sábado, 31 de octubre de 2020

1815. Frankenstein y el volcán. Nieves Concostrina.

5 de abril de 1815. En la lejana Indonesia, el volcán Tambora entra en erupción. Al principio solo fueron un par de pedetes, pero cinco días después la cosa se puso seria. El estallido fue de tal calibre que la columna de humo y cenizas alcanzó la estratosfera. Primero subió hasta llegar a los 43 kilómetros de altura, y después esa cortina tupida y gris se extendió y oscureció el hemisferio norte del mundo durante los siguientes meses. El sol se nubló y 1816 pasó a la historia como el año sin verano.
En realidad pasó a la historia por algo más. Porque aquel verano destemplado, grisáceo y lluvioso trajo consigo el nacimiento de una criatura extraordinaria que parió la mente de Mary Godwin. Un moderno Prometeo, un ser a veces monstruoso y a ratos tierno que se convirtió dos años después, en 1818, en el protagonista del más célebre relato de terror. Para entonces, Mary ya había cambiado su apellido de soltera por el de Shelley.
La historia de Frankenstein la conocemos todos gracias al cine. La del jovencito, la del mayorcito, versiones nuevas, versiones viejas, en color y en blanco y negro, así que no se trata de hablar del relato, sino de conocer todos los cotilleos que provocaron que aquel año sin verano un grupo de cinco bohemios veinteañeros se reuniera en un pedazo de villa suiza. Se trata de conocer a esos jóvenes intelectuales pelín pijos; se trata de saber por qué Mary Godwin pasó a ser Mary Shelley, y se trata de saber si todo fue producto de la imaginación de la autora o si se fumó algo.
Quien haya visto la película Remando al viento, la que Gonzalo Suárez dirigió en 1987, ya sabe de qué va la cosa. Y para quien no lo sepa, se va a enterar. Pero antes, mejor presentar a los personajes y conocer sus circunstancias, situando el escenario y la atmósfera, porque si no llega a ser por aquella erupción del volcán indonesio en 1815; si no llega a ser porque en 1816 no hubo verano; si no llega a ser porque aquellos cinco personajes coincidieron a orillas de un lago suizo… Mary Shelley no hubiera publicado su relato dos años después. Era necesario un marco adecuado e incomparable como el que brindaron Villa Diodati, el entorno y la meteorología.
Vayamos al planteamiento, nudo y desenlace de esta historia.
Planteamiento. Primero hay que conocer a los cinco amigotes que fueron a pasar aquellos días de junio de 1816 a la Riviera Suiza. Y empezamos con las chicas:
Mary Godwin, diecinueve años. Hija de filósofos. La madre, feminista, y el padre, anarquista. O sea, que la niña salió suelta, lista, muy leída… y un poquito intensa, todo sea dicho. Mary creció admirando a una madre que no conoció porque murió once días después de haberla parido; una faena, porque la pobre Mary cargó toda su vida con un tremendo sentimiento de culpabilidad.
Estaba también Claire, dieciocho años, hermanastra de Mary, también lista y no menos intensa.
Y ahora vienen los tres chicos. Percy Bysshe Shelley era uno de ellos: veintirés años, niño aristócrata, rebelde sin causa y expulsado de Oxford por respondón, no por vago. Acabó siendo un poeta romántico y depresivo. Estaba casado y tenía dos niños, pero andaba en tratos carnales con Mary Godwin.
John William Polidori, veintiún años. Era médico, pero aspiraba a ser gran escritor. Siempre acompañaba a su paciente para cuidarle allá a donde viajara porque era de salud quebradiza. Y sobre todo para aprender algo de él, porque ese paciente debilucho al que cuidaba Polidori era la gran estrella invitada del asunto que nos ocupa, el que aglutinaba en torno a sí aquel complejo grupo humano:
George Gordon Byron, veintiocho años, muy famoso en Inglaterra desde bien jovencito, gran poeta, vanidoso, le gustaban ellos y ellas, saciaba todos sus apetitos cuando le apetecía y con quien le apetecía. También con esposa e hija a las que abandonó. En los momentos de los que hablamos estaba liado con Claire, la hermanastra de Mary.
El escenario lo puso Villa Diodati, alquilada por lord Byron para él y para su médico. Había salido huyendo de Inglaterra porque la sodomía estaba castigada con la pena de muerte, y como sus paisanos cada vez lo tenían más acorralado, decidió salir por pies, aunque él lo disfrazara de «me voy porque no os aguanto más, que sois muy cansinos». Aquellos días en Suiza con sus colegas románticos fue la primera parada de un largo periplo. Byron ya no volvió a Inglaterra. Bueno, sí, volvió, pero con los pies por delante.
Vamos llegando al nudo de esta historia. Tenemos a lord Byron y a su médico Polidori instalados en su casoplón, en Villa Diodati; y a los otros tres, a Mary, Claire y Percy, también de alquiler en una casita cercana, más modesta. Quedaban los cinco para pasear, para remar, para charlar y para lo que se terciara. No hay que perder de vista los líos entre ellos, que son importantes. Mary Godwin enredada con el poeta Percy, lord Byron achuchándose de vez en cuando con Claire, y el médico Polidori, sin perrito que le ladrara salvo su paciente, que era bastante borde con él.
Alguien definió aquella reunión en Villa Diodati como «el círculo más brillante y romántico de poetas, escritores y personalidades que Suiza jamás haya visto». Pues, la verdad, según se mire. Todos eran muy listos, cierto, pero con mucho aceite en la sartén cualquiera fríe bien. Tenían posibles, posibilidades y facilidades para ir a su bola.
El caso es que en esas andaban, con el tiempo feo y la climatología del revés por culpa del volcán indonesio, cuando, a mediados de junio de 1816, la cosa empeoró. Se metieron unas tormentas y unos vendavales que dejaron al grupito de amiguetes intelectuales, todos juntos, encerrados en la villa de Byron durante tres o cuatro días. No tenían WhatsApp ni tele ni radio ni Twitter ni Facebook. Solo tiempo.
Hace años, algunos bares pusieron de moda colocar un cartel que decía: «No tenemos wifi, hablen entre ustedes». Pues eso es lo que hicieron Mary, Percy, Polidori, Byron y Claire durante sus días de encierro forzado. Charlaron, leyeron, y como los cinco eran amantes de lo gótico, jugaron a meterse miedo contando relatos fantásticos y repasando cuentos de terror mientras la lluvia arreciando fuera, el retumbar de los truenos y el golpeteo de las ramas en los ventanales ponían el decorado perfecto.
Lord Byron propuso entonces que, aprovechando que estaban todos sugestionados por el entorno y por las lecturas, y mientras el tiempo no mejorara, ¿por qué no escribir cada uno un relato de terror, a ver qué salía de ahí? Curiosamente, a ninguno de los dos poetas famosetes, Shelley y Byron, les salió una buena historia. Los dos que armaron un buen relato de terror fueron Mary Godwin y el médico, John Polidori.
Mary escribió la historia de un doctor llamado Frankenstein que, por dar vida a un muerto, acabó creando un monstruo. Y Polidori escribió El vampiro, que va de un aristócrata inglés muy pijo, muy culto, muy vanidoso y muy borde que se dedicaba a seducir a jovencitas para chuparles la sangre. Y no hay que ser malpensado, porque Bram Stocker todavía no había ni nacido, y por tanto su Drácula, tampoco. Ya se puede deducir quién copió a quién.
Según contó años más tarde la propia Mary, la inspiración para el relato del monstruo le vino por una horrible pesadilla que tuvo una de aquellas noches de tormenta encerrada en Villa Diodati. Y es que ese grupito de veinteañeros le pegaba a los opiáceos; al láudano en concreto. Lord Byron para sus dolencias, Mary porque le ayudaba a dormir, la otra porque estaba depre, y el otro porque sí.
No hay que extrañarse, pues, de que Mary contara que soñó «con un estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado». Y que vio «el horrible fantasma de un hombre extendido que por obra de algún motor poderoso cobraba vida y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural». Pues claro, si te acuestas hasta las cejas de láudano sueñas cosas raras.
El doctor Polidori, sin embargo, puso menos ensoñación y más mala leche. Porque el protagonista de su relato El vampiro, el aristócrata chulo, borde, vanidoso y seductor era clavadito a su paciente, a lord Byron, al que únicamente soportaba porque su compañía le permitía estar en la pomada de la intelectualidad.
Y ya llega el desenlace. La violenta tormenta que mantuvo al grupo encerrado aquellos cuatro días se fue con viento fresco, todos continuaron con su plácido descanso suizo y, cuando terminó agosto, para Mary, Percy y Claire también llegó el final de aquellas vacaciones de 1816, el año sin verano. Lord Byron no podía volver a Inglaterra, así que continuó un par de meses más en Villa Diodati y luego siguió viaje por Europa con John William Polidori.
Claire tuvo meses después una hija de la que, por supuesto, el papá Byron se desentendió. John Polidori acabó suicidándose con cianuro, seguramente harto de aguantar a su insoportable paciente, pero no sin antes ver publicado El vampiro.
Percy y Mary pudieron casarse porque la esposa de él también se suicidó, de ahí que cuando el relato Frankenstein o el moderno Prometeo se publicara firmado por su autora (inicialmente fue anónimo), apareciera ya Mary Shelley, no Mary Godwin.
Ese fue el apellido que se llevó a la tumba Mary, pero no fue lo único que conservó hasta el final la viuda de Percy B. Shelley. Aquel matrimonio duró poco, hasta 1822, cuando el poeta murió ahogado y acabó teatralmente cremado en una playa italiana (esperpéntico episodio que no viene al caso). Su viuda recibió el hígado o el corazón a la brasa (nunca quedó claro qué fue exactamente lo que se rescató de aquella pira funeraria) y con ella lo conservó toda su vida. Y con ella sigue, porque se lo llevó a la tumba.
Aquí se quedó, con nosotros, la genial criatura que creció en su mente aquel año sin verano.

 

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ayer mismo, 2018.

Imagen: Shelley et Mary Godwin por William Powell Frith, 1877

jueves, 29 de octubre de 2020

Desaparición. Richard Matheson.

Estas notas están extraídas de un cuaderno escolar encontrado hace dos semanas en una tienda de caramelos de Brooklyn. Al lado, en el mostrador, había una taza de café medio llena. El propietario de la tienda dijo que, cuando descubrió el cuaderno, llevaba tres horas sin ver a nadie por allí.
Sábado por la mañana temprano:
No debería estar escribiendo esto. ¿Y si Mary lo encontrara? ¿Qué pasaría? Sería el final, eso pasaría. Cinco años tirados por la ventana.
Pero tengo que escribirlo. Llevo demasiado tiempo escribiendo. Hasta que no pongo las cosas sobre el papel no me calmo. Tengo que sacarlo fuera y simplificar mis ideas. Pero es tan difícil simplificar las cosas y tan fácil complicarlas…
Si pienso en estos últimos meses…
¿Cómo empezó? Con una pelea, por supuesto. Debemos de haber tenido un millón desde que nos casamos, y siempre es la misma. Eso es lo peor.
Por el dinero.
No es que no confíe en tu talento para escribir —dice Mary—. El problema son las facturas y saber si vamos a poder pagarlas o no.
¿Las facturas de qué? —replico yo—. ¿De las necesidades básicas? No. De cosas que ni siquiera necesitamos.
¿De cosas que no necesitamos?
Y ya estamos otra vez. ¡Dios! ¡Vivir sin dinero es imposible! No hay nada por encima de él; lo es todo sin ser nada. ¿Cómo voy a escribir en paz con la constante preocupación por el dinero, el dinero y el dinero? La televisión, el frigorífico, la lavadora… Todavía no hemos terminado de pagar ningún aparato. Y la cama que ella quiere…
Sin embargo, a pesar de todo, sigo empeorándolo todo (como un majadero).
¿Por qué tuve que salir hecho una furia del piso aquel día, el primero de muchos? Habíamos discutido, claro, pero no era la primera vez. Por vanidad, eso es todo. Después de siete años (¡siete!) escribiendo, solo he ganado 316 dólares. Sigo por las noches en ese asqueroso trabajo de mecanógrafo a tiempo parcial. Y Mary tiene que trabajar en el mismo sitio conmigo. Dios sabe que tiene todo el derecho del mundo a dudar de mí, todo el derecho a insistir en que acepte el trabajo a tiempo completo que Jim siempre me ofrece en su revista.
Todo depende de mí; si reconociera mis carencias y diera el paso correcto, todo se arreglaría. No trabajaríamos más de noche y Mary podría quedarse en casa como quiere, como debería. El paso correcto, eso es todo.
Así que he estado dando pasos incorrectos. ¡Dios, me pongo enfermo!
He salido por ahí con Mike. Dos imbéciles de ojos vidriosos que salen con Jean y Sally. Llevamos meses obviando el hecho de que nos comportamos como idiotas. Nos dejamos arrastrar por una nueva experiencia. Hacemos el burro a la perfección.
Y anoche… Los dos, unos señores casados, nos fuimos con ellas a su piso del club y…
¿No puedo decirlo? ¿Estoy asustado? ¿Soy demasiado débil? ¡Soy idiota!
Soy un adúltero.
¿Cómo me he metido en este lío? Quiero a Mary, y mucho. Y a pesar de eso, lo he hecho.
Y, para empeorar las cosas, me gustó. Jean es dulce y comprensiva, apasionada, una especie de símbolo de las cosas perdidas. Fue maravilloso, no puedo negarlo.
Pero ¿cómo puede ser maravilloso algo que está mal? ¿Cómo puede la crueldad resultar vivificante? Es perverso, un embrollo confuso, y me encoleriza.


Sábado por la tarde:
Me ha perdonado, gracias a Dios. No veré a Jean nunca más y todo irá bien.
Esta mañana me he sentado en la cama. Mary se ha despertado y primero me ha mirado a mí y después al reloj. Había estado llorando.
¿Dónde has estado? —me ha preguntado con esa vocecita de niña pequeña que pone cuando está asustada.
Con Mike —le he contestado—. Hemos estado bebiendo y hablando toda la noche.
Mary me ha mirado un momento más y luego me ha cogido la mano y se la ha llevado despacio a la mejilla.
Lo siento —me ha dicho con los ojos llenos de lágrimas.
He tenido que acercar la cabeza a la suya para que no me viera la cara.
Oh. Mary. Yo también lo siento.
Nunca se lo diré. Significa demasiado para mí. No puedo perderla.


Sábado por la noche:
Esta tarde hemos ido a Mandel’s Furniture Mart a comprar una cama nueva.
No podemos permitírnoslo, cariño —me ha dicho Mary.
No importa. Ya sabes que la que tenemos está llena de bultos, y quiero que mi chica duerma con estilo.
Ella me ha besado en la mejilla, feliz. Daba botes en la cama como una niña nerviosa.
¡Oh, mira qué blanda es! —decía.


Todo va bien. Todo, salvo el nuevo lote de facturas que ha llegado con el correo de hoy. Todo, salvo que soy incapaz de empezar mi última historia. Todo, salvo que me han devuelto la novela cinco veces. Burney House tiene que aceptarla. Hace mucho tiempo que la tienen. Cuento con ellos. Las cosas han llegado a un punto crítico con la escritura. Con todo. Cada día me crece la sensación de que soy un muelle a punto de salir disparado.
Bueno, todo va bien con Mary.


Sábado por la noche:
Más problemas, otra pelea. Ni siquiera sé por qué hemos discutido. Ella está de mal humor y yo estoy quemado. No puedo escribir cuando me enfado. Lo sabe perfectamente.
Me dan ganas de llamar a Jean. Al menos a ella le interesa lo que escribo. Me dan ganas de mandarlo todo al cuerno, de emborracharme, de saltar de un puente, yo qué sé. No es de extrañar que los bebés sean felices. La vida es sencilla para ellos: un poco de hambre, un poco de frío, un poco de miedo a la oscuridad. Eso es todo. ¿Para qué crecer? La vida se complica demasiado.
Mary acaba de llamarme para cenar. No me apetece comer, ni siquiera me apetece quedarme en casa. Quizá llame a Jean más tarde, solo para saludarla.


Lunes por la mañana:
¡Mierda, mierda, mierda!
No tenían suficiente con retener el libro más de tres meses. No bastaba con eso, no. Tenían que derramar café en el manuscrito y enviarme una nota impersonal de rechazo para rematarlo. ¡Los mataría! ¿De verdad saben lo que se hacen?
Mary ha visto la nota.
Bueno, y ahora, ¿qué? —me ha dicho con cara de asco.
¿Qué de qué? —he repetido, intentando no estallar.
¿Sigues pensando que sabes escribir? —me ha preguntado. Y entonces he estallado.
¡Ah! Su opinión es la única válida ¿no? Tienen la última palabra sobre mis textos ¿verdad?
Llevas siete años escribiendo y no has conseguido nada.
Y escribiré siete más. ¡Y cien! ¡Y mil!
¿No vas a aceptar el trabajo en la revista de Jim?
Pues no.
Me dijiste que lo aceptarías si el libro fracasaba.
Ya tengo un trabajo, y tú también tienes un trabajo. Así están las cosas y así seguirán.
¡Pues yo no pienso seguir así! —me ha soltado.
Puede que me deje. Y a mí, ¿qué? Ya estoy harto. Facturas, facturas. Escribir, escribir. Fracasos, fracasos, ¡fracasos! Y esta vida insignificante que sigue agotándose poco a poco, sigue acumulando sus bellas y retorcidas complejidades como un idiota que apila ladrillos.
¡Tú! ¡El que dirige el mundo, el que hace girar el universo! Si alguien me escucha, ¡que simplifique el mundo! No creo en nada, pero daría… ¡cualquier cosa! Cualquier cosa por…
En fin, ¿qué sentido tiene todo esto? Ya me da igual todo.
Voy a llamar a Jean esta noche.


Lunes por la tarde:
Acabo de bajar para llamar a Jean y quedar el sábado. Mary se va a casa de su hermana esa noche y no me ha pedido que vaya con ella, así que, obviamente, yo no voy a proponérselo.
Llamé a Jean anoche, pero la operadora de la centralita del Club Stanley me dijo que había salido. Pensé que podría localizarla hoy en su oficina.
Así que he ido a la tienda de caramelos de la esquina para buscar número. A estas alturas ya tendría que sabérmelo de memoria. Será que no la he llamado veces, pero no sé por qué nunca me ha dado por aprendérmelo. ¡Qué demonios! Para eso están las guías telefónicas.
Trabaja en una revista llamada Manual de Diseño o Manual del Diseñador o algo parecido. ¡Qué raro! Tampoco lo recuerdo. Supongo que nunca le he dado demasiada importancia.
Sin embargo, sí que sé dónde está la redacción, porque fui a buscarla allí hace unos meses para llevarla a comer. Creo que ese día le dije a Mary que iba a la biblioteca.
Bueno. Si la memoria no me engaña, el número de la oficina de Jean estaba en la esquina superior derecha de una página derecha de la guía. Lo he consultado docenas de veces y siempre estaba allí.
Pero hoy no.
He localizado la palabra Manual y distintos nombres comerciales que empezaban así, pero en la esquina inferior izquierda de la página izquierda, justo en el lado contrario, y ninguno me sonaba. Normalmente, en cuanto veo el nombre de la revista, pienso «Ahí está» y miro el número. Hoy no ha sido así.
He repasado varias veces la guía, la he hojeado entera, pero no he encontrado nada parecido a Manual de Diseño. Al final me he decidido por el número de Revista de Diseño, aunque con la sensación de que no era el que estaba buscando.
Seguiré… Luego sigo escribiendo. Mary acaba de llamarme para comer o para cenar, lo que sea. La comida principal del día, en cualquier caso, ya que los dos trabajamos de noche.


Más tarde:
La comida ha estado bien. Mary es una buena cocinera, sin duda. Ojalá no tuviéramos estas discusiones. ¿Sabrá cocinar Jean?
Sea lo que sea, la comida me ha hecho recobrar un poco la sensatez, cosa que necesitaba. Estaba un poco nervioso por lo de la llamada de teléfono.
He marcado el número y me ha respondido una mujer.
Revista de Diseño, ¿dígame?
¿Puedo hablar con la señorita Lane?
¿Con quién?
Con la señorita Lane.
Un momento. —He sabido que me había equivocado de número porque las otras veces que había llamado la mujer me había dicho enseguida «Cómo no» y me había pasado con Jean—. ¿Puede repetirme el nombre?
Señorita Lane. Si no la conoce, me habré equivocado.
Puede que se refiera al señor Payne.
No, no. La secretaria que me contesta habitualmente sabe de inmediato por quién pregunto. Debo de haberme equivocado, lo siento.
He colgado bastante molesto. He buscado aquel número tantas veces que la cosa no tiene gracia. Y ahora no consigo encontrarlo.
Por supuesto, no me he dado por vencido. A lo mejor en la tienda de caramelos tenían una guía vieja, así que he ido a la de ultramarinos, pero era la misma.
Bueno, tendré que volver a llamarla esta noche desde el trabajo. Sin embargo, quería localizarla esta tarde para asegurarme de que se guardara la noche del sábado para mí.
Pero acaba de venirme una cosa a la cabeza. La secretaria. La voz era la misma que solía responder en Manual de Diseño.
En fin, deben de ser imaginaciones mías.


Lunes por la noche:
He llamado al club cuando Mary ha salido de la oficina para ir a buscar café.
Me gustaría hablar con la señorita Lane, por favor —le he dicho a la operadora igual que le había dicho docenas de veces.
Sí, señor, un segundo —me ha respondido.
Ha habido un largo silencio. Me he impacientado. Al cabo de un poco se ha puesto otra vez.
¿Puede repetirme el apellido? —me ha preguntado.
Señorita Lane. Lane. No es la primera vez que la llamo.
Volveré a mirar la lista.
He esperado un poco más y he vuelto a oír su voz.
Lo siento. No consta nadie con ese nombre.
Pero la he llamado varias veces a este número.
¿Está seguro de que no se equivoca?
Sí, sí, estoy seguro. Es el Club Stanley, ¿no?
Sí.
Bueno, pues es donde llamo siempre.
No sé qué decirle —ha respondido ella—. Lo único que puedo asegurarle es que aquí no vive nadie que se llame así.
¡Pero si llamé anoche mismo! Usted me dijo que no estaba.
Lo siento, no me acuerdo.
¿Está segura? ¿Completamente segura?
Bueno, si quiere, vuelvo a mirar la lista, pero no hay nadie con ese apellido, de verdad.
¿Y nadie con ese apellido se ha mudado en los últimos días?
No tenemos plazas libres desde hace un año. Es difícil encontrar habitaciones en Nueva York, ya sabe.
Sí, ya —he dicho, y he colgado.
He vuelto a mi mesa. Mary ya había regresado de la tienda y me ha dicho que se me estaba enfriando el café. Le he explicado que estaba llamando a Jim por lo del trabajo. Ha sido una mentira desafortunada, porque ahora empezará otra vez a darme la lata con eso.
Me he tomado el café y he mecanografiado un rato, pero no estaba concentrado en absoluto. Lo único que hacía era tratar de tranquilizarme.
«Tiene que estar en alguna parte —pensaba—. Sé que no he soñado los momentos que pasamos juntos, sé que no me he imaginado todos los malabarismos que he tenido que hacer para que Mary no se enterara, sé que Mike y Sally no…».
¡Sally! Sally también vive en el Club Stanley.
Le he dicho a Mary que me dolía la cabeza y que salía a buscar una aspirina. Me ha contestado que tenía que haber en el servicio de caballeros. «Son de una marca que no me gusta», le he dicho.
¡Me invento unas mentiras de lo más estúpidas!
He ido corriendo a la tienda más cercana. Como es natural, no quería volver a llamar desde el teléfono del trabajo.
Se ha puesto la misma telefonista.
¿Está la señorita Sally Norton?
Un momento, por favor —ha respondido, y me ha dado un vuelco el estómago. Siempre reconoce a los huéspedes fijos a la primera, y Sally y Jean llevan viviendo allí al menos dos años—. Lo siento —ha contestado por fin—, en la lista no figura ese apellido.
¡Oh, Dios mío! —he gemido.
¿Le ocurre algo? —me ha preguntado.
¿No viven ahí ni Jean Lane ni Sally Norton?
¿Es usted el mismo que ha llamado hace un momento?
Sí.
Mire, si es una broma…
¡Una broma! Anoche llamé y usted me dijo que la señorita Lane había salido y me preguntó si quería dejarle un mensaje. Le dije que no. Y llamo hoy y usted me asegura que ahí no vive nadie con ese apellido.
Lo siento, no sé qué decirle. Estuve en la centralita anoche, pero no recuerdo lo que me dice. Si quiere, puedo ponerlo con el administrador del edificio.
No, no importa. —He colgado.
Después he llamado a Mike, pero no estaba en casa. Su mujer Gladys, se ha puesto al teléfono y me ha dicho que Mike se había ido a jugar a los bolos.
Yo estaba un poco nervioso; si no, no habría metido la pata.
¿Con los chicos? —le he preguntado.
Bueno, eso espero —me ha contestado ella, un tanto ofendida.
Estoy empezando a asustarme.
Martes por la noche:
He vuelto a llamar a Mike esta noche y le he preguntado por Sally.
¿Quién?
Sally.
¿Qué Sally?
¡Ya sabes de qué Sally te hablo, hipócrita!
¿Qué es esto? ¿Una broma?
Por tu parte. Déjalo ya.
Vamos a empezar otra vez. ¿Quién coño es Sally?
¿No conoces a Sally Norton?
No. ¿Quién es?
¿No hemos salido nunca ella, Jean Lane, tú y yo?
¡Jean Lane! ¿De qué estás hablando?
¿Tampoco conoces a Jean Lane?
No, no la conozco, y esto empieza a no tener gracia. No sé qué pretendes, pero corta el rollo. Como hombres casados que somos…
¡Escúchame! —he exclamado, casi a voz en grito—. ¿Dónde estuviste hace tres semanas, el sábado por la noche?
Ha vacilado un instante.
¿No fue el día que salimos tú y yo solos mientras Mary y Glad iban a ver el desfile de moda en…?
¡Solos! ¿No vino nadie con nosotros?
¿Quién?
¿Ninguna chica? ¿Sally? ¿Jean?
Ya estamos otra vez —ha rezongado—. A ver, chico, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer algo por ti?
Me he apoyado en la pared de la cabina telefónica.
No —le he respondido con un hilo de voz—. No.
¿Seguro que estás bien? Pareces muy alterado.
He colgado. Claro que estoy alterado. Me siento como si me muriera de hambre y no quedara ni una pizca de comida en todo el mundo para saciarme.
¿Qué está pasando?


Miércoles por la tarde:
Solo había una forma de descubrir si era cierto que Sally y Jean habían desaparecido.
Conocí a Jean a través de un amigo de la universidad, Dave. Ella es de Chicago, igual que Dave, y fue él quien me dio su dirección de Nueva York, en el Club Stanley. Como es natural, no le dije a Dave que estaba casado.
Llamé a Jean y salí con ella, y Mike salió con su amiga Sally. Eso fue lo que pasó. Lo sé de cierto.
Hoy le he escrito una carta a Dave contándole lo sucedido. Le pedía si podía pasarse por casa de Jean y decirle que me escribiera lo antes posible para decirme si se trataba de una broma o de un sorprendente cúmulo de coincidencias. Después he sacado la agenda.
Los datos de Dave han desaparecido.
¿Estoy volviéndome loco? Sé perfectamente que tenía anotada su dirección ahí. Recuerdo la noche, hace muchos años, en que la escribí con sumo cuidado, porque no quería perder el contacto con él después de terminar la universidad. Hasta recuerdo que la pluma goteaba y dejó una mancha de tinta al escribirla.
La página está en blanco.
Recuerdo su nombre, su aspecto, su forma de hablar, las cosas que hicimos, las clases a las que asistimos juntos.
Hasta tengo una carta que me envió unas vacaciones de Pascua durante las que me quedé en la universidad. Recuerdo que Mike estaba en mi cuarto porque, como éramos de Nueva York y las vacaciones duraban muy pocos días, no nos daba tiempo a viajar a casa.
Sin embargo, Dave se había ido a la suya, a Chicago, y desde allí envió una carta muy divertida por correo urgente. Recuerdo que la selló con cera y la estampó con su anillo a modo de broma.
La carta ya no está en el cajón donde la guardaba.
Y tenía tres fotos de Dave del día de la graduación, dos de ellas en mi álbum de fotos.
Y siguen allí, pero él no sale. No son más que fotos del campus con los edificios al fondo.
Me da miedo seguir buscando. Podría escribir a la universidad o llamar y preguntar si Dave ha estudiado allí.
Pero me da miedo.


Jueves por la tarde:
Hoy he ido a Hempstead a ver a Jim. Se ha sorprendido al verme entrar en su despacho y ha querido saber por qué me he desplazado hasta tan lejos para verlo.
No me digas que has decidido aceptar mi oferta de trabajo.
Jim, ¿recuerdas haberme oído hablar de una chica llamada Jean, en Nueva York? —le he preguntado.
¿Jean? No, creo que no.
Venga, Jim. Te la mencioné. ¿No recuerdas la última vez que Mike, tú y yo jugamos al póquer? Te hablé de ella ese día.
No me acuerdo, Bob. ¿Qué pasa con ella?
No la encuentro, ni tampoco a la chica con la que salió Mike, y Mike niega haber conocido a ninguna de las dos.
Parecía confundido, así que se lo he vuelto a explicar.
¿Qué es esto? —me ha preguntado luego—. ¿Dos viejos casados tonteando por ahí con…?
Solo eran amigas —lo he cortado—. Las conocí a través de un amigo de la universidad, así que no empieces a imaginarte cosas.
Vale, vale, olvídalo. ¿Y qué pinto yo en esto?
No las encuentro. Han desaparecido. Ni siquiera puedo comprobar que existan.
¿Y qué? —Se ha encogido de hombros y me ha preguntado si Mary lo sabía, pero lo he pasado por alto.
¿Mencioné a Jean en alguna de mis cartas? —le he preguntado yo.
No sabría decírtelo. Nunca guardo ninguna carta.
No he tardado en marcharme. A Jim empezaba a picarle demasiado la curiosidad. Ahora lo veo claro: él se lo dice a su mujer, su mujer se lo dice a Mary, y se arma la gorda.
Esta tarde, cuando he cogido el coche para ir al trabajo, he tenido la terrible sensación de ser provisional. Cuando me he sentado al volante ha sido como si me sentara en el aire.
Supongo que estoy desmoronándome. Me he chocado a propósito con un viejo para comprobar si me veía o me sentía. Ha protestado y me ha llamado torpe e idiota.
Le he estado muy agradecido.


Jueves por la noche:
Esta noche, en el trabajo, he llamado de nuevo a Mike para ver si se acordaba de Dave, de la universidad.
El teléfono ha sonado y han descolgado.
¿A qué número llama, señor? —me ha preguntado la operadora.
Me ha recorrido un escalofrío. Le he dado el número. Me ha dicho que no existía.
Se me ha resbalado el auricular de la mano y se ha estrellado en el suelo. Mary se ha levantado de la mesa y me ha mirado. Mientras, la operadora decía: «¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga?». Lo he recogido a toda prisa y lo he colgado en su sitio.
¿Qué pasa? —me ha preguntado Mary cuando he vuelto a mi mesa.
Se me ha caído el teléfono.
Me he sentado a trabajar, temblando de frío.
Me da miedo hablarle a Mary sobre Mike y su esposa Gladys.
Temo que me diga que nunca ha oído hablar de ellos.


Viernes:
Hoy he vuelto a intentar llamar a Manual de Diseño. En información me han dicho que no les constaba tal revista, pero he ido al centro de la ciudad igualmente. Mary se ha enfadado, pero tenía que ir.
He llegado al edificio y he consultado el directorio del vestíbulo. Pese a saber que no encontraría la revista en él, no he podido evitar la sorpresa al comprobarlo y me he quedado angustiado y vacío.
Me he mareado en el ascensor. Me sentía como si me alejara de todo.
He salido en la tercera planta, exactamente en el mismo lugar donde pregunté por Jean aquella tarde.
Había una compañía textil.
¿No había antes aquí una revista? —he preguntado en recepción.
No, que yo recuerde —me ha respondido la recepcionista—. Pero, claro, solo llevo aquí tres años.
He vuelto a casa y le he dicho a Mary que estaba enfermo y que no quería ir a trabajar esta noche. Ha dicho que estupendo, que ella tampoco iría. Me he ido al dormitorio para estar solo y me he quedado en el sitio donde vamos a poner la cama nueva cuando llegue, la semana que viene.
Mary ha venido y se ha quedado en el umbral, inquieta.
Bob, ¿qué pasa? —me ha preguntado—. ¿No puedo saberlo?
Nada.
Por favor, no me digas eso. Sé que pasa algo.
He empezado a acercarme, pero luego le he dado la espalda.
Tengo… Tengo que escribir una carta —le he dicho.
¿A quién?
No es de tu incumbencia —he estallado. Después le he aclarado que a Jim.
Ojalá pudiera creerte. —Y se ha dado la vuelta.
¿Qué quieres decir?
Me ha mirado y luego se ha vuelto a girar.
Dale recuerdos a Jim —me ha dicho con la voz temblorosa, de tal forma que me ha dado escalofríos.
Me he sentado a escribirle la carta a Jim. Me ha parecido que podría ayudarme. Las cosas están demasiado mal como para guardar secretos. Le he contado que Mike ha desaparecido y le he preguntado si se acordaba de él.
Curioso: la mano apenas me temblaba. Quizá sea lo que pasa cuando estás a punto de desaparecer.


Sábado:
Hoy Mary tenía un encargo especial de mecanografía, así que se ha ido temprano.
Después de desayunar he cogido la libreta de ahorros de la caja de metal del armario del dormitorio para ir al banco a sacar el dinero para la cama.
En la oficina he rellenado un impreso de retirada de efectivo por un importe de noventa y siete dólares, me he puesto en la cola y le he dado el impreso y la libreta al cajero.
La ha abierto y me ha mirado con el ceño fruncido.
¿Le parece gracioso? —me ha preguntado.
¿Qué quiere decir?
Siguiente —ha dicho, devolviéndome la libreta.
¿Qué demonios le pasa? —le he espetado, supongo que a gritos.
Con el rabillo del ojo he visto que un hombre de uno de los mostradores delanteros se levantaba precipitadamente y se acercaba.
¿Me permite pasar a la ventanilla, por favor? —me ha pedido la mujer que tenía detrás.
El hombre se ha acercado, solícito.
¿Hay algún problema, señor?
El cajero se niega a cogerme la libreta de ahorros —le he dicho.
Me la ha pedido y se la he dado. La ha abierto y me ha mirado atónito.
Esta libreta está en blanco —ha susurrado.
Se la he quitado y me he quedado mirándola con el corazón acelerado. Estaba sin estrenar.
¡Oh, Dios mío! —he gemido.
Podemos comprobar el número de la libreta —me ha dicho—. ¿Por qué no se acerca un momento a mi mostrador?
Sin embargo, yo veía que en la libreta no había ningún número, y he notado que los ojos se me llenaban de lágrimas.
No —he dicho—. No.
Lo he dejado plantado y me he dirigido a la salida.
Un momento, señor —me ha llamado.
He echado a correr y no he parado hasta llegar a casa.
He esperado en el salón a que llegase Mary. Sigo esperándola y mirando la libreta del banco. La línea en la que firmamos los dos con nuestros nombres, los espacios en los que habíamos realizado nuestros depósitos: cincuenta dólares de sus padres en nuestro primer aniversario, doscientos treinta dólares de mi seguro de veteranos, veinte dólares, diez dólares.
Todo en blanco.
Todo desaparece: Jean, Sally, Mike. Los nombres se desvanecen, y la gente con ellos.
Y ahora esto. ¿Qué será lo siguiente?


Más tarde:
Ya lo sé.
Mary no ha vuelto a casa.
He llamado a la oficina. Ha contestado Sam y le he preguntado si estaba Mary. Me ha dicho que seguramente me había equivocado, que allí no trabajaba ninguna Mary. Le he dicho quién era yo y le he preguntado si trabajo allí.
Déjate de bromas —me ha contestado—. Nos vemos el lunes por la noche.
He llamado a mi primo, a mi hermana, a otro primo, a su hermana, a mis padres. Ninguna respuesta, ni siquiera sonaba el teléfono. Ningún número funciona. Así pues, todos han desaparecido.


Domingo:
No sé qué hacer. Me he pasado todo el día sentado en el salón, mirando la calle. Esperaba a ver si alguien conocido se acercaba a casa, pero no: todos son desconocidos.
Me da miedo salir. Esto es lo único que queda: nuestros muebles y nuestra ropa.
Quiero decir mi ropa, porque su armario está vacío. Lo he visto esta mañana al despertarme. No quedaba ni rastro de su ropa. Es como un truco de magia; todo desaparece. Es como…
Me he reído. Debo de estar…
He llamado a la tienda de muebles, que abre los domingos por la tarde. Me han dicho que no les consta que compráramos una cama, que si quería acercarme a comprobarlo.
He colgado y he mirado un rato más por la ventana.
He pensado en llamar a mi tía, a Detroit, pero no me acuerdo del número y ya no está en la agenda. La agenda entera está en blanco. Solo queda mi nombre estampado en oro en la portada.
Mi nombre, solo mi nombre. ¿Qué puedo decir? ¿Qué puedo hacer? Es muy sencillo: no hay nada que hacer.
He estado mirando mi álbum de fotos. Casi todas las fotografías han cambiado. No hay nadie en ninguna.
Mary ha desaparecido, y también todos nuestros amigos y familiares.
Es gracioso.
En la foto de la boda, estoy sentado a una mesa enorme llena de comida, solo. Tengo el brazo izquierdo extendido a un lado, ligeramente doblado, como si estuviera abrazando a la novia. A lo largo de la mesa, los vasos flotan en el aire.
Brindan en mi honor.


Lunes por la mañana:
Acabo de recibir la carta que le envié a Jim con un sello en el sobre que reza: «DIRECCIÓN ERRÓNEA».
He intentado hablar con el cartero, pero no he podido. Ha venido antes de que me levantara de la cama.
Hace un rato me he pasado por la tienda de ultramarinos. El dueño me conoce. Cuando le he preguntado por Mary, sin embargo, me ha dicho que me dejara de bromas, que moriría solterón y que los dos lo sabíamos.
Solo se me ocurre una idea. Es arriesgada, pero tendré que probar. Tendré que salir de casa y acercarme a la Oficina de Veteranos de Guerra para averiguar si guardan mi historial. Si lo tienen, incluirá algún dato sobre la universidad, sobre mi matrimonio y sobre las personas que formaban parte de mi vida.
Me llevo este cuaderno, no quiero perderlo. Si lo pierdo, no tendré nada en el mundo que me recuerde que no estoy loco.


Lunes por la noche:
La casa ha desaparecido.
Estoy sentado en la tienda de caramelos de la esquina.
Cuando he vuelto de la Oficina de Veteranos, me he encontrado con que la casa no era más que un solar vacío. He preguntado a unos niños si me conocían, pero me han dicho que no. Les he preguntado qué ha sido de la casa y me han respondido que llevan jugando en el solar desde que nacieron.
En la Oficina de Veteranos no tenían ningún historial con mi nombre. Nada.
Eso quiere decir que ya ni siquiera soy una persona. Lo único que tengo es lo que hay: mi cuerpo y la ropa que llevo. Todos los documentos identificativos me han desaparecido de la cartera.
También me ha desaparecido el reloj, así, tal cual, de la muñeca.
Tenía una inscripción en la parte de atrás, la recuerdo.
«Para mi querido esposo, con amor. Mary».
Estoy tomándome una taza de ca

Magazine of Fantasy and Science Fiction, 1953.
 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Paulina Traslosheros. Ángeles Mastretta.

Paulina Traslosheros tenía veinte años cuando conoció a Isaac Webelman, un músico que se detuvo en Puebla a esperar noticias de sus parientes judíos en Nueva York.
Venía de Polonia y Sudamérica y era un hombre distinto al común de los hombres entre los que creció Paulina. Un hombre con sonrisa de mujer y ojos de anciano, con voz de adolescente y manos de pirata. Capaz de convocar al entusiasmo como lo hacen los niños y de ahuyentar la dicha como separa el agua la quilla de un barco. Era inasible y atractivo como su música preferida, a la que él atribuía un sinnúmero de virtudes, más la principal: llamarse y ser Inconclusa.
—En realidad —le dijo a Paulina, al poco tiempo de conocerla—, los finales son indignos del arte. Las obras de arte son siempre inconclusas. Quienes las hacen, no están seguros nunca de que las han terminado. Sucede lo mismo con las mejores cosas de la vida. En eso, aunque fuera alemán, tenía razón Goethe: «Todo principio es hermoso pero hay que detenerse en el umbral».
—¿Y cómo se sabe dónde termina el umbral? —le preguntó Paulina pensando que, si era cosa de ponerse pesados, ella no tenía por qué ir atrás. Luego, mientras caminaba hacia el piano, empezó a silbar la tonada principal de la Séptima Sinfonía de Schubert.
Webelman tenía fama de ser un gran músico, y en cuanto llegó a Puebla se hizo de una cantidad de alumnos sólo comparable al tamaño que tenía en cada poblano la veneración por lo extranjero. Cada vez que llegaba un maestro de fuera, obtenía decenas de alumnos durante los primeros tres días de estancia. Conservarlos era lo difícil.
El músico Webelman se presentó como maestro de piano, violín, flauta, percusiones y chelo. Tuvo alumnos para todo, hasta uno de nombre Victoriano Álvarez que intentó aprender percusiones antes de convertirse en político como un modo más eficaz de hacer ruido.
Paulina Traslosheros tocaba el piano con mucho más conocimiento y elegancia que cualquiera de las otras alumnas, no en balde su padre la había encerrado todas las tardes de su infancia en la sala de arriba. Primero, era una obligación estarse ahí dos horas practicando escalas hasta morirse de tedio, pero después le tomó cariño a ese lugar. Se acostumbró a los muebles brillantes y tiesos que se acomodaban en aquella sala, esperando visitas que nunca llegarían. Se acostumbró al mantón de Manila sobre la cola del piano, a los abanicos enmarcados, al San Juan Bautista que la miraba desde la puerta y a los cuadros de paisajes remotos que presidían las paredes. Le gustó pasar el tiempo ahí, lejos del trajín de toda la casa, sumida en aquel ambiente que olía al siglo antepasado y en el que se permitía las más modernas elucubraciones y fantasías.
Hasta ahí llegaba Isaak Webelman con su Inconclusa todas las tardes, de seis a ocho. Le gustaba hacer discursos y a la tía le gustaba escucharlos. A veces se reía en mitad de una tesis sobre las causas por las que Mozart había puesto un Mi bemol mayor, en lugar de un Re menor, para regir la Sinfonía Concertante.
—Eres un fantasioso —dijo Paulina agradecida.
Tanto tiempo había vivido rodeada de verdades contundentes o irrefutables, que las odiaba.
—Mejor dicho, tú eres una incrédula —contestó Isaak Webelman—. Vuelve a darme ese Re que sonó a brinco.
La tía Paulina obedeció.
—No, así no. Así estás demostrándome cuán virtuosa puedes ser, cuán hábil, pero no cuán artista. Una cosa es hacer sonar un instrumento y otra muy distinta hacer música. La música tiene que tener magia y la magia depende de algunos trucos, pero más que nada de los buenos impulsos. Mira —dijo, pasando un brazo por la cintura de la tía—: Tú quieres dar este Re con más énfasis, no sabes cómo. En apariencia no tienes más que un dedo y una tecla para hacerlo, pero con el dedo y la tecla no haces más que un ruido, lo demás tienes que sacarlo de tu cabeza, de tu corazón, de tus entrañas. Porque ahí es donde está, con toda exactitud, el sonido que deseas. Cuando lo sabes, no tienes más que sacarlo. ¡Sácalo!
La tía Paulina obedeció hipnotizada. El piano de la abuelita sonó como nunca antes con el mismo Para Elisa de toda la vida.
—Aprendes —dijo Webelman sentado junto a ella. Luego se la quedó mirando como si ella misma fuera Elisa.
Por la espalda de Paulina Traslosheros corrió un escalofrío. Ese hombre era un horror, un exceso, un desafuero. Para exorcizarlo, ella cometería una hilera de pecados de los que nunca pudo arrepentirse. Ni siquiera cuando él decidió volver a Nueva York, porque ahí estaba el éxito y el éxito no podía cedérsele a la furia que sería la vida de un gran músico atorado en una sala poblana por culpa de algo tan etéreo como el amor.
—Tú supiste desde siempre cuál es mi sinfonía predilecta —dijo Webelman, al recorrer por última vez la espalda de Paulina Traslosheros con el conjuro de su mano audaz y hereje.
—Hasta siempre lo voy a saber —contestó ella, mientras se abrochaba el corpiño empezando a vestirse.
El músico se fue y tuvo el éxito que buscaba. Tanto éxito, que era imposible ir por la vida sin escuchar su nombre en boca de cualquier extraño. Paulina Traslosheros se casó, tuvo hijos y nietos. Cruzó más de un umbral durante la vida, pero nunca pudo evitar el frío bajando por su espalda cada vez que alguien mencionaba aquel nombre.
—¿Qué te pasa, abuela? —le preguntó una de sus nietas cuando la vio estremecerse con los primeros acordes de la Séptima de Schubert saliendo del tocadiscos. Cuarenta años después de la tarde en que había conocido a Isaak Webelman.
—Lo de siempre mi vida, pero ahora debe ser culpa de un virus, porque ahora todo es viral.
Después cerró los ojos y tarareó, febril y adolescente, la música Inconclusa de toda su vida.

 
Mujeres de ojos grandes, 1990.