domingo, 19 de mayo de 2024

La cuarta salida. José María Merino.

El profesor Souto, gracias a ciertos documentos procedentes del alcaná de Toledo, acaba de descubrir que el último capítulo de la Segunda Parte de El Quijote -“De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo y su muerte”- es una interpolación con la que un clérigo, por darle ejemplaridad a la novela, sustituyó buena parte del texto primitivo y su verdadero final. Pues hubo una cuarta salida del ingenioso hidalgo y caballero, en ella encontró al mago que enredaba sus asuntos, un antiguo soldado manco al que ayudaba un morisco instruido, y consiguió derrotarlos. Así, los molinos volvieron a ser gigantes, las ventas castillos y los rebaños ejércitos, y él, tras incontables hazañas, casó con doña Dulcinea del Toboso y fundó un linaje de caballeros andantes que hasta la fecha han ayudado a salvar al mundo de los embaidores, follones, malandrines e hipedutas que siguen pretendiendo imponernos su ominoso despotismo.

sábado, 18 de mayo de 2024

Los perros la trajeron a pedazos. Svetlana Alexiévich.

Valia Zmitróvich, once años
Actualmente es operaria


No quiero recordar… No quiero recordar, nunca…
Éramos siete hermanos. Antes de la guerra mi madre se reía y decía: «Mientras el sol resplandezca los niños crecerán». Luego, al empezar la guerra, lloraba: «Estos tiempos son tan difíciles… y en casa hay más niños que piojos en costura…». Lúzik (diecisiete años), yo (once), Iván (nueve), Nina (cuatro), Galia (tres), Álik (dos), Sasha (cinco meses)… Un bebé, lloraba y tomaba teta.
En aquella época yo no lo sabía, pero después de la guerra la gente nos contó que nuestros padres mantenían contactos con los guerrilleros y con los prisioneros soviéticos que trabajaban en la planta lechera. Allí trabajaba también la hermana de mi madre. Solo recuerdo que una noche había unos hombres en casa y por lo visto la luz se veía desde fuera, a pesar de que la ventana estaba tapada con una manta gruesa. Se oyó un disparo, dio justo en la ventana. Mamá cogió la lámpara y la escondió debajo de la mesa.
Mi madre cocinaba con patatas; con patatas sabía hacer de todo, decenas de platos. Estábamos preparándonos para una celebración. Recuerdo que toda la casa olía a comida rica. Mi padre segaba el trifolio cerca del bosque. Entonces vinieron los alemanes, rodearon la casa y nos ordenaron: «¡Salid!». Salí con mi madre y tres de mis hermanos. Empezaron a pegar a mi madre y ella gritó:
¡Hijos, entrad en casa!
La pusieron contra la pared debajo de la ventana. Nosotros estábamos pegados a esa ventana.
¿Dónde está tu hijo mayor?
Mi madre contestó:
Está cavando turba.
Llévanos hasta allí.
Metieron a mi madre en el coche a empujones y ellos subieron detrás.
Galia se escapó de casa, pedía gritando que la dejasen ir con mamá. La arrojaron adentro. Mamá también gritaba:
¡Hijos, volved a casa!…
Mi padre regresó corriendo del campo; por lo visto los vecinos le habían informado. Cogió unos documentos y se fue corriendo detrás del coche. Él también nos dijo: «Hijos, meteos en casa». Como si nuestra casa fuera un salvavidas, o como si mamá estuviera allí. Nos quedamos en el patio esperando… Hacia la tarde algunos de mis hermanos se subieron a las puertas del patio, que daban a la calle, otros treparon a los manzanos: a ver si veían a papá o a mamá o a los hermanos que regresaban. Pero desde la otra punta de la aldea llegaba gente corriendo: «Niños, marchaos de casa y escapad. Vuestra familia ya no está. Los alemanes vienen a por vosotros…».
Nos arrastramos hacia el pantano a través de los campos de patatas. Pasamos allí la noche, empezó a amanecer: «¿Qué hacemos?». Me acordé de que nos habíamos dejado a la bebecita en su cuna. Fuimos a la aldea y recogimos a la pequeña. Estaba viva, pero de tanto gritar se había puesto azul. Mi hermano Iván dijo: «Dale de comer». Como si yo pudiera… No tenía tetas. A él le daba miedo que se muriera, me pedía: «Tú inténtalo…».
Entró la vecina.
Niños, si os quedáis aquí vendrán a buscaros. Id con vuestra tía.
Nuestra tía vivía en otra aldea. Le dijimos a la vecina:
Vale, iremos con nuestra tía, pero díganos primero dónde están nuestros padres, nuestro hermano mayor, nuestra hermanita…
Nos contó que los habían fusilado. Que sus cuerpos estaban en el bosque…
Pero vosotros no debéis ir allí, niños.
Saldremos de la aldea y pasaremos por allí para despedirnos de ellos.
No lo hagáis, niños…
La vecina nos acompañó fuera de la aldea, pero no nos dejó ir a donde estaban los restos de nuestra familia.
Pasados muchos años me enteré de que a mi madre le habían arrancado los ojos, le habían arrancado el pelo, le habían cortado los pechos. Soltaron a los perros pastores para que cogieran a la pequeña Galia, que se había ocultado detrás de los abetos y no respondía; los perros la trajeron a pedazos. Mi madre todavía estaba viva, lo comprendía todo… Lo presenció todo…
Después de la guerra solo quedamos mi hermanita Nina y yo. La encontré en casa de unos desconocidos y me la llevé conmigo. Fuimos al comité ejecutivo regional: «Dennos una habitación, viviremos allí juntas». Nos asignaron dos camas en medio del pasillo de la residencia comunal de la fábrica. Yo trabajaba en la fábrica; Nina iba a la escuela. Yo nunca la he llamado por su nombre, siempre la llamo «hermanita». Solo la tengo a ella. Es lo único que tengo.
No quiero recordar. Pero es necesario contarle tu pena a la gente. Es difícil llorar en soledad…

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

lunes, 13 de mayo de 2024

Geórgicas. Emilia Pardo Bazán.

Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse…; pero no hubo más entonces.
Vivían las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres, sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia, venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro. Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres, gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la perseguían con pullas irónicas.
Pocos días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer, hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado, Chinto Raposo se vengó cobardemente; aprovechó un descuido de Aura, y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto pudo huir.
Todo el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que eran capaces de hacer.
Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca, se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos, limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo, con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo pico.
Antes que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz, y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros, arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con letras blancas.
El golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre, les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la puerta.
Sin embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia, una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda. Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena de la maja.


domingo, 12 de mayo de 2024

sábado, 11 de mayo de 2024

Orfeo y Eurídice. Enrique Anderson Imbert.

Orfeo recordó lo que los reyes de la Muerte le habían prevenido: «Podrás llevarte, resucitada, a Eurídice; vete, y Eurídice te seguirá: pero cuando salgas de este subterráneo de sombras no debes mirar hacia atrás; si lo haces, perderás para siempre a Eurídice».
Entonces Orfeo, comprendiendo que de nada le serviría porque él, por naturaleza, no estaba hecho para amar a ninguna mujer, tomó la delantera y por encima del hombro miró a Eurídice.
Desde el fondo del infierno oyó, como en un lejano eco, la voz de las dos veces muerta Eurídice. Y ese «adiós» sonó con todo el desprecio de una mujer muy mujer a un hombre poco hombre.

El gato de Cheshire, 1965.

jueves, 9 de mayo de 2024

Fragmento 143. Fragmento de Lluvia. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Me dan más pena los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que los que devanean sobre lo remotísimo y extraño. Los que sueñan en demasía, o son locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son simples devaneadores para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No me puede pesar mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el ni siquiera haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, vuelve siempre la esquina que queda a la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya en eso mismo de él nos priva, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete con la propia vida y delega en ella su solución. Uno vive exclusivo e independiente; el otro sometido a las contingencias de lo que acontece.
Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes áreas desiertas de las llanuras donde nunca estaré. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues evidentemente no puedo imaginar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no hay; voy a despertarme cuando sueño lo que puede haber.
Me asomo, desde una de las ventanas con balcón de la oficina abandonada al mediodía, a la calle donde mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve desde la distancia de la meditación. Duermo sobre los codos donde el pasamanos me hace daño, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle detenida por donde muchos andan se me destacan con un alejamiento mental: las cajas apiladas en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro, y, en el escaparate más apartado de la mercería de la esquina, el vislumbre de las botellas de aquel vino de Oporto que sueño que no puede comprar nadie. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que pasó hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas de movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente, resuena, en la oficina y por detrás de mí, la llegada metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por haberme interrumpido lo que no estaba pensando. Lo miro, girándome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va a usar para decirme alguna cosa. Él sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en alta voz. Lo odio como odio al universo. Tengo los ojos pesados de conjeturar.

Libro del desasosiego, 1982.

domingo, 5 de mayo de 2024

Miles de ojos. Mario Benedetti.

Desde temprano habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas, como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía. Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas, violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado. Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera. Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena, nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo jogging, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza, sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos, vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho, boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo (39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes. Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable, destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía, por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota. Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena, amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba, pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista. Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible. Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano. Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida. Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente, ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó. ¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado, quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso, es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo. Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta? Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se quitó la ropa
(siempre dormía desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche. Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido, comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.

Despistes y franquezas, 1989.

sábado, 4 de mayo de 2024

Futuro imperfecto. Julia Uceda.

Cuando anochezca

¿qué puedo hacer con la memoria,

dónde guardo la barca de esos años,

dónde los imperdibles del soneto,

el llanto del cristal en las ventanas,

la amarga margarita,

el tiempo fraternal y fracturado?


Se habrá roto el zafiro

y por el suelo correrá, ya libre,

lo prisionero.

                         (El perro ladra y su ladrido

me arranca de la sombra en que caía).


Pero, de todos modos,

los helechos aquellos se quemaron,

la rosa -¿de quién era?- continúa

en algún libro, no sé cuál. A estas alturas

¿verdad que todo da lo mismo?

Hablando con un haya, 2010.

viernes, 3 de mayo de 2024

En la misma nube de Jagger. Rafael Chaparro Madiedo.

Definitivamente sin Mick Jagger el mundo no sería lo mismo. Gracias Mick por esa canción llamada I can't get no satisfaction. Gracias Mick por la forma como dices don't play with me because you play with fire mientras uno se toma una cerveza en el fondo de  un bar junto al humo desolado de un cigarrillo azul en una noche de jueves mientras llueve, mientras hace frío, mientras pasan los buses atestados de cabecitas inciertas que salen del trabajo, mientras el bar se llena de soledades oscuras que vienen a meterse unos vodkas entre su piel, entre sus ojos, mientras afuera es de noche y adentro sigue usted señor Mick Jagger vomitando esas palabras de sus labios gruesos y groseros, esas palabras duras y secas, esas palabras llenas de whisky, besos y dólares. Gracias señor Mick Jagger por haber votado a la física mierda sus estudios de economía de la London School for Economics. Gracias por haber conocido a Keith Richards. Gracias por sentir ese mismo sentimiento que a veces se siente cuando todo llega y todo se va, ese sentimiento de vacío ante la estupidez del mundo, de las palomas y de las nubes, ese sentimiento parecido a las luces que no permite obtener satisfacción.


John Lennon tuvo que decir que era más popular que Jesucristo para ganar más popularidad. Usted señor Mick Jagger no tuvo necesidad de hacer eso. Usted llegó en helicóptero hasta donde el  obispo de la Iglesia anglicana y hablaba de la juventud, usted le dijo al obispo que un cacho de marihuana servía para ampliar un poco más las funciones cerebrales, usted señor Mick Jagger almorzó con el obispo anglicano y de nuevo se montó a su helicóptero, se fue para las nubes y siguió diciendo out of my cloud, fuera de mi nube, vete para la mierda, vete para la mierda la hipocresía, vete para la mierda las corbatas, vete para la mierda el pelo corto, vete para la mierda la guerra, vete para la mierda la reina y el rey y el príncipe, vete para la mierda las canciones dulzarronas de Lennon o  McCartney, vete para la mierda el arroz chino, Biafra, Vietnam, Nixon, el frío de Londres, los turistas, los productores, las giras, los hoteles, los periodistas, las lechugas, la crema dental, las naranjas, los estilógrafos, la bolsa de Nueva York, la de Tokio, la de Berlín.
Señor Mick Jagger: usted tiene casi cincuenta años y se le notan. Usted ha vivido como por veinte. Usted siempre fue un niño. A usted señor Mick Jagger siempre le gustaron las mujeres frágiles. Bueno en realidad le han gustado siempre de todos los gustos.
Cuando empezaron, cuando apenas eran unos cagones que tenían que pagarle a la gente para que fueran a sus conciertos, tenían que encerrarlos como cerdos en un apartamento para que se pusieran de verdad a componer canciones.


Señor Mick Jagger: siga siendo niño, siga siendo así, siga mamándole gallo a la muerte en cada canción, en cada concierto, en cada estudio de grabación. Señor Jagger, gracias a usted repetí cuarto de bachillerato, gracias a usted supe que la vida a veces sabe a cero en matemáticas, gracias a usted supe que había otras cosas más allá de Bogotá, Colombia, Suramérica, gracias a usted supe que estábamos de algún modo en la misma nube de opio. 

Un poco triste, pero más feliz que los demás. 2014.

jueves, 2 de mayo de 2024

Unos ojos fatigados. Guillermo Martínez.

El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
Discúlpeme por la hora —me dice—; espero no haberlo despertado.
No, duermo muy poco —lo tranquilizo—. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados.
¿No llaman mucho, entonces? —sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises.
Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí.
Entiendo —dijo—: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos.
¿Y quiénes lo piden a usted? —su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
Ex académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación "filosófica".
No, no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo?
Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
¿”Embajadores"? ¿Así los llaman? —se sonríe y mueve la cabeza—. A veces pueden ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
En general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave.
Sí, estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo— suspira y deja en la mesa el vasito vacío—. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus ojos vuelven a mirarme y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz. Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver sólo una jeringa.
No —dice—: tiene que ser algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues, en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre ustedes para recuperar la masa encefálica.
Como usted quiera —digo.
Lo dejo incorporarse y caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con cuidado uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
¿Recuperable o irrecuperable? —me preguntan.
Recuperable —contesto—. Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi colección.
Sólo puede ser algo externo —me advierten.
Los ojos —digo—. Creo que son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.

Una felicidad repulsiva, 2013.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Fe, esperanza y caridad. Luciano G. Egido.

-¿Hay un cielo, Nancy?
-No lo sé. Creo.
-¿Crees en qué?
-No lo sé. Pero creo.
William Faulkner.


Antes de trasladarlo a un pueblo de la provincia de Zamora, don Manuel Bueno, nuestro cura párroco, no creía en Dios; pero les hacía creer a sus feligreses que creía para no desesperarlos más de lo que estaban. Sus feligreses tampoco creían; pero le hacían ver que creían para que él creyera que lo necesitaban.