Me llamo John Brenwalter. Mi padre,
que era borracho, tenía la patente de un invento para hacer granos
de café con arcilla; pero como era un tipo honrado, no quiso
dedicarse personalmente a su fabricación. Por eso nunca llegó a ser
rico, ya que los derechos de su invento apenas le alcanzaban para
pagar los pleitos entablados. En consecuencia, no pude disfrutar de
muchas de las ventajas propias de los hijos con padres indecentes y
sin escrúpulos y, de no haber sido por una madre justa y cariñosa
que relegó al resto de los hermanos y se encargó personalmente de
mi educación, habría crecido en la ignorancia y me habría visto
obligado a dedicarme a la enseñanza. Verdaderamente, ser el hijo de
una mujer buena vale oro.
Papá
tuvo la desgracia de morirse cuando yo tenía diecinueve años. Como
había disfrutado de una salud de hierro, él fue el primer
sorprendido por el hecho, que se produjo de repente durante la
comida. Aquella misma mañana le habían comunicado la concesión de
la patente de un artefacto que reventaba cajas fuertes por medio de
presión hidráulica sin el menor ruido. El Comisario de Patentes
había considerado el invento como el más ingenioso, efectivo y
digno de mérito que jamás le habían presentado, y mi padre, como
era de esperar, se había hecho la ilusión de una vejez llena de
prosperidad y honores. Su repentina muerte le supuso por tanto una
gran decepción, aunque a mi madre, piadosa y resignada ante la
voluntad de la Providencia, le afectó bastante menos. Al finalizar
la comida, y una vez retirado el cuerpo de mi pobre padre, nos llevó
a la habitación de al lado y se dirigió a nosotros del siguiente
modo:
—Hijos,
el extraño suceso que acabáis de presenciar es uno de los más
desagradables acontecimientos en la vida de un hombre de bien, y uno
de los que menos me gustan, os lo aseguro. Creedme si os digo que
nada tuve que ver en ello. Pero desde luego —añadió tras una
pausa, bajando los ojos como en profunda meditación— es mejor que
haya muerto.
Dijo
esto con un sentimiento tan natural que nadie se atrevió a pedirle
una explicación. Y es que la actitud de sorpresa que mi madre
adoptaba cuando nos equivocábamos resultaba terrible. Recuerdo que
un día, después de un acceso de mal humor en el que me había
tomado la libertad de arrancarle una oreja a mi hermano pequeño, sus
únicas palabras fueron:
—John,
¡me sorprendes!
Me
pareció un reproche tan severo que, tras una noche en vela, me
dirigí a ella y, entre lágrimas, me arrojé a sus pies exclamando:
—Madre,
perdóname por haberte sorprendido.
Todos,
pues, incluyendo al crío desorejado, consideramos que nos iría
mejor si aceptábamos la manifestación que acababa de hacer sin el
menor pestañeo.
Y
prosiguió:
—Debéis
saber, hijos míos, que en caso de muerte repentina y misteriosa la
ley exige que se presente un forense, trocee el cadáver y entregue
los pedazos a varios señores que, después de haberlos analizado,
certifican la muerte. Por este trabajo el forense cobra un montón de
dinero. Desearía en nuestro caso evitar esta formalidad tan
dolorosa, pues es algo que nunca habría tenido la aprobación de
vuestro padre. John —dijo dirigiéndose a mí con cara angelical—,
tú eres un chico educado y muy discreto. Ahora tienes la ocasión de
mostrar tu gratitud por los sacrificios que tu educación nos ha
supuesto a todos los demás. Así que ve y acaba con el forense.
No
puedo expresar con palabras lo que dicha muestra de confianza me
complació, pues me daba la oportunidad de distinguirme con una acto
que iba perfectamente con mi disposición natural. Entonces,
arrodillándome ante ella, besé su mano y la bañé con lágrimas.
Poco antes de las cinco de aquella misma tarde había acabado con el
forense.
Fui
detenido inmediatamente y enviado a la cárcel, donde pasé una noche
de lo más incómoda, incapaz de conciliar el sueño por las
blasfemias que soltaban mis compañeros de calabozo, dos curas, cuya
formación teológica les había dotado de un sin fin de ideas impías
y de un dominio sin par del lenguaje irreverente. Pero entrada la
noche, el carcelero, que dormía en una habitación contigua y estaba
siendo igualmente importunado, entró en la celda y, lanzando un
tremendo exabrupto, advirtió a aquellos reverendísimos caballeros
que si volvía a oír más palabrotas no tendría en cuenta su
condición y los pondría de patitas en la calle. Sólo entonces
bajaron el tono de su insoportable conversación y sacaron un
acordeón, permitiéndome así dormir el sueño pacífico y
refrescante de la juventud y la inocencia.
A
la mañana me llevaron ante el juez Superior, que era quien tenía
competencia en el caso, y me sometieron a los interrogatorios
preliminares. Me declaré inocente alegando que el hombre al que
había asesinado era un demócrata célebre (mi madre, que era
republicana, me había instruido, desde mi más tierna infancia, en
los principios de un gobierno honrado y en la necesidad de acabar con
la oposición facciosa). Al juez, que había sido fraudulentamente
elegido en un colegio electoral republicano, mi alegato le impresionó
sensiblemente y me ofreció un cigarro.
—Con
su venia, su Señoría —comenzó el fiscal—. No considero
necesario presentar prueba alguna en este caso. Usted preside la sala
como magistrado y, con la ley en la mano, su misión es resolver.
Testimonios y pruebas supondrían, por igual, poner en duda la
voluntad de su Señoría de llevar a cabo dicha misión aceptada bajo
juramento. Por tanto no tengo más que añadir.
Mi
abogado, hermano del difunto forense, poniéndose en pie dijo:
—Con
la venia de la Sala. El representante de la acusación ha manifestado
tan clara y elocuentemente que es tarea de ley entender en este caso
que sólo me queda demandar hasta qué punto él mismo se ha ajustado
a ella. Ciertamente, su Señoría, usted ha de resolver. ¿Y qué va
a resolver? Eso es algo que la ley deja sabia y justamente a su
elección, e inteligentemente usted siempre se ha eximido de las
obligaciones que la legislación impone. Desde que le conozco, su
Señoría ha resuelto cometer cohecho, hurto, incendio, perjurio,
adulterio, asesinato, en definitiva, todos y cada uno de los delitos
previstos en el código y todos los excesos típicos de seres
desaprensivos y depravados, entre los que incluyo al representante
del ministerio público. Ha cumplido pues, ampliamente, el cometido
de resolver y, como no hay pruebas contra mi respetable joven
cliente, solicito su libre absolución.
Hubo
un silencio impresionante. El juez se levantó, se puso el birrete y,
con una voz llena de turbación, me condenó de por vida, ordenando
mi puesta en libertad. Entonces se volvió hacia mi abogado y le
espetó fría pero significativamente:
—Ya
nos veremos.
A
la mañana siguiente, aquél que tan concienzudamente me había
defendido contra la acusación de homicidio en la persona de su
hermano (con el que, por cierto, había tenido un altercado por la
propiedad de unas tierras), había desaparecido y hasta el día de
hoy se ignora su paradero. Entretanto, el cuerpo de mi padre había
sido clandestinamente enterrado a medianoche en el patio de su último
domicilio, con sus botas puestas y las vísceras sin analizar.
—Estaba
en contra de todo exhibicionismo —dijo mi madre mientras acababa de
apisonar la tierra sobre su cuerpo y ayudaba a sus hijos a esparcir
paja sobre su tumba—; sus instintos eran hogareños y amaba la vida
tranquila.
En
la solicitud que mi madre hizo del acta de defunción manifestaba que
tenía buenas razones para creer que mi padre había fallecido, pues
hacía días que no aparecía por casa a comer; pero el juez de la
Sala de Usurpasucesiones —como más tarde mamá siempre la llamaría
con desprecio— decidió que las pruebas eran insuficientes y puso
la herencia en manos del Administrador Público, que era su yerno. Se
comprobó que los haberes eran iguales a las deudas; sólo quedaba la
patente del artilugio para reventar cajas fuertes silenciosamente,
que había pasado a pertenecer ahora al juez que intervino en el
asunto y al Administraidor Público. De este modo, una familia digna
y respetable se vio rebajada del bienestar al delito en unos pocos
meses: la necesidad nos obligó a trabajar.
En
la selección de quehaceres nos regimos por una serie de
consideraciones tales como capacidad personal, preferencias, etc. Mi
madre abrió una selecta escuela privada en la que enseñaba el arte
de cambiar las pintas en las alfombras de piel de leopardo; mi
hermano mayor, George Henry, aficionado a la música, se hizo corneta
en un asilo para sordomudos que había cerca; mi hermana Mary María
aprendió a preparar la Esencia de Llavines del Profesor Pan de
Centeno, que daba diferentes sabores a las aguas minerales, y yo me
establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. El resto de
los hermanos, demasiado jóvenes aún para trabajar, siguieron
robando pequeños artículos, tal y como se les había enseñado.
Durante los ratos de ocio engañábamos a los viajeros para que se
alojaran en casa y, después de robarles, enterrábamos sus cuerpos
en la bodega.
En
una parte de esta estancia teníamos vinos, licores y provisiones.
Como se agotaban con mucha rapidez, creímos supersticiosamente que
las personas allí enterradas salían por la noche y celebraban una
fiesta. Más de una mañana, a pesar de que la puerta había sido
cerrada y atrancada contra cualquier intruso, descubrimos trozos de
carne adobada, latas de conserva vacías y desperdicios por el estilo
tirados por el suelo. Alguien propuso tomar las provisiones y
almacenarlas en otro lugar, pero nuestra madre, siempre tan generosa
y hospitalaria, dijo que era mejor hacer frente a las pérdidas que
exponernos arriesgadamente. Si les negábamos esa insignificante
gratificación a los fantasmas podrían poner en marcha una
investigación que acabaría con nuestro esquema de división del
trabajo y desviaría las energías de toda la familia hacia la tarea
que yo ejercía: pasaríamos uno a uno a decorar con nuestros cuerpos
las vigas de las horcas. Aceptamos pues su decisión con sumisión
filial, ya que reverenciábamos su astucia y pureza de carácter.
Una
noche que estábamos todos en la bodega (ninguno se atrevía a bajar
solo) dedicados a la labor de dar cristiana sepultura al alcalde de
una localidad cercana, mi madre y los críos, con una vela cada uno,
y George Henry y yo con el pico y la pala, mi hermana soltó un
alarido y se cubrió la cara con las manos. Todos nos sobresaltamos y
suspendimos las exequias; pálidos y con voces temblorosas, pedimos a
Mary María que nos dijera qué le había asustado. Los pequeños
estaban tan nerviosos que las velas temblequeaban en sus manos y en
las paredes las sombras de nuestras figuras parecían bailar con
movimientos toscos y groseros, adoptando unas actitudes de lo más
extrañas. La cara del interfecto tan pronto mostraba a la luz su tez
cadavérica como desaparecía por efecto de alguna sombra: cada vez
tomaba una nueva expresión más condenatoria, un ceño más ladino.
Las ratas, aún más asustadas que nosotros por el grito, corrían en
tropel de un lado a otro, emitiendo agudos chillidos, o se quedaban
inmóviles con los ojos fijos en la oscuridad de algún rincón.
Esos
pequeños puntos de luz verde hacían juego con la débil
fosforescencia de la descomposición que llenaba la fosa a medio
cavar y parecían la manifestación visible del ligero olor a muerto
que impregnaba aquel aire malsano. Los pequeños soltaron las velas y
comenzaron a lloriquear mientras se agarraban a las piernas de sus
mayores, y nos habríamos quedado entre tinieblas de no haber sido
por aquella luz siniestra que brotaba de la tierra e inundaba los
bordes de la fosa como si de un manantial se tratara.
Mi
hermana, en cuclillas sobre la tierra que habíamos sacado, se había
descubierto la cara y miraba fijamente con ojos desorbitados a un
hueco oscuro entre dos barriles.
—¡Ahí
está! ¡Ahí está! —gritó mientras señalaba—. ¡Dios santo!,
pero ¿es que no lo veis?
¡Claro
que lo vimos!
Una
figura humana apenas reconocible en la oscuridad, que se tambaleaba
como si se fuera a caer y se agarraba a los barriles en busca de
apoyo, dio un paso y por un momento se hizo visible a la luz de las
pocas velas que nos quedaban; después, se incorporó con esfuerzo y
cayó de bruces. Todos habíamos reconocido la apariencia, el rostro
y el porte de nuestro padre (muerto hacía diez meses y enterrado con
nuestras propias manos), en pie y completamente borracho.
No
quisiera extenderme sobre los incidentes de nuestra precipitada huida
lejos de aquel lugar; sobre la desaparición de todo sentimiento
humano en aquella tumultuosa y enloquecida ascensión por las húmedas
escaleras desvencijadas, en las que nos escurrimos, tropezamos y
caímos, empujándonos y encaramándonos unos sobre otros mientras
pisoteábamos a unas criaturas que fueron rechazadas y enviadas a la
muerte por su propia madre. Sólo ella, mis hermanos mayores y yo
conseguimos escapar.
Los
demás perecieron abajo, unos por las heridas, otros de miedo y el
resto abrasados, ya que, después de dedicar una hora a recoger
algunas ropas y lo que de valor teníamos, pegamos fuego a la casa y
huimos hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a coger la póliza
del seguro, único pecado de omisión que mi madre reconocería años
después en su lecho de muerte, muy lejos de allí. Su confesor, un
santo, nos aseguró que, teniendo en cuenta las circunstancias, Dios
perdonaría su descuido.
Unos
diez años después de nuestra partida, y siendo ya un próspero
falsificador, volví de incógnito a aquel lugar con la intención de
conseguir los efectos de valor que habían quedado enterrados en la
bodega. Todo fue en vano: el descubrimiento de restos humanos entre
las ruinas había movido a las autoridades a continuar las
excavaciones, por lo que acabaron encontrando nuestras riquezas,
apropiándose de ellas honestamente. La casa nunca se reconstruyó y
el barrio estaba, de hecho, abandonado. Se había hablado de tantas
visiones y ruidos sobrenaturales en aquella zona que nadie quería
vivir allí. Al no encontrar a quién preguntar o importunar, decidí
satisfacer mi piedad filial echando un último vistazo al rostro de
mi padre por si, después de todo, nuestros ojos nos habían
traicionado y seguía todavía en su tumba. Recordé, además, que
siempre llevaba un enorme anillo de diamantes y, como no había
vuelto a saber nada de él desde su muerte, pensé que podría estar
enterrado con él. Una vez conseguida una pala, localicé rápidamente
la tumba en lo que había sido el patio y comencé a cavar. Llevaba
poco más de un metro cuando el fondo cedió y, a través de un largo
conducto, fui a caer a una cloaca.
No
había ningún cuerpo ni rastro de él.
Sin
poder salir, me arrastré por el sumidero y, después de retirar, no
sin dificultad, algunos escombros y restos de mampostería
ennegrecida que obstruían el hueco, aparecí en lo que había sido
la fatídica bodega.
Por
fin todo estaba claro. Mi padre, cualquiera que fuera la causa que le
había hecho caer enfermo durante la comida (y creo que el testimonio
de mi santa madre podría haber arrojado alguna luz sobre el asunto)
había sido enterrado vivo. Su tumba se cavó accidentalmente sobre
el centro de la bóveda de una alcantarilla y rompió, en sus
esfuerzos por volver a la vida, la podrida pared y consiguió
deslizarse hasta llegar finalmente a la bodega. Al comprobar que no
era bienvenido en su propia casa, y como no tenía otra, vivió en su
encierro subterráneo, testigo de nuestros ahorros y sustentado por
nuestros alimentos; era él, ¡el muy ladrón!, el que se apoderaba
de nuestra comida y se bebía nuestro vino. En un momento de
embriaguez necesitó compañía, como le pasa a todos los borrachos,
y abandonó su escondrijo sin darse cuenta de las funestas
consecuencias que acarreaba a su familia: un error que fue casi un
crimen.