domingo, 26 de octubre de 2025

La gárgola. Diego Muñoz Valenzuela.

La gárgola se despereza sobre su alto refugio en la torre mayor de la basílica. Despliega sus alas impregnadas de siglos, las bate para sacudir el polvo del tiempo acumulado en los intersticios del plumaje y contempla la antigua ciudad con sus ojos de fuego. A lo lejos, se esfuman los últimos vestigios del paso del sol para dar paso a una noche cerrada. Entonces, emprende un vuelo sordo por sobre los tejados rojos y las chimeneas humeantes. Se desliza en silencio por el aire, exhalando su aliento maligno para contaminar los sueños de los niños y convertirlos en pesadillas. Sueña con glorias remotas, sepultadas en el pasado y muestra una sombra de felicidad. Se ha resignado a ese ridículo rol de fantasma nocturno. Cualquier opción es mejor que hundirse en el olvido.

sábado, 25 de octubre de 2025

La belleza. Hermann Hesse.

La mitad de la belleza depende del paisaje;

y la otra mitad de la persona que la mira…

 

Los más brillantes amaneceres; los más románticos atardeceres;

los paraísos más increíbles;

se pueden encontrar siempre en el rostro de las personas queridas.

 

Cuando no hay lagos más claros y profundos que sus ojos;

cuando no hay grutas de las maravillas comparables con su boca;

cuando no hay lluvia que supere a su llanto;

ni sol que brille más que su sonrisa……

 

La belleza no hace feliz al que la posee;

sino a quien puede amarla y adorarla.

 

Por eso es tan lindo mirarse cuando esos rostros

se convierten en nuestros paisajes favoritos….

 

domingo, 19 de octubre de 2025

Cuentos para muchos y cuentos para una. (Momo). Michael Ende.

Poco a poco, Momo se había vuelto totalmente imprescindible para Gigi Cicerone. En la medida en que se puede afirmar eso de un tipo tan inconstante como él, había cobrado un profundo cariño por la niña, y hubiera querido llevarla consigo a todas partes.
El contar historias era, como ya sabemos, su pasión. Y precisamente en este punto se había operado un cambio en él. Antes, sus historias habían resultado, de vez en cuando, un tanto pobres, no se le ocurría nada interesante, repetía algunas cosas o recurría a alguna película que había visto o alguna noticia que había leído. Por decirlo así, sus historias habían ido a pie, pero desde que conocía a Momo, le habían crecido alas.
Especialmente cuando Momo estaba con él y le escuchaba, su fantasía florecía como un prado en primavera. Niños y mayores se apiñaban a su alrededor. Ahora era capaz de contar historias que se estiraban en muchos capítulos a lo largo de días y semanas, y nunca se le agotaban las ocurrencias. Él mismo, por cierto, también se escuchaba con la máxima atención, porque no tenía la más mínima idea de a dónde le conduciría su fantasía.
Una vez que llegaron unos viajeros que querían visitar el anfiteatro (Momo estaba sentada, algo apartada, en las gradas de piedra), comenzó del modo siguiente:
«¡Estimadas señoras y caballeros! Como acaso todos ustedes sepan, la emperatriz Basilisca Agustina emprendió incontables guerras para defender su imperio de los constantes ataques de los pitos y flautas.
»Cuando hubo sometido una vez más esos pueblos, estaba tan irritada por la inacabable molestia, que amenazó con exterminar a todos los atacantes a menos que su rey Xaxotraxolus le cediera, como castigo, su carpa dorada.
»Pues en aquella época, damas y caballeros, las carpas doradas todavía eran desconocidas aquí. Pero la emperatriz Basilisca había oído de boca de un viajero que el rey Xaxotraxolus poseía un pececito que, en cuanto hubiera acabado de crecer, se convertiría en oro puro. Y esa rareza quería poseerla a cualquier precio la emperatriz Basilisca.
»El rey Xaxotraxolus se rió para sus adentros Ocultó debajo de la cama la carpa dorada, que efectivamente poseía, e hizo entregar a la emperatriz, en una sopera incrustrada de diamantes, una ballena pequeñita.
»Bien es cierto que la emperatriz quedó un tanto sorprendida por el tamaño del animal, pues se había imaginado la carpa dorada un poco más pequeña. Pero pensó que cuanto mayor, mejor, pues tanto más oro produciría, al final, el pez. Pero, por otro lado, ese pez no parecía dorado, y eso la intranquilizaba. Pero el emisario del rey Xaxotraxolus le declaró que el pez no se convertiría en oro hasta haber acabado de crecer, no antes. Por eso era muy importante que no se le estorbara en su crecimiento. Con eso, la emperatriz Basilisca se dio por satisfecha.
»El pececito crecía de día en día y consumía enormes cantidades de comida. Pero la emperatriz no era pobre y el pez recibía todo lo que podía tragar, con lo que se hizo grande y gordo. Pronto, la sopera se quedó pequeña.
»"Cuanto mayor, mejor", dijo la emperatriz Basilisca, y lo hizo trasladar a su bañera. Pero al poco tiempo ya no cabía tampoco en la bañera. Crecía y crecía. Entonces fue trasladado a la piscina imperial. Eso ya era un transporte bastante complicado, porque el pez ya pesaba tanto como un buey Uno de los esclavos que tenía que arrastrarlo resbaló y la emperatriz lo mandó tirar a los leones, porque el pez lo era todo para ella.
»Todos los días se pasaba muchas horas sentada al borde de la piscina y lo veía crecer. No pensaba más que en el oro, pues es sabido que llevaba una vida muy espléndida y nunca tenía oro suficiente.
»"Cuanto mayor, mejor", murmuraba para sí. Esa frase se convirtió en el lema del imperio y se grabó en letras de oro en todos los edificios estatales.
»Pero, hasta la piscina imperial resultó demasiado pequeña para el pez. Entonces, Basilisca mandó construir este edificio, cuyas ruinas, señoras y señores, tienen ante sí. Era un enorme acuario, totalmente circular, lleno hasta el borde de agua, en el que el pez, por fin, podía estirarse a gusto.
»La emperatriz, como ya hemos dicho, pasaba día y noche en este lugar y esperaba que el pez gigante se convirtiera en oro. Ya no se fiaba de nadie, ni de sus esclavos ni de sus parientes, y temía que le fueran a robar el pez. De modo que ahí estaba, adelgazaba más y más por el miedo y la preocupación, no pegaba ojo y vigilaba el pez, que nadaba divertido y no pensaba siquiera en convertirse en oro. Y Basilisca se despreocupaba más y más de los asuntos del gobierno.
»Eso precisamente habían esperado los pitos y flautas. Bajo la dirección de su rey Xaxotraxolus, emprendieron una última campaña y conquistaron todo el imperio en un paseo militar. No se encontraron con ningún soldado y al pueblo tanto se le daba quién lo gobernaba.
»Cuando la emperatriz Basilisca se enteró, por fin, del asunto, pronunció las famosas palabras: "íAy de mí! Ojalá..." El resto, por desgracia, no ha llegado hasta nosotros. Lo que sí se sabe con certeza es que se lanzó a este acuario y se ahogó al lado del pez, tumba de todas sus esperanzas. Para celebrar la victoria, el rey Xaxotraxolus mandó matar la ballena, de modo que todo el pueblo recibió, durante ocho días, filete de pescado asado.
Así pueden ver, señoras y señores, a dónde conduce la credulidad. »
 
Con estas palabras concluyó Gigi su relato, y los oyentes estaban visiblemente impresionados. Miraban las ruinas con todo respeto. Sólo uno de ellos desconfiaba un poco y preguntó:
—¿Y cuándo dice que ocurrió todo eso?
Pero Gigi nunca dejaba una pregunta sin contestar y dijo:
—Como todo el mundo sabe, la emperatriz Basilisca fue contemporánea del filósofo Sínaca el Viejo.
El desconfiado, claro está, no quería reconocer que no sabía cuándo había vivido el filósofo Sínaca el Viejo, por lo que sólo dijo:
—Ah, muchas gracias.
Todos los oyentes estaban sumamente satisfechos y decían que esa visita realmente había merecido la pena, y que nadie les había explicado nunca, tan comprensiblemente, los hechos de la historia. Entonces Gigi presentó, modestamente, su gorra, y la gente se mostró generosa. Incluso el desconfiado echó unas monedas en ella. Además, desde que había llegado Momo, Gigi no contaba nunca dos veces la misma historia. Le habría resultado demasiado aburrido. Si Momo estaba entre los oyentes, le parecía que en su interior se abrían unas compuertas por las que fluían más y más ocurrencias, sin que tuviera necesidad de parar a pensárselas.
Al contrario: muchas veces tenía que intentar refrenarse, para no ir demasiado lejos, como aquella vez, en que dos damas americanas, mayores, distinguidas, habían aceptado sus servicios. Pues les había dado un buen susto cuando les relató lo siguiente:
 
«Claro está que incluso en su bella y libre América, estimadas señoras, sabrán que el cruel tirano Marjencio Communo había concebido el plan de cambiar el mundo según sus ideas. Pero hiciera lo que hiciera, la gente seguía siendo más o menos igual y no se dejaba cambiar. Entonces, en su vejez, Marjencio Communo se volvió loco. Como ustedes saben, estimadas señoras, en aquel tiempo no había todavía psiquiatras que supieran curar esas enfermedades. Con lo que había que dejar que los tiranos hicieran el loco como quisieran. En su locura, a Marjencio Communo se le ocurrió la idea de dejar que el mundo siguiera siendo como quisiera y hacerse otro, nuevo, a su gusto.
»Así que ordenó que se construyera un globo que tenía que tener el mismo tamaño que la vieja Tierra, y en el que había que reproducir, con toda fidelidad, cada detalle: cada casa, cada árbol, todas las montañas, ríos y mares. Toda la humanidad fue obligada, bajo pena de muerte, a trabajar en la ingente obra.
»En primer lugar, construyeron un pedestal, sobre el que debía apoyarse ese globo gigantesco. La ruina de ese pedestal, estimadas señoras, es la que tienen ustedes ante sí.
»Entonces se comenzó a construir el propio globo terráqueo, una esfera gigantesca, del mismo tamaño que la Tierra. Cuando se acabó de construir la esfera, se reprodujo con cuidado todo lo que había sobre la Tierra.
»Claro está que se necesitaba mucho material para ese globo terráqueo, y ese material no se podía tomar de ningún lado más que de la propia Tierra. Así, la Tierra se hacía cada vez más pequeña, mientras el globo se hacía mayor.
»Y cuando se hubo terminado de hacer el nuevo mundo, hubo que aprovechar para ello precisamente la última piedrecita que quedaba de la Tierra. Claro está que también todos los habitantes se habían ido de la vieja Tierra al nuevo globo terráqueo, porque la vieja se había acabado. Cuando Marjencio Communo se dio cuenta de que todo seguía igual que antes, se cubrió la cabeza con la toga y se fue. Nadie sabe a dónde.
»Ven ustedes, estimadas señoras, este hueco en forma de embudo, que permite distinguir las ruinas en la actualidad, es el pedestal que se apoyaba en la superficie de la vieja Tierra. Así que deben imaginárselo todo al revés. »
Las dos distinguidas damas de América palidecieron, y una preguntó:
—¿Y dónde ha quedado el globo terráqueo?
—Están ustedes en él —contestó Gigi—. El mundo actual, señoras mías, es el globo terráqueo.
Las dos damas chillaron horrorizadas y huyeron. Gigi presentó en vano la gorra.
 
Pero lo que más le gustaba a Gigi era contarle cuentos sólo a Momo, cuando no escuchaba nadie más. Casi siempre eran cuentos que trataban de los propios Gigi y Momo. Y sólo estaban destinados a ellos dos y eran totalmente diferentes a los que Gigi contaba en otras ocasiones.
Una noche hermosa y cálida, los dos estaban sentados callados en los escalones de piedra. En el cielo brillaban ya las primeras estrellas y la luna se perfilaba, grande y plateada, sobre las siluetas negras de los pinos.
—¿Me cuentas un cuento? —pidió Momo.
—Está bien —dijo Gigi—. ¿De quién?
—De Momo y Girolamo, si puede ser —contestó Momo.
Gigi reflexionó un momento y preguntó:
—¿Y cómo ha de llamarse?
—Quizá... ¿el cuento del espejo mágico?
Gigi asintió, pensativo:
—Eso suena bien. Veamos qué pasa.
Puso un brazo alrededor de los hombros de Momo y comenzó:
 
«Érase una vez una hermosa princesa llamada Momo, que vestía de seda y terciopelo y vivía muy por encima del mundo, sobre la cima de una montaña, cubierta de nieve, en un castillo de cristal.
»Tenía todo lo que se puede desear, no comía más que los manjares más finos y no bebía más que el vino más dulce. Dormía sobre almohadas de seda y se sentaba en sillas de marfil. Lo tenía todo, pero estaba completamente sola.
»Todo lo que la rodeaba, la servidumbre, las camareras, gatos, perros y pájaros e incluso las flores, todo, no eran más que reflejos de un espejo.
»Porque resulta que la princesa Momo tenía un espejo mágico grande, redondo y de la más pura plata. Lo enviaba cada día y cada noche por todo el mundo. Y el gran espejo flotaba sobre países y mares, sobre ciudades y campos. La gente que lo veía no se sorprendía, sino que decía: "Es la luna"
»Y cada vez que el espejo volvía, ponía delante de la princesa todos los reflejos que había recogido durante su viaje. Los había bonitos y feos, interesantes y aburridos, según como salía. La princesa escogía los que le gustaban, mientras que los otros los tiraba simplemente a un arroyo. Y los reflejos liberados volvían a sus dueños, a través del agua, mucho más de prisa de lo que te imaginas. A eso se debe que veas tu propia imagen reflejada cuando te inclinas sobre un pozo o un charco de agua.
»A todo esto he olvidado decir que la princesa Momo era inmortal. Porque nunca se había mirado a sí misma en el espejo mágico. Porque quien veía en él su propia imagen, se volvía, por ello, mortal. Eso lo sabía muy bien la princesa Momo, y por lo tanto no lo hacía. De ese modo vivía con todas sus imágenes, jugaba con ellas y estaba bastante contenta.
»Pero un día, el espejo mágico le trajo una imagen que le interesó más que todas las otras. Era la imagen de un joven príncipe. Cuando lo hubo visto le entró tal nostalgia, que quería llegar hasta él como fuera. Pero, ¿cómo? No sabía dónde vivía, ni quién era, no sabía ni siquiera cómo se llamaba.
»Como no encontraba otra solución, decidió mirarse por fin en el espejo. Porque pensaba: a lo mejor el espejo llevará mi imagen hasta el príncipe. Puede que mire casualmente hacia el cielo, cuando pase el espejo, y verá mi imagen. Acaso siga el camino del espejo y me encuentre aquí.
»Así que se miró largamente en el espejo y lo envió por el mundo con su reflejo. Pero así, claro está, se había vuelto mortal.
»En seguida oirás cómo sigue esta historia, pero primero he de hablarte del príncipe.
»Este príncipe se llamaba Girolamo y vivía en un reino fabuloso. Todos los que vivían en él amaban y admiraban al príncipe. Un buen día, los ministros dijeron al príncipe: "Majestad, debéis casaros, porque así es como debe ser."
»El príncipe Girolamo no tenía nada que oponer, de modo que llegaron al palacio las más bellas señoritas del país, para que pudiera elegir a una. Todas se habían puesto lo más guapas posible, porque todas querían casarse con él.
»Pero entre las muchachas también se había colado en el palacio un hada mala, que no tenía en las venas sangre roja y cálida, sino sangre verde y fría. Claro que eso no se le notaba, porque se había maquillado con mucho cuidado.
»Cuando el príncipe entró en el gran salón dorado del trono, para hacer su elección, ella pronunció rápidamente un conjuro, de modo que Girolamo no vio a nadie más que a ella. Y además le pareció tan hermosa, que al momento le preguntó si quería ser su esposa.
»—Con mucho gusto —dijo el hada mala—, pero pongo una condición.
»—La cumpliré —respondió Girolamo, irreflexivo.
»—Está bien —contestó el hada mala, y sonrió con tanta dulzura, que el desgraciado príncipe casi se marea—, durante un año no podrás mirar el flotante espejo de plata. Si lo haces, olvidarás al instante todo lo que es tuyo. Olvidarás lo que eres en realidad y tendrás que ir al país de Hoy, donde nadie te conoce, y allí vivirás como un pobre diablo. ¿Estás de acuerdo?
»—Si no es más que eso —exclamó el príncipe Girolamo—, la condición es fácil.
»¿Qué ha ocurrido mientras tanto con la princesa Momo?
»Había esperado y esperado, pero el príncipe no había venido. Entonces decidió salir a buscarle ella misma. Devolvió la libertad a todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente sola y en sus suaves zapatillas, desde su palacio de cristal, a través de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países, hasta que llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban gastadas y tenía que ir descalza. Pero el espejo mágico con su imagen seguía flotando por el cielo.
»Una noche, el príncipe Girolamo estaba sentado en el tejado de su palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y fría. De repente cayó una gota diminuta sobre la mano del príncipe.
»—Empieza a llover —dijo el hada de la sangre verde.
»—No —contestó el príncipe—, no puede ser porque no hay ni una sola nube en el cielo.
»Y miró hacia lo alto, directamente al gran espejo mágico, plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa Momo y observó que lloraba y que una de sus lágrimas le había caído sobre la mano. En el mismo momento se dio cuenta de que el hada le había engañado, que no era hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde y fría. Era a la princesa Momo a la que amaba en verdad.
»—Acabas de romper tu promesa —dijo el hada verde, y su cara se crispó hasta parecer la de una serpiente— y ahora has de pagarlo.
»Introdujo sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo, que se quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese mismo instante olvidó que era el príncipe Girolamo. Salió de su palacio y de su reino como un ladrón furtivo. Caminó por todo el mundo, hasta que llegó al país de Hoy, donde vivió en adelante como un pobre inútil desconocido y se llamaba simplemente Gigi. Lo único que había llevado consigo era la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío.
»Mientras tanto, los vestidos de seda y terciopelo de la princesa Momo se habían gastado. Ahora llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, y una falda de remiendos de todos los colores. Y vivía en unas ruinas.
»Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce al príncipe Girolamo, porque ahora es un pobre diablo. Tampoco Gigi reconoció a la princesa, porque ya no tenía ningún aspecto de princesa. Pero en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban mutuamente.
»Una noche, cuando volvía a flotar en el cielo el espejo mágico, que ahora estaba vacío, Gigi sacó del bolsillo la imagen y se la enseñó a Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aún así, la princesa se dio cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al príncipe Girolamo, al que siempre había buscado y por quien se había vuelto mortal. Y se lo contó todo.
»Pero Gigi movió triste la cabeza y dijo:
»—No puedo entender nada de lo que dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.
»Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y desató, con toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la mano y se fue con ella muy lejos, a su país.»
 
Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un ratito; después Momo preguntó:
—¿Y después han sido marido y mujer?
—Creo que sí —dijo Gigi—, más tarde.
—¿Y han muerto mientras tanto?
—No —dijo Gigi con decisión—. Eso lo sé exactamente. El espejo mágico sólo hacía a alguien mortal, cuando se miraba en él a solas. Pero si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y eso hicieron estos dos.
 
La luna se veía grande y plateada sobre los pinos negros y hacía brillar misteriosamente las viejas piedras de las ruinas. Momo y Gigi estaban sentados en silencio el uno al lado del otro y se miraron largamente en ella: sintieron con toda claridad que, durante ese instante, ambos eran inmortales.

Momo, 1973.

sábado, 18 de octubre de 2025

Argumentum Ornithologicum. Jorge Luis Borges.

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.

lunes, 13 de octubre de 2025

Pérdida del poema de amor llamado "Niebla". Luis Rogelio Nogueras.

Para Luis Marré.

 
Ayer he escrito un poema magnífico 
lástima
lo he perdido no sé donde
ahora no puedo recordarlo
pero era estupendo
decía más o menos
que estaba enamorado
claro lo decía de otra forma
ya les digo era excelente
pero ella amaba a otro
y entonces venía una parte
realmente bella donde hablaba de
los árboles el viento y luego
más adelante explicaba algo acerca de la muerte
naturalmente no decía muerte decía
oscura garra o algo así
y luego venían unos versos extraordinarios
y hacia el final
contaba cómo me había ido caminando
por una calle desierta
convencido de que la vida comienza de nuevo
en cualquier esquina
por supuesto no decía esa cursilería
era bueno el poema
lástima de pérdida
lástima de memoria

domingo, 12 de octubre de 2025

Fin de curso. Mariana Enríquez.

Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres tallas más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca de ella. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana y nadie nos explicó nada. Cuando volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas de ella. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica «desequilibrada». Pero lo arreglaron de otra manera. Faltaba poco para que se terminara el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella se pondría bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se quedaba mirándolas tan fijo que, al final, les dio miedo.
Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo porque el resto estaba descascarado, sucio o tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritos con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente) una gillette. Con rapidez exacta se cortó un tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo salió casi a chorros y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y gritó «¡Qué le pasó!» y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. A mí me temblaban las rodillas. La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí acompañarla hasta su casa o hasta una salita para que la cosieran o le desinfectaran la herida. Ella pareció reaccionar entonces y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Faltó otra vez durante una semana. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría la mitad de la cara y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines –no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida–. Sentada a su lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores sino más bien sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse, yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables. O queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo eso.
La encontramos en el baño otra vez. Estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba «andate dejame andate basta». Había algo en el ambiente, demasiada luz, y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé:
–¿Qué pasa, Marcela?
–¿No lo ves?
–A quién.
–A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro! ¿No lo ves?
Me miraba ansiosa y asustada, pero no confundida: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
–No, no veo nada, no hay nada –le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas o, a lo mejor, se arrancaba lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
–¿No? ¿No? –Y mirando el inodoro otra vez–: Sí que está. Está ahí. Hablale, decile algo.
Tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
–¿No lo escuchás?
–No.
–¡Pero te dijo algo!
–Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo, llamemos a alguien. Fue interrumpida por Marcela, que le aulló CALLATE, PUTA DE MIERDA. Tere, que era bastante cheta, murmuró que eso era too much y se fue a buscar a alguien. Yo traté de controlar la situación.
–No les des bola a estas taradas, Marcela, ¿qué dice?
–Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas y no le puedo decir que no.
–¿Cómo es?
–Es un hombre, pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
–¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora a la que había convencido de que entrara en el baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez chicas, escuchaban todo haciéndose shhh entre ellas), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darles a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula, forzada.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que ella atendiera el timbre –la había imaginado en cama, drogada–, sino también porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguro ya casi pelada, un jean y un pulóver de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica sana, común.
No me invitó a pasar. Salió, cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío; ella se abrazaba el cuerpo con los brazos, a mí me ardían las orejas.
–No tendrías que haber venido –dijo.
–Quiero saber.
–¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
–Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar en su casa y, antes de cerrar de un portazo, dijo:
–Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va a contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad, pero con la suficiente fuerza para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.

Las cosas que perdimos en el fuego, 2016.