Hace unos años compré por internet
un fragmento de criptonita. Antes de que ocurriera lo de mi gato
Carygrant, aquella piedra supuestamente llegada de Kripton ocupaba
siempre el mismo lugar en mi cajón de las bragas y podía verla nada
más abrirlo, pegada a la esquina izquierda, ahí, justo encima del
sobre de papel de estraza donde tengo por costumbre meter cada sábado
la paga semanal del súper. A veces, sobre todo si había tenido un
día especialmente atroz en el trabajo, me gustaba entrar en mi
dormitorio, pararme ante el espejo de la cómoda con la blusa del
uniforme medio desabrochada, abrir el cajón y buscarla a tientas. Me
gustaba sentir su frío mineral entre los dedos, rozarme con ella el
lóbulo de las orejas y la garganta, mientras el pobre Carygrant,
tumbado sobre la cama, espiaba mi reflejo en el estaño carcomido,
igual que un esposo paciente.
¿Que
cómo descubrí que la criptonita existía? Pues de la forma más
tonta y americana que uno pueda figurarse, la verdad. Sentada un
sábado por la tarde en la penumbra de un cyber de mi barrio, rodeada
de amantes de la pornografía infantil y los videojuegos salvajes, di
por casualidad con Kriptonya, la página de dos geólogos yanquis de
la universidad de Wichita, Wisconsin, llamados Parker Lewinston y
Cole J. Bowles. La web contaba que doce meses antes aquel par de
treintañeros de pelo pajizo que ahora mostraban impúdicamente sus
dentaduras caballunas mientras sonreían a cámara, abrazados como
viejos amigos de la escuela y con esa expresión radiante de quienes
han conseguido forrarse a una edad razonable, habían recibido una
beca estatal para financiar su viaje al este de Europa y llevar a
cabo una prospección experimental en la zona sur de Serbia.
Seguramente, Lewinston y Bowles habían sido los dos hombres más
felices del mundo durante aquella expedición, porque en Serbia
todavía humeaban las hogueras de los últimos bombardeos y sólo las
ventanas vacías de las granjas abandonadas que iban dejando atrás
parecían espiarles con cierto aire censor. Lewinston y Bowles,
acostumbrados a alimentarse con sándwiches de pavo y soledad de
laboratorio, no echaron de menos su casi total ausencia de contacto
con otros seres humanos durante el periodo que pasaron dinamitando el
suelo serbio como dos nibelungos febriles. Qué va. Apenas hablaban
entre ellos y tampoco parecía impresionarles mucho aquel entorno
fantasmagórico, donde de vez en cuando encontraban algún esqueleto
de animal en el claro de un bosque, o un trozo de pierna infantil con
los cordones de la bota todavía perfectamente anudados a la entrada
de una aldea ennegrecida por el fuego.
Durante
unos meses, Lewinston y Bowles habían seguido cavando agujeros por
todas partes sin inmutarse hasta que al fin dieron con un pequeño
pozo abandonado desde antes de la guerra. No fue necesario que
utilizaran la fuerza en esta ocasión. Igual que una mujer
desfallecida al pie del camino por culpa del hambre y el horror
continuados, aquella mina se abrió de piernas para ellos sin ofrecer
resistencia y dejó que los dos recorrieran excitados varias de sus
galerías subterráneas y hallaran sus paredes recubiertas de un
cristal semiopaco, sorprendentemente parecido en su tono verdoso y,
según comprobaron luego, también en su composición química
(hidróxido de sodio, boro y litio fusionado con flúor) al mineral
radiactivo que conseguía dejar fuera de combate al pobre Superman.
Continué
leyendo. Kriptonya avalaba la autenticidad de cada pedazo de piedra
extraída en aquel yacimiento serbio con un certificado firmado ante
notario. Cómo resistirse. Yo al menos ya no pude hacerlo, cuando
cometí el error de echarle una ojeada al catálogo de piezas de
criptonita que se hallaban disponibles. Las había de todos los
tamaños, formas y precios, un surtido infinito de galletas verde ojo
de pantera. Al final, medio deslumbrada por la luz fría que emanaba
de ellas, me decidí a comprar un guijarro pequeño, un fragmento
redondo y algo más oscuro de lo normal, que era el único que podía
permitirme con mi sueldo.
No
me planteé, lo reconozco, que algo tan minúsculo pudiera resultar
peligroso. La ciencia no lo había previsto, de hecho la página de
Lewinston y Bowles aseguraba que la criptonita era inofensiva.
Después de someterla a cientos de pruebas clínicas, sus
descubridores ratificaron que se trataba de un compuesto que no
poseía ni medio átomo de radiactividad, duro como el diamante, sí,
pero perfectamente inútil si no fuera por su turbia belleza. Imagino
que a muchos de esos ex niños de los años setenta que en su día
habíamos acudido en manada al cine con anoraks y pasamontañas, y
vimos sufrir al pobre Christopher Reeves un tremendo cólico de riñón
cuando aquellos tres malvados que viajaban por toda la galaxia
metidos en un prisma romboidal le acercaron al rostro un pedrusco
made in Kripton, nos dio igual que la criptonita auténtica fuera tan
inservible como el cristal de un culo de vaso. Aunque, en honor a la
verdad confieso que a mí Superman me parecía mucho más
irresistible sin el caracol engominado de la frente, cuando sentía
que todos sus superpoderes se le evaporaban como por arte de magia a
través del tejido interestelar de sus mallas azules sin que él
pudiera hacer nada para evitarlo; cuando notaba, perplejo, que por
primera vez en su vida le estaba saliendo sangre por la nariz tras
recibir la soberana paliza de un camionero, una sangre de color café
americano; cuando, en fin, miraba suplicante a Louis Lane tumbado en
el suelo, como pidiéndole que por favor no lo abandonara en aquel
bar de carretera aunque tuviera una pinta tan lamentable, con esas
gafas torcidas de miope y la camisa afranelada de cuadros abrochada
hasta el último botón. No sé. Creo que a mí en el fondo me
gustaba saber que un tipo tan formidable como Superman podía verse
metido en apuros por culpa de algo en apariencia insignificante. La
piedra de Kripton era un misterio de reducidas dimensiones y un
alcance galáctico. Por eso, supongo, me gasté trescientos klanhams
y pagué con la tarjeta de crédito mi rescoldo de criptonita, porque
creía en ella y en sus poderes secretos, dijeran lo que dijeran
aquellos dos bobos de Lewinston y Bowles. Recuerdo aún la emoción
que sentí la mañana en que el cartero llamó al timbre y me sacó
de la cama para entregarme un paquete de cartón, cuidadosamente
precintado y mil veces más grande que el tesoro que contenía. Era
como si de pronto me hubiera llegado por correo el manual de
instrucciones de la perfecta mujer fatal, y yo pudiera decidir
libremente si quería o no utilizarlo. En aquel instante elegí
guardarla en el cajón de las bragas de mi habitación, y no
enseñársela nunca a nadie, ocultarla como se silencian algunos
adulterios prolongados entre vecinos de rellano o la extraña
fijación a la ropa interior equivocada de un honorable padre de
familia.
Nada
de lo que luego pasó había sucedido aún y yo fantaseaba a veces,
me imaginaba que en cuanto esa zorra de la señora Curski se dignara
por fin a pagarme las horas extra de las últimas navidades, llevaría
mi criptonita al bazar de baratijas y babuchas puntiagudas de la
calle Trementine y le pediría al dueño, un pakistaní enorme y
silencioso con manos de color estradivarius, que la engarzara en un
colgante de plata oscura, casi negra. Pero la verdad es que nunca
llegué a hacerlo, igual que nunca he sido capaz de dejar de morderme
las uñas, por más que lo haya intentado. Después de un tiempo
siempre acabo acostumbrándome al sabor a azufre y al hedor de los
remedios que me aconseja la rubia señorita Plenfes, que es la dueña
de la farmacia que hace esquina con la calle Lenin. Sigo comiéndome
las uñas, a pesar de que aúllo de dolor cuando friego los platos y
de que me da mucha vergüenza enseñar las manos en ese estado de
onicofagia crónica. Miro mis dedos en carne viva, encojo los
hombros, y opto por meter las manos en los bolsillos del abrigo o por
esconderlas detrás de la espada. Me resigno, del mismo modo que
cuando al final la zorra de Curski accedía a abrir la caja fuerte de
la oficina refunfuñando y saldaba su deuda con un puñado de
billetes mugrientos. Para entonces yo ya necesitaba invertirlos en un
par de medias, en un recibo atrasado del agua o en un frasco de
champú especial para gatos albinos. Aun así, pese a las promesas
incumplidas, mi pequeña criptonita me alegraba cada regreso a casa y
me gustaba tanto el solo hecho de poseerla como atravesar descalza
las baldosas frías del pasillo con Carygrant enredado entre las
piernas, o comer a cucharadas una tarrina de helado de plátanos y
nueces, robada por la tarde en la tienda de la bruja Curski, sentada
a oscuras en el sofá, frente al viejo televisor en blanco y negro,
con el cebreado de una película muda arañándome el rostro.
Sí,
ahora lo sé. Éramos felices así, mi criptonita, mi gato blanco
Carygrant y yo, al menos lo fuimos hasta que un viernes, casi a la
hora del cambio de turno, Grandísimo Hijo de Puta apareció al final
de una larga cola en el supermercado, con su paso lento, su pelo rojo
y sus pestañas abrasadas. Llevaba puesta una viejísima camiseta
gris que me recordó sin saber por qué a un pulmón enfermo, y en la
mano sostenía un tomate bien colorado. Sólo uno. Al llegar junto a
la caja hurgó en el bolsillo de su pantalón hasta encontrar dentro
una moneda tan pelirroja como él, que dejó sobre el mostrador. Miré
sus uñas mordisqueadas, sus dedos huesudos de músico mal
alimentado. Y por primera vez hice caso omiso del reglamento de la
casa que nos obligaban a cobrar las bolsas de papel a los clientes
que compraban artículos por un importe menor a seis klanhams, y le
tendí una para que metiera dentro su tomate.
Como
era de esperar, Grandísimo Hijo de Puta agradeció el gesto y volvió
otras muchas veces por el súper a hacer su monocompra. A veces se
llevaba una manzana reineta, otras un paquete de spaguettis o una
lata de cerveza barata. Nuestras manos se rozaban, parecidas a las
cabezas de dos patos de guiñol, cuando le entregaba su bolsa de
papel. Por lo que pude observar, él continuaba supliendo las
carencias alimenticias de su dieta mordiéndose las uñas. Los
momentos en que nuestros dedos se tocaban eran cada vez más largos,
y sentí que el suelo se volvía flan bajos mis pies la tarde en que
él clavó sus ojos desnutridos en la placa con mi nombre escrito
dentro en la pechera de la blusa, y se despidió musitando un gracias
de nuevo, señorita Mascu.
¿Debo
dar detalles de lo que ocurrió luego? Pues espero que no, porque en
realidad, no podría hacerlo. De aquello guardo tan solo unas cuantas
imágenes apenas entrevistas: el mismo tipo flaco, recostado contra
un coche negro a la hora del cierre del súper un día de entre
semana, sin viernes, ni tomate, ni manzana esta vez, pero con una
medio sonrisa de dientes tiznados por la nicotina asomándole
torpemente a los labios. Mi cara de sorpresa cuando comprendí que
era a mí a quien esperaba, mientras una voz maldecía desde las
paredes de mi estómago la facha que tenía esa tarde, con la coleta
medio deshecha y el uniforme lleno de manchas de fruta. Una calle en
sombras y el crujido de vinilo acompañando a nuestro pasos cuando
comenzamos a caminar sin que ninguno de los dos precisara adónde
íbamos. Y tras una pequeña elipsis, dos pares de pies asomando al
final de una sábana, ajenos al sendero de zuecos dislocados, pantys,
vaqueros, falda de tergal, converse mugrientas y camiseta gris cáncer
de pulmón que habíamos dejado reptando por el suelo de mi cuarto.
Él y yo con los ojos clavados en nuestros pies, como esperando que
nos contaran otra versión de los mismos hechos. Y de fondo, el
sonido lastimoso de las garras suaves de Carygrant, que rascaba la
madera de la puerta desde el otro lado, sin entender muy bien qué
hacía pasando una noche (la primera de 72, en realidad) fuera de mi
cama.
Pobre
Carygrant, que había surgido en mi vida de la nada, tan
radiantemente blanco como un esmoquin de gala en una cena de la Costa
Azul. Aquel anochecer no pasaba ningún coche y nadie más caminaba
por la acera, quizás porque había estado lloviendo hasta hacía
poco rato. Yo acababa de mudarme al piso de la portería del número
33 de la calle Progrom, y volvía a casa de un inventario
interminable en el súper. Me metí por la calle equivocada de puro
cansancio. Durante unos instantes me sentí como si unos
extraterrestres bromistas me hubieran abandonado en un barrio
cementerio, con los ojos vendados y cero céntimos de sentido de la
orientación en el bolsillo. Sólo había cubos de basura negros,
volcados en el suelo, y cajas de cartón semejantes a lápidas de una
película expresionista por todos lados. Estaba a punto de darme la
vuelta cuando lo vi, en el centro de la calzada, blanco como el vaso
de leche con galletas que pensaba llevarme a la cama al acostarme, si
finalmente llegaba a casa, y rodeado de charcos inmóviles en los que
a ratos se colaban cielos silenciosos y trozos de nube. Un gato
fantasmal que me miraba, con esa fijeza del antihéroe que espera a
una mujer en la esquina de siempre a pesar de la tormenta, apostado
bajo la ráfaga de luz amarillenta de una farola, dejando que la
lluvia le arruine la chaqueta y encendiendo una y otra vez la mecha
del cigarro mojado, sin arredrarse ni calibrar siquiera la opción de
dar media vuelta y marcharse, aunque desde hace un buen rato ya
sospecha que ella no va a venir. Entonces decidí seguir hacia
delante, caminé entre cubos de basura y cajas de cartón, en
dirección a la blancura fosforescente de aquel animal. Carygrant, el
bueno de Carygrant, que se levantó bostezando, estiró sus largas
patas de yogur y echó a andar delante de mí, como guiándome a mi
pequeño piso mal ventilado, con su paso lento y suntuoso.
A
Grandísimo Hijo de Puta nunca le gustó Carygrant. Cierra la puerta,
que no entre. Los gatos me dan miedo, dijo cuando le llevé el primer
desayuno a la cama. Y eso que Carygrant no soltaba pelos en el sofá,
ni se subía a la pila del fregadero para beber agua del grifo, ni
maullaba jamás. No se meó en su sucia camiseta gris ni una sola
vez, de hecho Carygrant apartaba sus ojos de vidriera gótica de
Grandísimo Hijo de Puta si ambos coincidían aunque fuera un solo
segundo en la misma habitación y salía de allí como un borracho
elegante que intuye que el barman ya no le servirá la próxima copa.
Procuró no cruzarse en su camino durante el tiempo que él pasó
ocupando la mitad izquierda de mi cama y saqueando mi nevera,
olvidado ya de las monodosis de comida de otros tiempos. Y yo, tan
ciega, me limitaba a ayunar de puro amor para compensar aquellos
ataques suyos de gula, fingía que no me molestaba encontrar a la
vuelta de Superbarato Curski un único limón con cara de vieja
arrugada que me esperaba, frunciendo el ceño desde el interior del
frigorífico, como desaconsejándome que siguiera por ese camino.
Grandísimo Hijo de Puta sí dejaba cabellos oxidados por todas
partes: en el fondo del lavabo, en la bañera, en mi peine. Abría
mis cajones, sin molestarse luego en volver a cerrarlos. Muchas veces
yo regresaba antes que él, y me encontraba a Carygrant encerrado en
la cocina. Nunca me daba explicaciones acerca de dónde había estado
y tenía un humor taciturno que sólo parecía evaporarse cuando se
sentaba descalzo en el sofá abrazado al mástil de su vieja guitarra
blanca y negra, que siempre me recordó una puta desabrida, una de
esas yonkis de piernas flacas que se prostituyen a las afueras de la
ciudad y gritan a los conductores desde el arcén.
La
cosa duró dos meses y medio. Dos meses y medio durante los cuales
Grandísimo Hijo de Puta siguió zampándose mi comida, echándome
algunos polvos de lunes y gritándome desde el colchón que no
olvidara dejarle dinero para tabaco y cuerdas de guitarra, antes de
salir hacia el súper. Yo separaba unas monedas de la compra diaria
que dejaba sobre la mesa de la cocina, sin rechistar. Añoraba a
veces el sabor del helado robado, sí, y había abandonado ya
definitivamente aquella firme intención de pararme un día en la
tienda del pakistaní y encargarle un colgante para mi criptonita,
pero no me decidía a renunciar a aquel tipo flaco con pelo de
escocés y creo que así habría podido pasarme toda la vida si él
no se hubiera largado sin más aprovechando mi turno de mañanas. Ni
siquiera se molestó en cerrar la puerta de la calle al salir.
A
una casa robada se le queda cara de tonta. Pasado el primer susto y
aquellos momentos angustiosos en que imaginé a Grandísimo Hijo de
Puta muerto de un disparo en la cabeza, mirándome con una expresión
asombrada desde la cama, como increpándome que lo hubiera dejado
solo y a merced de unos atracadores sin escrúpulos, lo busqué por
todos los cuartos, me aseguré de que los ladrones no lo habían
metido a empujones, amordazado y desnudo, en el armario. Descubrí
que se había ido riéndose de cada una de las habitaciones del piso
de la portería del número 33 de la calle Progrom antes de
marcharse. Se había llevado a su guitarra la yonki, las últimas
monedas que le había dejado sobre la mesa, pero también mi
televisor y dos manzanas que quedaban dentro de la nevera. Encontré
el cadáver de una toalla lila y empapada en el suelo del dormitorio.
Mi hucha de escayola en forma de geisha japonesa, ataviada con kimono
rojo y sombrilla a juego, yacía hecha pedazos junto al mueble de los
libros, a pesar de que la pobre nunca guardó en su interior una sola
moneda y yo sólo la había comprado porque me gustó el aire de
paseante feliz por un jardín rodeado de estanques y flores de loto
que tenía en el todo a cien del barrio.
Volví
a mi cuarto. Retiré a toda prisa las sábanas de la cama para
meterlas en la lavadora, abrí el postigo del balcón y dejé que
entrara aire puro. De pronto me dio una vergüenza horrible aquella
gripe emocional de dos meses que me había dejado tan flaca. Pensé
en bajar a comprar un pollo asado con patatas fritas bien grasientas,
sí, cogería dinero y compraría también una botella de limonada
fría, una barra de pan recién horneado, hasta una ración de pastel
de queso para el postre. Sentía de golpe un hambre atroz. Me
abalancé sobre la cómoda y abrí el primer cajón de la cómoda,
casi salivando. Busqué con los ojos la esquina izquierda, pero el
sobre de papel de estraza con mi dinero no estaba allí, ni tampoco
la criptonita. Sólo encontré un desorden de bragas, tristes bragas
de diario, de algodón gastado y elásticos flojos, de esas que cada
mañana cogía al azar con los ojos aún enredados de sueño, antes
de salir disparada camino de la ducha.
Me
temblaron las piernas. Me picaban las yemas de los dedos de las manos
y cerré el cajón, como huyendo de un nido de ortigas. Me di la
vuelta y justo entonces escuché un maullido desgarrador que me
sobresaltó. Un grito de animal encerrado, aunque todas las puertas,
todas, estaban abiertas. Eché a andar. Me oía a mí misma llamando
a Carygrant por el pasillo, pero él no me contestaba, sólo le oía
maullar, ajeno a mi voz, dolorido, asustado, desde el interior de
algún hueco, igual que un gato de faraón, enterrado vivo junto a su
dueño.
Y
de pronto, la vi. En el suelo, sobre una de las baldosas blancas,
estaba mi criptonita, como una cucaracha anómala, igual de inmóvil,
emitiendo un latigazo de luz alfa, color fondo de estanque de
cementerio. Rodeada de un hilo de baba verdosa que reptaba hasta la
cocina, como si fuera el dibujo agónico, el pentagrama de un quejido
de gato. Carygrant está dentro de la lavadora, pensé, sorteando la
piedra y el hilo viscoso de saliva, siguiendo su rastro. Puede que
así fuera, pero no tuve tiempo de comprobarlo, porque justo cuando
iba a poner el pie en la cocina una sombra verde estropajo salió de
allí como una exhalación, esquivándome, y atravesó el pasillo. Un
minuto después volvieron a escucharse maullidos, desde otro agujero
de la casa. Carygrant se había escondido entre las toallas blancas
del altillo del armario, quizás, o en el fondo del cesto de ropa
sucia de la galería. No he vuelto a verlo, él se cuida de
esconderse antes de mi regreso a casa, y sólo abandona su guarida
para alimentarse y beber agua. De vez en cuando encuentro una
cagarruta de color lagarto en medio de la bañera o sobre mi
almohada. Suspiro. Salgo en busca de un trozo de papel higiénico y
maldigo a Lewinston y Bowles, aquel par de estúpidos hombres de
ciencia que no fueron capaces de prever el catastrófico efecto de la
criptonita en los gatos blancos.
domingo, 26 de mayo de 2024
Criptonita. Patricia Esteban Erlés.
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