Quedo pasmado
siempre que concluyo alguna cosa. Pasmado y desolado. Mi instinto de
perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme incluso
de empezar. Pero me hago el distraído y lo hago. Lo que consigo es
un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de
una cesión suya. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; acabo
porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.
La
razón por la que tantas veces interrumpo un pensamiento con un
fragmento de
paisaje,
que de algún modo se integra en el esquema, real o supuesto, de mis
impresiones, es porque ese paisaje es una puerta por donde huyo del
conocimiento de mi impotencia creadora. Tengo la necesidad, en medio
de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este
libro, de hablar de pronto con otra persona, y me dirijo a la luz que
se cierne, como en este momento, sobre los tejados de las casas, que
parecen mojados al darles de lado; al agitarse suave de los frondosos
árboles en la ladera de la ciudad, que parecen próximos, con una
posibilidad de caída muda; a los carteles superpuestos de las casas
empinadas, con ventanas entre letras donde el sol muerto dora la goma
húmeda.
¿Por
qué escribo, si no escribo mejor? ¿Pero qué sería de mí si no
escribiera lo que logro escribir, por inferior a mí mismo que en eso
sea? Soy un plebeyo de la aspiración, porque quiero realizar; no
pretendo el silencio como quien recela de un cuarto oscuro. Soy como
quienes aprecian más la medalla que el esfuerzo, y disfrutan de la
gloria sin cambiarse.
Para
mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de
escribir. Escribir es
como
una droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que
vivo. Hay
venenos
necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos por ingredientes del
alma, hierbas recogidas en los rincones de las ruinas de los sueños,
amapolas negras encontradas junto a las sepulturas de los propósitos,
hojas largas de árboles obscenos que agitan sus ramas en las orillas
oídas de los ríos infernales del alma.
Escribir,
sí, significa perderme, pero todos se pierden, porque todo es
pérdida. Sin
embargo,
yo me pierdo sin alegría, no como el río en la hoz para la que
nació sin saberlo, sino como el lago creado en la playa por la marea
alta, y cuya agua sumida nunca volverá al mar.
Libro del desasosiego. 1982.
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