domingo, 30 de junio de 2024

Una tumba sin fondo. Ambrose Bierce.

Me llamo John Brenwalter. Mi padre, que era borracho, tenía la patente de un invento para hacer granos de café con arcilla; pero como era un tipo honrado, no quiso dedicarse personalmente a su fabricación. Por eso nunca llegó a ser rico, ya que los derechos de su invento apenas le alcanzaban para pagar los pleitos entablados. En consecuencia, no pude disfrutar de muchas de las ventajas propias de los hijos con padres indecentes y sin escrúpulos y, de no haber sido por una madre justa y cariñosa que relegó al resto de los hermanos y se encargó personalmente de mi educación, habría crecido en la ignorancia y me habría visto obligado a dedicarme a la enseñanza. Verdaderamente, ser el hijo de una mujer buena vale oro.
Papá tuvo la desgracia de morirse cuando yo tenía diecinueve años. Como había disfrutado de una salud de hierro, él fue el primer sorprendido por el hecho, que se produjo de repente durante la comida. Aquella misma mañana le habían comunicado la concesión de la patente de un artefacto que reventaba cajas fuertes por medio de presión hidráulica sin el menor ruido. El Comisario de Patentes había considerado el invento como el más ingenioso, efectivo y digno de mérito que jamás le habían presentado, y mi padre, como era de esperar, se había hecho la ilusión de una vejez llena de prosperidad y honores. Su repentina muerte le supuso por tanto una gran decepción, aunque a mi madre, piadosa y resignada ante la voluntad de la Providencia, le afectó bastante menos. Al finalizar la comida, y una vez retirado el cuerpo de mi pobre padre, nos llevó a la habitación de al lado y se dirigió a nosotros del siguiente modo:
Hijos, el extraño suceso que acabáis de presenciar es uno de los más desagradables acontecimientos en la vida de un hombre de bien, y uno de los que menos me gustan, os lo aseguro. Creedme si os digo que nada tuve que ver en ello. Pero desde luego —añadió tras una pausa, bajando los ojos como en profunda meditación— es mejor que haya muerto.
Dijo esto con un sentimiento tan natural que nadie se atrevió a pedirle una explicación. Y es que la actitud de sorpresa que mi madre adoptaba cuando nos equivocábamos resultaba terrible. Recuerdo que un día, después de un acceso de mal humor en el que me había tomado la libertad de arrancarle una oreja a mi hermano pequeño, sus únicas palabras fueron:
John, ¡me sorprendes!
Me pareció un reproche tan severo que, tras una noche en vela, me dirigí a ella y, entre lágrimas, me arrojé a sus pies exclamando:
Madre, perdóname por haberte sorprendido.
Todos, pues, incluyendo al crío desorejado, consideramos que nos iría mejor si aceptábamos la manifestación que acababa de hacer sin el menor pestañeo.
Y prosiguió:
Debéis saber, hijos míos, que en caso de muerte repentina y misteriosa la ley exige que se presente un forense, trocee el cadáver y entregue los pedazos a varios señores que, después de haberlos analizado, certifican la muerte. Por este trabajo el forense cobra un montón de dinero. Desearía en nuestro caso evitar esta formalidad tan dolorosa, pues es algo que nunca habría tenido la aprobación de vuestro padre. John —dijo dirigiéndose a mí con cara angelical—, tú eres un chico educado y muy discreto. Ahora tienes la ocasión de mostrar tu gratitud por los sacrificios que tu educación nos ha supuesto a todos los demás. Así que ve y acaba con el forense.
No puedo expresar con palabras lo que dicha muestra de confianza me complació, pues me daba la oportunidad de distinguirme con una acto que iba perfectamente con mi disposición natural. Entonces, arrodillándome ante ella, besé su mano y la bañé con lágrimas. Poco antes de las cinco de aquella misma tarde había acabado con el forense.
Fui detenido inmediatamente y enviado a la cárcel, donde pasé una noche de lo más incómoda, incapaz de conciliar el sueño por las blasfemias que soltaban mis compañeros de calabozo, dos curas, cuya formación teológica les había dotado de un sin fin de ideas impías y de un dominio sin par del lenguaje irreverente. Pero entrada la noche, el carcelero, que dormía en una habitación contigua y estaba siendo igualmente importunado, entró en la celda y, lanzando un tremendo exabrupto, advirtió a aquellos reverendísimos caballeros que si volvía a oír más palabrotas no tendría en cuenta su condición y los pondría de patitas en la calle. Sólo entonces bajaron el tono de su insoportable conversación y sacaron un acordeón, permitiéndome así dormir el sueño pacífico y refrescante de la juventud y la inocencia.
A la mañana me llevaron ante el juez Superior, que era quien tenía competencia en el caso, y me sometieron a los interrogatorios preliminares. Me declaré inocente alegando que el hombre al que había asesinado era un demócrata célebre (mi madre, que era republicana, me había instruido, desde mi más tierna infancia, en los principios de un gobierno honrado y en la necesidad de acabar con la oposición facciosa). Al juez, que había sido fraudulentamente elegido en un colegio electoral republicano, mi alegato le impresionó sensiblemente y me ofreció un cigarro.
Con su venia, su Señoría —comenzó el fiscal—. No considero necesario presentar prueba alguna en este caso. Usted preside la sala como magistrado y, con la ley en la mano, su misión es resolver. Testimonios y pruebas supondrían, por igual, poner en duda la voluntad de su Señoría de llevar a cabo dicha misión aceptada bajo juramento. Por tanto no tengo más que añadir.
Mi abogado, hermano del difunto forense, poniéndose en pie dijo:
Con la venia de la Sala. El representante de la acusación ha manifestado tan clara y elocuentemente que es tarea de ley entender en este caso que sólo me queda demandar hasta qué punto él mismo se ha ajustado a ella. Ciertamente, su Señoría, usted ha de resolver. ¿Y qué va a resolver? Eso es algo que la ley deja sabia y justamente a su elección, e inteligentemente usted siempre se ha eximido de las obligaciones que la legislación impone. Desde que le conozco, su Señoría ha resuelto cometer cohecho, hurto, incendio, perjurio, adulterio, asesinato, en definitiva, todos y cada uno de los delitos previstos en el código y todos los excesos típicos de seres desaprensivos y depravados, entre los que incluyo al representante del ministerio público. Ha cumplido pues, ampliamente, el cometido de resolver y, como no hay pruebas contra mi respetable joven cliente, solicito su libre absolución.
Hubo un silencio impresionante. El juez se levantó, se puso el birrete y, con una voz llena de turbación, me condenó de por vida, ordenando mi puesta en libertad. Entonces se volvió hacia mi abogado y le espetó fría pero significativamente:
Ya nos veremos.
A la mañana siguiente, aquél que tan concienzudamente me había defendido contra la acusación de homicidio en la persona de su hermano (con el que, por cierto, había tenido un altercado por la propiedad de unas tierras), había desaparecido y hasta el día de hoy se ignora su paradero. Entretanto, el cuerpo de mi padre había sido clandestinamente enterrado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus botas puestas y las vísceras sin analizar.
Estaba en contra de todo exhibicionismo —dijo mi madre mientras acababa de apisonar la tierra sobre su cuerpo y ayudaba a sus hijos a esparcir paja sobre su tumba—; sus instintos eran hogareños y amaba la vida tranquila.
En la solicitud que mi madre hizo del acta de defunción manifestaba que tenía buenas razones para creer que mi padre había fallecido, pues hacía días que no aparecía por casa a comer; pero el juez de la Sala de Usurpasucesiones —como más tarde mamá siempre la llamaría con desprecio— decidió que las pruebas eran insuficientes y puso la herencia en manos del Administrador Público, que era su yerno. Se comprobó que los haberes eran iguales a las deudas; sólo quedaba la patente del artilugio para reventar cajas fuertes silenciosamente, que había pasado a pertenecer ahora al juez que intervino en el asunto y al Administraidor Público. De este modo, una familia digna y respetable se vio rebajada del bienestar al delito en unos pocos meses: la necesidad nos obligó a trabajar.
En la selección de quehaceres nos regimos por una serie de consideraciones tales como capacidad personal, preferencias, etc. Mi madre abrió una selecta escuela privada en la que enseñaba el arte de cambiar las pintas en las alfombras de piel de leopardo; mi hermano mayor, George Henry, aficionado a la música, se hizo corneta en un asilo para sordomudos que había cerca; mi hermana Mary María aprendió a preparar la Esencia de Llavines del Profesor Pan de Centeno, que daba diferentes sabores a las aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. El resto de los hermanos, demasiado jóvenes aún para trabajar, siguieron robando pequeños artículos, tal y como se les había enseñado. Durante los ratos de ocio engañábamos a los viajeros para que se alojaran en casa y, después de robarles, enterrábamos sus cuerpos en la bodega.
En una parte de esta estancia teníamos vinos, licores y provisiones. Como se agotaban con mucha rapidez, creímos supersticiosamente que las personas allí enterradas salían por la noche y celebraban una fiesta. Más de una mañana, a pesar de que la puerta había sido cerrada y atrancada contra cualquier intruso, descubrimos trozos de carne adobada, latas de conserva vacías y desperdicios por el estilo tirados por el suelo. Alguien propuso tomar las provisiones y almacenarlas en otro lugar, pero nuestra madre, siempre tan generosa y hospitalaria, dijo que era mejor hacer frente a las pérdidas que exponernos arriesgadamente. Si les negábamos esa insignificante gratificación a los fantasmas podrían poner en marcha una investigación que acabaría con nuestro esquema de división del trabajo y desviaría las energías de toda la familia hacia la tarea que yo ejercía: pasaríamos uno a uno a decorar con nuestros cuerpos las vigas de las horcas. Aceptamos pues su decisión con sumisión filial, ya que reverenciábamos su astucia y pureza de carácter.
Una noche que estábamos todos en la bodega (ninguno se atrevía a bajar solo) dedicados a la labor de dar cristiana sepultura al alcalde de una localidad cercana, mi madre y los críos, con una vela cada uno, y George Henry y yo con el pico y la pala, mi hermana soltó un alarido y se cubrió la cara con las manos. Todos nos sobresaltamos y suspendimos las exequias; pálidos y con voces temblorosas, pedimos a Mary María que nos dijera qué le había asustado. Los pequeños estaban tan nerviosos que las velas temblequeaban en sus manos y en las paredes las sombras de nuestras figuras parecían bailar con movimientos toscos y groseros, adoptando unas actitudes de lo más extrañas. La cara del interfecto tan pronto mostraba a la luz su tez cadavérica como desaparecía por efecto de alguna sombra: cada vez tomaba una nueva expresión más condenatoria, un ceño más ladino. Las ratas, aún más asustadas que nosotros por el grito, corrían en tropel de un lado a otro, emitiendo agudos chillidos, o se quedaban inmóviles con los ojos fijos en la oscuridad de algún rincón.
Esos pequeños puntos de luz verde hacían juego con la débil fosforescencia de la descomposición que llenaba la fosa a medio cavar y parecían la manifestación visible del ligero olor a muerto que impregnaba aquel aire malsano. Los pequeños soltaron las velas y comenzaron a lloriquear mientras se agarraban a las piernas de sus mayores, y nos habríamos quedado entre tinieblas de no haber sido por aquella luz siniestra que brotaba de la tierra e inundaba los bordes de la fosa como si de un manantial se tratara.
Mi hermana, en cuclillas sobre la tierra que habíamos sacado, se había descubierto la cara y miraba fijamente con ojos desorbitados a un hueco oscuro entre dos barriles.
¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó mientras señalaba—. ¡Dios santo!, pero ¿es que no lo veis?
¡Claro que lo vimos!
Una figura humana apenas reconocible en la oscuridad, que se tambaleaba como si se fuera a caer y se agarraba a los barriles en busca de apoyo, dio un paso y por un momento se hizo visible a la luz de las pocas velas que nos quedaban; después, se incorporó con esfuerzo y cayó de bruces. Todos habíamos reconocido la apariencia, el rostro y el porte de nuestro padre (muerto hacía diez meses y enterrado con nuestras propias manos), en pie y completamente borracho.
No quisiera extenderme sobre los incidentes de nuestra precipitada huida lejos de aquel lugar; sobre la desaparición de todo sentimiento humano en aquella tumultuosa y enloquecida ascensión por las húmedas escaleras desvencijadas, en las que nos escurrimos, tropezamos y caímos, empujándonos y encaramándonos unos sobre otros mientras pisoteábamos a unas criaturas que fueron rechazadas y enviadas a la muerte por su propia madre. Sólo ella, mis hermanos mayores y yo conseguimos escapar.
Los demás perecieron abajo, unos por las heridas, otros de miedo y el resto abrasados, ya que, después de dedicar una hora a recoger algunas ropas y lo que de valor teníamos, pegamos fuego a la casa y huimos hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a coger la póliza del seguro, único pecado de omisión que mi madre reconocería años después en su lecho de muerte, muy lejos de allí. Su confesor, un santo, nos aseguró que, teniendo en cuenta las circunstancias, Dios perdonaría su descuido.
Unos diez años después de nuestra partida, y siendo ya un próspero falsificador, volví de incógnito a aquel lugar con la intención de conseguir los efectos de valor que habían quedado enterrados en la bodega. Todo fue en vano: el descubrimiento de restos humanos entre las ruinas había movido a las autoridades a continuar las excavaciones, por lo que acabaron encontrando nuestras riquezas, apropiándose de ellas honestamente. La casa nunca se reconstruyó y el barrio estaba, de hecho, abandonado. Se había hablado de tantas visiones y ruidos sobrenaturales en aquella zona que nadie quería vivir allí. Al no encontrar a quién preguntar o importunar, decidí satisfacer mi piedad filial echando un último vistazo al rostro de mi padre por si, después de todo, nuestros ojos nos habían traicionado y seguía todavía en su tumba. Recordé, además, que siempre llevaba un enorme anillo de diamantes y, como no había vuelto a saber nada de él desde su muerte, pensé que podría estar enterrado con él. Una vez conseguida una pala, localicé rápidamente la tumba en lo que había sido el patio y comencé a cavar. Llevaba poco más de un metro cuando el fondo cedió y, a través de un largo conducto, fui a caer a una cloaca.
No había ningún cuerpo ni rastro de él.
Sin poder salir, me arrastré por el sumidero y, después de retirar, no sin dificultad, algunos escombros y restos de mampostería ennegrecida que obstruían el hueco, aparecí en lo que había sido la fatídica bodega.
Por fin todo estaba claro. Mi padre, cualquiera que fuera la causa que le había hecho caer enfermo durante la comida (y creo que el testimonio de mi santa madre podría haber arrojado alguna luz sobre el asunto) había sido enterrado vivo. Su tumba se cavó accidentalmente sobre el centro de la bóveda de una alcantarilla y rompió, en sus esfuerzos por volver a la vida, la podrida pared y consiguió deslizarse hasta llegar finalmente a la bodega. Al comprobar que no era bienvenido en su propia casa, y como no tenía otra, vivió en su encierro subterráneo, testigo de nuestros ahorros y sustentado por nuestros alimentos; era él, ¡el muy ladrón!, el que se apoderaba de nuestra comida y se bebía nuestro vino. En un momento de embriaguez necesitó compañía, como le pasa a todos los borrachos, y abandonó su escondrijo sin darse cuenta de las funestas consecuencias que acarreaba a su familia: un error que fue casi un crimen.

sábado, 29 de junio de 2024

Fragmento 12 [Libro del desasosiego]. Fernando Pessoa.

Quedo pasmado siempre que concluyo alguna cosa. Pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme incluso de empezar. Pero me hago el distraído y lo hago. Lo que consigo es un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de una cesión suya. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; acabo porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.
La razón por la que tantas veces interrumpo un pensamiento con un fragmento de
paisaje, que de algún modo se integra en el esquema, real o supuesto, de mis impresiones, es porque ese paisaje es una puerta por donde huyo del conocimiento de mi impotencia creadora. Tengo la necesidad, en medio de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este libro, de hablar de pronto con otra persona, y me dirijo a la luz que se cierne, como en este momento, sobre los tejados de las casas, que parecen mojados al darles de lado; al agitarse suave de los frondosos árboles en la ladera de la ciudad, que parecen próximos, con una posibilidad de caída muda; a los carteles superpuestos de las casas empinadas, con ventanas entre letras donde el sol muerto dora la goma húmeda.
¿Por qué escribo, si no escribo mejor? ¿Pero qué sería de mí si no escribiera lo que logro escribir, por inferior a mí mismo que en eso sea? Soy un plebeyo de la aspiración, porque quiero realizar; no pretendo el silencio como quien recela de un cuarto oscuro. Soy como quienes aprecian más la medalla que el esfuerzo, y disfrutan de la gloria sin cambiarse.
Para mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es
como una droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay
venenos necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos por ingredientes del alma, hierbas recogidas en los rincones de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas junto a las sepulturas de los propósitos, hojas largas de árboles obscenos que agitan sus ramas en las orillas oídas de los ríos infernales del alma.
Escribir, sí, significa perderme, pero todos se pierden, porque todo es pérdida. Sin
embargo, yo me pierdo sin alegría, no como el río en la hoz para la que nació sin saberlo, sino como el lago creado en la playa por la marea alta, y cuya agua sumida nunca volverá al mar.

 Libro del desasosiego. 1982.

miércoles, 26 de junio de 2024

La vida buceando. Miguelángel Flores.

Las tardes más calurosas del verano las pasábamos en el río jugando a submarinos. O buscando renacuajos y piedras de tres colores. Mientras, ellos se querían de la mano sobre una manta y de vez en cuando vigilaban que los dos sacáramos la cabeza. Es curioso que recuerde aquellos momentos como fotos en blanco y negro. Desde el día que la saqué yo y mi hermano no, la vida es otra. Ahora en casa es como si buceáramos todos. En agua marrón. Sin ruido. Todo el tiempo. Silenciosos. A veces, cuando hablo, ellos me miran como si estuviera muy lejos. O como si prefiriesen que yo tampoco buscara salir a respirar. 

martes, 25 de junio de 2024

Aquel amigo. Pablo Neruda.

Sandino era un fusil con esperanzas.
Eran muy diferentes las lecciones,
en West Point era limpia la enseñanza:
nunca les enseñaron en la escuela
que podía morir el que mataba:
los norteamericanos no aprendieron
que amamos nuestra pobre tierra amada
y que defenderemos las banderas
que con dolor y amor fueron creadas.
Si no aprendieron esto en Filadelfia
lo supieron con sangre en Nicaragua:
allí esperaba el capitán del pueblo:
Augusto C. Sandino se llamaba.
Y en este canto quedará su nombre
estupendo como una llamarada
para que nos dé luz y nos dé fuego
en la continuación de sus batallas.

Canción de gesta, 1960.

domingo, 23 de junio de 2024

El conejo. Miguel Delibes.

Y cada vez que veía al herrador, Juan le decía:
-¿Cuando me da el conejo, Boni?
Y Boni, el herrador, respondía preguntando:
-¿Sabrás cuidarle?
Y Juan, el niño, replicaba:
-Claro.
Pero Adolfo, el más pequeño, terciaba, enfoncándole su limpia mirada azul:
-¿Qué hace el conejo?
Juan enumeraba pacientemente:
-Pues… comer, dormir, jugar…
-¿Cómo yo? -indagaba Adolfo.
Y el herrador, sin cesar de golpear la herradura, añadía:
- Y cría, además.
Juan agarraba al pequeño de la mano:
-El conejo que nos dé Boni criará conejos pequeños y cuando tengamos muchos le daremos uno a Ficu.
-Sí -decía Adolfo.
Boni, el herrador, aunque miraba para los chcios, siempre acertaba en el clavo.
-¿Es cierto que quieres el conejo?
-Claro -repondió Juan.
-¿Y sabréis cuidarle?
-Sí – dijeron los niños a coro.
-Pues mañana a mediodía os aguardo en casa -añadió el herrador.
Y cuando los niños descendían carretera abajo, cogidos de la mano, les voceó:
-Y si le cuidáis bien os daré, además, un pichón.
Y Adolfo le dijo a Juan:
-¿Un pichón? ¿Qué es un pichón?
-Una paloma -contestó Juan.
-¿Y vuela? -dijo Adolfo.
-Todas las palomas vuelan -dijo Juan.
Al entrar en la Plaza, vieron los grupos de gente y a Sebastián y Rubén con los cirios y una mujer que sollozaba. Y Evelio, el de la fonda, dijo:
-Le venía de atrás; si no le dijo nada al médico fue por no enseñarle los pechos.
Esteban, el del molino, se rascó el cogote:
-En una soltera se comprende.
Juan y Adolfo, cogidos de la mano, merodeaban entre los grupos sin que nadie reparara en ellos, hasta que llegó el cura y enhebró una retahíla ininteligible, y las mujeres se santiguaron, y los hombres se quitaron las boinas y las daban vueltas, sin dejarlo, entre los dedos. Y Juan soltó a su hermano y se descubrió y empezó a girar su sombrero tal y como veía hacer a los hombres. Y al ver sacar aquello de la casa, le dijo a Adolfo en un cuchicheo:
-Es un muerto.
-¿Dónde está el muerto? -voceó Adolfo.
Y los hombres dijeron:
-¡Chist, chaval!
Y Adolfo abrió aún más sus ojos azules y bajó la voz y le dijo a Juan:
-¿Dónde está el muerto, Juan?
Y Juan respondió:
-Metido en esa caja.
Y Adolfo miró primero a la caja blanca, y luego a su hermano, y luego a la caja blanca otra vez, y, finalmente, alargó su manita y cogió la de su hermano, y ambos arrancaron a andar tras del cortejo, mientras el cura continuaba murmurando frases ininteligibles. Y al cruzar frente al potro, Boni, el herrador, estaba quieto, parado, la boina entre los dedos, mirando pasar la comitiva. Y al ver en último lugar a Juan, le guiñó un ojo y le dijo:
-¿Dónde vais vosotros?
-Al entierro -dijo Juan- Es un muerto.
-¿Y el conejo?
-Mañana -dijo el niño.
El herrador volvió a calarse la boina, enjaretó el acial, tomó el martillo y le dijo a Juan por entre las patas del macho, indicando con un movimiento de cabeza la curva por donde desaparecía el cortejo:
-A ver si le cuidas bien, no le vaya a ocurrir lo que a la Eulalia. Adolfo levantó su mirada azul:
-¿Sabía volar la Eulalia? -preguntó.
-¡Chist! -respondió Juan, uniéndose al grupo.
La caja yacía en la primera posa y el cura rezongaba frases extrañas en un tono de voz muy grave, y los hombres iban, se adelantaban de uno en uno y echaban dinero en la bandeja que sostenía el Melchorín; cada vez más dinero; y las monedas tintineaban sobre el metal, y a Adolfo se le abultaban los ojos y decía:
-¿Juan, por qué le dan perras a Melchorín?
Y Juan le aclaraba:
-Para no morirse como la señora Eulalia.
Y así durante tres posas, hasta que llegaron a lo alto, al alcor, donde se erguían los cipreses del pequeño camposanto. Secun andaba allí, junto al hoyo, con la pala en la mano, y Zósimo, el alguacil, sostenía sobre el hombro un azadón. Entre la tierra removida blanqueaban los huesos mondos, y Adolfo apretó la mano de Juan y preguntó:
-¿Eso qué es?
-¡Chist! -le respondió Juan-. Una calavera, pero no te asustes.
-¿Vuela? -inquirió Adolfo.
Pero Juan no respondió. Miraba atentamente cómo bajaban la caja al hoyo con las cuerdas, y luego cómo Secun y Zósimo arrastraban la tierra negra y los huesos blancos sobre ella, y luego cómo Melchorín pasaba la bandeja, y luego, finalmente, nada.


Y a la hora de comer Juan le dijo a su padre:
-Papá.
Pero su padre no le oyó. Escuchaba las conversaciones de sus hermanos mayores y miraba con evidente simpatía a Adolfo, a quien su madre regañaba porque se había manchado. Así es que Juan repitió “papá” hasta cuatro veces y, a la cuarta, su padre se volvió a él:
-Papá, papá, no se te cae esa palabra de la boca. ¿Qué es lo que quieres?
Juan dijo tímidamente:
-Boni, el herrador, me va a regalar un conejo.
-¿Ah, sí? -dijo distraídamente el padre.
-Es para Adolfo y para mí -agregó Juan.
-¿Para Adolfo también? -rió el padre-. ¿Y para qué quieres tú un conejo, si puede saberse?
-Para que vuele -dijo Adolfo.
Intervino Juan:
-Para que críe; son las palomas las que vuelan. Boni dice…
-Calla tú; déjale al niño -añadió el padre.
-Los conejos tienen alas -dijo Adolfo.
Y su padre rió. Y su madre rió. Y rieron, asimismo, los hermanos mayores.
Y a la mañana siguiente se presentó Juan con el gazapo, blanco y marrón, en un capacho y dijo:
-Mamá, ¿tienes un cajón?
Mas la madre se soleaba, adormilada en la hamaca, y no respondió. Juan insistió, penduleando el capacho, hasta que al fin la madre entreabrió los ojos y murmuró:
Este niño, siempre inoportuno. En la cueva habrá un cajón creo yo.
Y Juan bajó a la cueva y subió un cajón, y Luis se encaprichó con el conejo y sacó a su vez la caja de herramientas y le puso al cajón un costado de tela metálica y le abrió un portillo para meter y sacar al animal, y Juan, al ver a su hermano afanar con tanto entusiasmo, le decía:
-Aquí criará a gusto, ¿verdad, Luis?
Mas Luis, enfrascado en su tarea, ni siquiera le oía:
-Es bonito el conejo que me ha dado el Boni, ¿verdad, Luis?
Luis decía, al cabo, rutinariamente:
-Es bonito.
Adolfo se aproximó a Juan.
-¿Es la casa del conejo? -preguntó.
-Sí, es la casa del conejo, ¿te gusta? -dijo Juan.
-Sí -dijo Adolfo.
Y tan pronto Luis concluyó su obra, Juan agarró al gazapo cuidadosamente, abrió el portillo y lo metió dentro. El niño miraba al bicho fruncir el hociquito, cambiar de posición, aguzar las orejas, y decía:
-Está contento en esta casa, ¿verdad, Luis?
-Sí, está contento -decía Luis.
-¿Y va a volar? -preguntó Adolfo.
Juan inclinó la cabeza a nivel de la de su hermano y le dijo:
-Los conejos no vuelan, Ado. Las que vuelan son las palomas. Y si cuidamos bien al conejo, el Boni nos dará una.
-Sí -dijo Adolfo.
Juan corrió hacia Luis, que se encaminaba a la casa con la caja de herramientas en la mano:
-Luis -le dijo-, ¿me harás otra casa si el Boni me da una paloma?
-¿Otro bicho? -rezongó Luis.
Juan le miraba sonriente, un poco abrumado. Dijo:
-Boni me dará un pichón si crío bien al conejo.
-Bueno, ya veré -dijo Luis.
Y Juan volvió donde el conejo, a mirar cómo fruncía el hociquito rosado y cómo le palpitaba el corazón en los costados. Después cogió a Adolfo de la mano y se llegó donde su padre.
-Papá -dijo-, ¿qué comen los conejos?
El padre se volvió hacia él, sorprendido.
-¡Qué sé yo! -dijo-. Verde, supongo.
-Sí -dijo Juan atemorizado, y corrió donde su madre y la dijo:
-Mamá, ¿qué es verde?
-Jesus, qué niño tan pesado -dijo la madre-. Verde, pero, ¿verde qué?
-Papé dice que los conejos comen verde y yo no sé lo que es verde.
-¡Ah, verde! -respondió la madre-. Pues yerba digo yo que será.
A la tarde, el niño bajó donde el herrador.
-Boni -le dijo-, ¿qué comen tus conejos?
Boni, el herrador, se incorporó pesadamente, oprimiéndose los riñones con las manos y sin llegar a enderezarse del todo.
-Bueno, bueno -dijo-, los conejos tienen buen apetito. Cualquier cosa. Para empezar puedes darle berza y unos lecherines. Y si se porta bien dale una zanahoria de postre.
Juan tomó a Adolfo de la mano. Adolfo dijo:
-A mí no me gusta eso.
-¿Cuál? -inquirió Juan.
-Eso -dijo Adolfo.
Cada mañana, Juan llevaba al conejo su ración de berza y de lecherines. Algún día le echaba también una zanahoria, pero el conejo apenas roía una esquina y la dejaba.
-No le gusta eso -decía Adolfo-.
Y Juan le explicaba pacientemente que el conejo tenía la tripa llena de berza y de lecherines y no le quedaba hueco para la zanahoria. Adolfo denegaba obstinadamente con la cabeza:
-No le gusta eso -decía.
En un principio, el conejo mostraba alguna desconfianza, pero tan pronto advirtió que los pequeños se aproximaban para llevarle alimentos se ponía de manos para recibir las hojas de berza y aún las comía delante de ellos. Ya no le temblaban los costados si los niños le cogían, y le gustaba agazaparse al sol, en un rincón, cuando Juan le sacaba de la cueva para airearse. En todo caso, Juan alejaba al conejo de la casa porque su mdre dijo el primer día que “aquel bicho olía que apestaba”.
Al concluir el verano comenzó a llover. Llovía lenta, incansablemente, y Juan burlaba cada día la vigilancia para salir a por lecherines. Cada vez regresaba con una brazada de ellos, y el conejo le aguardaaba de manos, impaciente. Juan le decía:
-Tienes hambre, ¿eh?
Y, en tanto comía, añadía:
-Adolfo no viene porque no le dejan, ¿sabes? Está lloviendo. Cuando deje de llover te sacaré al sol.
Y, al cuarto día, cesó, repentinamente, de llover. Juan vio el cielo azul desde la cama, y sin calzarse corrió a la cueva; mas el conejo no le recibió de manos, ni siquiera aculado en un rincón, como acostumbraba a hacer los primeros días, sino tumbado de costado y respirando anhelosamente. El niño introdujo la mano por la tela metálica y le acarició, pero el animalito no abría los ojos.
-¿Es que estás malo? -preguntó Juan.
Y como el conejo no reaccionaba, abrió precipitadamente el portillo y lo sacó fuera. El animal continuaba relajado, sin vida: apenas un leve hociqueo y una precipitada, arrítmica respiración. Juan lo depositó en el suelo y corrió alocadamente hacia la casa:
-¡Mamá, mamá! -voceó-. El conejo está muy malito.
Su madre lo miró irritada:
-Déjate de conejos ahora y cálzate -dijo.
Juan se puso las sandalias y buscó a Adolfo:
-Adolfo -le dijo-. El conejo se está muriendo.
-A ver -dijo Adolfo.
-Ven -dijo Juan, tomándole de la mano.
El conejo, tendido de costado sobre la yerba, era como un manojito de algodón, apenas animado por un imperceptible estremecimiento:
-¿Tiene sueño? -preguntó Adolfo.
-No -respondió Juan gravemente.
-¿Por qué no abre los ojos? -demandó Adolfo.
-Porque se va a morir -dijo Juan.
Y, repentinamente, soltó la mano de su hermano y corrió donde el herrador:
-Boni -le dijo-, el conejo está muy malo.
Boni, el herrador, se llevó las manos a los riñones antes de incorporarse:
-No será para tanto, digo yo.
-Sí -dijo Juan-. No quiere andar ni tampoco abrir los ojos.
-¡Vaya por Dios! -dijo Boni-. Pues sí que le has cuidado bien.
El niño no contestó. Tomó la mano encallecida del hombre y le encareció tirando de él.
-Vamos, Boni.
-Vamos, vamos -protestó el herrador-. ¿Y qué va a decir la mamá? Sabes de sobra que a la mamá no le gusta que los del pueblo metamos las narices allí.
Pero siguió al niño cambera abajo; y al llegar a la puerta, advirtió:
-Tráeme el conejo, anda. Yo no paso.
Y cuando el niño regresó con el conejo, Adolfo corría torpemente tras él, y al ver al herrador, le dijo:
-¿Es que va a volar, Boni?
El herrador examinaba atentamente al animal:
-Volar, volar…, sí que está malito, como para volar -volvió los ojos a Juan-. ¿Le mudas la cama?
-¿Qué cama? -preguntó el niño.
-¿Es que quieres que el onejo esté tan despabilado como tú si ni siquiera le haces la cama?
-Yo no lo sabía -dijo Juan humildemente.
Aún insistió el herrador:
-Y le habrás dado la comida húmeda, claro.
Juan asintió:
-Como llovía…
-Llovía, llovía -prosiguió el herrador -. ¿y no tienes una cocina para secarlo? Mira, para que lo sepas, los lecherines mojados son para el animalito lo mismo que veneno.
-¿Veneno? -murmuró Juan aterrado.
-Sí, veneno, eso. Les fermenta en la barriga y se hinchan hasta que se mueren, ya lo sabes.
Se incorporó el herrador. Juan le miraba vacilante. Dijo, al fin:
-¿Se podrá curar?
-Curar, curar -dijo el herrador-. Claro que se pude curar, pero no es fácil. Lo más fácil es que se muera.
Juan le atajó:
-Yo no quiero que se muera el conejo, Boni.
-¿Y quién lo quiere, hijo? Estas cosas están escritas -replicó el Boni.
-¿Escritas? ¿Quién las escribe, Boni? -preguntó el chico anhelante.
El herrador se impacientó:
-¡Vaya pregunta! -dijo secamente.
Adolfo miraba de cerca, casi olfeteándolo, al conejo. Al cabar, aun encuclillado, alzó su mirada azul muy pálida, casi transparente:
-Tiene sueño -dijo.
-Sí -dijo el herrador-. Mucho sueño.
Lo malo es si no despierta.
Se agachó bruscamente y le puso a Juan una manaza en el antebrazo:
-Mira, hijo, lo primero que le vas a poner a este bicho es una cama seca.
A Juan se le frunció la frente:
-¿Una cama seca? -indagó.
-Una brazada de paja, vaya.
-Tiene sueño -dijo Adolfo. El conejo tiene sueño.
-¡Calla tú la boca! -cortó el herrador. -Luego, no le des de comer en todo el día, y mañana, si le ves más listo, le das… O, mejor, ya vendré yo. Si mañana le vieras más listo, me mandas razón con la Puri o te acercas tú mismo.
Y cuando el Boni salió a la carretera, Juan cogió al conejo con cuidado, le acostó sobre su antebrazo y franqueó la puerta del jardín. Le dijo a Adolfo, conforme avanzaba por el paseo bordeado de lilas de otoño:
-El conejo se va a poner bueno. El Boni lo ha dicho.
Adolfo le miró:
-¿Y volará? -dijo.
-No -prosiguió Juan-, los conejos no vuelan.
Luego metió la paja en el cajón y depositó al conejo encima, pero Luis le miraba hacer, y cuando Juan cerró el portillo, dijo:
-Ese conejo las está diñando.
-No -protestó Juan-. El Boni dijo que se pondrá bueno.
-Ya -dijo Luis-. Este no lo cuenta.
En ese momento el conejo se agitó en unas convulsiones extrañas:
-Mira, ¡ya corre! -voceó Adolfo.
-Está mejor -dijo Juan-. Antes no se movía.
-Ya -dijo Luis-. Está en las últimas. Además me da grima ver sufrir a los animales. Le voy a matar.
Abrió el portillo, y Juan se agarraba a su cuello y gritaba:
-¡No, no, no…!
Se asomó su madre:
-¡Marcharos de aquí con ese conejo!
-Se está muriendo -dijo Luis-. El animal sólo hace que sufrir.
-Matadle -dijo, piadosamente, la madre.
-Luis le sujetó por las patas traseras, la cabeza abajo.
-No -dijo todavía, débilmente, Juan-. Boni dice que se curará.
-Sí, mátale -dijo Adolfo con una prematura dureza en sus ojos azules.
Y Luis, sin más vacilaciones, le golpeó por tres veces con el canto de la mano detrás de las orejas. El conejo se estremeció levemente y, por último, se le dobló la cabeza hacia dentro. Luis le arrojó en la yerba:
-Listo -dijo frotándose una mano con otra, como si se limpiara.
Juan y Adolfo se aproximaron al animal:
-Tiene sueño -dijo Adolfo.
-Sí… está muerto -dijo Juan aganchándose y acariciándole suavemente.
Sus ojos estaban húmedos, y continuaba atusándole, cuando su madre le chilló.
-¡Llevadle lejos, que no dé olor! ¡Enterradle!
Juan se incorporó súbitamente:
-Eso, Adolfo -dijo-, vamos a enterrarle.
Le había brotado, de pronto, una alegría inmoderada.
-Sí -dijo Adolfo.
-Eso -insistió Juan-. Vamos a hacer el entierro.
Entró en la cueva y salió con la azada al hombro, y luego le entregó a Adolfo una tapa de cartón y le dijo:
-Ahí se echan las perras, ¿sabes?
-Las perras, eso -dijo Adolfo jubilosamente.
Y Juan suspendió el conejo recelosamente de las patas traseras y caminaba por el paseo de lilas, el bicho en una mano, la azada al hombro, salmodiando una letanía ininteligible. Y Adolfo le seguía a corta distancia con el cartón a guisa de bandeja, y, súbitamente, voceó:
-Se hace pis. El conejo se está haciendo pis.
Juan se detuvo, levantó el conejo y vio el chorrito turbio que mancillaba la piel blanca del animal y escurría, finalmente, hasta las losetas del paseo. Miró de nuevo incrédulamente, y al cabo chilló, volviendo la cabeza hacia la casa:
-¡Papá, mamá, Puri, Luis, el conejo se ha meado cuando ya estaba muerto!
Pero nadie le respondió.

La mortaja, 1970.

sábado, 22 de junio de 2024

Demiurgo II. Umberto Eco.

Eres Dios. Te paseas por la ciudad, oyes que la gente habla de ti, y Dios por aquí y Dios por allá, y qué admirable universo es éste, y qué elegancia la gravitación universal, y tú sonríes entre dientes (la barba debe ser falsa, o no, tienes que andar sin barba, porque a Dios se le reconoce en seguida por la barba) y dices para tus adentros (el solipsismo de Dios es dramático): “He aquí, este soy yo y ellos lo ignoran”. Y alguien te empuja por la calle, o incluso te insulta, y tú, humildemente, pides disculpas y te marchas; total, eres Dios y, si quisieras, con chasquear los dedos, el mundo se convertiría en cenizas. Pero tú eres tan infinitamente poderoso que puedes permitirte ser bueno.

jueves, 20 de junio de 2024

Justificación. Fermín López Costero.

¿Que por qué lo hice? Pues porque hace más de un lustro que vengo sufriendo infinidad de humillaciones destinadas a enflaquecer mi personalidad. ¡Y ya estaba harto! ¡Porque maldito el día en que, por falta de expectativas, vine a trabajar a este circo tan deprimente y decrépito! Pero yo bien que se lo advertí a todos ellos, y varias veces, cuando más me fastidiaban. Les dije que el día menos pensado se me iban a hinchar las narices y que iba a ocurrir una desgracia. Pero los muy imbéciles se reían…
¿Que por qué aguanté tanto? ¿Por qué no mandé todo a hacer puñetas, en vez de permitir que mi vida se convirtiese en un infierno bajo esta carpa cochambrosa?… Infinidad de veces me he hecho esas mismas preguntas. Pero, adónde ir, si ni siquiera mi propia vida me pertenece… Para colmo, siempre he sido un pusilánime, un triste apocado, a pesar de mi fiera apariencia…
¡Ah, pero ayer fue distinto! Ayer, la rabia se me hizo incontenible y acabó destrozando -¡al fin!- el corsé de mansedumbre que siempre me ha tenido acogotado. Fue en plena función vespertina: aburrido de tanto pasar por el aro, en el instante en que el domador introdujo su cabeza entre mis fauces, junté las mandíbulas y juro que apreté con ganas. 

 

domingo, 16 de junio de 2024

¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja! Antonio Machado.

¡Oh, dime, noche amiga, amada vieja,
que me traes el retablo de mis sueños
siempre desierto y desolado, y sólo
con mi fantasma dentro,
mi pobre sombra triste
sobre la estepa y bajo el sol de fuego,
o soñando amarguras
en las voces de todos los misterios,
dime, si sabes, vieja amada, dime
si son mías las lágrimas que vierto!


Me respondió la noche:
Jamás me revelaste tu secreto.
Yo nunca supe, amado,
si eras tú ese fantasma de tu sueño,
ni averigüé si era su voz la tuya,
o era la voz de un histrión grotesco.

Dije a la noche: Amada mentirosa,
tú sabes mi secreto;
tú has visto la honda gruta
donde fabrica su cristal mi sueño,
y sabes que mis lágrimas son mías,
y sabes mi dolor, mi dolor viejo.

¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado,
yo no sé tu secreto,
aunque he visto vagar ese que dices
desolado fantasma, por tu sueño.
Yo me asomo a las almas cuando lloran
y escucho su hondo rezo,
humilde y solitario,
ese que llamas salmo verdadero;
pero en las hondas bóvedas del alma
no sé si el llanto es una voz o un eco.

Para escuchar tu queja de tus labios
yo te busqué en tu sueño,
y allí te vi vagando en un borroso
laberinto de espejos.

Soledades, galerías y otros poemas. 1899 - 1907.
 

sábado, 15 de junio de 2024

El país de Maricastaña. Luis Landero.

Durante una época de su vida de escritor, Manuel Pérez fue elaborando un conjunto de normas, de consejos estéticos que se daba a sí mismo: una especie de recetario que, más que en hallazgos, está inspirado en errores que no quería volver a cometer. Son unas doscientas anotaciones breves, donde refleja algunas de sus convicciones e incertidumbres literarias. No hace mucho las encontró en uno de sus cuadernos de entonces y al leerlas se llenó de pudor y ternura y recordó etapas de su vida de escritor que tenía ya casi olvidadas. La mayoría son muy inocentes. Por ejemplo, la norma 13 dice: «No pintar la cosa, sino el efecto que produce», que es una frase quizá de Mallarmé. Otra advierte: «No pienses con conceptos ni palabras sino con imágenes». Otras observaciones son de tipo técnico, como por ejemplo la 23: «En cada frase hay que crear una expectativa que anuncie la frase siguiente y se resuelva en ella». La norma 17 es de las más juiciosas, y dice así: «Las palabras se gastan porque tenemos un conocimiento superficial o impersonal de las cosas. Cuando se conocen bien o apasionadamente las cosas a las que designan, los nombres no se gastan jamás». La 28 tampoco es manca: «Hay que conseguir expresar con precisión lo que es sutil, y con ambigüedad lo que es evidente». Y añade: «Huir de la rutina expresiva, pero nunca a costa de la exactitud. Todas las impertinencias posibles, pero ninguna gratuita».
De todas esas normas, sin embargo, quizá la más cándida y enigmática sea la número 2: «Acuérdate de que vives en un país lejano». Así dice, y alguna tarde Manuel recuerda que así fue precisamente como empezó su vida de escritor. Recuerda por ejemplo que cerca de su casa de niño había un pozo donde iban a tirarse por la noche los desesperados de amor. Y recuerda que un poco más lejos se extendía un olivar donde había muchísimas chicharras. Según su abuela, la misma que le contaba el cuento del pescador, las chicharras podían retrasar y hasta poner en peligro el amanecer, porque como se alimentaban de rocío, siempre existía el riesgo de que, cuando salía el primer sol, ellas se hubieran comido ya todos los brillos y los rayos no encontrasen entonces un asidero donde afirmarse y prender su lumbre. Así que era preciso acantonar gallos por aquella parte para que con sus cantos orientasen al sol y lo ayudasen a salir, y era por eso por lo que, en efecto, había tantos gallos cerca del olivar.
El niño Manuel vivía entonces con la esperanza de que un día el sol no acertara con su camino y él se quedase sin escuela. Pero al final siempre vencían los gallos. De modo que se vestía, cogía la cartera y el vasito para la leche americana y salía a la calle. Cerca de casa vivían un viejo y su nieta. El viejo era alto y grave, vestido de negro, y con pajarita, y con un bombín y unos botines que sólo muchos años después le llegaron a Manuel a parecer ridículos. Sin embargo, en la memoria surge a veces ataviado con levita, chaleco y bastón de paseo, elegante y liviano como para rendir visita a una marquesa. Manuel sospecha que este aspecto es deudor de un reloj de bolsillo cuya cadena le cruzaba un ala del chaleco y que continuamente consultaba no tanto para informarse de las horas como por el prestigio de andar en misteriosos tratos con el tiempo. Pero lo más probable es que, si ha llegado a recibir algunos atributos del Conejo Blanco de Lewis Carroll y John Tenniel, se deba a su nieta: una niña rubia y repipona que sabía contar hasta más allá de mil y que, efectivamente, se llamaba Alicia.
Algunas mañanas iban juntos un trecho camino de la escuela, él a la nacional y ella a la de monjas. Cada uno por su acera pero a la misma altura, jugaba cada cual a contar los pasos del otro. Cuando llegaban a ochenta, que era hasta donde Manuel alcanzaba entonces, ella se volvía, sacaba la lengua y gritaba: «¡Ay, pobrecito Albacete!», y salía corriendo y contando muy deprisa los pasos: «¡Ochenta y uno, ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro...!», hasta que doblaba una esquina y su voz se iba borrando en la distancia.
Manuel seguía adelante y siempre daba un rodeo para pasar por el pozo y ver si había dentro algún muerto de amor. Luego entraba en la escuela, se sentaba en el pupitre y sacaba de la cajonera un cartelito donde ponía: «Albacete». Porque él entonces, desde luego, era sólo Albacete. La primera vez que fue a la escuela, su padre le dijo: «Y ya sabes, a ver si consigues ser Ceuta o Melilla, y si no puede ser, por lo menos Sevilla o Canarias». El maestro se llamaba don Fermín y tenía un caballo. Muy de mañana salía siempre a cabalgar un rato y, como el aula estaba en la planta baja, y como para entrar en la cuadra tenía que pasar forzosamente por allí, pues a veces irrumpía en la clase montado en el caballo. Y a veces aprovechaba ya para examinar los deberes o tomar la lección desde la montura. Era mutilado de guerra, tenía un ojo chafado y una mano ortopédica, y dividía la clase en zona nacional y zona republicana. Los primeros eran los listos y los otros los torpes, y todos empezaban de republicanos menos él, cuya misión consistía en liberar de la ignorancia a la zona rebelde. Según los muchachos iban pasando a la parte nacional, les iba adjudicando los nombres de las ciudades liberadas, y a los primeros en pasar, les llamaba Ceuta y Melilla. Al final del curso, quienes acabasen de republicanos suspendían, y los otros aprobaban, según la ciudad así la nota. Ya ven ustedes qué fácil era la pedagogía entonces.
El niño Manuel, estudiante mediano, nunca consiguió pasar de ciudades medianas, y cuando su padre le preguntaba al volver a casa qué ciudad era, él bajaba la cabeza y susurraba: «Albacete». El padre le daba entonces un coscorrón y le decía: «¡Ay, calamidad, calamidad, nunca llegarás a nada!». Que él no iba a llegar a nada lo tuvo siempre claro desde que su abuela le contaba cuentos y todos empezaban así: «Hace mucho tiempo, en un país lejano». De ahí dedujo que, viviendo en Alburquerque y en el tiempo actual, nada digno de asombro podía ocurrirle nunca. Todo lo maravilloso pasaba siempre lejos. De tarde en tarde llegaban viajeros del mundo del comercio y de la farándula que traían en los ojos la luz vertiginosa de otras tierras, y hablaban de una ciudad cuyas calles eran ríos, y de otra donde la noche duraba seis meses, y de otra donde había muchos estranguladores que se escondían en la niebla perpetua de sus calles y a cada momento se oían los gritos de las víctimas y los silbatos de alarma de los policías. Y todas esas maravillas las daba el estar lejos, y no había prodigio que no se debiera a la distancia, en tanto que allí en el pueblo y en los días iguales del mísero presente, la vida sólo podía ser un círculo del que no había modo de salir. Cada cual giraba en su redondel como los astros en los suyos. Semanas y meses se sucedían y repetían sin tregua. Como mucho, Manuel iba aprendiendo a contar hasta mil. Sólo los números parecían ir hacia delante, sólo aquella mezquina ilusión le concedían los dioses. Qué buen momento hubiera sido aquel para descubrir y leer de una vez por todas a los escritores existencialistas.
Cumplió los siete años. Y un día en la escuela, don Fermín le preguntó desde su montura: «¡A ver, Albacete!, ¿qué cosa grande es Dios?». Manuel no lo sabía pero vio a un compañero que, por entre las patas del caballo, empezó a hacerle señas. Fingía que fumaba un puro, exagerando el gesto como si fuese un banquero o un apoderado taurino. Entonces cayó en la cuenta. «Dios es el Espíritu Puro», proclamó. Y don Fermín le dijo: «Muy bien. Y, en premio, vas a elegir la ciudad que prefieras ser». Manuel bajó la cabeza y susurró: «El País de Maricastaña, don Fermín, ésa es la ciudad que yo quiero ser». Él entonces encabritó al caballo y montó en cólera: «¡Con España no hay bromas que valgan, rufián!», gritó, dándole con la vara de olivo. «¡En adelante, en castigo por tu cosmopolitismo, y ya para todo el curso, serás sólo Alburquerque!»
Y desde entonces, la niña Alicia se burlaba todavía más de él. Pero luego se vino a Madrid, pasaron los años y hoy Manuel sabe que era entonces, en la infancia, cuando vivía realmente en un país lejano, lleno de maravillas que no supo ver hasta que la nostalgia se lo ofreció en la lejanía, convertido ya en materia poética. Y de ese modo fue como, queriendo ser Mari castaña, llegó a ser simplemente Alburquer que.
Por eso decía en la norma número 2: «Acuérdate de que vives en un país lejano». Quizá con esa receta intentaba curarse contra la tentación del exotismo. Todavía recuerda que, en su adolescencia, los primeros cuentos o trozos de novela que escribió transcurrían en países remotos o en islas inventadas. Es decir: eludía su propio mundo porque pensaba que carecía de interés, y que había que buscar otros temas y otros espacios más prestigiosos y de más garantía literaria. Cuando leyó por primera vez a R.W. Emerson, en un librito de Austral que se titula Ensayos escogidos, encontró una frase que pasó de inmediato a ser la norma número 1: «Hay un momento en la formación de todo hombre en que llega a la convicción de que tiene que tomarse a sí mismo, bueno o malo, como su propia porción; que aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un grano de trigo por otro conducto que por el del trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte cultivar». A esa convicción se llega a veces a través de un largo camino. Y en ese camino Manuel Pérez ha ido tomando cosas de aquí y de allá, y ha saqueado otros terrenos y los seguirá saqueando, pero al final su ambición es retirarse por la noche a su terrenito y resignarse definitivamente a sí mismo.

Entre líneas: el cuento o la vida. 1996.

martes, 11 de junio de 2024

Luna. Enrique Anderson Imbert.

Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la voz, dijo:
Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con persianas apestilladas.
Y… alguien podría bajar desde la azotea.
Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces «tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.


miércoles, 5 de junio de 2024

Una realidad. Fabián Vique.

Me desperté a las tres de la madrugada sobresaltado, bañado en sangre, con un puñal clavado en el medio de mi pecho. «¡Menos mal!», me dije, «es sólo una realidad». Y seguí durmiendo.

sábado, 1 de junio de 2024

Gacela del amor desesperado. Federico García Lorca.

La noche no quiere venir
para que tú no vengas
ni yo pueda ir.


Pero yo iré
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.


El día no quiere venir
para que tú no vengas
ni yo pueda ir.


Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.


Ni la noche ni el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.

El diván del Tamarit. 1940.