Espera un minuto -dije, sin embargo, fría y distante, si es que un enfado puede serlo-. ¿Esto tiene algo que ver con tu Ciencia Solar y pretendes decirme que Mr. Steinway es un ente vivo? Admito que no soy muy imaginativa, admito que quizá no me halle en posesión de ciertas percepciones, y que por eso puede que sea incapaz de compartir algunas cosas contigo… Pero me resulta difícil imaginar que Mr. Setinway tenga vida propia… Por lo que veo, por lo que aparentan los simples hechos, la realidad, no se trata más que de un piano… No creo que se le pueda comparar conmigo, por ejemplo.
-Dorotyh, por favor…
-¡Nada de por favor, Dorothy! Dorothy no dirá una sola palabra más en presencia de tu… íncubo, o lo que sea este piano… No quiero dar a Mr. Steinway la ocasión de que me responda como supondrá que me lo merezco. Por mi parte, puedes decirle a Mr. Steinway que se vaya a la…
El caso fue que me sacó del apartamento, me llevo al parque, paseamos al sol, me estrechó entre sus brazos. Todo estaba en paz allí; su voz era suave; cantaban los pájaros de tal manera que se me hacía un nudo en la garganta.
-La verdad es que tenías razón en lo que dijiste antes, cariño -me soltó Leo de repente-. Sé bien que resulta difícil entender ciertas cosas si no se conoce la Ciencia Solar y si no se está familiarizado con los fenómenos hiperquinésicos… Pero te aseguro que Mr. Steinway tiene vida propia, al menos en un sentido. Puedo comunicarme estrechamente con él y él se comunica igual de estrechamente conmigo.
-¿Quieres decir que le hablas, y que él también lo hace?
Se echó a reír de manera que me impacientó.
-Claro que no… Me refiero a una especie de comunicación vibrátil… Te aseguro que no soy un experto, pero te aseguro igualmente que hablo de ciencia, no de imaginación. ¿Alguna vez te has parado a pensar qué es un piano? Es una muy complicada urdimbre de sustancias materiales, el resultado de una operación perfectamente calculada para obtener un instrumento realmente único… Es, en cierto modo, algo comparable a la creación de una inteligencia artificial, una especie de robot musical. Para empezar, se puede hacer un piano con hasta doce clases distintas de madera, maderas de diferentes edades y condiciones. Hay pianos, pues, muy especiales, sensibles como animales; hay pianos en los que se combinan materiales tan nobles como la madera más delicada, el marfil, metales puros… Una combinación de elementos extraordinariamente compleja para lograr el todo armónico. Y cada una de esas materias nobles posee su propia vibración, que va construyendo con las demás la estructura vibrátil que le da su carácter último al piano… Una vibración que puede sentirse, llegarte muy hondo, estremecerte y revelarte secretos.
Lo escuchaba atentamente porque deseaba hallar sentido a todo lo que me decía; tenía que ver que todo era perfectamente normal, que no decía cosas propias de la insania. Y quería creer en lo que me decía, porque era Leo quien me lo decía.
-Una cosa más -anunció-, creo que lo más importante de todo es… Cuando se produce esa vibración que es un todo, las estructuras electrónicas se alteran. Se da entonces una secuencia que se graba en la estructura celular, impregnándola. Así, en el caso de que registres en una grabación partes distintas de una misma pieza, registradas a distintas velocidades, si las oyes después en dicha secuencia, descubrirás diferentes mensajes que constituyen, sin embargo, el todo armónico. Puede que no entiendas esos mensajes por separado, pero en la secuencia lógica de su escucha descubres perfectamente lo que te digo… Es así como podemos comunicarnos, mediante la vibración, con una vida que desde luego no es humana y de la que por lo general creemos que ni tiene pensamiento ni tiene sentimiento. En tanto los humanos desarrollamos nuestra mente a través del criterio, despreciamos otras formas de inteligencia y, por lo tanto, de vida. No podemos saber cuán inteligentes son, precisamente porque la mayor parte de nosotros, los humanos, ni siquiera nos detenemos un momento a considerar que las rocas y los árboles, cualquiera de las cosas materiales que contiene el universo, piensen, registren, comuniquen.. aunque en su propio nivel, claro… Eso es lo que me ha enseñado la Ciencia Solar; y es de ahí de donde obtuve el método para comprender esas otras manifestaciones de la inteligencia y comunicarme con ellas. Ya sé que no es fácil, cómo no voy a saberlo… Pero a través del autocontrol y del autoconocimiento que te procura la meditación he llegado a sentir, más que entender, esas manifestaciones vibrátiles de dicha inteligencia no precisamente humana. Es lógico, pues, que Mr. Steinway, que forma parte de mi vida, que es parte de mí mismo, en realidad, sea un sujeto propicio para experimentar lógicamente esas vías de comunicación. Creo que he tenido éxito en mis experimentos, aunque sólo parcialmente. Debo profundizar aún mucho más en mi comunicación con Mr. Steinway, y sé que no hay sólo una manera de hacerlo. ¿Recuerdas lo que dice la Biblia a propósito de predicar ante las piedras? Pues así es, eso es literalmente cierto.
Por supuesto que habló más, mucho más, y que dijo muchas, muchísimas palabras distintas. Pero conseguí quedarme con la idea. Me quedé muy bien con la idea. Leo no era del todo racional.
-Existe igualmente, cariño, un ente funcional -siguió diciendo-. Mr. Steinway tiene personalidad propia, una personalidad que además se desarrolla día a día gracias a mi capacidad, al menos en cierto grado, de comunicarme con él según sus propios códigos íntimos. Cuando ensayo, también lo hace Mr. Steinway. Cuando interpreto, también interpreta Mr. Steinway. En cierto sentido, Mr. Steinway, me atrevo a decirlo así, es quien toca; yo quizá sólo sea el mecanismo que dispara dicha operación. Sé que todo esto te parecerá increíble, Dorothy, pero no soy un imbécil que se inventa imbecilidades a propósito de Mr. Steinway cuando digo que hay cosas que no puede interpretar. Hay salas de concierto que no le gustan nada, te lo aseguro; y hay ciertas escalas que le desagradan profundamente, si pulso las teclas para hacerlas… Mr. Steinway es un artista temperamental, créeme… Pero es el mas grande. Y tengo que respetar, por ello, su individualidad y su talento… Dame la oportunidad, cariño, de intentar comunicarte con él; así sabremos qué lugar ocupas en nuestras vidas. Creo que Mr. Steinway podría llegar a sentir celos de ti, no sería tan raro, ¿no? Deja que Mr. Steinway perciba tus vibraciones como las siento yo, inténtalo al menos, dame esa oportunidad… Y no pienses que estoy loco, por favor. No es una alucinación, créeme. Confía en mí.
Hablé con determinación.
-De acuerdo, Leo. Te creo y confío en ti… Pero todo eso de lo que hablas es cosa tuya… Creo que no debemos volver a vernos hasta que… te pongas de acuerdo contigo mismo en algunas cosas.
Los finos tacones de mis zapatos golpeaban con fuerza el suelo. No intentó detenerme, si siquiera salió tras de mí. Una nube tapó el sol momentáneamente, volviéndolo turbio, incluso sucio. Turbio y sucio…
Fui a ver a Harry, por supuesto. No en vano también era el representante de Leo y debía, por ello, de conocerle bien. Pero la verdad es que apenas le conocía. Me di cuenta enseguida, por lo que evité cuidadosamente hacerle ciertos comentarios. Para Harry, Leo era una persona absolutamente normal…
-Salvo, ya sabes, con lo de su madre… La muerte de la vieja dama le dejó bastante hecho polvo, y ya sabes la importancia que tienen la madres de los artistas en el mundo del espectáculo… La vieja cuidó de todos los aspectos relacionados con los conciertos de su hijo durante muchos años, se preocupó de que no le faltase nada de lo que necesitaba para dedicarse sólo a tocar el piano… Pero creo que ya superó el trauma que le supuso la muerte de su madre, me parece que está bien… Leo es un gran tipo. Un tipo sensible… El año que viene hará una gira por Europa.. Allí creen que Salomon es mucho mejor que él, pero espera a que le oigan tocar en directo y verás…
Eso fue todo lo que conseguí de Harry, no era mucho. ¿O sí lo fue?
Fue suficiente, al menos, para darme en qué pensar mientras volvía a pie a mi apartamento. Pensaba en Leo Weinstein, claro, en el pianista que había sido un niño prodigio y aque ahora era un hombre prodigioso… Y pensaba también en su queridísima madre. Ella le había dado toda la protección, había velado por él, había cuidado de su arte, de que nada le faltara para que sólo tuviera que dedicarse al piano, había regulado uno a uno todos los detalles de la existencia de su hijo, de modo que dependiera por completo de ella. Y le había regalado a Mr. Setinway, por ser un buen chico.
Leo se hundió al morir ella. No me resultaba difícil imaginármelo entonces… Para recuperarse, hubo de unirse estrechamente al regalo que le había hecho su madre. Mr. Steinway estuvo allí para salvarle, Mr. Steinway ocupó el lugar de su madre. Mr. Steinway, desde luego, era mucho más que un piano, pero no por lo que Leo decía que lo era… Mr. Steinway era en realidad su madre. Una prolongación del complejo de Edipo, ¿no llaman así a eso?
Ahora todo estaba sometido al patrón correcto. Leo, yaciente en el sofá, semejando estar muerto, volvía al útero materno, por así decirlo. Leo, al comunicarse con las vibraciones de aquel objeto inanimado, no intentaba sino mantenerse en contacto con su madre a través de la tumba.
Así eran las cosas, no había nada que hacer, salvo aceptar o no la situación… Una especie de cordón umbilical de plata que lo unía con su madre, o con el piano… Al final el cordón formaba un nudo gordiano ante el que me sentía inerme.
Llegué a mi apartamento justo cuando tomaba mi decisión. Leo saldría de mi vida, salvo que…
Me estaba esperando en el portal.
Naturalmente, traté de mantener la frialdad, traté de ser lógica y proceder en consecuencia. Difícil hacerlo, en cualquier caso, cuando alguien te abraza y te besa, y te dice que eres lo único para él, y te promete que todo cambiará a partir de ahora, y que no puede vivir sin ti… Todo eso me dijo y sentí que era verdad. Y lo dijo además cuando el día ya declinaba y apuntaban las estrellas en el cielo, esplendorosas.
Debo ser muy concreta y exacta ahora. Es preciso que lo sea… Tengo que contar las cosas que sucedieron al día siguiente tal y como en verdad sucedieron cuando fui a su apartamento, a primera hora de la tarde.
La puerta estaba cerrada sin llave, como siempre, y entré. Era como entrar en mi casa. Hasta que vi que la puerta de la habitación contigua estaba cerrada, hasta que oí la música… Leo y Mr. Steinway estaban ensayando.
He dicho música, pero no lo era. En realidad eran voces humanas angustiadas, debatiéndose en una comunicación normal. Todo lo que puedo decir es que la música aparente del piano me llegaba, me poseía como una vibración, y empecé a comprender entonces algo de lo que Leo me había dicho.
Oí algo así, y lo sentí, como el barrito de los elefantes, como el rumor del viento en la noche, como el roce de las hojas y las ramas, como el choque de los aceros, como el graznido de las aves, como el tormento de las cuerdas de un instrumento cuando se rompen… Eran voces que no hablaban, era la animación de lo inanimado… Era Mr. Steinway perfectamente vivo.
Entonces abrí las puertas correderas y todo aquello cesó de golpe. Allí estaba Mr. Steinway solo.
Sí, estaba solo; tan cierto como vi el fondo de la habitación, sentado, a Leo con cara de muerto.
No había tenido tiempo de correr hasta el extremo de la habitación y sentarse, al percatarse de que yo abría la puerta. Eso era tan cierto como que no había compuesto él ese extraño allegro que tocaba Mr. Steinway cuando entré en el apartamento.
Me acerqué a Leo y lo agité. Volvió a la vida, una vez más. Y me eché en sus brazos, llorando, y le dije lo que acaba de oír.
-¿Lo ves? -me dijo-. Mr. Steinway tiene vida propia, sabía que lo entenderías al fin. Puede comunicarse. Tiene una personalidad perfectamente integrada… Al fin y al cabo, la comunicación siempre es cosa de dos. Mr. Steinway puede tomar de mí la energía que necesite. Cuando me ausento, cobra fuerza de esa energía que me toma, ¿lo ves?
Lo había visto, era cierto. E intentaba apartar de mí todo aquello, porque me aterrorizaba. Intenté igualmente que no me temblase la voz al hablar.
-Ven a la otra habitación, Leo, deprisa… Y no hagas preguntas.
No quería preguntas porque no quería decirle que me daba miedo hablar en presencia de Mr. Steinway. Podía oírlo todo. Y además estaba celoso.
Era lógico, por eso, que no quisiera que Mr. Steinway oyese lo que tenía que decirle a Leo.
-Tienes que apartarte de él, me da igual si tiene vida propia o si es que nos hemos vuelto locos los dos… Lo importante es que te apartes de él cuanto antes, ahora mismo. Vete… Vayámonos juntos.
Asintió, pero no me bastaba con que lo hiciera.
-¡Escúchame, Leo! Sólo te lo preguntaré una vez y tienes que responderme… ¿Quieres irte conmigo hoy mismo, ahora mismo? Si es así, haz la maleta, te espero en mi apartamento dentro de un ahora. Llamaré por teléfono a Harry y le diré cualquier cosa, ya se me ocurrirá algo… No disponemos de mucho tiempo. Sé bien que no tenemos tiempo que perder.
Leo me miraba y su cara parecía la de un muerto. Suspiré profundamente, temiendo que en cualquier momento se dejara sentir en la habitación de al lado aquella música… Entonces se clavaron sus ojos en los míos, y le volvió el color a las mejillas, y me sonrió, sonreímos los dos.
-Me reuniré contigo en veinte minutos, voy a hacer la maleta -dijo.
Me fui de allí rápido, tratando de mantener el control. Lo hice en la calle, hasta que reparé en la vibración de mis tacones… Y entonces sentí también la vibración del pavimento, y la vibración de las ondas telefónicas en el viento, y la de las luces de los semáforos… Una sensación del sonido más allá de los sonidos… Me poseían los sonidos de la ciudad, en terrible amalgama vibrátil. El asfalto era agónico y el cemento era melancólico. Y los árboles emitían un lamento tortuoso; y la vibración de un trozo de tela se multiplicaba en ondas de sonido que semejaban una marea devastadora. Me sentía envuelta por aquellas olas que me amenazaban con la pulsión de su vida.
Nada parecía distinto y a la vez había cambiado todo. El mundo estaba vivo. Las cosas estaban vivas. Por primera vez tuve esa sensación, que todo tenía vida propia; una sensación, además, de que las cosas pugnaban por sobrevivir. Y estaban vivos mis pasos en el portal del edificio de mi apartamento; y la balaustrada de la escalera era como una serpiente marrón, y la llave parecía lamentarse al entrar en la cerradura, y esta al penetrar en ella la lleve, y la cama se estremeció en un lamento cuando le puse encima la maleta para llenarla con mis cosas, y la ropa protestó igualmente cuando la metí allí bien prieta. Y el espejo temblaba con ondas de plata, y la barra de labios se quejó cuando la deslicé sobre mis labios, y no podría volver a comer nunca más, nunca más, porque entonces…
Pero me sobrepuse, hice lo que tenía que hacer. Eché un vistazo a mi reloj, concentrándome sólo en su tic-tac, sin pensar en que aquello era un lamento acerado, tratando de ver únicamente la hora y no las manecillas como brazos suplicantes en mitad del tormento.
Veinte minutos.
Pero ya habían pasado cuarenta minutos. Y aún no había telefoneado a Harry para decirle cualquier cosa (allí estaba el teléfono negro, su boca de baquelita, ocultos aquellos hilos que provocaban ondas en el aire). No le había llamado porque aún no había llegado Leo.
Me era tan necesario salir a la calle como la carne lo es para un oso, más aún… Y lo hice, imbuida de la sinfonía de sonidos vibrátiles a la que intentaba mantenerme ajena, para dirigirme al apartamento de Leo. Entré. Todo estaba oscuro.
Todo estaba oscuro,menos la dentadura de Mr. Steinway. Sus patas estaban húmedas. Me di cuenta de ello porque inopinadamente Mr. Steinway empezó a deslizarse lentamente hacia mí, a través de la habitación, mientras sonaba como antes y me decía mira, mira al suelo… Y allí vi tirado a Leo, muerto, realmente muerto esta vez. Mr. Steinway se había alzado al fin con el poder, con todo el poder. Con el poder de tocar como, cuando y lo que quisiera. Con el poder de vivir, con el poder de matar.
Sí, es verdad… Yo abrí la lata, y vertí el líquido inflamable, y encendí la llama; yo pegué fuego al piano para acabar de una vez por todas con aquella vibración, para callar de una vez por todas la voz de Mr. Steinway y el rechinar de sus dieciocho dientes. Yo prendí aquel fuego. Lo admito. Y admito que maté a Mr. Steinway. Claro que lo admito.
Pero yo no maté a Leo.
¿Por qué no les pregunta a ellos? Están un poco quemados, pero pueden responderles… Pregunten al sofá. Pregunten a la manta. Pregunten a los cuadros que hay en las paredes… Ellos les dirán qué pasó realmente. Ellos saben que soy inocente.
Háganlo; todo lo que tienen que demostrar es un poco de sensibilidad para comunicase con las ondas vibrátiles. Eso es precisamente lo que hago yo, ¿lo ven? Oigo y entiendo todo lo que dicen, incluso en esta habitación… Puedo entender a la celda, a las paredes, a las puertas, a los barrotes… No tengo más que decir. Si ustedes no me creen, si no quieren ayudarme, váyanse… Déjenme tranquila escuchando. Escuchando a los barrotes...