Durante
una época de su vida de escritor, Manuel Pérez fue elaborando un
conjunto de normas, de consejos estéticos que se daba a sí mismo:
una especie de recetario que, más que en hallazgos, está inspirado
en errores que no quería volver a cometer. Son unas doscientas
anotaciones breves, donde refleja algunas de sus convicciones e
incertidumbres literarias. No hace mucho las encontró en uno de sus
cuadernos de entonces y al leerlas se llenó de pudor y ternura y
recordó etapas de su vida de escritor que tenía ya casi olvidadas.
La mayoría son muy inocentes. Por ejemplo, la norma 13 dice: «No
pintar la cosa, sino el efecto que produce», que es una frase quizá
de Mallarmé. Otra advierte: «No pienses con conceptos ni palabras
sino con imágenes». Otras observaciones son de tipo técnico, como
por ejemplo la 23: «En cada frase hay que crear una expectativa que
anuncie la frase siguiente y se resuelva en ella». La norma 17 es de
las más juiciosas, y dice así: «Las palabras se gastan porque
tenemos un conocimiento superficial o impersonal de las cosas. Cuando
se conocen bien o apasionadamente las cosas a las que designan, los
nombres no se gastan jamás». La 28 tampoco es manca: «Hay que
conseguir expresar con precisión lo que es sutil, y con ambigüedad
lo que es evidente». Y añade: «Huir de la rutina expresiva, pero
nunca a costa de la exactitud. Todas las impertinencias posibles,
pero ninguna gratuita».
De
todas esas normas, sin embargo, quizá la más cándida y enigmática
sea la número 2: «Acuérdate de que vives en un país lejano». Así
dice, y alguna tarde Manuel recuerda que así fue precisamente como
empezó su vida de escritor. Recuerda por ejemplo que cerca de su
casa de niño había un pozo donde iban a tirarse por la noche los
desesperados de amor. Y recuerda que un poco más lejos se extendía
un olivar donde había muchísimas chicharras. Según su abuela, la
misma que le contaba el cuento del pescador, las chicharras podían
retrasar y hasta poner en peligro el amanecer, porque como se
alimentaban de rocío, siempre existía el riesgo de que, cuando
salía el primer sol, ellas se hubieran comido ya todos los brillos y
los rayos no encontrasen entonces un asidero donde afirmarse y
prender su lumbre. Así que era preciso acantonar gallos por aquella
parte para que con sus cantos orientasen al sol y lo ayudasen a
salir, y era por eso por lo que, en efecto, había tantos gallos
cerca del olivar.
El
niño Manuel vivía entonces con la esperanza de que un día el sol
no acertara con su camino y él se quedase sin escuela. Pero al final
siempre vencían los gallos. De modo que se vestía, cogía la
cartera y el vasito para la leche americana y salía a la calle.
Cerca de casa vivían un viejo y su nieta. El viejo era alto y grave,
vestido de negro, y con pajarita, y con un bombín y unos botines que
sólo muchos años después le llegaron a Manuel a parecer ridículos.
Sin embargo, en la memoria surge a veces ataviado con levita, chaleco
y bastón de paseo, elegante y liviano como para rendir visita a una
marquesa. Manuel sospecha que este aspecto es deudor de un reloj de
bolsillo cuya cadena le cruzaba un ala del chaleco y que
continuamente consultaba no tanto para informarse de las horas como
por el prestigio de andar en misteriosos tratos con el tiempo. Pero
lo más probable es que, si ha llegado a recibir algunos atributos
del Conejo Blanco de Lewis Carroll y John Tenniel, se deba a su
nieta: una niña rubia y repipona que sabía contar hasta más allá
de mil y que, efectivamente, se llamaba Alicia.
Algunas
mañanas iban juntos un trecho camino de la escuela, él a la
nacional y ella a la de monjas. Cada uno por su acera pero a la misma
altura, jugaba cada cual a contar los pasos del otro. Cuando llegaban
a ochenta, que era hasta donde Manuel alcanzaba entonces, ella se
volvía, sacaba la lengua y gritaba: «¡Ay, pobrecito Albacete!», y
salía corriendo y contando muy deprisa los pasos: «¡Ochenta y uno,
ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro...!», hasta que
doblaba una esquina y su voz se iba borrando en la distancia.
Manuel
seguía adelante y siempre daba un rodeo para pasar por el pozo y ver
si había dentro algún muerto de amor. Luego entraba en la escuela,
se sentaba en el pupitre y sacaba de la cajonera un cartelito donde
ponía: «Albacete». Porque él entonces, desde luego, era sólo
Albacete. La primera vez que fue a la escuela, su padre le dijo: «Y
ya sabes, a ver si consigues ser Ceuta o Melilla, y si no puede ser,
por lo menos Sevilla o Canarias». El maestro se llamaba don Fermín
y tenía un caballo. Muy de mañana salía siempre a cabalgar un rato
y, como el aula estaba en la planta baja, y como para entrar en la
cuadra tenía que pasar forzosamente por allí, pues a veces irrumpía
en la clase montado en el caballo. Y a veces aprovechaba ya para
examinar los deberes o tomar la lección desde la montura. Era
mutilado de guerra, tenía un ojo chafado y una mano ortopédica, y
dividía la clase en zona nacional y zona republicana. Los primeros
eran los listos y los otros los torpes, y todos empezaban de
republicanos menos él, cuya misión consistía en liberar de la
ignorancia a la zona rebelde. Según los muchachos iban pasando a la
parte nacional, les iba adjudicando los nombres de las ciudades
liberadas, y a los primeros en pasar, les llamaba Ceuta y Melilla. Al
final del curso, quienes acabasen de republicanos suspendían, y los
otros aprobaban, según la ciudad así la nota. Ya ven ustedes qué
fácil era la pedagogía entonces.
El
niño Manuel, estudiante mediano, nunca consiguió pasar de ciudades
medianas, y cuando su padre le preguntaba al volver a casa qué
ciudad era, él bajaba la cabeza y susurraba: «Albacete». El padre
le daba entonces un coscorrón y le decía: «¡Ay, calamidad,
calamidad, nunca llegarás a nada!». Que él no iba a llegar a nada
lo tuvo siempre claro desde que su abuela le contaba cuentos y todos
empezaban así: «Hace mucho tiempo, en un país lejano». De ahí
dedujo que, viviendo en Alburquerque y en el tiempo actual, nada
digno de asombro podía ocurrirle nunca. Todo lo maravilloso pasaba
siempre lejos. De tarde en tarde llegaban viajeros del mundo del
comercio y de la farándula que traían en los ojos la luz
vertiginosa de otras tierras, y hablaban de una ciudad cuyas calles
eran ríos, y de otra donde la noche duraba seis meses, y de otra
donde había muchos estranguladores que se escondían en la niebla
perpetua de sus calles y a cada momento se oían los gritos de las
víctimas y los silbatos de alarma de los policías. Y todas esas
maravillas las daba el estar lejos, y no había prodigio que no se
debiera a la distancia, en tanto que allí en el pueblo y en los días
iguales del mísero presente, la vida sólo podía ser un círculo
del que no había modo de salir. Cada cual giraba en su redondel como
los astros en los suyos. Semanas y meses se sucedían y repetían sin
tregua. Como mucho, Manuel iba aprendiendo a contar hasta mil. Sólo
los números parecían ir hacia delante, sólo aquella mezquina
ilusión le concedían los dioses. Qué buen momento hubiera sido
aquel para descubrir y leer de una vez por todas a los escritores
existencialistas.
Cumplió
los siete años. Y un día en la escuela, don Fermín le preguntó
desde su montura: «¡A ver, Albacete!, ¿qué cosa grande es Dios?».
Manuel no lo sabía pero vio a un compañero que, por entre las patas
del caballo, empezó a hacerle señas. Fingía que fumaba un puro,
exagerando el gesto como si fuese un banquero o un apoderado taurino.
Entonces cayó en la cuenta. «Dios es el Espíritu Puro», proclamó.
Y don Fermín le dijo: «Muy bien. Y, en premio, vas a elegir la
ciudad que prefieras ser». Manuel bajó la cabeza y susurró: «El
País de Maricastaña, don Fermín, ésa es la ciudad que yo quiero
ser». Él entonces encabritó al caballo y montó en cólera: «¡Con
España no hay bromas que valgan, rufián!», gritó, dándole con la
vara de olivo. «¡En adelante, en castigo por tu cosmopolitismo, y
ya para todo el curso, serás sólo Alburquerque!»
Y
desde entonces, la niña Alicia se burlaba todavía más de él. Pero
luego se vino a Madrid, pasaron los años y hoy Manuel sabe que era
entonces, en la infancia, cuando vivía realmente en un país lejano,
lleno de maravillas que no supo ver hasta que la nostalgia se lo
ofreció en la lejanía, convertido ya en materia poética. Y de ese
modo fue como, queriendo ser Mari castaña, llegó a ser simplemente
Alburquer que.
Por
eso decía en la norma número 2: «Acuérdate de que vives en un
país lejano». Quizá con esa receta intentaba curarse contra la
tentación del exotismo. Todavía recuerda que, en su adolescencia,
los primeros cuentos o trozos de novela que escribió transcurrían
en países remotos o en islas inventadas. Es decir: eludía su propio
mundo porque pensaba que carecía de interés, y que había que
buscar otros temas y otros espacios más prestigiosos y de más
garantía literaria. Cuando leyó por primera vez a R.W. Emerson, en
un librito de Austral que se titula Ensayos escogidos,
encontró una frase que pasó de inmediato a ser la norma número 1:
«Hay un momento en la formación de todo hombre en que llega a la
convicción de que tiene que tomarse a sí mismo, bueno o malo, como
su propia porción; que aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no
le llegará ni un grano de trigo por otro conducto que por el del
trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte
cultivar». A esa convicción se llega a veces a través de un largo
camino. Y en ese camino Manuel Pérez ha ido tomando cosas de aquí y
de allá, y ha saqueado otros terrenos y los seguirá saqueando, pero
al final su ambición es retirarse por la noche a su terrenito y
resignarse definitivamente a sí mismo.
Entre líneas: el cuento o la vida. 1996.
No hay comentarios:
Publicar un comentario