Estas
notas están extraídas de un cuaderno escolar encontrado hace dos
semanas en una tienda de caramelos de Brooklyn. Al lado, en el
mostrador, había una taza de café medio llena. El propietario de la
tienda dijo que, cuando descubrió el cuaderno, llevaba tres horas
sin ver a nadie por allí.
Sábado
por la mañana temprano:
No
debería estar escribiendo esto. ¿Y si Mary lo encontrara? ¿Qué
pasaría? Sería el final, eso pasaría. Cinco años tirados por la
ventana.
Pero
tengo que escribirlo. Llevo demasiado tiempo escribiendo. Hasta que
no pongo las cosas sobre el papel no me calmo. Tengo que sacarlo
fuera y simplificar mis ideas. Pero es tan difícil simplificar las
cosas y tan fácil complicarlas…
Si
pienso en estos últimos meses…
¿Cómo
empezó? Con una pelea, por supuesto. Debemos de haber tenido un
millón desde que nos casamos, y siempre es la misma. Eso es lo peor.
Por
el dinero.
—No
es que no confíe en tu talento para escribir —dice Mary—. El
problema son las facturas y saber si vamos a poder pagarlas o no.
—¿Las
facturas de qué? —replico yo—. ¿De las necesidades básicas?
No. De cosas que ni siquiera necesitamos.
—¿De
cosas que no necesitamos?
Y
ya estamos otra vez. ¡Dios! ¡Vivir sin dinero es imposible! No hay
nada por encima de él; lo es todo sin ser nada. ¿Cómo voy a
escribir en paz con la constante preocupación por el dinero, el
dinero y el dinero? La televisión, el frigorífico, la lavadora…
Todavía no hemos terminado de pagar ningún aparato. Y la cama que
ella quiere…
Sin
embargo, a pesar de todo, sigo empeorándolo todo (como un majadero).
¿Por
qué tuve que salir hecho una furia del piso aquel día, el primero
de muchos? Habíamos discutido, claro, pero no era la primera vez.
Por vanidad, eso es todo. Después de siete años (¡siete!)
escribiendo, solo he ganado 316 dólares. Sigo por las noches en ese
asqueroso trabajo de mecanógrafo a tiempo parcial. Y Mary tiene que
trabajar en el mismo sitio conmigo. Dios sabe que tiene todo el
derecho del mundo a dudar de mí, todo el derecho a insistir en que
acepte el trabajo a tiempo completo que Jim siempre me ofrece en su
revista.
Todo
depende de mí; si reconociera mis carencias y diera el paso
correcto, todo se arreglaría. No trabajaríamos más de noche y Mary
podría quedarse en casa como quiere, como debería. El paso
correcto, eso es todo.
Así
que he estado dando pasos incorrectos. ¡Dios, me pongo enfermo!
He
salido por ahí con Mike. Dos imbéciles de ojos vidriosos que salen
con Jean y Sally. Llevamos meses obviando el hecho de que nos
comportamos como idiotas. Nos dejamos arrastrar por una nueva
experiencia. Hacemos el burro a la perfección.
Y
anoche… Los dos, unos señores casados, nos fuimos con ellas a su
piso del club y…
¿No
puedo decirlo? ¿Estoy asustado? ¿Soy demasiado débil? ¡Soy
idiota!
Soy
un adúltero.
¿Cómo
me he metido en este lío? Quiero a Mary, y mucho. Y a pesar de eso,
lo he hecho.
Y,
para empeorar las cosas, me gustó. Jean es dulce y comprensiva,
apasionada, una especie de símbolo de las cosas perdidas. Fue
maravilloso, no puedo negarlo.
Pero
¿cómo puede ser maravilloso algo que está mal? ¿Cómo puede la
crueldad resultar vivificante? Es perverso, un embrollo confuso, y me
encoleriza.
Sábado
por la tarde:
Me
ha perdonado, gracias a Dios. No veré a Jean nunca más y todo irá
bien.
Esta
mañana me he sentado en la cama. Mary se ha despertado y primero me
ha mirado a mí y después al reloj. Había estado llorando.
—¿Dónde
has estado? —me ha preguntado con esa vocecita de niña pequeña
que pone cuando está asustada.
—Con
Mike —le he contestado—. Hemos estado bebiendo y hablando toda la
noche.
Mary
me ha mirado un momento más y luego me ha cogido la mano y se la ha
llevado despacio a la mejilla.
—Lo
siento —me ha dicho con los ojos llenos de lágrimas.
He
tenido que acercar la cabeza a la suya para que no me viera la cara.
—Oh.
Mary. Yo también lo siento.
Nunca
se lo diré. Significa demasiado para mí. No puedo perderla.
Sábado
por la noche:
Esta
tarde hemos ido a Mandel’s Furniture Mart a comprar una cama nueva.
—No
podemos permitírnoslo, cariño —me ha dicho Mary.
—No
importa. Ya sabes que la que tenemos está llena de bultos, y quiero
que mi chica duerma con estilo.
Ella
me ha besado en la mejilla, feliz. Daba botes en la cama como una
niña nerviosa.
—¡Oh,
mira qué blanda es! —decía.
Todo
va bien. Todo, salvo el nuevo lote de facturas que ha llegado con el
correo de hoy. Todo, salvo que soy incapaz de empezar mi última
historia. Todo, salvo que me han devuelto la novela cinco veces.
Burney House tiene que aceptarla. Hace mucho tiempo que la tienen.
Cuento con ellos. Las cosas han llegado a un punto crítico con la
escritura. Con todo. Cada día me crece la sensación de que soy un
muelle a punto de salir disparado.
Bueno,
todo va bien con Mary.
Sábado
por la noche:
Más
problemas, otra pelea. Ni siquiera sé por qué hemos discutido. Ella
está de mal humor y yo estoy quemado. No puedo escribir cuando me
enfado. Lo sabe perfectamente.
Me
dan ganas de llamar a Jean. Al menos a ella le interesa lo que
escribo. Me dan ganas de mandarlo todo al cuerno, de emborracharme,
de saltar de un puente, yo qué sé. No es de extrañar que los bebés
sean felices. La vida es sencilla para ellos: un poco de hambre, un
poco de frío, un poco de miedo a la oscuridad. Eso es todo. ¿Para
qué crecer? La vida se complica demasiado.
Mary
acaba de llamarme para cenar. No me apetece comer, ni siquiera me
apetece quedarme en casa. Quizá llame a Jean más tarde, solo para
saludarla.
Lunes
por la mañana:
¡Mierda,
mierda, mierda!
No
tenían suficiente con retener el libro más de tres meses. No
bastaba con eso, no. Tenían que derramar café en el manuscrito y
enviarme una nota impersonal de rechazo para rematarlo. ¡Los
mataría! ¿De verdad saben lo que se hacen?
Mary
ha visto la nota.
—Bueno,
y ahora, ¿qué? —me ha dicho con cara de asco.
—¿Qué
de qué? —he repetido, intentando no estallar.
—¿Sigues
pensando que sabes escribir? —me ha preguntado. Y entonces he
estallado.
—¡Ah!
Su opinión es la única válida ¿no? Tienen la última palabra
sobre mis textos ¿verdad?
—Llevas
siete años escribiendo y no has conseguido nada.
—Y
escribiré siete más. ¡Y cien! ¡Y mil!
—¿No
vas a aceptar el trabajo en la revista de Jim?
—Pues
no.
—Me
dijiste que lo aceptarías si el libro fracasaba.
—Ya
tengo un trabajo, y tú también tienes un trabajo. Así están las
cosas y así seguirán.
—¡Pues
yo no pienso seguir así! —me ha soltado.
Puede
que me deje. Y a mí, ¿qué? Ya estoy harto. Facturas, facturas.
Escribir, escribir. Fracasos, fracasos, ¡fracasos! Y esta vida
insignificante que sigue agotándose poco a poco, sigue acumulando
sus bellas y retorcidas complejidades como un idiota que apila
ladrillos.
¡Tú!
¡El que dirige el mundo, el que hace girar el universo! Si alguien
me escucha, ¡que simplifique el mundo! No creo en nada, pero daría…
¡cualquier cosa! Cualquier cosa por…
En
fin, ¿qué sentido tiene todo esto? Ya me da igual todo.
Voy
a llamar a Jean esta noche.
Lunes
por la tarde:
Acabo
de bajar para llamar a Jean y quedar el sábado. Mary se va a casa de
su hermana esa noche y no me ha pedido que vaya con ella, así que,
obviamente, yo no voy a proponérselo.
Llamé
a Jean anoche, pero la operadora de la centralita del Club Stanley me
dijo que había salido. Pensé que podría localizarla hoy en su
oficina.
Así
que he ido a la tienda de caramelos de la esquina para buscar número.
A estas alturas ya tendría que sabérmelo de memoria. Será que no
la he llamado veces, pero no sé por qué nunca me ha dado por
aprendérmelo. ¡Qué demonios! Para eso están las guías
telefónicas.
Trabaja
en una revista llamada Manual
de Diseño o
Manual del Diseñador
o algo parecido. ¡Qué raro! Tampoco lo recuerdo. Supongo
que nunca le he dado demasiada importancia.
Sin
embargo, sí que sé dónde está la redacción, porque fui a
buscarla allí hace unos meses para llevarla a comer. Creo que ese
día le dije a Mary que iba a la biblioteca.
Bueno.
Si la memoria no me engaña, el número de la oficina de Jean estaba
en la esquina superior derecha de una página derecha de la guía. Lo
he consultado docenas de veces y siempre estaba allí.
Pero
hoy no.
He
localizado la palabra Manual
y distintos nombres comerciales que empezaban así, pero
en la esquina inferior izquierda de la página izquierda, justo en el
lado contrario, y ninguno me sonaba. Normalmente, en cuanto veo el
nombre de la revista, pienso «Ahí está» y miro el número. Hoy no
ha sido así.
He
repasado varias veces la guía, la he hojeado entera, pero no he
encontrado nada parecido a Manual
de Diseño. Al final me he decidido por el número de
Revista de Diseño,
aunque con la sensación de que no era el que estaba buscando.
Seguiré…
Luego sigo escribiendo. Mary acaba de llamarme para comer o para
cenar, lo que sea. La comida principal del día, en cualquier caso,
ya que los dos trabajamos de noche.
Más
tarde:
La
comida ha estado bien. Mary es una buena cocinera, sin duda. Ojalá
no tuviéramos estas discusiones. ¿Sabrá cocinar Jean?
Sea
lo que sea, la comida me ha hecho recobrar un poco la sensatez, cosa
que necesitaba. Estaba un poco nervioso por lo de la llamada de
teléfono.
He
marcado el número y me ha respondido una mujer.
—Revista
de Diseño,
¿dígame?
—¿Puedo
hablar con la señorita Lane?
—¿Con
quién?
—Con
la señorita Lane.
—Un
momento. —He sabido que me había equivocado de número porque las
otras veces que había llamado la mujer me había dicho enseguida
«Cómo no» y me había pasado con Jean—. ¿Puede repetirme el
nombre?
—Señorita
Lane. Si no la conoce, me habré equivocado.
—Puede
que se refiera al señor Payne.
—No,
no. La secretaria que me contesta habitualmente sabe de inmediato por
quién pregunto. Debo de haberme equivocado, lo siento.
He
colgado bastante molesto. He buscado aquel número tantas veces que
la cosa no tiene gracia. Y ahora no consigo encontrarlo.
Por
supuesto, no me he dado por vencido. A lo mejor en la tienda de
caramelos tenían una guía vieja, así que he ido a la de
ultramarinos, pero era la misma.
Bueno,
tendré que volver a llamarla esta noche desde el trabajo. Sin
embargo, quería localizarla esta tarde para asegurarme de que se
guardara la noche del sábado para mí.
Pero
acaba de venirme una cosa a la cabeza. La secretaria. La voz era la
misma que solía responder en Manual
de Diseño.
En
fin, deben de ser imaginaciones mías.
Lunes
por la noche:
He
llamado al club cuando Mary ha salido de la oficina para ir a buscar
café.
—Me
gustaría hablar con la señorita Lane, por favor —le he dicho a la
operadora igual que le había dicho docenas de veces.
—Sí,
señor, un segundo —me ha respondido.
Ha
habido un largo silencio. Me he impacientado. Al cabo de un poco se
ha puesto otra vez.
—¿Puede
repetirme el apellido? —me ha preguntado.
—Señorita
Lane. Lane. No es la primera vez que la llamo.
—Volveré
a mirar la lista.
He
esperado un poco más y he vuelto a oír su voz.
—Lo
siento. No consta nadie con ese nombre.
—Pero
la he llamado varias veces a este número.
—¿Está
seguro de que no se equivoca?
—Sí,
sí, estoy seguro. Es el Club Stanley, ¿no?
—Sí.
—Bueno,
pues es donde llamo siempre.
—No
sé qué decirle —ha respondido ella—. Lo único que puedo
asegurarle es que aquí no vive nadie que se llame así.
—¡Pero
si llamé anoche mismo! Usted me dijo que no estaba.
—Lo
siento, no me acuerdo.
—¿Está
segura? ¿Completamente segura?
—Bueno,
si quiere, vuelvo a mirar la lista, pero no hay nadie con ese
apellido, de verdad.
—¿Y
nadie con ese apellido se ha mudado en los últimos días?
—No
tenemos plazas libres desde hace un año. Es difícil encontrar
habitaciones en Nueva York, ya sabe.
—Sí,
ya —he dicho, y he colgado.
He
vuelto a mi mesa. Mary ya había regresado de la tienda y me ha dicho
que se me estaba enfriando el café. Le he explicado que estaba
llamando a Jim por lo del trabajo. Ha sido una mentira desafortunada,
porque ahora empezará otra vez a darme la lata con eso.
Me
he tomado el café y he mecanografiado un rato, pero no estaba
concentrado en absoluto. Lo único que hacía era tratar de
tranquilizarme.
«Tiene
que estar en alguna parte —pensaba—. Sé que no he soñado los
momentos que pasamos juntos, sé que no me he imaginado todos los
malabarismos que he tenido que hacer para que Mary no se enterara, sé
que Mike y Sally no…».
¡Sally!
Sally también vive en el Club Stanley.
Le
he dicho a Mary que me dolía la cabeza y que salía a buscar una
aspirina. Me ha contestado que tenía que haber en el servicio de
caballeros. «Son de una marca que no me gusta», le he dicho.
¡Me
invento unas mentiras de lo más estúpidas!
He
ido corriendo a la tienda más cercana. Como es natural, no quería
volver a llamar desde el teléfono del trabajo.
Se
ha puesto la misma telefonista.
—¿Está
la señorita Sally Norton?
—Un
momento, por favor —ha respondido, y me ha dado un vuelco el
estómago. Siempre reconoce a los huéspedes fijos a la primera, y
Sally y Jean llevan viviendo allí al menos dos años—. Lo siento
—ha contestado por fin—, en la lista no figura ese apellido.
—¡Oh,
Dios mío! —he gemido.
—¿Le
ocurre algo? —me ha preguntado.
—¿No
viven ahí ni Jean Lane ni Sally Norton?
—¿Es
usted el mismo que ha llamado hace un momento?
—Sí.
—Mire,
si es una broma…
—¡Una
broma! Anoche llamé y usted me dijo que la señorita Lane había
salido y me preguntó si quería dejarle un mensaje. Le dije que no.
Y llamo hoy y usted me asegura que ahí no vive nadie con ese
apellido.
—Lo
siento, no sé qué decirle. Estuve en la centralita anoche, pero no
recuerdo lo que me dice. Si quiere, puedo ponerlo con el
administrador del edificio.
—No,
no importa. —He colgado.
Después
he llamado a Mike, pero no estaba en casa. Su mujer Gladys, se ha
puesto al teléfono y me ha dicho que Mike se había ido a jugar a
los bolos.
Yo
estaba un poco nervioso; si no, no habría metido la pata.
—¿Con
los chicos? —le he preguntado.
—Bueno,
eso espero —me ha contestado ella, un tanto ofendida.
Estoy
empezando a asustarme.
Martes
por la noche:
He
vuelto a llamar a Mike esta noche y le he preguntado por Sally.
—¿Quién?
—Sally.
—¿Qué
Sally?
—¡Ya
sabes de qué Sally te hablo, hipócrita!
—¿Qué
es esto? ¿Una broma?
—Por
tu parte. Déjalo ya.
—Vamos
a empezar otra vez. ¿Quién coño es Sally?
—¿No
conoces a Sally Norton?
—No.
¿Quién es?
—¿No
hemos salido nunca ella, Jean Lane, tú y yo?
—¡Jean
Lane! ¿De qué estás hablando?
—¿Tampoco
conoces a Jean Lane?
—No,
no la conozco, y esto empieza a no tener gracia. No sé qué
pretendes, pero corta el rollo. Como hombres casados que somos…
—¡Escúchame!
—he exclamado, casi a voz en grito—. ¿Dónde estuviste hace tres
semanas, el sábado por la noche?
Ha
vacilado un instante.
—¿No
fue el día que salimos tú y yo solos mientras Mary y Glad iban a
ver el desfile de moda en…?
—¡Solos!
¿No vino nadie con nosotros?
—¿Quién?
—¿Ninguna
chica? ¿Sally? ¿Jean?
—Ya
estamos otra vez —ha rezongado—. A ver, chico, ¿qué te pasa?
¿Puedo hacer algo por ti?
Me
he apoyado en la pared de la cabina telefónica.
—No
—le he respondido con un hilo de voz—. No.
—¿Seguro
que estás bien? Pareces muy alterado.
He
colgado. Claro que estoy alterado. Me siento como si me muriera de
hambre y no quedara ni una pizca de comida en todo el mundo para
saciarme.
¿Qué
está pasando?
Miércoles
por la tarde:
Solo
había una forma de descubrir si era cierto que Sally y Jean habían
desaparecido.
Conocí
a Jean a través de un amigo de la universidad, Dave. Ella es de
Chicago, igual que Dave, y fue él quien me dio su dirección de
Nueva York, en el Club Stanley. Como es natural, no le dije a Dave
que estaba casado.
Llamé
a Jean y salí con ella, y Mike salió con su amiga Sally. Eso fue lo
que pasó. Lo sé de cierto.
Hoy
le he escrito una carta a Dave contándole lo sucedido. Le pedía si
podía pasarse por casa de Jean y decirle que me escribiera lo antes
posible para decirme si se trataba de una broma o de un sorprendente
cúmulo de coincidencias. Después he sacado la agenda.
Los
datos de Dave han desaparecido.
¿Estoy
volviéndome loco? Sé perfectamente que tenía anotada su dirección
ahí. Recuerdo la noche, hace muchos años, en que la escribí con
sumo cuidado, porque no quería perder el contacto con él después
de terminar la universidad. Hasta recuerdo que la pluma goteaba y
dejó una mancha de tinta al escribirla.
La
página está en blanco.
Recuerdo
su nombre, su aspecto, su forma de hablar, las cosas que hicimos, las
clases a las que asistimos juntos.
Hasta
tengo una carta que me envió unas vacaciones de Pascua durante las
que me quedé en la universidad. Recuerdo que Mike estaba en mi
cuarto porque, como éramos de Nueva York y las vacaciones duraban
muy pocos días, no nos daba tiempo a viajar a casa.
Sin
embargo, Dave se había ido a la suya, a Chicago, y desde allí envió
una carta muy divertida por correo urgente. Recuerdo que la selló
con cera y la estampó con su anillo a modo de broma.
La
carta ya no está en el cajón donde la guardaba.
Y
tenía tres fotos de Dave del día de la graduación, dos de ellas en
mi álbum de fotos.
Y
siguen allí, pero él no sale. No son más que fotos del campus con
los edificios al fondo.
Me
da miedo seguir buscando. Podría escribir a la universidad o llamar
y preguntar si Dave ha estudiado allí.
Pero
me da miedo.
Jueves
por la tarde:
Hoy
he ido a Hempstead a ver a Jim. Se ha sorprendido al verme entrar en
su despacho y ha querido saber por qué me he desplazado hasta tan
lejos para verlo.
—No
me digas que has decidido aceptar mi oferta de trabajo.
—Jim,
¿recuerdas haberme oído hablar de una chica llamada Jean, en Nueva
York? —le he preguntado.
—¿Jean?
No, creo que no.
—Venga,
Jim. Te la mencioné. ¿No recuerdas la última vez que Mike, tú y
yo jugamos al póquer? Te hablé de ella ese día.
—No
me acuerdo, Bob. ¿Qué pasa con ella?
—No
la encuentro, ni tampoco a la chica con la que salió Mike, y Mike
niega haber conocido a ninguna de las dos.
Parecía
confundido, así que se lo he vuelto a explicar.
—¿Qué
es esto? —me ha preguntado luego—. ¿Dos viejos casados tonteando
por ahí con…?
—Solo
eran amigas —lo he cortado—. Las conocí a través de un amigo de
la universidad, así que no empieces a imaginarte cosas.
—Vale,
vale, olvídalo. ¿Y qué pinto yo en esto?
—No
las encuentro. Han desaparecido. Ni siquiera puedo comprobar que
existan.
—¿Y
qué? —Se ha encogido de hombros y me ha preguntado si Mary lo
sabía, pero lo he pasado por alto.
—¿Mencioné
a Jean en alguna de mis cartas? —le he preguntado yo.
—No
sabría decírtelo. Nunca guardo ninguna carta.
No
he tardado en marcharme. A Jim empezaba a picarle demasiado la
curiosidad. Ahora lo veo claro: él se lo dice a su mujer, su mujer
se lo dice a Mary, y se arma la gorda.
Esta
tarde, cuando he cogido el coche para ir al trabajo, he tenido la
terrible sensación de ser provisional. Cuando me he sentado al
volante ha sido como si me sentara en el aire.
Supongo
que estoy desmoronándome. Me he chocado a propósito con un viejo
para comprobar si me veía o me sentía. Ha protestado y me ha
llamado torpe e idiota.
Le
he estado muy agradecido.
Jueves
por la noche:
Esta
noche, en el trabajo, he llamado de nuevo a Mike para ver si se
acordaba de Dave, de la universidad.
El
teléfono ha sonado y han descolgado.
—¿A
qué número llama, señor? —me ha preguntado la operadora.
Me
ha recorrido un escalofrío. Le he dado el número. Me ha dicho que
no existía.
Se
me ha resbalado el auricular de la mano y se ha estrellado en el
suelo. Mary se ha levantado de la mesa y me ha mirado. Mientras, la
operadora decía: «¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga?». Lo he recogido a toda
prisa y lo he colgado en su sitio.
—¿Qué
pasa? —me ha preguntado Mary cuando he vuelto a mi mesa.
—Se
me ha caído el teléfono.
Me
he sentado a trabajar, temblando de frío.
Me
da miedo hablarle a Mary sobre Mike y su esposa Gladys.
Temo
que me diga que nunca ha oído hablar de ellos.
Viernes:
Hoy
he vuelto a intentar llamar a Manual de Diseño. En
información me han dicho que no les constaba tal revista, pero he
ido al centro de la ciudad igualmente. Mary se ha enfadado, pero
tenía que ir.
He
llegado al edificio y he consultado el directorio del vestíbulo.
Pese a saber que no encontraría la revista en él, no he podido
evitar la sorpresa al comprobarlo y me he quedado angustiado y vacío.
Me
he mareado en el ascensor. Me sentía como si me alejara de todo.
He
salido en la tercera planta, exactamente en el mismo lugar donde
pregunté por Jean aquella tarde.
Había
una compañía textil.
—¿No
había antes aquí una revista? —he preguntado en recepción.
—No,
que yo recuerde —me ha respondido la recepcionista—. Pero, claro,
solo llevo aquí tres años.
He
vuelto a casa y le he dicho a Mary que estaba enfermo y que no quería
ir a trabajar esta noche. Ha dicho que estupendo, que ella tampoco
iría. Me he ido al dormitorio para estar solo y me he quedado en el
sitio donde vamos a poner la cama nueva cuando llegue, la semana que
viene.
Mary
ha venido y se ha quedado en el umbral, inquieta.
—Bob,
¿qué pasa? —me ha preguntado—. ¿No puedo saberlo?
—Nada.
—Por
favor, no me digas eso. Sé que pasa algo.
He
empezado a acercarme, pero luego le he dado la espalda.
—Tengo…
Tengo que escribir una carta —le he dicho.
—¿A
quién?
—No
es de tu incumbencia —he estallado. Después le he aclarado que a
Jim.
—Ojalá
pudiera creerte. —Y se ha dado la vuelta.
—¿Qué
quieres decir?
Me
ha mirado y luego se ha vuelto a girar.
—Dale
recuerdos a
Jim
—me
ha dicho con la voz temblorosa, de tal forma que me ha dado
escalofríos.
Me
he sentado a escribirle la carta a Jim. Me ha parecido que podría
ayudarme. Las cosas están demasiado mal como para guardar secretos.
Le he contado que Mike ha desaparecido y le he preguntado si se
acordaba de él.
Curioso:
la mano apenas me temblaba. Quizá sea lo que pasa cuando estás a
punto de desaparecer.
Sábado:
Hoy
Mary tenía un encargo especial de mecanografía, así que se ha ido
temprano.
Después
de desayunar he cogido la libreta de ahorros de la caja de metal del
armario del dormitorio para ir al banco a sacar el dinero para la
cama.
En
la oficina he rellenado un impreso de retirada de efectivo por un
importe de noventa y siete dólares, me he puesto en la cola y le he
dado el impreso y la libreta al cajero.
La
ha abierto y me ha mirado con el ceño fruncido.
—¿Le
parece gracioso? —me ha preguntado.
—¿Qué
quiere decir?
—Siguiente
—ha dicho, devolviéndome la libreta.
—¿Qué
demonios le pasa? —le he espetado, supongo que a gritos.
Con
el rabillo del ojo he visto que un hombre de uno de los mostradores
delanteros se levantaba precipitadamente y se acercaba.
—¿Me
permite pasar a la ventanilla, por favor? —me ha pedido la mujer
que tenía detrás.
El
hombre se ha acercado, solícito.
—¿Hay
algún problema, señor?
—El
cajero se niega a cogerme la libreta de ahorros —le he dicho.
Me
la ha pedido y se la he dado. La ha abierto y me ha mirado atónito.
—Esta
libreta está en blanco —ha susurrado.
Se
la he quitado y me he quedado mirándola con el corazón acelerado.
Estaba sin estrenar.
—¡Oh,
Dios mío! —he gemido.
—Podemos
comprobar el número de la libreta —me ha dicho—. ¿Por qué no
se acerca un momento a mi mostrador?
Sin
embargo, yo veía que en la libreta no había ningún número, y he
notado que los ojos se me llenaban de lágrimas.
—No
—he dicho—. No.
Lo
he dejado plantado y me he dirigido a la salida.
—Un
momento, señor —me ha llamado.
He
echado a correr y no he parado hasta llegar a casa.
He
esperado en el salón a que llegase Mary. Sigo esperándola y mirando
la libreta del banco. La línea en la que firmamos los dos con
nuestros nombres, los espacios en los que habíamos realizado
nuestros depósitos: cincuenta dólares de sus padres en nuestro
primer aniversario, doscientos treinta dólares de mi seguro de
veteranos, veinte dólares, diez dólares.
Todo
en blanco.
Todo
desaparece: Jean, Sally, Mike. Los nombres se desvanecen, y la gente
con ellos.
Y
ahora esto. ¿Qué será lo siguiente?
Más
tarde:
Ya
lo sé.
Mary
no ha vuelto a casa.
He
llamado a la oficina. Ha contestado Sam y le he preguntado si estaba
Mary. Me ha dicho que seguramente me había equivocado, que allí no
trabajaba ninguna Mary. Le he dicho quién era yo y le he preguntado
si trabajo allí.
—Déjate
de bromas —me ha contestado—. Nos vemos el lunes por la noche.
He
llamado a mi primo, a mi hermana, a otro primo, a su hermana, a mis
padres. Ninguna respuesta, ni siquiera sonaba el teléfono. Ningún
número funciona. Así pues, todos han desaparecido.
Domingo:
No
sé qué hacer. Me he pasado todo el día sentado en el salón,
mirando la calle. Esperaba a ver si alguien conocido se acercaba a
casa, pero no: todos son desconocidos.
Me
da miedo salir. Esto es lo único que queda: nuestros muebles y
nuestra ropa.
Quiero
decir mi ropa, porque su armario está vacío. Lo he visto esta
mañana al despertarme. No quedaba ni rastro de su ropa. Es como un
truco de magia; todo desaparece. Es como…
Me
he reído. Debo de estar…
He
llamado a la tienda de muebles, que abre los domingos por la tarde.
Me han dicho que no les consta que compráramos una cama, que si
quería acercarme a comprobarlo.
He
colgado y he mirado un rato más por la ventana.
He
pensado en llamar a mi tía, a Detroit, pero no me acuerdo del número
y ya no está en la agenda. La agenda entera está en blanco. Solo
queda mi nombre estampado en oro en la portada.
Mi
nombre, solo mi nombre. ¿Qué puedo decir? ¿Qué puedo hacer? Es
muy sencillo: no hay nada que hacer.
He
estado mirando mi álbum de fotos. Casi todas las fotografías han
cambiado. No hay nadie en ninguna.
Mary
ha desaparecido, y también todos nuestros amigos y familiares.
Es
gracioso.
En
la foto de la boda, estoy sentado a una mesa enorme llena de comida,
solo. Tengo el brazo izquierdo extendido a un lado, ligeramente
doblado, como si estuviera abrazando a la novia. A lo largo de la
mesa, los vasos flotan en el aire.
Brindan
en mi honor.
Lunes
por la mañana:
Acabo
de recibir la carta que le envié a Jim con un sello en el sobre que
reza: «DIRECCIÓN ERRÓNEA».
He
intentado hablar con el cartero, pero no he podido. Ha venido antes
de que me levantara de la cama.
Hace
un rato me he pasado por la tienda de ultramarinos. El dueño me
conoce. Cuando le he preguntado por Mary, sin embargo, me ha dicho
que me dejara de bromas, que moriría solterón y que los dos lo
sabíamos.
Solo
se me ocurre una idea. Es arriesgada, pero tendré que probar. Tendré
que salir de casa y acercarme a la Oficina de Veteranos de Guerra
para averiguar si guardan mi historial. Si lo tienen, incluirá algún
dato sobre la universidad, sobre mi matrimonio y sobre las personas
que formaban parte de mi vida.
Me
llevo este cuaderno, no quiero perderlo. Si lo pierdo, no tendré
nada en el mundo que me recuerde que no estoy loco.
Lunes
por la noche:
La
casa ha desaparecido.
Estoy
sentado en la tienda de caramelos de la esquina.
Cuando
he vuelto de la Oficina de Veteranos, me he encontrado con que la
casa no era más que un solar vacío. He preguntado a unos niños si
me conocían, pero me han dicho que no. Les he preguntado qué ha
sido de la casa y me han respondido que llevan jugando en el solar
desde que nacieron.
En
la Oficina de Veteranos no tenían ningún historial con mi nombre.
Nada.
Eso
quiere decir que ya ni siquiera soy una persona. Lo único que tengo
es lo que hay: mi cuerpo y la ropa que llevo. Todos los documentos
identificativos me han desaparecido de la cartera.
También
me ha desaparecido el reloj, así, tal cual, de la muñeca.
Tenía
una inscripción en la parte de atrás, la recuerdo.
«Para
mi querido esposo, con amor. Mary».
Estoy
tomándome una taza de ca
Magazine of Fantasy and Science Fiction, 1953.