Fue por el tiempo de las majas,
mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente,
amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre
los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió
que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y
que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor,
el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya
andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío
Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego
envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo
ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No
obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de
Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos,
ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado
de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras
en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la
tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de
beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y
requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si
fuesen a santiguarse…; pero no hubo más entonces.
Vivían
las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas
gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos
lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los
hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres,
sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se
disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez
de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más
lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su
hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus
panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia,
venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y
las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían
su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional
en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura
Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía
sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro.
Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni
perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera
de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres,
gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la
pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su
hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la
perseguían con pullas irónicas.
Pocos
días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo
en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad
de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y
aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era
despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el
fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la
pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer,
hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza
física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el
caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus
puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la
guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los
belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado,
Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura,
y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia
los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La
sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto
pudo huir.
Todo
el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno
femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía
quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su
puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y
Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta
de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que
eran capaces de hacer.
Andrés
Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un
muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas
pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura
empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca,
se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la
feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad
a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro
vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos,
limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe
en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un
buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo
muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo,
con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando
suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa
el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de
terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se
apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha
de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es
cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé,
San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos
tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al
prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y
jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo
pico.
Antes
que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía
arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos
menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés
Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de
salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen
a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían
los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz,
y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros,
arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra
piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba
testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El
señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el
muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con
letras blancas.
El
golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente
apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había
salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en
medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre,
les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron
completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la
puerta.
Sin
embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la
cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado
toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral
de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los
Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al
verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia,
una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y
a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda.
Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego
pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los
hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de
Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie
comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí
tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de
Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena
de la maja.
lunes, 13 de mayo de 2024
Geórgicas. Emilia Pardo Bazán.
domingo, 12 de mayo de 2024
sábado, 11 de mayo de 2024
Orfeo y Eurídice. Enrique Anderson Imbert.
Orfeo recordó lo
que los reyes de la Muerte le habían prevenido: «Podrás llevarte,
resucitada, a Eurídice; vete, y Eurídice te seguirá: pero cuando
salgas de este subterráneo de sombras no debes mirar hacia atrás;
si lo haces, perderás para siempre a Eurídice».
Entonces
Orfeo, comprendiendo que de nada le serviría porque él, por
naturaleza, no estaba hecho para amar a ninguna mujer, tomó la
delantera y por encima del hombro miró a Eurídice.
Desde
el fondo del infierno oyó, como en un lejano eco, la voz de las dos
veces muerta Eurídice. Y ese «adiós» sonó con todo el desprecio
de una mujer muy mujer a un hombre poco hombre.
El gato de Cheshire, 1965.
jueves, 9 de mayo de 2024
Fragmento 143. Fragmento de Lluvia. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.
Me dan más pena
los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que
devanean sobre lo remotísimo y extraño. Los que sueñan en demasía,
o son locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son simples
devaneadores para quienes el devaneo es una música del alma que los
arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la
posibilidad real de la verdadera desilusión. No me puede pesar mucho
el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el ni
siquiera haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve,
vuelve siempre la esquina que queda a la derecha. El sueño que nos
promete lo imposible ya en eso mismo de él nos priva, pero el sueño
que nos promete lo posible se entromete con la propia vida y delega
en ella su solución. Uno vive exclusivo e independiente; el otro
sometido a las contingencias de lo que acontece.
Por
eso amo los paisajes imposibles y las grandes áreas desiertas de las
llanuras donde nunca estaré. Las épocas históricas pasadas son de
pura maravilla, pues evidentemente no puedo imaginar que se
realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no hay; voy a
despertarme cuando sueño lo que puede haber.
Me
asomo, desde una de las ventanas con balcón de la oficina abandonada
al mediodía, a la calle donde mi distracción siente movimientos de
gente en los ojos, y no los ve desde la distancia de la meditación.
Duermo sobre los codos donde el pasamanos me hace daño, y sé de
nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle detenida por
donde muchos andan se me destacan con un alejamiento mental: las
cajas apiladas en el carro, los sacos a la puerta del almacén del
otro, y, en el escaparate más apartado de la mercería de la
esquina, el vislumbre de las botellas de aquel vino de Oporto que
sueño que no puede comprar nadie. Se me aísla el espíritu de la
mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa
por la calle es siempre la misma que pasó hace poco, es siempre el
aspecto fluctuante de alguien, manchas de movimiento, voces de
incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La
anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los
mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente,
resuena, en la oficina y por detrás de mí, la llegada
metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por
haberme interrumpido lo que no estaba pensando. Lo miro, girándome,
con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una
tensión de homicidio latente, la voz que va a usar para decirme
alguna cosa. Él sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas
tardes en alta voz. Lo odio como odio al universo. Tengo los ojos
pesados de conjeturar.
Libro del desasosiego, 1982.
domingo, 5 de mayo de 2024
Miles de ojos. Mario Benedetti.
Desde temprano
habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex
torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya
no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía
el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido
con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin
escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas,
como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba
Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los
diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó
precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que
analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en
Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y
el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta
nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía
especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía.
Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas,
violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de
agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que
algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno
que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba
y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no
agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las
zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y
se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo
un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente
el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y
fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se
resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le
tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una
picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con
rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro
amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado.
Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la
billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve
tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera.
Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue
colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la
bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el
supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena,
nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los
clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo
jogging, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros
de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las
orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy
amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por
obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y
yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la
heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin
mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza,
sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero
sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato
contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al
constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se
desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue
al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el
camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por
Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos,
vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había
muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un
Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que
se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El
corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo
un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había
suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el
motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin
problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El
otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no
se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo
gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin
embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha
y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había
perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia
adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la
valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho,
boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta
la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la
Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había
dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo
llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse
una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería
blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para
mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo
apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece
bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo
estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy
amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó
la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo
(39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no
quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia
y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por
Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en
rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las
dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su
intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y
el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes.
Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por
la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable,
destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a
seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía,
por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota.
Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente
había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir
verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora
habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena,
amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un
restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el
churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba,
pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién
era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del
corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas
recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista.
Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que
le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible.
Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino
un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al
corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano.
Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien
temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo
menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra
conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para
una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida.
Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas
estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente,
ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y
tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó
una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y
fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra
parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un
momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él
sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó.
¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada
menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había
aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar
normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la
etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que
se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado,
quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso,
es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta
altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También
podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese
trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi
cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás
menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas
cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo
examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras
cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir
esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que
obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo.
Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina
estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy
temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta?
Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se
quitó la ropa
(siempre dormía
desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas
horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche.
Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus
ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido,
comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel
interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos
que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.
Despistes y franquezas, 1989.
sábado, 4 de mayo de 2024
Futuro imperfecto. Julia Uceda.
Cuando anochezca
¿qué puedo hacer con la memoria,
dónde guardo la barca de esos años,
dónde los imperdibles del soneto,
el llanto del cristal en las ventanas,
la amarga margarita,
el tiempo fraternal y fracturado?
Se habrá roto el zafiro
y por el suelo correrá, ya libre,
lo prisionero.
(El perro ladra y su ladrido
me arranca de la sombra en que caía).
Pero, de todos modos,
los helechos aquellos se quemaron,
la rosa -¿de quién era?- continúa
en algún libro, no sé cuál. A estas alturas
¿verdad que todo da lo mismo?
Hablando con un haya, 2010.
viernes, 3 de mayo de 2024
En la misma nube de Jagger. Rafael Chaparro Madiedo.
Definitivamente sin Mick Jagger el
mundo no sería lo mismo. Gracias Mick por esa canción llamada I
can't get no satisfaction. Gracias Mick por la forma como dices
don't play with me because you play with fire mientras uno se
toma una cerveza en el fondo de un
bar junto al humo desolado de un cigarrillo azul en una noche de
jueves mientras llueve, mientras hace frío, mientras pasan los buses
atestados de cabecitas inciertas que salen del trabajo, mientras el
bar se llena de soledades oscuras que vienen a meterse unos vodkas
entre su piel, entre sus ojos, mientras afuera es de noche y adentro
sigue usted señor Mick Jagger vomitando esas palabras de sus labios
gruesos y groseros, esas palabras duras y secas, esas palabras llenas
de whisky, besos y dólares. Gracias señor Mick Jagger por haber
votado a la física mierda sus estudios de economía de la London
School for Economics. Gracias por haber conocido a Keith Richards.
Gracias por sentir ese mismo sentimiento que a veces se siente cuando
todo llega y todo se va, ese sentimiento de vacío ante la estupidez
del mundo, de las palomas y de las nubes, ese sentimiento parecido a
las luces que no permite obtener satisfacción.
John
Lennon tuvo que decir que era más popular que Jesucristo para ganar
más popularidad. Usted señor Mick Jagger no tuvo necesidad de hacer
eso. Usted llegó en helicóptero hasta donde el obispo
de la Iglesia anglicana y hablaba de la juventud, usted le dijo al
obispo que un cacho de marihuana servía para ampliar un poco más
las funciones cerebrales, usted señor Mick Jagger almorzó con el
obispo anglicano y de nuevo se montó a su helicóptero, se fue para
las nubes y siguió diciendo out of my cloud, fuera de mi
nube, vete para la mierda, vete para la mierda la hipocresía, vete
para la mierda las corbatas, vete para la mierda el pelo corto, vete
para la mierda la guerra, vete para la mierda la reina y el rey y el
príncipe, vete para la mierda las canciones dulzarronas de Lennon o McCartney,
vete para la mierda el arroz chino, Biafra, Vietnam, Nixon, el frío
de Londres, los turistas, los productores, las giras, los hoteles,
los periodistas, las lechugas, la crema dental, las naranjas, los
estilógrafos, la bolsa de Nueva York, la de Tokio, la de Berlín.
Señor
Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan. Usted ha
vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A usted señor
Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles. Bueno en
realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando
empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían que pagarle a
la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que encerrarlos
como cerdos en un apartamento para que se pusieran de verdad a
componer canciones.
Señor
Mick Jagger: siga siendo niño, siga siendo así, siga mamándole
gallo a la muerte en cada canción, en cada concierto, en cada
estudio de grabación. Señor Jagger, gracias a usted repetí cuarto
de bachillerato, gracias a usted supe que la vida a veces sabe a cero
en matemáticas, gracias a usted supe que había otras cosas más
allá de Bogotá, Colombia, Suramérica, gracias a usted supe que
estábamos de algún modo en la misma nube de opio.
Un poco triste, pero más feliz que los demás. 2014.
jueves, 2 de mayo de 2024
Unos ojos fatigados. Guillermo Martínez.
El hombre que me
abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han
tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de
la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son
dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso
a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera
que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro
sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella
facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía
controlable.
—Discúlpeme
por la hora —me dice—; espero no haberlo despertado.
—No,
duermo muy poco —lo tranquilizo—. Y realmente quería salir, en
todo el día no había tenido llamados.
—¿No
llaman mucho, entonces? —sus párpados se alzan un poco; las
pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara
se ven casi grises.
—Sí
llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un
principio. Sólo que no me llaman a mí.
—Entiendo
—dijo—: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres?
¿Sacerdotes?
—Mujeres,
supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras
parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde
a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o
médicos.
—¿Y
quiénes lo piden a usted? —su mirada parece por un momento irónica
pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
—Ex
académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que
todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación
"filosófica".
—No,
no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi
copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero
filósofo?
—Bueno,
se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores
tuvo?
—¿”Embajadores"?
¿Así los llaman? —se sonríe y mueve la cabeza—. A veces pueden
ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son
verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último
ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso
una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle:
M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
—En
general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el
suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo,
no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo
únicamente un Parkinson muy suave.
—Sí,
estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a
pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos
disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían
de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta
mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona
apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a
quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo.
Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo— suspira y
deja en la mesa el vasito vacío—. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus
ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color
cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita
y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa.
—No
—dice—: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal,
voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como
buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios,
en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para
recuperar la masa encefálica.
—Como
usted quiera —digo.
Lo
dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la
espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del
cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia
adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva
por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono
mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con
cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
—¿Recuperable
o irrecuperable? —me preguntan.
—Recuperable
—contesto—. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero
quedarme con algo para mi colección.
—Sólo
puede ser algo externo —me advierten.
—Los
ojos —digo—. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos
humanos.
Una felicidad repulsiva, 2013.
miércoles, 1 de mayo de 2024
Fe, esperanza y caridad. Luciano G. Egido.
-¿Hay un
cielo, Nancy?
-No
lo sé. Creo.
-¿Crees
en qué?
-No
lo sé. Pero creo.
William
Faulkner.
Antes
de trasladarlo a un pueblo de la provincia de Zamora, don Manuel
Bueno, nuestro cura párroco, no creía en Dios; pero les hacía
creer a sus feligreses que creía para no desesperarlos más de lo
que estaban. Sus feligreses tampoco creían; pero le hacían ver que
creían para que él creyera que lo necesitaban.
domingo, 28 de abril de 2024
Niña de quince años. Alfredo Buxán.
Ni tu sabrás tampoco que una
tristeza tuya
cruzó
una vez mi vida…
La
noche será corta. Mañana volverás
a
ser una sonrisa.
MIGUEL
D’ORS
Te
veo sonreír cabizbaja en la parada
con
el leve desconsuelo de tus quince años,
te
veo caminar paso a paso hacia el futuro
y
me pregunto qué será de tus ilusiones
al
final del camino, si morirán del todo
o
mantendrán, rebeldes, encendida la hoguera,
el
rastro de una esperanza allá en el hondo túnel,
la
luz de una ventana.
Sólo
quiero que sepas
que
el mañana no existe, que eludirás las trampas
que
se agazapan en la sombra como alimañas
al
acecho -eso tendrás que descubrirlo sola-,
que
tu pena es eterna porque te precedía,
que
no te pertenece porque estaba en el mundo
mucho
antes que tú, desde que abrió la herida
que
ahora te lastima.
Sólo
quiero que entiendas
que
no va a poder nunca, por más que lo pretenda,
destronarte,
apagar el fulgor de tu belleza
ni
la luz de tus ojos, pues la auténtica vida,
niña
de quince años que me miras tan triste
desde
el fondo del pozo,
la
verdad de la vida,
es
la flor del rocío que moja tu sonrisa.
Las palabras perdidas, 2011
sábado, 27 de abril de 2024
Primer amor. Víctor Balcells Matas.
Ahora todo se mezcla en mi cabeza:
cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda.
Samuel
Beckett
Recuerdo
que, si bien tus padres vivían en un piso, disponían de otro piso
vacío en el que tú y tu hermana jugabais. Aquella tarde mis padres
me dejaron en tu pisito vacío y se fueron a hablar de cosas de
mayores. Tuve que llamar al timbre.
Primero
me abrió una tal Laura (o así se hacía llamar), que dijo ser tu
secretaria. Pasa, pasa, mi amiga te está esperando en el salón,
me dijo.
Yo
entré con mis diez años de edad, con miedo, con un pasado de juegos
de Playmobil y Super Mario Bros. Ésa era toda mi conversación. Que
no es poca.
Y
allí estabas tú, en el salón, tendida de lado como Cleopatra,
tocándote los ojos y fumando un lápiz.
Tu
secretaria, Laura, nos presentó. ¿Pero qué iba a hacer yo si tú
tenías la eternidad en tus grandes pestañas o si te parecías a las
chicas de la televisión y llevabas lazos rosas en la cabeza? Qué
iba a hacer yo, un proletario, un jugador de los jardines y las
cabañas. Porque tú en cambio eras otra clase de mujer, sofisticada,
con sus juegos de cocinas y de médicos, con su desfiladero de
Barbies en la estantería.
Ni
siquiera me saludaste. Giraste la cara y te pusiste a mirar por la
ventana. Laura, tu secretaria, me dijo: Dile algo, venga. Así
que yo di un paso al frente y te enseñé mi tirachinas.
Ya
sé que desde el primer momento no aceptaste mis pretensiones de
Robin Hood pero reconoce que te fascinó ese salvajismo que había en
mi pelo y la colonia Nenuco con la que me perfumé. Reconócelo.
Te
enseñé mi tirachinas y lo despreciaste. Tu secretaria Laura nos
miraba desde la puerta. Márchate, le ordenaste a Laura, y
ella se fue por los pasillos.
Lo
primero que hiciste fue enseñarme la casa. Aunque no había mucha
casa. Sólo un sofá y una cama. Entramos en el dormitorio y dijiste:
Mira mi cama de matrimonio.
Ya
veo, dije.
Es
de matrimonio, repetiste. Me puse nervioso. Muy bien,
dije. Pronto me casaré, aseguraste tocándome el brazo.
Pronto, pensé yo, que aún no conocía las virtudes de tener granos
en la cara o aparatos en los dientes, que mis estudios se reducían a
sumas aritméticas y letras del alfabeto.
Volvimos
al salón. Tu secretaria había desaparecido. Me llevaste junto a la
ventana. Había un pino reseco en el jardín y un perro dormía boca
arriba. No me hablabas, no decías nada. Tenías el control de la
situación. Y así fue como te giraste y me miraste y vi que tus ojos
eran verdes y suplicantes. Cogiste mi brazo y me dijiste: Cásate
conmigo.
¿Qué?
Cásate
conmigo, repetiste, quiero que te cases conmigo. Lo harás,
¿verdad? Lo harás porque yo estoy muy sola, muy sola.
Y
yo dije: No sé. Porque entonces (ni ahora, creo), te quería.
Tú me cogiste y dijiste sí, cásate conmigo, cásate. Vale,
dije. Total, no había testigos de mi desgracia. ¡Promételo!,
me gritaste y tu risa fue un temblor acuático.
Lo
prometo, balbuceé. Entonces apareció de detrás del sofá tu
secretaria, Laura, y dijo: ¡Lo he oído todo! Lo has prometido y
ahora estás obligado a casarte con ella.
Temblé.
Cómo era posible. Tan pronto se acababa mi infancia. Y así bajamos
al patio y allí tu secretaria Laura hizo de cura, de representante
de la sacra y romana y apostólica iglesia y ofició la boda con
piñones secos y hojas de los arbustos. Yo os declaro marido y
mujer, sentenció Laura.
Ahora
todo se mezcla en mi cabeza: cementerios, bodas y los distintos tipos
de mierda. Mis cosas eran poco numerosas, así que empecé a vivir
con mi esposa esa misma tarde. No nos conocíamos, pero esa, supongo,
era la gracia. No. Estaba hundido. Mis padres habían desaparecido y
a los diez años no se tienen erecciones con facilidad.
Lo
primero que supe de ti fue tu nombre. Me llamo Lulú, dijiste.
Por lo menos así dijiste, y no veo qué interés podías tener en
mentirme sobre aquello. Como no eras francesa, decías Loulou.
También me dijiste tu apellido. Pero lo he olvidado.
Laura
se convirtió en nuestra mayordoma y el sol se ponía tras el pino
reseco y se acercaba la noche de bodas. Terrible presagio del sexo
aún por conocer que llega salvajemente y nos enciende y rodea.
Porque teníamos que hacer el amor esa noche, aunque no tuviéramos
pelos en ninguna parte. Ésa es la costumbre.
Entramos
en la habitación con cama de matrimonio. Laura, nuestra mayordoma,
ya consagrada y culpable de mi desgracia, dijo que iba a cocinar la
cena. Tú, Loulou, me mirabas con curiosidad. Seguramente no me
amabas. O a lo mejor sí. No lo sé.
Tampoco
me dio tiempo a saberlo porque enseguida regresó Laura con la cena,
que consistía en unos espaguetis sin cocinar, duros, quiero decir,
recién sacados de la bolsa, y nos dio unos cuantos y tú, tú me
obligaste a comer esas espigas de trigo que, a fin de cuentas no
sabían tan mal, ni tan bien. Come, me decías, tienes que
hacer músculos. Oh, incluso tu sintaxis tenía un no sé qué de
erótico.
Y
cuando acabé de cenar las espigas de trigo la mayordoma se retiró,
tú apagaste la luz y me lanzaste sobre la cama y me gritaste: Hazme
un hijo, ¡hazme un hijo! Oh, Loulou, gemía yo, por
qué me haces esto, y me quitaste la camiseta con tu amor puro y
desinteresado. Y me besabas en todos los sitios menos en la boca,
porque no sabíamos que las bocas servían para besar. Por Dios
Loulou, todo fue tan rápido y repentino.
Pero
mira tú por dónde, justo entonces llegaron mis padres y anunciaron
la partida y me despojaron de ti, me arrebataron el insigne
conocimiento de tu gracia, Loulou. Y me dijiste adiós, como
se dice en las telenovelas y rompimos nuestro matrimonio con una
mirada.
Mira,
¿sabes qué? Yo sí que te amé. Tuve miedo, es cierto, pero te amé.
Durante años creí que ya no tendría más amores. Volví a los
juguetes y a los toboganes, volví a las merendolas con Nocilla en
casa de mis padres, a los hoteles con habitaciones de tres camas.
Durante
años creí que ya no tendría más amores. Ahora ya no lo creo. En
ese tiempo, quizá, me hubieran hecho falta más besos para
olvidarte, supongo. Pero claro, el amor, esa palabra, no se puede
hacer por encargo, mi pequeña Loulou, la única mujer que tuvo la
eternidad en las pestañas.
Yo mataré monstruos por ti, 2010.
jueves, 25 de abril de 2024
El gran terremoto. Ryūnosuke Akutagawa.
Olía como a
albaricoques podridos. Caminando entre las ruinas del incendio,
percibió ese tenue olor. También pensó que, extrañamente, el
hedor de cadáveres putrefactos bajo el calor del sol no era tan
desagradable. Ante el estanque donde habían ido apilando los
cadáveres, comprendió que en el ámbito de las sensaciones, la
expresión «atroz y truculento» no era exagerada. En especial, lo
había impresionado el cadáver de un niño de doce o trece años.
Mientras lo miraba, sintió algo parecido a la envidia. Las palabras
«Los amados por los dioses, mueren prematuramente» surgieron en su
mente. La casa de su hermana, quemada. La de su hermano adoptivo,
también. Sin embargo, su cuñado, en libertad provisional por haber
cometido perjurio…
«Ojalá
se mueran todos».
Fue
todo lo que se le ocurrió pensar mientras permanecía inmóvil y de
pie ante las ruinas de los incendios que siguieron al terremoto.
miércoles, 24 de abril de 2024
Veinte siglos despues. Lilian Elphick.
Arriba de su
Lamborghini descapotable blanco, Julio César Avendaño Avendaño
recibe los vítores del pueblo. ¡Viva Julito!, gritan las mujeres;
¡gracias, compañero!, vocean los hombres. Una lluvia de papeles de
colores se posa en las hombreras de su saco Armani.
Julio
César Avendaño Avendaño infla su pecho de un orgullo desconocido;
hace unos años era un pobre traficante y ahora es un gran,
grandísimo mercader que vuelve a su pueblo, hundido en la miseria.
Lanza monedas de oro a la multitud enfervorizada.
-Recuerda
que eres mortal –le susurra una mujercilla, casi una sombra.
-¿Eres
tú, mamá? –pregunta Julio César.
Antes
de que la mujer conteste que sí, Julito, soy tu mamá, vayámonos a
casa y yo te daré cerdo a las brasas; bueno, no te vas a dar ni
cuenta de la diferencia, el fuego arregla todo, mal que mal el gato
estaba lleno de pulgas y de un solo guadañazo lo destripé; antes de
que diga pío la flaca pelá, una bala loca entra por el bolsillo
superior izquierdo del Armani, descosiendo el borde pespunteado en
seda y tiñendo de rojo el clavel tan varonil de Julio César
Avendaño Avendaño.
lunes, 22 de abril de 2024
Cuerpo rebelde. José María Merino.
A partir de la operación, el cuerpo me ha desobedecido en muchas ocasiones. Se niega a levantarse, a sentarse. Se niega a entrar o salir. Me fuerza muchas tardes a permanecer en casa, inmóvil como un mueble más. Los trámites de la testamentaría -las últimas enfermedades suelen empezar al tiemp que las primeras herencias- me han obligado a hacer este viaje y me sorpendió comprobar la facilidad con que mi cuerpo se dispuso a ello. Anoche, tras llegar a la vieja casa impregnada de recuerdos de niñez y adolescencia que incrementaban mi desazón, advertí el primer signo rebelde: en un momento de la madrugada me sentí en una posición incómoda que no me dejaba respirar bien e intenté moverme, pero el cuerpo no me resondía. Como estaba dormido, comprendí que era preciso despertar para cambiar de postura, pero mi cuerpo no quería despertarse, y solo después de un largo forcejeo en el umbral que comunica sueño y vigilia conseguí vencer su resistencia. Otro signo de rebelión se produjo esta misma tarde, después de comer, cuando me disponía a pasear por el bosque. Mi cuerpo no me obedeció y tuve que cambiar de rumbo y encaminarme a los acantilados. Ahora estoy sentado en el borde del prado húmedo, sobre el mar que ruge. En el oscuro roquedal, treinta metros más abajo, se desparrama violenta la espuma de las olas. Hace mucho frío y he intentado regresar a casa, pero mi cuerpo se rebela una vez más, se acerca al borde del precipicio, levanta los brazos. Asumo lo que va a suceder con horrible resignación.
Antología del microrrelato español. (1906 – 2011). 2012.
domingo, 21 de abril de 2024
El cofrecito era justo de su medida. Svetlana Alexiévich.
Dunia Gólubeva,
once años
Actualmente
es ordeñadora
La
guerra… Pero había que seguir arando…
Mi
madre, mi hermana y mi hermano se fueron al campo. A sembrar lino. Se
fueron, y menos de una hora después unas mujeres vinieron corriendo.
—Dunia,
a los tuyos los han acribillado a balazos. Allí están, en el campo…
Mi
madre estaba tirada encima del saco, del saco iban cayendo semillas.
Las balas habían dejado un montón de agujeros…
Me
quedé sola con mi sobrino recién nacido. Mi hermana había dado a
luz hacía poco, su marido se había unido a los partisanos. Y yo con
ese pequeño…
Yo
no sabía cómo se ordeñaba la vaca. La pobre mugía en el establo,
sentía que su dueña no estaba. El perro aullaba toda la noche. Y la
vaca…
El
bebé pedía… Pedía pecho… Leche… Me acordé de cómo lo
amamantaba mi hermana… Le puse mi pezón en la boca, él chasqueaba
los labios y se quedaba dormido. Yo no tenía leche, pero el
pobrecito, de esforzarse tanto, se cansaba y caía dormido. ¿Dónde
se había resfriado? ¿Cómo había enfermado? Yo era pequeña, ¿cómo
iba a saber qué hacer? Tosía y tosía. No había comida. Los
policías se habían llevado la vaca.
Y
el niñito murió. Gemía, gemía y murió. Lo oí: se hizo el
silencio. Levanté los trapos y ahí estaba él, todo negro; solo
tenía la carita blanca, limpia. La cara era blanca y lo demás
negro.
Era
de noche. Por las ventanas se veía todo oscuro. ¿Adónde podía ir?
Decidí esperar a la mañana, por la mañana avisaría a alguien. Me
quedé allí sentada, llorando, porque no había nadie más en la
casa, ni siquiera aquel bebecito pequeño. Empezó a salir el sol; lo
metí en un cofrecito… Nos quedaba el cofrecito del abuelo, allí
guardaba las herramientas; un cofrecito pequeño como un paquete de
correos. Yo tenía miedo de que vinieran los gatos o las ratas y lo
mordisquearan. Estaba allí, tan pequeño, más pequeño que cuando
estaba vivo. Lo envolví en una toalla limpia. Una de lino. Y lo
besé.
El
cofrecito era justo de su medida…
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.
sábado, 20 de abril de 2024
“Fue una guerra total…”. Enrique Anderson Imbert.
Fue una guerra total, con las últimas armas. Todo quedó destruido. Solo un verso resultó indestructible, pero ya no hubo nadie que pudiera leerlo.
El gato de Cheshire, 1965.
lunes, 15 de abril de 2024
Oigan. Vladimir Maiakovski.
Oigan:
si
encienden las estrellas
es
porque alguien las necesita, ¿verdad?,
es
que alguien desea que estén,
es
que alguien llama perlas a esas escupitinas.
Resollando
entre
tormentas de polvo del mediodía
penetra
hasta Dios,
teme
haber llegado tarde,
llora,
le
besa la mano carniseca,
implora
que
pongan sin falta una estrella,
jura
que
no soportará ese tormento inestelar.
Y
luego
anda
preocupado,
aunque
aparenta calma.
Dice
a alguien:
Ahora
no estás mal, ¿eh?
¿A
que ya no tienes miedo?
Oigan,
si encienden
las
estrellas es porque alguien las necesita, ¿verdad?
Es
indispensable
que
todas las noches
sobre
los tejados
arda
aunque sea una sola estrella.
domingo, 14 de abril de 2024
Hondonada. Donald Ray Pollock.
Me
desperté creyendo que había vuelto a mearme en la cama, pero no era
más que una mancha pegajosa de cuando Sandy y yo habíamos follado
la noche antes. Son las típicas cosas que te pasan cuando bebes como
yo: que te cagas en los pantalones en el Wal-Mart y terminas viviendo
a expensas de una adicta al crack y de sus padres hundidos en la
miseria. Levanté un poco la manta y reseguí con el dedo el tatuaje
de KNOCKEMSTIFF, OHIO que Sandy se había hecho en el culo
flaco como si fuera un letrero de carretera. Jamás llegaré a
entender por qué hay gente a quien le hace falta tinta para
acordarse de dónde es.
Rodeándola
con los brazos, la apreté contra mí y le solté el mal aliento en
la nuca. Ya me estaba preparando para volver a tirármela cuando su
padre empezó otra vez desde su habitación al final del pasillo,
llorando con esa voz baja y triste con que lloraba siempre desde su
derrame cerebral. Aquello me cortó el rollo de golpe. Sandy gimió,
se dio la vuelta hacia el otro lado de la cama y se cubrió la cabeza
rubia con una almohada llena de bultos y embadurnada de fluidos secos
y babas.
Me
quedé mirando al cielo y oí cómo Mary, la madre de Sandy, pasaba
cansinamente por delante de la puerta de camino a ver cómo estaba
Albert. Los tablones fríos del suelo crujían y crujían como
témpanos de hielo bajo sus piernas gordas. En la casa todo estaba
viejo y gastado, incluida Sandy. De ella podía decirse lo mismo que
mi viejo decía siempre de mi madre después de que ésta se
marchara: «Si todo lo que le han metido le saliera ahora parecería
un puto puercoespín». Aquello podía aplicarse también a Sandy:
prácticamente no había chaval del municipio de Twin que no se la
hubiera hincado alguna vez.
A
través de las finas paredes, oí que Mary le decía a su marido
inválido:
—No,
todavía no se ha levantado.
Desde
que Sandy me había llevado a su casa una noche del otoño anterior,
yo había estado ayudando a cuidar de Albert. Todas las mañanas,
antes de que Mary abriera su primera botella de vino, yo iba al
cuarto del viejo y lo afeitaba, lo lavaba y le cambiaba el pañal.
Era una mera cuestión de horarios. Si a Albert no le dabas el
desayuno a las diez en punto, empezaba a ver soldados muertos
colgados de sus paracaídas en el manzano que había al otro lado de
la ventana. Aquello implicaba levantarse temprano, pero yo no paraba
de pensar que si trataba bien al viejo tal vez algún día alguien me
devolvería el favor.
Me
levanté y miré el reloj de la cajonera. Me puse los vaqueros y eché
un vistazo a algunos de los dibujos a lápiz de Sandy que había
tirados por el suelo. Siempre estaba trabajando en retratar a su
Novio Ideal. A veces se fumaba una pipa de crack, se encerraba en la
habitación y se pasaba dos o tres noches como una moto y practicando
distintas partes del cuerpo. Debajo de la cama guardaba páginas y
más páginas de sus fantasías. Ni uno solo de aquellos malditos
dibujos se parecía a mí en nada, y supongo que debería haber dado
las gracias. Todos tenían la misma cabeza diminuta y los mismos
hombros como balas de cañón. Al final salía dando tumbos de la
habitación con ampollas en los dedos de tanto estrujar el lápiz y
con costras alrededor de la boca de tanto fumar aquella porquería.
Albert
empezó a chasquear los labios blancos y despellejados en cuanto
entré en la habitación. Salvo por un temblor constante en la mano
izquierda, de pecho para abajo estaba más muerto que mi abuela. Mary
ya se había retirado a la sala de estar, pero había dejado una
palangana de agua tibia y una toalla gastada en la mesilla de al lado
de la cama de hospital. Encima de la cajonera había un paquete de
Gillettes y una navaja. Le apliqué la espuma y encendí un
cigarrillo para calmarme. Examiné el mapa de venas de su nariz
morada mientras me sonreía a través de la espuma.
Cuando
me disponía a rasurarle el cuello, Mary entró a toda prisa con una
botella de Wild Irish Rose. A Albert le empezó a temblar la cabeza
en cuanto sus ojos amarillos enfocaron el vino.
—Son
casi las diez, Tom —dijo Mary con voz jadeante—. ¿Has terminado?
—Casi
—contesté, echando la ceniza al suelo—. Tal vez tendrías que
darle un poco ya. Si se pone a dar botes puedo cortarle.
Mary
negó con la cabeza.
—Hasta
las diez nada —dijo en tono inflexible—. Si empezamos así, la
cosa se irá adelantando más y más. Y ya me tiene hecha polvo tal
como está ahora.
—Pero
todavía tengo que cambiarlo —señalé, apretando la palma de la
mano contra la frente sudorosa del viejo para mantenerlo quieto—.
¿Qué pasa con su medicación? Quizá deberías probar a dársela
alguna vez.
—Su
medicación es ésta —dijo Mary, agitando la botella—. Joder, sin
ella no duraría ni un día.
En
la mesilla de noche había un cajón lleno de pastillas, pero en
todos los meses que llevaba viviendo allí, el único que se había
tomado algo recetado por el médico era yo.
Terminé
de afeitar a Albert y luego le limpié la cara con un paño húmedo y
le pasé un peine por el pelo gris y quebradizo. Bajando las ásperas
mantas, le dije:
—¿Estás
listo, socio?
Retorció
la cara mientras intentaba farfullar unas palabras, pero finalmente
desistió y asintió con la cabeza. El viejo odiaba que lo cambiara,
pero eso era mejor que pasarse el día tirado encima de su porquería.
Le desabroché el pañal de papel y respiré hondo; a continuación
le levanté las piernas huesudas con una mano y se lo saqué de
debajo. Estaba empapado de pringue marrón. Lo tiré a la papelera y
le limpié el culo con un paño. Luego le puse un pañal nuevo de la
caja de Adult Pampers que había tirada en el suelo. Para
cuando lo tuve listo ya estaba berreando otra vez.
En
cuanto lo envolví con las mantas de nuevo, Mary abrió el precinto
de la botella y me la dio. Metí un extremo de una pajita en el
cuello de la botella y el otro en la boca de Albert. El reloj de la
pared marcaba las 9:56. Cuatro minutos más y se nos habría vuelto a
Corea. Sostuve la botella y me fumé otro cigarrillo mientras el
viejo sorbía su desayuno. La voz aguda y lastimera de Sandy cruzó
el pasillo y se metió en la habitación del enfermo. Estaba cantando
aquella canción suya sobre un pájaro que era azul pero quería ser
rojo.
—¿Adónde
fuisteis vosotros dos anoche? —me preguntó Mary.
—Al
bar de Hap —respondí, limpiando un hilo de vino de la barbilla de
Albert.
—Me
lo tendría que haber imaginado —dijo ella, y salió de la
habitación.
Aparte
del bar de Hap, el único otro negocio que sobrevivía en
Knockemstiff era la tienda de Maude Speakman. Hasta la iglesia había
caído en desgracia. Ya nadie tenía lealtad. Todo el mundo quería
irse al pueblo a trabajar y forrarse en la planta papelera o en la
fábrica de plástico. Preferían hacer la compra y rezar en Meade
porque allí los precios eran más bajos y las iglesias más grandes.
Me imaginaba que Hap Collins no tardaría mucho en vender su licencia
de licores al mejor postor y cerrar lo único que valía la pena en
la hondonada.
Después
de que Albert se quedara dormido, me acabé los dos dedos de posos
que había dejado en la botella, fui a la cocina y me serví un café.
Desde la ventana de atrás pude ver todo Knockemstiff. Había nevado
un poco por la noche y ahora salía humo de las chimeneas de las
angostas casas de una planta y de las caravanas herrumbrosas que
había en el camino de grava de más abajo. En algún lugar de Slate
Hill arrancó una motosierra. Me comí una tostada fría mientras
miraba cómo Porter Watson llenaba el depósito del camión en la
tienda de Maude, cruzaba el aparcamiento dando tumbos, ataviado con
todo su acolchamiento de camuflaje, y entraba en el local.
Contemplando
la otra punta de la hondonada, pude distinguir el morro helado del
coche del Búho sobresaliendo de la ladera de la colina enfrente del
bar de Hap. Era un Chrysler Newport de 1966 abandonado, pero la gente
del lugar lo llamaba «el buga del Búho», «el castillo del Búho»
y yo qué sé qué más del Búho. Nadie tenía ni idea de quién
había sido el primer propietario del vehículo, pero Porter Watson
se encargaba de que nadie en el puto condado se olvidara de la
lechuza que había anidado en el asiento delantero el verano después
de que el coche apareciera misteriosamente, sin tapacubos y con el
motor roto, aparcado en mitad de la colina. Parecía que fueran
primos, de tanto que hablaba Porter de aquel bicharraco estúpido.
Lavé
la taza, entré en la sala de estar y me dejé caer en el sofá
hundido. Pegados con chinchetas a las paredes, había un montón de
bonitos paisajes arrancados de calendarios viejos; parecían ventanas
a otros mundos. También había guías de la Triple A desparramadas
por todas partes. Aunque Mary nunca había tenido coche, sí tenía
una guía para cada estado. Siempre estaba fingiendo que iba a hacer
algún viaje.
—Está
chiflada —me había dicho Sandy la primera noche que fui a su casa.
Acabábamos de echar uno y estábamos tumbados en la cama,
bebiéndonos la última cerveza—. La otra mañana me puso una puta
piedra en la cama y me dijo que la había encontrado en el Gran
Cañón. No paraba de meterme el rollo de que había querido traerme
algo especial.
—¿Y
qué?
—¿Y
qué? Que yo acababa de ver cómo la recogía en la entrada de
coches. Joder, esa vieja guarra no ha salido en su vida del estado de
Ohio, Tom.
No
dije ni pío y me tragué los posos del fondo de la botella. Mi mujer
me había echado y necesitaba desesperadamente un sitio donde
quedarme.
—Y
además —había dicho Sandy, levantándose y poniendo rumbo al
cuarto de baño—, ¿a quién se le ocurre regalar una piedra vieja
y sucia?
Nos
pasamos todo aquel día de invierno viendo la tele, fumando
cigarrillos y comiendo galletas saladas de queso directamente de la
caja. Como la casa estaba encima de una loma, la tele podía pillar
cuatro canales, o sea que siempre había algo que ver. Pese a todo,
había veces en que me habría gustado tener cable. Durante los
anuncios, Sandy seguía trabajando en otro dibujo del Novio Ideal y
Mary hojeaba un libro sobre Florida. De vez en cuando me levantaba
para echar un vistazo a Albert y le daba más vino con pajita para
mantener la guerra a raya.
Luego,
justo después de que se hiciera oscuro, a Mary se le acabaron los
cigarrillos. Miré con el rabillo del ojo cómo revolvía los cajones
y buscaba debajo de los cojines. Por fin se irguió y se alejó por
el pasillo hablando sola. Cuando regresó, llevaba en la mano un
billete arrugado de veinte dólares y nos pidió que fuéramos a
comprarle un cartón. Sandy agarró el dinero, se levantó de un
salto y volvió corriendo a su dormitorio.
—La
tienda está a punto de cerrar —le gritó Mary—. No hace falta
que te arregles para ir a donde Maude.
Me
di cuenta de la que se avecinaba en cuanto Sandy regresó
pavoneándose a la sala de estar. Se había pintado los labios, se
había puesto sus vaqueros más prietos y se había peinado las
greñas. El olor amargo de la colonia que le había regalado por
Navidad cortaba el aire rancio. A Mary se le nublaron los ojos de
preocupación, pero no podía hacer nada. Hacía una eternidad que no
bajaba la colina y no podía pasar sin sus cigarrillos. Me puse el
abrigo y seguí a su hija a la oscuridad invernal. Era la primera vez
que salíamos en todo el día.
—Así
deben de sentirse los vampiros —comenté, levantando la vista para
mirar las estrellas a través de las ramas desnudas de los árboles.
—¿Eh?
—dijo Sandy mientras echaba a trotar colina abajo por delante de
mí.
—No
corras tanto. —La grava estaba helada allí donde los coches habían
aplastado la nieve—. ¿Qué prisa tienes?
—Tengo
sed.
—Chica,
yo no tengo dinero.
Se
dio la vuelta, se sacó el billete de veinte del bolsillo y lo agitó
delante de mis narices.
—Yo
sí —dijo, riendo.
—¿No
crees que tendríamos que llevarle los cigarrillos a tu madre?
—Tú
no te preocupes por eso. Además, fuma demasiado.
Siempre
supe que lo nuestro no duraría demasiado, pero cuando salí del
lavabo del bar de Hap y me encontré con que Sandy había
desaparecido se me hizo un nudo en el estómago. Llevábamos un par
de horas bebiendo la cerveza de barril más barata y escuchando sus
temas favoritos de Phil Collins cuando me dejó. Salí y me puse a
buscarla por el aparcamiento; luego volví y me senté en la barra al
lado de Porter Watson.
—¿Sabes
adónde ha ido Sandy? —le pregunté a Wanda, la camarera, con la
voz quebrada. Me encendí el último cigarrillo con manos
temblorosas.
Wanda
me puso otra jarra de cerveza delante.
—En
cuanto te has ido al meadero, ha salido por la puerta con el leñador
que estaba allí. Joder, llevaban mirándose desde que habéis
entrado.
—El
Novio Ideal.
—¿El
novio qué? —preguntó Porter, volviéndose hacia mí. La barba
poblada le olía a ácido estomacal.
—Nada
—respondí, contemplando la jarra de cerveza. Hice el amago de
cogerla pero luego la empujé hacia Wanda—. No tengo dinero.
—Ya
la he servido.
—Yo
le invito —le dijo Porter, tirando un billete de cinco sobre la
barra.
Y
me quedé allí sentado hasta la hora de cerrar, bebiendo a cuenta de
Porter y oyéndolo hablar sin parar del coche del Búho. La primera
vez que lo oías hablar de aquello te daba la impresión de que
estaba como una puta cabra, pero la verdad era que sólo intentaba
aferrarse a algo que llenara sus días para no tener que pensar en el
puto desastre en que había convertido su vida. A la mayoría nos
pasa lo mismo; puede que olvidar nuestras vidas sea lo mejor que
hagamos nunca.
—Aun
así me gustaría saber la historia de ese coche —le dije,
solamente para demostrarle que todavía lo estaba escuchando.
—¿La
historia? —dijo Porter con un soplido de burla—. Caray, ese coche
es como parte del paisaje. Es como la puta naturaleza.
—No.
O sea, ¿cómo crees que llegó hasta ahí?
—Aterrizó
ahí.
—¿Aterrizó?
—Me lo quedé mirando. Sus ojos inyectados en sangre miraban
fijamente el espejo ondulante que había detrás de la barra—.
¿Quieres decir que…?
—Joder,
sí. Y tenemos la puta suerte de que así fuera —añadió, mientras
empezaba a emerger un sollozo de las profundidades de su garganta.
Unos
minutos más tarde, Wanda gritó:
—¡Ultima
ronda!
Eché
un vistazo al reloj-anuncio de cerveza Miller que había encima de la
puerta. Y entonces me acordé de los cigarrillos de la vieja. No
podía volver a casa sin unos cuantos Marlboro. Joder, lo más seguro
era que no me dejara entrar. Esperé a que Wanda se pusiera a apagar
las luces y le gorreé dinero a Porter para comprar un paquete,
confiando en que aquello apaciguara a Mary hasta la mañana.
—¡Ultima
ronda! —volvió a gritar Wanda, y metí ocho monedas de veinticinco
centavos en la máquina de cigarrillos.
Cuando
por fin volví a casa de Sandy, la luz gris de la tele seguía
brillando a través de las láminas de plástico grapadas a las
ventanas. Llamé a la puerta y miré por el cristal cómo Mary se
levantaba con esfuerzo del sillón abatible y cruzaba lentamente la
sala. La bata de estar por casa de peluche azul envolvía su cuerpo
redondo como si fuera un capullo. En los bolsillos le abultaban los
montones de kleenex usados. Cuando abrió la puerta, se puso a buscar
con la mirada en la oscuridad detrás de mí.
—¿Dónde
está Sandy?
—No
estoy seguro —dije. Me castañeaban los dientes de frío—. Se ha
ido.
—¿Y
mis cigarrillos?
—Te
he traído un paquete —respondí, acercándolos a la luz del
porche—. Sandy tiene el resto.
—Ay,
esa chica… —dijo, abriendo la puerta mosquitera—. No tiene seso
ni para echar arena por una ratonera.
Entré
en la minúscula sala de estar y me quité el abrigo con un
movimiento de los hombros. En la tele estaban dando Vacaciones en
el mar.
—Joder.
La de tiempo que hace que no veo esa serie.
Era
una de las favoritas de mi madre, aunque a mí aquello de que todo el
mundo se enamorara y consiguiera lo que quería en el final feliz
siempre me había parecido una chorrada.
Nos
quedamos de pie en medio de la sala de estar, viendo la tele.
—Daría
lo que fuera por hacer un crucero de ésos —comentó Mary, mientras
abría el paquete de cigarrillos.
—¿Dónde
es eso?
En
la pantalla todo se veía hermoso: los sensuales biquinis, el color
azul resplandeciente del agua y hasta el capitán calvo con su
esmoquin.
—Hawái.
Este lo he visto docenas de veces. ¿Ves a esa mujer que está
plantada delante de la barandilla? La pobre no sabe que su marido
está en el barco con su nueva novia.
Mary
se dejó caer en el sillón abatible y encendió un cigarrillo. La
punta del Marlboro empezó a brillar como una luz de freno en medio
de su cara arrugada.
—¿Son
esos dos? —le pregunté.
Había
un par de estrellas de cine en decadencia paseando por la cubierta,
cogiéndose por la cintura, con las caras sonrientes levantadas hacia
el sol.
—Sí.
Está a punto de armarse la de Dios es Cristo.
Al
cabo de unos minutos, Mary se quedó dormida en el sillón. Le cogí
uno de los cigarrillos del paquete que le había traído y entré en
la cocina. Me quedé junto a la ventana, fumando y preguntándome si
Sandy y su leñador estarían follando en alguna parte en aquel mismo
momento, con sus corazones batiendo el uno contra el otro como mazos
mientras que el mío apenas si registraba latidos. De pronto me
acordé de Albert. Saqué un litro de Rose de la nevera y cogí el
pasillo para ir a echarle un vistazo. Aunque iba en contra de las
reglas de Mary, supuse que no le vendría mal echar un trago. Una
lamparilla de noche enchufada en una toma de corriente por encima de
él brillaba sobre su cara como una estrella pálida. Sentado a su
lado, destapé la botella.
—Eh,
viejo —le dije en voz baja—. Tomémonos una copa.
Llegué
a meter la pajita dentro de la botella antes de darme cuenta de que
estaba muerto. Debía de ser la primera vez en su vida que rechazaba
un trago. Me quedé sentado a su lado un rato, dando sorbos de la
botella y pensando en Sandy. En algún momento del día siguiente
volvería a casa y yo ya había tomado la decisión de que no quería
estar presente. A fin de cuentas, mi trabajo allí ya había
terminado. Encendí la lámpara y rebusqué en el cajón de las
pastillas hasta encontrar el frasco de Demerol. Luego me incliné
sobre Albert y, tan suavemente como pude, le cerré los párpados
secos y rosados con los pulgares.
Regresé
a la sala de estar, me puse el abrigo y me metí la botella de vino
en el bolsillo. Mientras me dirigía a la puerta principal, bajé la
vista y vi uno de los dibujos de Sandy tirado en la mesilla de café.
Había escrito se busca en mayúsculas encima de la cabeza diminuta
del tipo. Me lo guardé en el otro bolsillo y a continuación fui de
puntillas hasta el sillón de Mary y, con cuidado, le quité el
paquete de cigarrillos de la mano, dejándole tres en el cenicero.
Me
quedé un momento delante de la vieja casa y por fin eché a andar.
Mientras el aire frío se me filtraba rápidamente debajo del abrigo,
me di cuenta de que aquella noche ya no iba a salir de la hondonada.
Todo Knockemstiff estaba dormido, hasta los perros, y yo no tenía
adonde ir. Para cuando llegué al edificio de hormigón del bar de
Hap, ya casi me había congelado. Me quedé temblando en medio del
camino, intentando decidir qué hacer, y por fin salté por encima de
la zanja de desagüe y trepé por la ladera. Los brezos y los
matorrales me rasgaron la piel y me hicieron jirones la ropa, pero al
final llegué al coche del Búho.
Abrí
la puerta oxidada y me metí en el Newport. Encendí el mechero y
miré a mi alrededor. Había plumas grises y sucias por todas partes;
el suelo de tela descolorido estaba cubierto de cagadas blancas y
secas. Por debajo de mis botas oí un crujido como de ramas secas.
Sosteniendo el Zippo cerca de mis pies, vi que el suelo estaba lleno
de huesecillos finos y blancos de animales. Se me ocurrió que tal
vez pertenecieran a las víctimas del Búho. Cerré tanto como pude
las ventanillas rebeldes y me acurruqué en el asiento, dejando
solamente los ojos por encima del salpicadero roto.
Después
de terminarme la botella de Albert y tragarme dos de sus pastillas de
Demerol, me tumbé como pude en el asiento delantero. Cerré los ojos
y me hundí más y más en ese mundo solitario que sólo conoce la
gente que duerme en vehículos abandonados. Mientras pasaba un coche
traqueteando por el camino de más abajo, me acordé de la historia
de cómo el tío de Sandy, Wimpy Miller, se había muerto de
congelación dentro de un contenedor detrás del Sack N’ Save, con
el cuerpo sepultado bajo lechugas caducadas. Luego pensé en Hawái y
traté de invocar la arena caliente de una playa tropical y las
cálidas noches de seda del paraíso.
El
viento volvió a levantarse, meciendo el viejo coche de un lado para
otro. Los copos de nieve entraban por las ventanillas mal cerradas y
se arremolinaban encima de mí. Estiré el brazo y cogí del suelo el
minúsculo cráneo de un pobre pajarillo. Lo sostuve un buen rato en
la mano. Daba la impresión de que todo lo que había hecho en mi
vida, lo bueno y lo malo, estaba allí. A continuación me lo metí,
fino y frágil como un huevo, en la boca.
Knockemstiff, 2008.